Alethea durmió mejor de lo que lo había hecho en meses, soñando con héroes épicos que vestían capas henchidas por el viento y montaban de forma estruendosa a caballo. Por la mañana, por primera vez en casi un año, se tomó el tiempo para encontrar en su armario su hábito verde favorito para montar en lugar del solemne negro de seda que solía llevar. Se cepilló el pelo cien veces y se puso una cinta blanca en sus rizos trenzados. Corrió escaleras abajo, llena de energía, para jugar con sus tres perros antes de salir a dar su paseo matinal.
De hecho, acababa de conducir a su caballo castrado al patio cuando la señora Bryant, la vigorosa esposa de piernas largas del vicario, la interceptó en el camino de acceso con su calesa. El trío de perros de Alethea comenzó a ladrar, sabiendo que siempre había algo encantador en una de las rebosantes cestas de la señora Bryant. Se reunieron con entusiasmo mientras ella se deslizaba de su asiento.
– No monte todavía -La señora Bryant se quitó el sombrero de paja y lo agitó a través de la pradera hacia Alethea-. Tengo una invitación para que hagamos juntas.
La señora Bryant no había mantenido en secreto el hecho de que estaba preocupada por el futuro de Alethea. Confiaba en que alguien estaría dispuesto a escuchar que la joven se había vuelto tan retraída en su dolor que era responsable de encerrarse en sí misma en la casa de su hermano. No era un encierro normal por el duelo, en opinión de la señora Bryant, aunque si hubiera adivinado alguna vez la verdadera razón de la soledad auto-impuesta por Alethea, no diría ni una palabra.
Alethea reprimió un suspiro.
– Ya tengo mi caballo ensillado y listo para hacer ejercicio. ¿Alguien se ha puesto enfermo?
– No, por lo que yo sé. Es por el nuevo amo de Hellbourne Hall. Espero que pueda convencerlo de que permanezca aquí. ¿Por qué no monta delante de mí? La alcanzaré después de entregar un poco de queso a la viuda de Hamlin.
Alethea dio un golpecito con la fusta contra su rodilla. -No estoy de humor para hacer una visita social. Sólo voy a echarle a perder su bienvenida.
– Bueno, no puedo ir sola -insistió la señora Bryant, a pesar de que manejaba por sí misma día y noche, sobre la colina y el arroyo, cuando uno de los aldeanos se enfermara.
La brisa de la tarde golpeó la cara de Alethea, revelando la posibilidad de la llegada de un otoño temprano. Pensó en un hombre con espeso cabello negro, una corbata torcida y los ojos azules que la atraían como un cristal oscuro. -En realidad, ya me lo he encontrado anoche, tuve que advertirle sobre el puente y…
– Bien. -La señora Bryant se apresuró a regresar a su calzada-. Entonces, me puede presentar. Y vamos a estar juntas… esto es sólo entre usted y yo, creo que los sirvientes llevan la voz cantante en la finca. Ya es hora de que detenerlo. ¿Cree usted que… ya sé que sólo lo ha conocido, pero es posible que él sea ese hombre que todos hemos estado esperando para que asuma el control?
Un centenar de demonios perforaban agujeros en los sueños de Gabriel. Uno de ellos clavó sus garras en el hombro y lo zarandeó sin piedad, él no hizo caso de la irritación. Tenía los huesos cansados después del duro viaje desde Londres y de las cuatro horas limpiando un puesto digno para su caballo en un establo de Augean que no había visto la paja fresca o una horca en un mes, por lo menos.
Se tragó dos botellas de coñac en la madrugada, su caballo saturado con agua, cepillado y alimentado, se lavó en la bomba antigua, enjuagándose el polvo del viaje de su boca y pelo, luego cayó en un sueño profundo.
No podía decir que recordaba lo que había estado soñando. Una mujer de ojos oscuros y zapatillas plateadas con un murciélago en el hombro. Deseaba desvestirla.
Se despertó de mala gana. Tenía la camisa desabrochada colgando de un brazo. Gimió en señal de protesta, agitando su codo sobre su cara.
El demonio de garras afiladas lo sacudió duramente.
Espíritu maligno.
Se obligó a abrir uno de los ojos inyectados en sangre, entonces rápidamente lo cerró al reconocer a la criatura que estaba exigiendo su alma. Que Dios lo ayudara, si tuviera que renunciar por alguien, bien podría ser por ella.
– Sir Gabriel, ¿está bien? -preguntó con una voz tan afectada que cualquier hombre con buena consciencia respondería para calmar sus pensamientos.
En cambio, se hizo el muerto, preguntándose cómo iba a reaccionar. Su corazón comenzó a latir contra sus costillas. Su masculino cuerpo se despertó tan bruscamente que lo tentó a ponerse el abrigo en aquella parte de su anatomía que se estaba comportando como un barómetro en los momentos más inoportunos. Pero no tenía su abrigo.
Se estiró boca abajo.
– Bueno, usted todavía está respirando -murmuró-, y hay una botella de brandy… oh, dos de ellas. Despierte, gandul. Y pensar que estaba preocupada por usted. Oh, despierte.
– Estoy despierto -musitó-, vuelva más tarde cuando yo esté coherente. Quiero quedarme en la cama, si no le importa.
– Usted no está en una cama -exclamó, estrujándole el brazo-, la mujer del vicario llegará en un momento. Siéntese y finja por lo menos que no es un insensible.
– ¿El vicario? -esto llamó su atención. Bajó el brazo-. ¿Qué vicario? ¿Acaso le pedí matrimonio durante la noche?
– Sí. -Ella tiró su arrugada camisa de batista hacia arriba de su hombro-. Y tenemos un hijo en camino.
Él soltó un gruñido.
– Me acordaría de eso incluso si hubiera sumergido mi cabeza en un barril de ginebra toda la noche.
– Por su aspecto, estuvo cerca. Por favor haga un esfuerzo por presentar una apariencia decente.
– ¿Qué quiere la mujer del vicario de mí, de todos modos? -preguntó irritado, rascándose la mejilla sin afeitar.
Alethea lo estudió con disgusto.
– Viene a darle la bienvenida como el nuevo amo.
– ¿Amo de qué? -él le quitó una brizna de paja de su falda.
– De Helbourne Hall -le replicó, con la mirada fija en su mano hasta que él la alejó.-Pudo haber escapado a su atención, siendo tan sobrio y atento como sois, Sir Gabriel, pero vuestra casa se viene abajo viga tras viga, los establos apestan, y vuestros sirvientes son el grupo más descuidado de inadaptados desvergonzados que nunca ha existido en la profesión doméstica.
– No es por mi culpa -él le frunció el ceño-, y no me importa.
– Tiene que importarle -dijo con un demoníaco tono que lo atravesó directamente hacia abajo de su espalda como una navaja-, se ha ganado la casa. La responsabilidad recae en vos. Ahora levántese antes de que yo…
– ¿Antes de que usted qué? -le preguntó, sus ojos brillantes llenos de desafío. De hecho, fue una de las pocas cosas que dijo que había obtenido su interés.
Ella se inclinó hasta que su nariz lo tocó.
– Voy a arrastrar su ebrio cadáver hasta el bebedero de caballos y mojarlo hasta que se ponga bizco.
Resignado a que no le daría descanso, finalmente se dignó a prestarle su plena atención. Su mirada detrás de los párpados pesados deambuló sobre ella, retornando a su oscuro rostro gitano. Le sorprendía como después de todos esos años ella podía hacerle sentir como si aullara a la luna.
– Con el debido respeto, mi señora -dijo-, acabo de regresar de la guerra. Mi obligación moral con la sociedad está saldada.
– ¿Moral?
– Si quiero dormir en el granero toda la noche, lo haré. Y si los sirvientes de Hellbourne desean bailar desnudos escaleras arriba y abajo mientras pulen la barandilla, no veo porqué debo detenerlos.
– Entonces, ¿por qué ha venido hasta aquí? -le preguntó con frustración.
– ¿No va a dejar en paz, verdad?
Ella se mordió el borde del labio inferior. -No.
– ¿Por qué quieren que sea el nuevo amo de Hellbourne? -inquirió divertido, preguntándose qué haría si la besara.
Ella retrocedió un poco.
– Es desgarrador ver la caída de bienes en el olvido, pero no tanto como ver a un caballero hacerlo.
– Quizás podría ser persuadido de permanecer un mes o dos. Dependiendo de la amabilidad de mis vecinos.
Ella le lanzó una dura mirada.
– Siempre me pregunté qué pasó con usted después que desapareciera el invierno pasado.
Él se aclaró la garganta. Era una agradable sorpresa saber que ella había pensado en él, pero su preocupación estaba malgastada. De repente, en lugar de sentirse una persona de mundo, en lo más alto de su juego, se sentía agobiado, indigno de su benevolente espíritu.
– Bueno, ahora lo sabe -le dijo con una sonrisa de disculpa-, y no me diga que no cumple con sus expectativas de lo que podrá llegar a ser.
– Siente lástima de sí mismo, ¿cierto? -preguntó después de una larga vacilación.
– No. -Respondió con la voz entrecortada.
– Entonces, si no hay nada que pueda hacer para persuadirlo de que cambie de opinión, debería irme.
La agarró por la muñeca sin saber porqué y la atrajo hacia sí.
– Yo no he dicho que no me pudiera persuadir. Es lo menos que puede hacer después de despertarme.
Antes de que ella pudiera reaccionar u ofenderse, le pasó el brazo por su espalda y la apoyó contra él. No le dio la oportunidad de hablar. Le instó a bajar hasta la paja que había debajo de él y la besó, su lengua abriéndose paso entre sus labios entreabiertos. Dios sabía que si ella no hubiera sido Alethea Claridge, él hubiera tomado mucho más que un simple beso. Ella sabía a miel y fuego y vino estival. Su cuerpo se moldeaba con la seducción de él. Movió su boca sobre sus labios, recorriendo con su mano, su bien formada cadera. Ella no se movió. Se sintió duro, preso de una urgencia que desconocía.
La presionó más profundamente sobre la paja. Ella apretó su espalda, los cálidos huecos de su cuerpo se acomodaban a los duros músculos de él. No sabía que había hecho para merecer esta visita no solicitada, pero de repente nada en su cabeza había estado nunca tan claro. O su cuerpo más excitado.
– Alethea -se hizo a su lado, su mano aún firme sobre su trasero. -Puedo…
Sintió el escalofrío que la recorrió. Que fácil era convencerse a sí mismo que eso era deseo. La emoción sombría en sus ojos despertaba algo menos halagador. Sin embargo, sus labios la buscaron, ansiando hasta la última gota de néctar.
– Gabriel Boscastle.
Él se acomodó sobre su codo. Recorrió con el dedo el camino de su boca a la ordenada fila de botones de su cuello hasta llegar a la hendidura de sus pechos. Su corazón se aceleró cuando alzó la mirada hacia ella. Era realmente hermosa, de una manera oscura, sutil, con los pómulos esculpidos y unas pobladas pestañas en sus ojos que le hacía sentirse como el joven que había sido años atrás. Ahora sabía mucho más. ¿Le importaría eso a ella?
Su pulgar se deslizó por debajo de la banda de encaje de la camisa que apretaba sus pechos.
– Muy hermosa. Y suave.
Ella gritó sobresaltada. Él se quedó inmóvil, momentáneamente, aturdido por la intensidad de su tentación a continuar. Hizo una pausa, sus impulsos aumentando.
– Si piensa que va a seducirme en un granero, ha debido de tener su cabeza metida en un barril de ginebra.
– ¿No supuse que me invitaría a compartir su cama? -le preguntó con una insolente sonrisa.
– ¿Realmente, necesita preguntarlo?
– Si existe la menor posibilidad de que estará de acuerdo, entonces sí, debo hacerlo. Y no estoy por debajo de la mendicidad, tampoco.
Esperó, preso de una necesidad que no estaba seguro que pudiera controlar. Y si había aprendido algo sobre sí mismo, era que necesitaba mantener el control.
– Tendrá que perdonarme -dijo cuando se hizo evidente que ella no iba a permitir más intimidades-. No estoy acostumbrado a ser despertado así.
Ella sonrió maliciosamente.
– Entonces no voy a preguntar sus rituales de costumbre al levantarse.
Él le ofreció una sonrisa tan culpable que ella se echó a reír.
– La mujer del vicario no va a encontrarnos juntos. Usted está peor que la última vez que lo vi, Gabriel. No puedo entender porqué me molesto tanto con usted, después de todo.
– Yo tampoco. Sin embargo, en mi defensa, debo decir que cuando una hermosa mujer despierta a un hombre con mala reputación de un profundo sueño, debe estar preparada para que él responda con…, bueno que él responda. Cualquier hombre respondería de la misma manera, yo apostaría, si encontrase a alguien como usted, inclinada sobre él con esa mirada que me estaba ofreciendo.
Ella se levantó sobre sus manos y rodillas, su falda de montar estaba enredada alrededor de sus botas llenas de polvo, su trasero al aire. Era una posición muy provocativa, una de sus posturas amorosas favoritas, tanto que él tuvo que apretar sus dientes para aplacar la creciente tensión de su cuerpo.
– Esperaría que un perro dormido reaccionase, quizás -dijo ella-, o un…
Levantó su brazo izquierdo con impaciencia para despejar un rizo andante de su hombro. El gesto atrajo la atención de él, fijando su mirada en sus firmes y moldeados pechos que asomaban por debajo de la blusa abotonada de su traje de montar. Tragó con dificultad, culpando de su repentina sensación de vértigo al pésimo aguardiente.
Él desvió la mirada.
– ¿Quiere que le ayude a quitar la paja de su vestido?
– No. No me molesta. Sólo mantenga esas manos perversas para usted mismo.
Él sonrió.
– Muy bien. Lo que usted quiera. Pero a cambio voy a pedir que no me levante la voz. La cabeza me duele como si se hubiera convertido en un odre de vino hinchado.
Ella miró con disgusto las botellas apoyadas contra la bala.
– Me pregunto por qué. Esconda esas… Y dese prisa. Póngase sobre sus pies antes de que la señora Bryant llegue.
– Yo no pedí que me diera la bienvenida -refunfuñó-, no tengo ninguna intención de quedarme. Podría estar tan pronto deseando también despedirme. Evite la molestia de preocuparse.
Se colocó detrás de él y tomó una de sus botellas de brandy vacías. La intuición le advirtió que ella estaba contemplando golpearlo en la cabeza. Para su alivio, se arrastró sobre sus pies, su irritación aparentemente satisfecha con sólo arrojar la botella dentro de un compartimento vacío. Decidió que su beso había sido el menor de sus ultrajes. Y ella podría golpearlo todo lo que quisiera si él pudiera tenerla para sí mismo durante otra hora.
– ¿Por qué se deja degenerar dentro de la oscuridad, Gabriel? Podría haber superado cualquier carga que pesara sobre usted. Ninguno de nosotros encuentra que la vida no tiene algún tipo de aflicción. Esperaba que se hubiera convertido, bueno, en algo más.
Su crítica lo golpeó. Pero ella no lo entendía y él se negó a rebajarse a sí mismo por intentar explicárselo.
– Quizás mi estado fue predestinado por mi linaje
Ella sacudió la cabeza, sus labios tentándolo, húmedos por su beso. Su defensa había sonado falsa, incluso a sus propios oídos.
Él sabía que no podía culpar a los más retorcidos giros de su naturaleza oscura de su ascendencia Boscastle. La escandalosa prole sólo había transmitido las primeras lecciones de amor y una pasión por la vida que había aprendido de su padre. Durante un tiempo, se había resentido por los estrechos vínculos de sus primos y había ocultado su envidia detrás de burlas y rivalidad, incluso cuando esperaba probarse a sí mismo como un igual. Ninguno de sus familiares en Londres sabía mucho acerca de sus tribulaciones anteriores. Durante años había asumido que no le preguntaban porque no sentían verdadero interés en lo que él había experimentado.
Pero ahora que había sido aceptado dentro de la familia adecuadamente, se dio cuenta que ellos habían estado más probablemente respetando su vida privada que mostrando indiferencia. Llegó a la conclusión de que si su orgullosa madre francesa hubiera pedido ayuda antes de la muerte de su padre, los Boscastle le hubieran ofrecido su apoyo sin dudarlo.
Sin embargo, su madre se había sentido avergonzada, culpable y temerosa de que los Boscastle la desairaran por casarse tan pronto después de la muerte de Joshua. Deseó haber sabido entonces que los Boscastle eran todo menos una familia intolerante.
Apasionados por los escándalos, sí, pero estrechamente vinculados y leales el uno con el otro. No se avergonzaba de ser parte del clan.
Frunció el ceño.
– ¿En qué cree que me he convertido, de todos modos? Sea sincera.
– No lo sé. Tal vez debiera mirarse al espejo y preguntarse a sí mismo.
– No tan temprano en la mañana, cariño.
– Son pasadas las dos de la tarde.
– ¿Recién? No debería levantarme hasta pasadas cinco horas más. Vamos a echar una siesta juntos.
– Usted era un coronel de caballería -dijo secamente-. ¿Sólo luchaba por la noche?
– No. -La miró con franqueza. No podía decirle que había comenzado a cambiar por su bien antes de Waterloo. Y que inexplicablemente había comenzado a caer de nuevo en sus malos hábitos después de su última batalla-. ¿Y qué me dice de usted? ¿Sigue siendo el dechado que afecta a todos los jóvenes hombres de Hellbourne encegueciéndolos de amor?
– Difícilmente.
– Bueno, no sabe mirarse -hizo una pausa. Tenía que darse cuenta de lo hermosa que era-. Me enteré de su pérdida. Es una pena.
Ella lo miró con su cara determinante y él deseó de pronto no haber traído el tema a colación. Era demasiado fácil hablar con ella. Había caído en una cómoda conversación sin siquiera darse cuenta. Pero ahora, después de que hubiera mencionado la muerte del hombre que había amado, ella parecía distante, disgustada y él sabía que esto sería una barrera entre ellos.
– Todo está bien -dijo torpemente-. Perdí muchos amigos el año pasado, también.
Ella sintió con la cabeza, mirando a su alrededor.
– Oigo el ruido en la puerta. ¿Dónde está su capa?
– La dejé en mi caballo.
– Oh, Gabriel.
– Bueno, las otras estaba sucias.
– ¿Qué voy a hacer con usted?
Él pasó los dedos por su pelo y se puso de pie, sólo un segundo antes de que una alegre mujer mayor llegara a grandes zancadas al granero.
– Traiga su abrigo -Alethea le susurró-, y no le diga lo que acaba de suceder.