Él pasó dos horas en el Club de Arthur de la calle St. James, sin envolverse en el juego, sino ofreciendo consejos a unos pocos antiguos amigos. No estaba con ánimo de jugar. No se podía concentrar. De hecho, se sintió aliviado que nadie notase cuando se fue del club, y tomó un coche hacia un establecimiento de mala fama en Pall Mall que proveía entretenimiento a los jugadores de alto rango. El mismo antro donde había ganado Helbourne.
Varios caballeros levantaron la vista para mirarlo. Un mozo le recogió el sobretodo.
– Qué bueno que esté de vuelta, señor.
– ¿Tanto tiempo he desaparecido?
– Las mesas le han echado de menos. Y más de unas cuantas damas de Londres, según he oído.
– Sólo han sido, ¿cuántas… dos semanas? -dijo Gabriel sarcástico.
– ¿Sólo eso, señor? -El mozo se quedó al lado de Gabriel y bajó la voz-. Su pichón desplumado ha venido a instalarse en su silla vacía todas las noches.
– ¿Ha tenido suerte?
– No, señor. Según un rumor, se metió en un problema familiar por apostar Helbourne Hall, y lo quiere recuperar.
– ¿Está aquí ahora?
– Fue a ver a su agente comercial y abogado para tratar de arreglar una compra -comentó un hombre acercándose a él. Era un antiguo amigo de juego, Lord Riverdale, un padre de cinco hijos, felizmente casado, que compartía con Gabriel la atracción por las mesas de juego.
– ¿Supongo que él ha averiguado que el título de la escritura es inflexible y que en realidad yo soy el propietario de la desafortunada propiedad?
– No quieres una granja al borde del desastre, ¿verdad? -le preguntó Riverdale con un tono divertido.
Gabriel se encogió de hombros.
– Puede ser útil algún día. Tengo pensado criar purasangres.
– Ah. ¿Quién es ella? ¿Le gusta la casa?
– Es una vecina. Y la detesta, con buenas razones.
– Un lugar para criar caballos -Riverdale reflexionó-. Bueno, por qué…
– ¿Sir Gabriel ha escogido la corrupción o el campo? -una voz masculina arrastrada intervino desde la esquina de una mesa-. Hicimos una apuesta. Me siento aliviado de ver que ganó la corrupción.
Gabriel levantó la vista irritado. Maldición si no era el mismo Oliver Webster, el sesos de campanilla que había jugado y perdido Helbourne Hall.
– ¿Qué estás tratando de perder esta noche?
Webster tomó la pregunta de Gabriel como una invitación para desafiarlo a un juego de cartas en su mesa. Gabriel aceptó y cortaron para ver quién barajaría las cartas. Webster perdió.
– Quiero ganar Helbourne Hall -anunció-. Echo de menos a ese murciélago viejo.
– ¿La señora Miniver?
– No. Ese de la muralla.
Gabriel sonrió.
– Interesante. Debe haber un tesoro escondido en la cripta de la familia.
Webster frunció el ceño.
– No hay nada valioso ahí, que yo sepa. Es un lugar viejo y espantoso, pero perderlo me ha hecho parecer como un idiota.
– Helbourne no está en la apuesta -Gabriel dijo-. ¿Qué tal tres mil?
Webster se encogió de hombros, mirando a Gabriel repartir cinco cartas para cada uno.
– ¿Por qué no te vas a casa? -preguntó Gabriel suavemente, mirando la mesa.
Webster se ruborizó.
– Es fácil para ti decirlo cuando estás arriba. Pero no soy bienvenido en estos momentos, precisamente.
Gabriel se rió, aunque ya no estaba prestando atención. Colocó la undécima carta boca arriba, un rey. Webster gruñó.
– Punto -dijo Gabriel sin inflexión en la voz.
Webster pidió cartas nuevas e hizo un gesto al mozo para que trajese otra botella. La ventaja de Gabriel seguía. El juego continuó, Gabriel ganando la mayoría de los juegos, concentrándose, hasta que de repente levantó la vista y miró alrededor, sintiendo que lo observaban.
Dos caballeros familiares, con unas sonrisas demoníacas, flanqueaban la entrada. Sus primos Drake y Devon Boscastle, no por mera coincidencia en este antro. Asintió en reconocimiento, socarrón.
– No me digáis que vuestras esposas os quitaron el lazo esta noche.
Drake fue el primero en aproximarse, con una sonrisa cínica.
– Fueron ellas las que nos mandaron a observarte.
– Él ganó mi casa -se quejó Webster-. Me parece justo tener una oportunidad para recuperarla.
Gabriel negó con la cabeza. Había perdido interés en el juego, más contento de ver a sus primos de lo que demostraba. Habían hecho arder suficientes infiernos en sus días de solteros, pero sabía que probablemente era Heath el que los había mandado… ¿realmente, Heath no creía que era él, el que hacía todas esas trastadas en Mayfair?
– Mañana voy a Tattersalls. Le tengo echado el ojo a un caballo árabe para mejorar mis establos del campo.
Devon, el más joven de la pandilla de Bocastle de Londres, se apoyó contra la ventana con cortinas pesadas, con su largo cuerpo relajado.
– ¿Es verdad que te estás instalando en el campo?
– Confíen en mí -dijo Riverdale mirando su vaso-. Hay una mujer involucrada.
Webster negó vigorosamente con la cabeza.
– Créanme. No hay ninguna mujer para llevar a la cama en Helbourne. Ninguna digna de mencionarse… bueno, excepto Alethea Claridge, y ella podría estar viviendo en el Olimpo.
Drake Bocastle rodeó la mesa de cartas. Compartían con Gabriel una expresión sombría similar y unos hombros anchos y poderosos.
– ¿Por qué no cuenta? ¿Está casada?
– Estuvo prometida con el pobre Hazlett -dijo Webster-, hasta que le volaron las tripas con una bala de cañón. Cuando estuve allá, todo lo que hacía era andar a caballo y caminar con sus perros. No me prestó atención. No sé por qué.
Drake miró la cara baja de Gabriel.
– Bueno, a veces todo lo que una dama triste necesita es un poco de consuelo, un hombro para llorar.
Webster hizo un ruido grosero.
– ¿Estamos jugando cartas, o tomado té en beneficio de los parientes del difunto?
– Cinco puntos. Juego. -Gabriel se echó hacia atrás en su silla-. ¿Podemos cambiar de tema?
Webster entrecerró los ojos.
– No me digas que Alethea Claridge te llamó la atención, Gabriel. Ella está por encima de todos los hombres de este club.
Gabriel levantó su dura mirada de la mesa. Se dio cuenta de que sus primos estaban esperando su reacción como lo estaban el resto de los hombres que estaban al alcance del oído.
– Lady Alethea es sólo mi vecina, y una antigua conocida. No me referiría a ella como si fuese una cortesana.
– Tal vez en eso terminará algún día -dijo un abogado flaco que se había acercado a la mesa-. Vi a la dama hacer una visita a la señora Watson, tarde una noche, el año pasado. Me llamó la atención. Que belleza.
Gabriel se paró, con la cara tensa de rabia.
– No valoras tu vida, ¿verdad?
La mano de Drake cayó sobre su hombro.
– Prudencia, primo -murmuró-. Si retas al cretino a un duelo, por el honor de una dama, sólo le darás a la gente una causa para preguntarse si sus palabras tienen algún mérito.
– Pero no andará diciendo nada si lo mato -amenazó Gabriel-. Y no te hagas el hipócrita, primo. Peleaste más de un duelo por una mujer en tu época.
Los ojos de Drake centellearon.
– Por supuesto que sí. Pero es más fácil dar consejos a otro cuando uno no tiene el corazón comprometido.
Gabriel sintió una descarga eléctrica a través del cuerpo.
– Mi corazón no tiene nada que ver -dijo rápidamente-. Apenas conozco lo suficientemente bien a la dama como para arriesgar mi vida por ella.
– Pensé que la habías conocido años atrás -dijo Devon con una sonrisa inocente.
Gabriel frunció el ceño. Los diablos lo conocían demasiado bien.
– No hablamos más de unas pocas palabras.
Devon asintió astutamente.
– A menudo un asunto amoroso es mejor por no hablar. He aprendido la sabiduría de contener la lengua cuando Jocelyn está disgustada.
– ¿Podríais vosotros dos dejar de ser tan condenadamente amables? Quiero que este boca-abierta se trague lo que dijo, y que nunca más lo repita.
Drake y Devon volvieron toda su intimidante presencia Boscastle hacia el otro hombre, pues aunque estuviesen de acuerdo o no con Gabriel, él había arrojado el guante. Y la sangre Boscastle era más espesa que el brandy.
Un brillo de sudor apareció en el labio superior del abogado. Sacó un pañuelo de seda del bolsillo. Todos los ojos del salón estaban dirigidos hacia él.
– Tal vez me… me equivoqué.
Gabriel exhaló.
– ¿Tal vez?
– Bueno, estaba oscuro.
– Generalmente lo está en la noche -dijo Drake.
La voz del abogado se quebró un poco.
– Pensándolo bien, la mujer de la que estoy hablando, usaba uno de esos sombreros con velo.
– ¿Está seguro siquiera que era una mujer? -preguntó Devon con los brazos cruzados en el pecho.
El abogado hizo una pausa.
– Bueno, por supuesto… estoy seguro. -Tragó mientras el poder de sus miradas combinadas conspiraban contra sus nervios-. No. Ustedes tienen absolutamente toda la razón, y como hombre de mente legal, debía haberlo reconsiderado. En retrospectiva, podría haber sido la esposa del primer ministro…
– O el primer ministro -dijo Devon.
– Pudiera -dijo el abogado.
Drake forzó la risa.
– Ahí lo tienes, Gabriel. Todo está bien, ¿verdad? ¿Disfrutamos de lo que nos queda de la noche? No salgo desde que me casé.