Alethea se quedó en la cama bastante rato después de su hora habitual, escuchando a medias a los criados ocupados abajo.
No lo había soñado, ¿verdad? La cálida decadencia, el afecto de él. Rodó agarrando la almohada. Lentamente se dio cuenta del profundo despertar de su cuerpo. La ternura que daba un adecuado testimonio de la proeza de Gabriel.
Se sentía completamente como una mujer tomada. Liada. Seducida. Habiendo hecho lo apropiado. Todas esas palabras de las cuales uno susurraba en tonos bajos solamente, si es que lo hacía. Gabriel había puesto en práctica cada una de ellas en el sentido más perverso.
– ¿Lady Alethea? -La familiar voz de una mujer la llamó al otro lado de la puerta-. ¿Se siente mal?
Suspiró, volviendo a la cama. Sabía que había algo que hacer. Siempre era así.
– No, Joan. ¿Necesitas algo?
– No creo que tenga tiempo de tomar un desayuno decente si va a ir a las salas de la Asamblea a las diez.
– ¿Las salas de la Asamblea?
– Me debo haber equivocado. Pensé…
Alethea voló de la cama. ¿Cómo podía habérsele olvidado? Era la auspiciadora del baile anual de Helbourne. La persona que supervisaba las comidas, y las decisiones que cambiaban al mundo, tales como si las damas del comité comprarían un pianoforte nuevo, o pulirían el piso de la pista de baile para que las zapatillas de las damas no se atascaran en medio de la cuadrilla.
Y hoy día había prometido hacer una inspección del salón donde las damas tomaban té antes de bailar. Su hermano había hecho una donación considerable, para gastar como ella quisiese, en cortinas o sillas. El año pasado la madre del cura había traspasado una silla antigua de roble y había aterrizado en su trasero.
Se apuró con su aseo matinal y todavía se ponía los guantes mientras Wikins la llevaba a las salas de Asamblea. Nadie había llegado todavía. Sólo el antiguo cuidador que vivía en la misma calle más abajo. Le pidió que pusiera agua para el té, y le tomó unos pocos minutos para recuperarse.
De hecho no tuvo necesidad de preguntar. Apenas había llegado al pequeño salón de arriba, cuando oyó los sonidos de las tazas en la bandeja.
– Señor Carson, es usted muy atento. ¿Cómo adivinó que andaba tan apurada que no pude tomar mi té de la mañana? Me quedé dormida.
– No necesitas disculparte -se deslizó una voz desde a puerta-. También yo tuve una noche bastante activa. Espero que tu noche no haya sido muy agotadora.
– Gabriel. -Giró y se rió al verlo acarrear la bandeja con el té y las tostadas-. No tenía idea de tus talentos domésticos. Que sorpresa más agradable.
Él frunció el ceño.
– ¿Te importaría no verte tan linda, hasta que tenga las manos libres? Me temo que dejaré caer tu té y desapruebes mi trabajo del hogar. -Como evidencia de su declaración, depositó su carga en la mesa entre ellos, las tazas agitándose precariamente en sus platos-. Allí. -Le dirigió una sonrisa peligrosa-. Ahora tengo las manos libres y veo que todavía estás encantadora.
Ella sacudió la cabeza, más feliz de verlo de lo que podía demostrar.
– ¿Cómo supiste que estaría aquí?
– Fui a tu casa justo después de que te fuiste, aparentemente, y le pregunté a tu ama de llaves dónde estabas. Me dio indicaciones y otro saco de harina.
– No noté que nadie me siguiera.
– Me adelanté, y te traje tu té. Puedo ser un buen chico cuando lo intento.
Pero no había sido bueno anoche. Ni ella tampoco.
La sonrisa conocedora que le cruzó la cara, le recordó lo maravillosamente malos que habían sido juntos anoche.
Ella tragó, sus ojos clavados en los de él, su amante demonio-protector. Su corto cabello negro estaba despeinado por el viento. Su chaqueta gris oscura de equitación y sus pantalones ajustados, se moldeaban de manera tan pecaminosa a su cuerpo anguloso, que ella repentinamente sintió la necesidad de dejarse caer en una silla.
La consideró atentamente.
– ¿Quieres tu té?
– Todavía no, gracias. -Sonrió-. Estoy sorprendida de que el señor Carson te haya dejado acarrear la bandeja. No se preocupa por mucha gente.
Él caminó alrededor de la mesa.
– Una vez trabajó para mi padre. -Por un momento su expresión reveló un resquicio de vulnerabilidad-. Y se preocupa por ti… lo que no me sorprende en lo más mínimo.
– Le gusta servirme el té. Me pregunto por qué no vino contigo.
Levantó los hombros ingenuamente.
– Lo mandé con un pequeño encargo.
– ¿Qué tipo de encargo? -le preguntó escéptica.
– A comprar un poco de queso al pueblo.
– ¿Queso?
– Bueno, se me acabó el jamón.
Cruzó los brazos, divertida.
– Pero no la audacia.
Su mirada la recorrió lentamente, haciéndole chisporrotear los nervios.
– En todo caso, ¿por qué estás sola aquí? -le preguntó.
Ella se obligó a retroceder algunos pasos hacia las ventanas.
– Estoy revisando las cortinas buscando polillas y mohos. -Aunque con Gabriel en la habitación no estaba segura de poder diferenciar una cosa de la otra.
– Que emocionante. -Fue hacia ella-. ¿Te puedo ayudar?
Ella entrecerró los ojos. Ni por un instante creía en la inocencia de su galantería. De hecho sus ojos desprendían destellos inequívocamente peligrosos. Una mujer de buena conducta estaría alerta. Mientras que una con tendencias más malignas, estaría… tentada.
Definitivamente pertenecía al grupo de las tentadas.
Él la fue acorralando paso a paso, hasta quedar contra el alféizar, con una mano de él a cada lado de ella.
Contuvo la respiración, a la expectativa.
– ¿Bueno, qué piensas?
La miró hacia abajo con abierta satisfacción.
– Pienso que estás atrapada… No puedes ir a ninguna otra parte.
– Cortinas, Gabriel. Las cortinas.
Él parpadeó, en seguida lanzó una mirada desinteresada a las desteñidas cortinas que los flanqueaban.
– Sí. Picadas de polillas y con mohos. ¿No hemos establecido eso ya?
La besó suavemente en la boca, sus manos todavía a cada lado encerrándola. Los latidos del corazón de ella se dispararon.
– Lo que quise decir es que…
– …vas a casarte conmigo -dijo, aliviando su lengua entre sus labios abiertos-. Entonces hablaremos de cortinas todo lo que quieras.
Su sangre se encendió ante el íntimo calor que crecía entre ellos. Con qué facilidad su breve beso la trastornaba.
– ¿Casarme contigo?
– ¿Tu respuesta?
Ella no podía respirar.
– Donde hay cortinas -se las arregló para continuar-, hay generalmente una ventana. En caso de que no te hayas dado cuenta, estamos a la vista del camino de los coches.
– Entiendo tu preocupación -susurró-. Hazme un favor, querida. Vuélvete.
– ¿Qué…? -No sabía por qué le obedecía, pero lo hizo-. ¿Y ahora?
Su cálida boca viajaba hacia abajo de su nuca.
– No te muevas.
– ¿Por qué no?
– Por favor, sólo dame el gusto. ¿Notaste alguna actividad sospechosa afuera?
– No. Sólo directamente detrás de mí.
Él se rió.
Ella miró hacia abajo al tendinoso brazo que la sujetaba por su parte media. Que varonil se veía, incluso su muñeca, su piel dorada en un contraste sensual con el inmaculado blanco del puño de la camisa. Recordó esas manos en su cuerpo anoche. Delicadas, pero sin clemencia. Tuvo un escalofrío y cerró los ojos, esperando con anticipación deliciosa…
– Tu respuesta -Gabriel dijo-. La estoy esperando impacientemente.
Ella giró, levantando la vista.
– Es, sí.
Su dura boca se curvó en una sonrisa.
– Pasión -dijo, bajando la cabeza para besarla otra vez-. Y amor.
Ella suspiró anticipadamente. Pero sus labios apenas se tocaron levemente antes de que él levantara la cabeza y maldijera en voz baja.
– La ventana.
Ella volvió a suspirar.
– Tienes razón… Esto puede esperar. -Sin embargo, no estaba segura de si ella podría.
– Hay un coche parado en la calle -dijo él-. Pensé que te estaban esperando.
Ella se volvió apenada.
– Pertenece a las primas Shrewsbury, tres mujeres casadas que adoran hacer pequeños escándalos de nada.
– Bien. Yo sólo estoy aquí para traerte el té.
El clic-clac de tres pares de tacos de zapatos que subían las viejas escaleras a las salas de la Asamblea, resonaban en la quietud. Alethea se quedó mirando la puerta con pánico. Medio Helbourne ya se había dado cuenta de que no había estado invitando a cenar a Gabriel por sus habilidades para jugar a las cartas, solamente.
La otra mitad, pronto se enteraría.
– Nos tendremos que casar en Londres -dijo él rápidamente, soltándola-. Mis primos insistirán en una boda familiar. Y una fiesta, para anunciar nuestro compromiso.
– Hablas en serio.
– ¿Tú no?
El estrépito de las pisadas se hizo más fuerte. Miró alrededor pensativamente.
– ¿Quieres que me esconda tras de las cortinas?
– Como si eso no pareciera sospechoso. Es lo mismo que servir…
La puerta se abrió. Un torbellino de susurros femeninos se deslizó en el silencio.
– En estas últimas semanas, Lady Alethea ya no parece estar más de duelo por Jeremy.
– ¿Tú crees? -La más joven de las primas preguntó-. Boscastle es perversamente guapo.
– Y guapamente perverso, según entiendo -la mayor dijo con un suspiro.
– Es un contraste bastante grande con Lord Jeremy -dijo la del medio mientras entraban a la pieza-. Él era tan educado.
Luego las tres levantaron la vista al guapamente perverso tema de su debate. Él hizo una reverencia.
– ¿Puedo ir a buscar más tazas para humedecer esas lenguas movedizas? -preguntó con una sonrisa que Alethea sabía por experiencia, que les quitaría todos los pensamientos de sus cabezas.
– Lo sentimos, Alethea -dijo la mayor de las primas Shrewsbury-. No teníamos idea de que Sir Gabriel estaba aquí…
– Para ayudar -dijo Alethea apurada-. Me está ayudando a sacar las cortinas.
– Y para servir el té -agregó él.
Alethea lo observó con atención, como lo hicieron las otras tres mujeres en la habitación. No era sorprendente que haya salido favorecido cuando lo compararon con su novio fallecido. Pero aunque sus comentarios secretamente la habían complacido, dado que ella deseaba anunciar que él era suyo, sus susurros también habían proyectado una sombra sobre su estado de ánimo.
Jeremy todavía era una sombra para su felicidad. Su vergüenza era más profunda de lo que creía.