Le dio indicaciones para ir a la habitación de su hermano, llamó a Vickers, y se escapó a su propia habitación a arreglarse el pelo. Naturalmente, éste había tomado vida propia, rizándose salvajemente en cada dirección, desafiando su peineta. Nunca había visto a Gabriel en ropa de noche, y su oscura elegancia la había dejado sin aliento y decidida a verse de lo mejor. Pensó llamar a su criada, pero en seguida se paró a mirar su reflejo desaliñado en el espejo.
– Esto -dijo disgustada-, es en lo que se transforma una mujer joven que pasa mucho tiempo con los caballos. Oh, caramba, mira este vestido. Sólo una cabeza de chorlito se pararía en la lluvia con un vestido de seda verde claro. Yo soy el escándalo de la parroquia, no Gabriel.
Tenía que cambiarse y apurarse. Podía sentir voces conversando abajo. Sus invitados, desafiando la lluvia para cenar con ella. Tenía que verse por lo menos no como una vagabunda.
Sacó un vestido de noche de gaza delgada color limón del guardarropa y trató de desabrocharse la espada. La puerta se abrió atrás de ella.
– Estaba a punto de llamarte, Joan. Tengo tres minutos para verme presentable. Y si puedes ayudarme con estos broches…
– Lo puedo hacer de dos en dos.
Giró asombradísima, mirando los azules ojos risueños de Gabriel. Su negro cabello corto había sido cepillado y brillaba, su capa descartada, el barro removido de su chaqueta de noche y sus pantalones ajustados. Gabriel, un demonio guapo como nunca lo había visto. ¿Y cómo se veía ella? Una desarrapada vestida a medias con el pelo como un pajar.
¿Qué estaba haciendo él en su habitación? ¿Y por qué no le ordenaba que saliera inmediatamente?
– Permíteme -dijo él.
– ¿Permitirte qué?
– Hacerte ver presentable. -Su examen cálido le advirtió que la presentación era lo menos importante en su mente, una sospecha que demostró al agregar-, aunque estaría condenado si hubiese algo más atractivo que tú en estos momentos.
Una ola de excitación malvada la invadió. Era estupendo, arrogante, entretenido… y estaba solo con ella en su dormitorio.
– No debías estar mirándome en absoluto.
– ¿Tienes una media que pueda usar como venda? -le preguntó, el brillo de sus ojos azules desmintiendo la pregunta bien educada.
– ¿Una media?
– Estoy tratando, Alethea, de ser un caballero.
Nunca había escuchado una afirmación tan absurda en su vida. Y mientras estaba parada ahí, completamente inmóvil, él pasó las manos por sus hombros y le desabrochó expertamente el vestido.
Ella se tragó un grito de indignación.
– Gabriel Boscastle -dijo en una voz muy baja que la hizo sonar como una niñita estúpida saludando a un admirador en su primera reunión-. Eso no fue un acto de caballero.
Él se encogió de hombros ligeramente.
– Sólo dije que trataría, no que tendría éxito.
– Bueno, esfuérzate más. -Ella miró alrededor por un chal para cubrirse o bien a sí misma o a su guapa y burlona cara-. Baja y tómate un brandy.
– ¿Debería traer uno arriba para ti?
– No, baja y preséntate tú mismo a quien quiera que haya llegado.
– ¿Me veo suficientemente arreglado para tu fiesta? -le preguntó con una sonrisa viril claramente diseñada para desarmarla. Usaba una camisa de muselina con volantes debajo de su larga chaqueta entallada.
Ella suspiró.
Él frunció el ceño afectadamente.
– ¿Son los volantes? Nunca he sido un hombre de volantes y adornos.
– ¡Estás en mi dormitorio!
– Me debo haber perdido. -Pasó la mano ligeramente sobre su hombro medio desnudo-. O de lo contrario tengo instintos infalibles.
– Tienes los instintos del diablo -susurró.
– Querida -la regañó-, ¿Es esa la forma de hablarle a un invitado?
– La puerta está justo atrás de ti. -Ella tembló suavemente. Los dedos estaban causando encantadores estragos sobre su hombro-. ¿El tocador y la cama dan una impresión de comedor?
Él miró alrededor.
– Pensándolo bien, no. -La acercó más a él-. Debo admitir, sin embargo, que me abres el apetito más que ninguna otra cosa que haya visto en un banquete. -Su voz se hizo más profunda-. ¿Es esa tu cama?
Ella tomó aliento. Trató de no pensar en lo que él tenía en mente, trató de no imaginarse debajo de él en su cama, su poderoso cuerpo sobre ella.
– Sí.
Él fizo una pausa.
– ¿Dónde duermes?
– Pensaría que es obvio.
– ¿Justo debajo de esa ventana? -le preguntó, mirando más allá.
– ¿Quieres una descripción del techo? ¿de los aleros?
– Puedo ver tu habitación desde la mía.
– ¿Cómo sabes que esta es la mía? -ella le preguntó sin pensar.
Una sonrisa curvó sus labios.
– Gabriel -dijo en un susurro-. Esta es la casa de mi hermano, y como tal…
– Me encanta tu pelo suelto -dijo en voz muy baja-. Nunca me imaginé que era tan largo y brillante. ¿Por qué no lo usas suelto más a menudo? Te ves como una de esas princesas italianas de una pintura.
– Una dama de nuestra época debe seguir ciertas reglas -logró pronunciar-, y un caballero de hoy, no…
– … ¿se aprovecha?
Pero él lo hizo, frotando su mejilla recién afeitada contra la de ella, antes de apoderarse de su boca con un beso duro sin disculpas. Y luego otro hasta que la boca de ella se suavizó debajo de la delicada agresión. La mano se cerró alrededor de su cintura, atrayéndola contra su cuerpo, hasta que ella se sintió a sí misma ceder ante su fortaleza.
¿Peligroso? Sin duda.
Pero como un fuego a mitad del invierno, el calor que él le ofrecía la atraía. Y si se quemaba, ¿eso no sería mejor que la fría soledad del año anterior?
Abrumador, la calidez de su boca sobre la de ella. Seguramente el invierno no duraría para siempre.
– Gabriel…
Cuando abrió los labios fue con la intención de objetar, pero él se burló penetrando con la lengua profundamente en su boca. El rostro de él estaba borroso a la luz de la vela. Ella se estaba deslizando, inestable, entre la oscuridad y la luz, entre la entrega y la auto protección.
– Cabalgué todo el camino de vuelta de Londres en la lluvia para estar aquí – susurró.
– Para cenar -le recordó estremecida.
– Lo siento. -Arrastró la boca contra su mejilla-. No lo puedo evitar. Eres todo encanto, y pureza, y…
Ella sacudió la cabeza confundida. -¿Entonces por qué te estoy besando?
Él trazó la curva de su cadera con la yema de los dedos.
– Porque soy todo peligroso y malo, una tentación para la pureza, y siempre lo he sido. -Hizo una pausa, sus ojos brillantes-. ¿Quieres que te ayude a quitarte el vestido?
– ¿Qué? -Respondió ella, muerta de la risa como si no lo hubiese oído bien.
– Sé que no es apropiado, pero ya que estoy aquí, mejor será que demuestre que soy capaz de hacerlo. Odio estar parado siendo un inútil.
Alethea apoyó la mano contra su firmemente musculoso pecho, preguntándose por qué su voz baja la estremecía, cuando debería hacerla correr. Apropiado. Inapropiado. Una vez, las líneas que demarcaban su conducta habían estado claramente talladas. Sabía con quién casarse, de quién ser amiga, en quien confiar. Ahora esa imagen de lo que debía ser estaba manchada. No podía juzgar por el pasado.
Ni podría volver nunca a lo que había sido en sus años de gloria, aunque dudaba que llegase a ser lo que un hombre como Gabriel, inevitablemente, desearía. Arruinada o no, ella no podría entregarse a sí misma a una vida de placer sin amor.
Tomó una inestable respiración. Él ya le había liberado los broches imposibles del vestido. Y mientras ella había estado perdida en sus pensamientos, descansando en su abrazo, también había desenlazado la camisola en un hombro.
Hombre malvado y arremetedor. Tal vez ella no había solicitado su seducción, pero ¿había hecho algo para disuadirla?
– Gabriel -dijo con severidad.
Su hermosa boca esculpida le rozaba la parte superior de los pechos. Con alguna magia oscura, había desamarrado esas ataduras también. Ella jadeó, sus rodillas doblándose en una involuntaria sumisión. Sensaciones, prohibidas y estremecedoras, bajaban como cascadas sobre ella. Sus pezones se apretaron. Profundamente en su útero se acumuló un calor pulsante. Ella saboreó el extraño placer, por algunos minutos más.
– Diablos, Gabriel -susurró sintiendo que sus brazos la sostenían-. No te invité para esto.
Tropezaron hacia atrás cayendo en el sillón al lado del ropero, sus muslos abiertos la sostuvieron. Ella levantó la mano con toda la intención de empujarlo. Pero por el contrario, envolvió su brazo sobre el hombro, en un gesto que hablaba más de entrega que de determinación.
Era una sutileza del lenguaje que él entendía demasiado bien.
– Te pido disculpas -murmuró él, sus ojos febriles, de un brillante azul caliente.
– Ya lo creo.
Levantó la vista brevemente de la parte delantera del vestido.
– Si no fueses una dama en todo el sentido de la palabra, la más decente que alguna vez haya agraciado mi patética vida, yo…
Ella presionó los dedos sobre los labios de él.
– Espero que esto no haya tenido la intención de ser un ejemplo de tu control.
– Confía en mí, Alethea. Por ti le he puesto cadenas con llave a mis deseos y me tragué la llave.
– Te has convertido en un hombre sin principios.
– ¿Crees que puedo cambiar?
– No a tiempo para la cena. -Ella llevó las manos atrás para tratar de cerrar el corsé, torpemente-. Oh, cómo voy a explicar por llegar tarde a mi propia fiesta y apenas ser capaz de…
La boca de él se estiró en una sonrisa cínica.
– Pareces estar teniendo dificultades para respirar. ¿Tal vez debería soltarte más broches?
– Si no puedo respirar apropiadamente, no tiene nada que ver con los lazos apretados del corsé.
– Ah. -Su sensual voz le envió escalofríos por los brazos-. ¿Entonces, puedo asumir que hay sólo otra razón?
Ella hizo una leve sacudida con su cabeza. Lejos estaba de ella el admitir que él había logrado trastornarla más que sus ataduras. Y si ella no recuperaba el control, se encontraría completamente deshecha, en todo el sentido de la palabra.
– ¿Sabes por qué las damas se aprietan tanto dentro de su corsé? -preguntó él, procediendo a juntar las partes del corsé y del vestido-. No es para realzar sus encantadoras formas. Es para mantener alejados a canallas como yo.
Ella miró a otro lado, su respuesta apenas fue audible.
– Aunque no detiene a los peores, sin embargo.
Extraña respuesta.
Por un momento alarmante, él se preguntó que habría querido decir. Si no hubiese estado ocupado tratando de restringir sus instintos canallas, pudiese haber tenido la perspicacia de preguntarle. Pero siendo el hombre débil ante la carne que era, estaba totalmente absorto en el atractivo terrenal de ella. Quería cualquier excusa para continuar.
Él había tenido alguna experiencia con la inocencia.
Era más versado en los placeres oscuros.
Vi a la dama hacer una visita a la casa de la señora Watson, tarde una noche.
Sin embargo Gabriel juraría por todo lo valioso que tenía, que ella era inocente. Seguramente, Alethea nunca había oído hablar de la señora Watson, e incluso si lo hubiese hecho, era muy bien educada como para admitirlo.
– Oigo que viene alguien -susurró alarmada.
Él no. O tal vez sí, pero esperaba ignorarlo. Estaba dolorosamente excitado. No podía esconderlo. A través de las capas de ropa, su erección empujaba contra ella demandando, fuera de control. Si no ganaba su autocontrol, haría… Dios, haría cualquier cosa si le otorgaba su favor, si lo invitaba a su cama.
Su mirada franca encontró la de ella.
– ¿Hay alguna posibilidad de que me desees tanto como yo a ti?
Su leve vacilación le dio esperanzas.
– Por favor, Gabriel -dijo ella, sus ojos oscuros de emoción-. No nos avergüences a los dos, cuando invité a mis amigos para que te conozcan. Les hablé bien de ti. No me hagas parecer engañada.
– ¿Más tarde, entonces? -le preguntó él después de un momento-. ¿Me asegurarás, por lo menos, que no te hice enojar? ¿Me prometes…?
Ella se rió sin querer.
– No te prometeré nada excepto una cena y una noche de entretenimiento en el campo. Y no estoy enojada.
– Bastante claro. -Se retiró con una expresión divertida-. No me queda más que portarme bien y parecer un invitado de buenas maneras.
– No aceptaré nada menos que eso.
Estaba un poco cautelosa por lo fácil que él estuvo de acuerdo. ¿No eran los canallas de su calaña conocidos por ser persuasivos y seductores? Y, en realidad, mientras él le permitía levantarse, ella notó la oscura sonrisa que le contraía la boca.
– Ten cuidado de las falsas retiradas -la dijo con voz burlona.
– ¿Qué quieres decir? -le preguntó, su corazón golpeando con inestables palpitaciones. Tal vez era mejor si no lo sabía.
Él se puso de pie. Se veía tan elegantemente estupendo, mientras ella se veía desordenada.
– Me voy ahora. Si encuentro a alguien en el pasillo, simplemente le explicaré que me perdí en la oscuridad.