Gabriel extendió su brazo.
– ¿Puedo llevarte a dar un paseo?
– ¿Puedo confiar en ti? -Le preguntó, como si no fuera evidente que no había nadie más en quien ella confiara.
– Por supuesto que no. Sin embargo, tu prima dio instrucciones para que pasemos un buen rato. Y, por cierto, te he echado de menos.
El brillo perverso en sus ojos la tentó.
– ¿A dónde vamos?
Sus magníficos hombros se levantaron en otro encogimiento de hombros.
– Aquí y allá.
– ¿Y por qué razón exactamente?
– Oh, esto y aquello.
Ella se echó a reír.
– En ese caso no creo que debamos ser vistos caminando cogidos del brazo.
Su sonrisa diabólica desató un delicioso remolino de sensaciones dentro de ella.
– Como quieras. Me siento obligado a recordarte que a partir de esta noche ya no importará. Nuestras familias sabrán que estamos comprometidos.
– Lo que no significa que podemos disfrutar a voluntad de…
– ¿Esto y aquello? -la guió por el interminable pasillo de altas columnas, parecía indiferente ante las miradas llamativas de las señoras que lo reconocían y esperaban por su reconocimiento.
– Parece que tienes una cadena de admiradoras -dijo secamente, robando un vistazo a su perfil duro y cincelado.
– ¿Yo?
– Sí. ¿No te das cuenta?
Miró a su alrededor.
– ¿Dónde?
– Ellas estaban… -vaciló, mirando detrás de él con sorpresa. Mientras que ella había estado prestando atención a la conmoción que había causado, la había llevado por otro corredor a una sala de recepción calentada por un pequeño fuego de carbón. Una silla de seda azul marino ocupaba una esquina. Una mesa de palisandro sostenía una canasta de frutas importadas, dos copas y una botella de vino espumoso-. No podemos entrar aquí. Está claramente destinado a…
– La familia -la guió a través de la puerta y la cerró tras ellos-. Vas a ser parte de la familia más infame de Londres.
– ¿Cómo puedes estar seguro de que aceptarán nuestro compromiso tan fácilmente?
Él la acompañó unos pasos hacia el centro de la habitación. La sonrisa que curvó su boca cincelada hizo que saltaran sus pulsaciones.
– Si me aceptaron en el rebaño, ellos absolutamente te aceptarán como mi esposa.
Ella se aproximó a la chimenea. Él se movió casualmente a su izquierda, sus ojos azules bailaban con alegría.
– ¿Por qué siento como si estuviéramos jugando a las Cuatro Esquinas? [4] -dijo, con el ceño fruncido.
Sacudió la cabeza, dio otro paso lánguido en su dirección.
– ¿Prefieres otro juego?
Ella asintió con firmeza. ¿La silla se había movido hacia ella? Se dio cuenta de una mesa de juego al otro lado de la habitación. Naipes. Eso podría mantener su mente ocupada.
– El Whist está muy bien. Sentémonos…
– ¿Qué pasa con el Triunfo? -Preguntó, desabrochando su chaqueta gris marengo.
– Ese es un chaleco encantador, Gabriel – dijo, mientras él suavemente la tomaba de la mano-. Es… ¿Dijiste Triunfo? ¿Es un juego de cartas?
– Oh, ¿lo has jugado antes? -de repente se detuvieron en el borde de la silla hasta que él presionó su boca en la suya, y sus rodillas cedieron-. Dios mío -murmuró, manteniéndose de pie por encima de ella sólo por un momento-. ¿Te sientes mareada? ¿Debería aflojar tu vestido?
– Sí. No. No… no debes… no es…
Él descendió sobre su forma medio reclinada, besándola hasta que ella se había olvidado de lo que estaba tratando de decir. Su musculoso torso y los muslos obstaculizaron su débil lucha para desplazarlo. Cuando ella recuperó su juicio, así como la respiración, lo miró, sintiendo que su corazón se saltaba varios latidos por la sensual pasión que oscurecía su rostro.
– No sé cuándo vamos a tener la oportunidad de estar solos de nuevo. Una vez que los Boscastles se den cuenta de que vas a ser uno de ellos, te invitarán a todas partes.
– Ni siquiera he conocido a la mayoría de tu familia, todavía -susurró.
Sus ojos viajaron de su boca a los diminutos lazos que mantenían sujetas sus abultadas mangas de seda rosa y su canesú.
– ¿No vamos a ser familia?
Ella se reclinó hacia atrás, su voz entrecortada.
– Iniciaremos nuestra propia familia a este ritmo.
Él se quitó su chaqueta. Para distraerse a sí misma, la tomó y dobló cuidadosamente sobre la barandilla de caoba de la silla. El agradable indicio de colonia sobre la elegante prenda incitó sus sentidos, y ella levantó la vista lentamente. Él se veía magnífico con su camisa plisada de batista, chaleco marfil y pantalones ajustados que hacían hincapié en su masculinidad. No era de extrañar que otras mujeres lo hubieran mirado con la esperanza de atraer su atención. Emanaba una peligrosa elegancia, una promesa de placeres impíos, que hacía a una mujer abandonar la prudencia y el decoro. Y sin embargo, a pesar de su sexualidad sin reservas, le había mostrado más preocupación que el hombre que sus padres habían elegido para ella. Aún así, no debería dejarlo que la sedujera en la fiesta de su primo.
– Creo que… -ella comenzó a levantarse-. ¿Hay alguien en el pasillo?
Su pulgar le trazó la línea de la mandíbula, luego lentamente bajó al hueco profundo entre sus pechos. Ella se deslizó hacia abajo sobre la silla, vencida, incapaz de recordar por qué había querido levantarse en primer lugar.
– No importa. La puerta está cerrada.
Ella se estremeció mientras le acariciaba los pechos hinchados. Un hormigueo caliente de excitación bajó por su espalda. Se agitó, sus pezones hinchados, su cuerpo inquieto.
– Pensé… ni siquiera tienes una baraja de cartas, Gabriel -le dijo con un resoplido de indignación.
Sus ojos brillaban mientras se acomodaba a su lado.
– No necesitas ninguna para este juego. Se llama Triunfo Boscastle.
– Farsante -susurró, el poder de su cuerpo duro debilitándola-. No hay tal juego. Lo inventaste.
Una sonrisa pícara se esparció en su rostro. Bajó la cabeza y presionó besos calientes a través de su escote. Ella sintió un calor palpitante entre sus muslos.
– No lo hice. -Sopló suavemente sobre sus pechos. El placer la inundó-. Es un juego de salón real. Para dos jugadores.
– ¿Uno de ellos es la doncella? -preguntó, arqueando su espalda, su cuerpo invitando a más.
Hizo una pausa, mirando seductoramente a los ojos.
– Ahora que lo pienso, es la versión Boscastle de otro juego.
Sus pechos le dolían de sus besos excitantes. Sabía que la estaba manipulando.
– ¿Un juego de triunfo sin cartas?
– Es más un juego de manos. -Él se sentó con una expresión de seriedad-. Una ilusión -reflexionó, cambiando su posición de nuevo para recorrer con su mano sus tobillos cruzados.
Ella clavó la mirada con fascinación en las puntas desnudas de sus dedos hasta que desaparecieron bajo su vestido.
– Una ilusión muy convincente -dijo, bajando los ojos con placer involuntario.
– ¿Qué debo hacer para ganar?
Su hombro izquierdo se levantó en un encogimiento de hombros. Su mano, por su parte, se deslizó a lo largo de su media, luego al liguero.
– Bueno, el más rápido gana la mano.
Ella se agachó para alcanzar su muñeca antes de que perdiera por completo el juicio. Era demasiado hábil para desarmarla, el calor que se acumulaba en la boca de su estómago pronto inundaría todo su cuerpo si continuaba con su toque.
– ¿El más rápido gana la mano? ¿Eso es todo?
Él la miró de nuevo, el deseo encendido en sus ojos.
– Hay una habilidad un poco más complicada que eso. ¿Quieres que te enseñe el juego?
Su cuerpo quería. -Me voy a morir si somos atrapados.
– Yo moriré si no puedo tenerte. -Levantó la rodilla entre sus piernas, su mano se deslizó en el hueco húmedo por encima de sus muslos. Ella se dejó caer contra el cojín decorado con borlitas, liberando su muñeca para tocar los botones inferiores de su chaleco.
Sus ojos se estrecharon.
– No me estás desnudando, ¿verdad?
– Dios mío, no. Todo es una ilusión.
Gabriel dirigió una oscura mirada sobre su figura relajada. La punta de sus hermosos pechos se asomaba misteriosamente desde el borde de su corpiño. Sentía arder su sangre, su corazón latiendo, al ver su sensual despertar. Ella había cerrado los ojos, pero su cuerpo respondía a su ligera caricia. Sus dedos pasaban rozando los sedosos vellos de su sexo, deliberadamente no tocando la necesitada carne por debajo que tanto lo tentaba. Sus músculos del vientre se estremecieron.
– ¿Las reglas de este juego, Gabriel? -murmuró ella, humedeciéndose los labios con la lengua.
Él levantó su vestido hasta la cintura.
– Por lo general las hago a medida que avanza.
Ella suspiró.
– Ya me lo imaginaba.
– Tú puedes hacer lo mismo. Abre los ojos.
Ella obedeció.
Él apoyó el pulgar por encima de su tensa perla, tentándolo con perezosos círculos hasta que su respiración se volvió irregular, sus ojos vidriosos. Cuando sintió que su cuerpo no podía soportar más la tensión, él condujo los dedos profundamente dentro de su brillante vaina. El bajo gemido de excitación agudizó su insaciable hambre por ella. La dulce esencia que se filtraba de su delicado sexo tentaba su apetito, como la ambrosía.
Ella atrapó el borde de su labio con los dientes. Sus oscuros pezones dilatados. Su suave trasero levantado del cojín, una señal que él sabía que significaba que estaba cerca de su clímax. Se inclinó más cerca para disfrutar del momento cuando ella estallara. Empujó otro dedo dentro de su pasaje, se inclinó y lamió sus pechos. Ella agarró su camisa y la sacó de su cintura. Su eje se endureció preparándose para el sexo desde la nudosa cabeza hasta la raíz. Pero si él tenía que esperar hasta después de su liberación, no le importaba. Desarmar a Alethea era el afrodisíaco más potente que podía imaginar.
Y él jugaba para ganar.
– Gabriel -gimió ella, tirando del faldón de su camisa-. Creo que este… juego…
– Sí -murmuró él, refrenando una sonrisa.
– Creo que estás haciendo trampa.
Él se echó a reír con facilidad.
– ¿Tiene importancia, si ambos ganamos?
Ella pasó la mano debajo de las ataduras de su bragueta. Él apretó la mandíbula hasta que le dolieron los dientes. Un velo de lujuria nubló su visión. Ella estaba tan cerca, tan palpitantemente mojada que podría haberse enterrado dentro de ella y con gratitud exhalar su último aliento. Él aceleró los movimientos de sus dedos, impulsándose en su interior hasta que sus caderas se retorcieron.
Ella dio otro gemido, luego convulsionó, con la mirada desenfocada, su mano acurrucada contra su incontrolado pene. Él se estremeció cuando sintió la ondulación de placer de su cuerpo, los espasmos menguando. Lentamente retiró los dedos de su carne palpitante.
Él echó hacia atrás la cabeza, tomando varias respiraciones largas para aquietar el fuego en su sangre.
– Yo gano -susurró-, a pesar de que mi corazón está golpeando muy duro…
Ella se irguió de golpe.
– Ese no es tu corazón, Gabriel. Es la puerta.
Él miró a su alrededor, indiferente, -No, no lo es. Y está cerrada…
– No procede de esa puerta… viene de allá… de la chimenea.
Antes de que ella pudiera apuntar para indicar la estrecha abertura de la enorme chimenea gótica, Gabriel había levantado su corpiño, bajado su vestido, y él mismo se había puesto su chaqueta y estaba de pie. Había, sin embargo, olvidado meterse adentro el faldón de la camisa, lo que provocó un gesto desesperado de Alethea.
Se había olvidado también de que la casa del marqués estaba plagada de pasadizos secretos y rutas de escape ocultas que habían sido más utilizadas para las artimañas de los niños Boscastle que para casos de emergencia.
Eran artimañas que enfrentaba ahora, en la figura de cabello oscuro de su primo Lord Drake Boscastle.
– Ahí estás, Gabriel -dijo Drake amablemente, desempolvando el hombro al salir de la sombría abertura-. Y Lady Alethea. Creo que jamás he tenido el placer. Qué gusto en conocerte.
Ella sonrió cortésmente, aunque le temblaban las manos hasta que las estrechó en su regazo.
– Es un honor, milord.
– ¿Por qué no llamaste? -preguntó sin rodeos Gabriel.
– En realidad, lo hice. Pero nadie respondió. ¿Estabas jugando al Triunfo Boscastle? -adivinó, su sonrisa suave.
Alethea se levantó, sin sentirse agradecida por la sonrisa de satisfacción que Gabriel le envió.
– Fue de mala educación habernos retirado.
– Yo no diría que fue de mala educación -dijo, Drake, con una significativa mirada que reforzaba el cojín que se había caído de la silla-. De hecho, más bien detesto estos grandes acontecimientos y siempre me voy solo en la primera oportunidad.
Gabriel se aclaró la garganta.
– ¿Cuál es la razón por la que te colaste aquí, porque somos mejor compañía?
Los ojos de Drake brillaron con buen humor.
– Vine, en realidad, porque tu compañía está siendo buscada por bastantes personas en la fiesta y no creo que ninguno de ustedes desee las inevitables conclusiones que serían extraídas. Me estaba quedando sin excusas para vuestra repentina desaparición.
Alethea llevó la mano a sus ojos.
– Oh. Estoy avergonzada.
– Todo está bien -dijo, Drake, con una sonrisa de consuelo-. La familia está acostumbrada a estos… momentos.
Ella bajó la mano.
– Mi hermano y mi tía estarán buscándome, también. Tengo que irme, Gabriel.
– No por esa puerta -dijo, Drake, poniendo la mano sobre su hombro guiándola a la chimenea-. Este camino termina en un pasillo privado que da a cualquier número de habitaciones. No es ninguna mentira afirmar que tomó un giro equivocado.
Ella miró con ironía a Gabriel.
– Ciertamente.
– No te preocupes -dijo, sonriéndole-. Está noche todo será revelado.
Él se movió entre ella y Drake, mirando hacia la cavidad oscura.
– Ella no puede ir sola a través de ese túnel. Es asqueroso y…
Drake alzó la mano.
– Está bien. Weed está esperando para escoltarla.
Gabriel le dirigió una mirada larga y dura.
– Has pensado en todo, ¿no?
Drake sonrió.
– Bueno, no es como si yo nunca hubiera jugado al Triunfo Boscastle.