Alethea contuvo la respiración mientras Gabriel medio la arrastraba por la crujiente escalera de Helbourne Hall.
– ¿Qué fue esa cosa que voló sobre nuestras cabezas? -susurró.
– No lo vi. -Él se rió-. Pudo haber sido un murciélago o una bala. No, no fue una bala. Todos los criados están borrachos en la cama a esta hora.
– ¿Murciélagos? -Su voz hizo eco-, creía que era sólo un rumor. Me daba cuenta que esta casa es una desgracia. Pero, murciélagos…
– He oído que el dueño es peor aún. -La hizo echarse hacia atrás, contra la balaustrada, su cuerpo duro dominándola-. Diría que tanto él como esta casa, están necesitando terriblemente una esposa.
Su erección gruesa protruía en la barriga de ella a través de sus pantalones de gamuza. De repente le surgió una necesidad inesperada de explorar los secretos varoniles de su cuerpo. Dejó escapar el aire, abrazándole el cuello mientras él la levantaba en sus brazos.
– Yo diría que la esposa va a necesitar un buen suministro de lejía, y varios pares de manos resistentes.
Una sonrisa lenta se expandió a través de su cara.
– El esposo tiene dos manos robustas, pero esta noche serán para darte placer. Podríamos salir a los establos si estás con ánimo de acrobacias en el campo. Están tan bien fregados como los acantilados de Dover.
– Y tan frío como me lo imagino -dijo con una inflexión en la voz, de sólo pensar en sus manos sobre ella.
Subió a grandes trancos el resto de los peldaños, llevándola por el pasillo, abrió la puerta de una patada y entró a un dormitorio escasamente amoblado con una gran cama de roble, un escritorio rayado, y un lavabo en una esquina. Las altas ventanas estaban abiertas al viento de la noche, como lo habían estado las de ella.
Se estremeció cuando la depositó en la cama deshecha, y se enrolló en la almohada que olía a él. Su duro rostro la excitaba. Tembló al pensar en someterse a sus deseos más perversos. ¿En qué se había transformado? No le importaba. Era de él.
– Todavía te observo desde mis ventanas -murmuró quitándose los guantes, para en seguida quitarle el vestido de muselina verde manzana, las enaguas bordadas, la camisa de seda. Se puso al lado de su cuerpo desnudo, la mano de él deslizándose por su espalda hacia los globos de las nalgas-. Aunque debo admitir que prefiero la vista desde aquí. ¿Te importaría si prendo una vela para verte mejor?
Se estiró y lo tomó de las solapas de su gruesa capa de lana.
– Sí, me importa. Solo quítate la ropa y abrígame.
Se le oscurecieron los ojos.
– Lo haré mejor.
Ella arqueó la espalda, sintiendo la humedad entre sus muslos.
– Gabriel, te deseo tanto.
Se agachó y la besó, hasta que se calmó bajo él con un suspiro.
– Soy tuyo. -Y cuando deslizó la mano por sus muslos, ella se estremeció con una descarada anticipación y se elevó, invitando su toque.
– Gabriel. -Sintió cuando sus dedos la abrieron y se enterraron profundo, luego más profundo aún, hasta que jadeó, dejando de lado toda pretensión de inhibición, haciendo surcos con los talones en el colchón, sacudiendo las caderas para ofrecerle más-. Gabriel te necesito. Te necesito dentro de mí.
– He esperado toda mi vida para escucharte decir eso.
Retiró la mano. Ella gimió. Su hendidura palpitaba, solo él podía calmar su excitación y dolor.
Él se quitó la camisa y los pantalones, estirando sus músculos relajadamente, como si supiese que la vista de su cuerpo escultural la excitaría. Puso su pene grueso en sus palmas, y la miró a los ojos.
– No puedo respirar cuando me miras así. Quiero que me toques.
Se rió con eso y se abrió gustosa, permitiéndole creer que la había reclamado hacía mucho, cuando era una muchacha voluntariosa, y lo había escogido como su campeón.
– No te esperaré otros siete años, Gabriel.
– Y sería una maldita bendición -susurró-, porque no creo poder durar otros siete minutos.
La besó mientras se arrodillaba entres sus muslos abiertos y se introducía a sí mismo en el íntimo calor de su cuerpo. Ella gimió guturalmente y se esforzó hacia arriba para tomar más de él. Sus pezones oscurecidos y la humedad de su sexo, facilitaban la penetración.
Pero él quería proporcionarle placer, rehusando penetrarla completamente, burlándose, con pequeños empujes superficiales de su pene, frotándole el grueso nódulo entre los hinchados labios vaginales, hasta que ella empezó a moverse en un ritmo lento y excitante.
Se levantó apoyada en los codos.
– Haré cualquier cosa que me pidas.
– ¿Cualquier cosa? -le dijo, levantando las cejas-. Lady Alethea, creo que te he llevado por el mal camino.
– ¿Te has olvidado de que no soy el ideal de tu pasado? -susurró, mientras acariciaba con las yemas de los dedos su impresionante erección.
– Una buena cosa, de todas maneras -dijo respirando con dificultad-. ¿Qué haría un hombre como yo con un ideal?
– ¿Qué sugieres?
Ella se mordió el labio inferior, temerosa de perder el juicio. Héroe de sangre caliente, pensó. Quería empujar. Su cuerpo no sólo respondía a las demandas de él, sino que se encontraba en una búsqueda propia. Él le sonrió como si supiese. Hombre, mujer. Gabriel, Alethea. ¿Por qué se habían demorado tanto?
– Todavía estás estrecha – le dijo con los dientes apretados-. No creo que estés lista para lo que quiero hacer.
– Estoy lista para jugar.
– ¿Sí? -susurró, empujando lentamente, con la espalda arqueada-. Me gusta jugar. -Se retiró totalmente y la observó luchar para respirar-. Y siempre gano.
– No al whist.
– Pero este es mi juego.
Ella desafió su afirmación, y en ese desafío rompió las cadenas que la ataban. Crianza, humillación, aceptación de un destino sola. Todos engaños desenmascarados por su mano. No podría creer que se habría casado con otro hombre, sabiendo en su interior que en sus sueños vería la cara de Gabriel, y que era a quién deseaba cada vez que pasaba por la plaza donde lo habían avergonzado…y le había robado el corazón.
Y ahora estaba en la cama con el chico más perverso de Helbourne. Si la naturaleza seguía su curso, el próximo año para esta época, estaría corriendo atrás de un niño en el parque del pueblo. Dio un grito apagado tratando de respirar. Rogó tener fuerza, y pasó las manos codiciosamente por la espalda, los flancos, las nalgas. No lo podía tomar más profundamente en su cuerpo. Nunca iba a poder estar suficientemente cerca del hombre que había amado su vida entera.
La penetró más. Ella invitaba cada embestida, dándole la bienvenida, hasta que se partió en dos con él.