CAPÍTULO 09

Adam pasó a recoger a Charlie para ir al concierto en una limusina ridículamente larga. Iba a cantar una de sus clientes más importantes. La gira había sido un tormento para él, y los contratos que había tenido que negociar una auténtica pesadilla; pero, ahora que había llegado la gran noche, estaba muy animado. La estrella en cuestión era una de las artistas más famosas del país, incluso del mundo: Vana. Una única palabra, y una mujer también singular. La habían contratado para el Madison Square Carden, y allí acudirían todos los adolescentes gritones, junto con todos los fans, bichos raros y aficionados adultos al rock de Nueva York. Charlie no asistía con frecuencia a ese tipo de espectáculos., pero Adam lo había convencido de que sería divertido y de que tenía que ir.

En la reventa las entradas costaban hasta cuatro y cinco mil dólares. Mucha gente había hecho cola durante dos y tres días para adquirirlas en cuanto abrieran la taquilla. Era el concierto más esperado del año, y Adam le había aconsejado a Charlie que se pusiera pantalones vaqueros. No quería que se presentara de traje para que le dieran por saco. Bastantes preocupaciones tenía esa noche como para preocuparse por su amigo. Y, por supuesto, Adam no solo tenía pases para entrar detrás del escenario, sino asientos de primera fila. Era una noche que nadie olvidaría, y tenía la esperanza de que todo fuera como la seda. Sus tres móviles no pararon de sonar mientras se dirigían al Madison Square Carden. No tuvo tiempo de hablar con Charlie hasta la mitad del trayecto. Lo había saludado con un gesto y se había servido una copa mientras se detenían ante un semáforo en rojo.

– Por Dios, y que encima mi médico no entienda por qué tengo la tensión tan alta -dijo al fin, sonriendo a Charlie, que estaba muerto de risa por las tonterías que Adam les gritaba por teléfono a los que lo llamaban. -Este trabajo va a acabar conmigo. ¿Qué pasa con Gray? ¿Está bien? No me llama nunca.

Pero, con la locura de la llegada de Vana a la ciudad, lo cierto era que tampoco él había tenido tiempo de llamarlo. Dijo que estaba hasta las cejas con la mierda del concierto.

– Está bien -replicó lacónicamente Charlie, pero enseguida decidió contárselo. -Incluso está enamorado.

– Claro, seguro. ¿De dónde la ha sacado? ¿De rehabilitación o de algún asilo? -dijo Adam riendo mientras terminaba la copa, y Charlie sonrió.

– De Portofino -contestó Charlie con aires de suficiencia y cada vez más divertido. Adam no iba a creerlo, como le había pasado a él al principio, y aún estaba haciéndose a la idea.

– ¿Portofino? ¿Qué?

Adam parecía sometido a una presión increíble y estaba distraído. Acababa de llamarlo uno de sus ayudantes para decirle que la peluquera de Vana no había aparecido con las pelucas y que a la cantante le había dado un ataque. Iban a enviar a alguien al hotel para que las recogiera, pero a lo mejor empezaban tarde. Justo lo que le faltaba. Los sindicatos pondrían el grito en el cielo si la actuación se retrasaba, aunque siempre pasaba lo mismo. Adam no era el productor, pero si Vana infringía el contrato se presentarían innumerables demandas. Él estaba allí para protegerla de sí misma, porque Vana tenía fama de abandonar airadamente los escenarios.

– Que Gray la conoció en Portofino -dijo Charlie con tranquilidad, y Adam lo miró sin comprender.

– ¿Que conoció a quién en Portofino? Parecía haberse quedado en blanco, y Charlie se echó a reír. Quizás no fuera el momento más adecuado para hablar sobre la vida amorosa de Gray, pero era un tema de conversación como otro cualquiera en medio de un atasco. Adam estaba que echaba chispas y quería ponerse en contacto con Vana antes de que hiciera algo ilegal, cometiera una locura o se largara.

– La mujer de la que Gray se ha enamorado -añadió Charlie. -Dice que se queda en su casa, no que viva en ella. O sea que se queda con ella. Supongo que no es lo mismo.

– Claro que no -contestó Adam, irritado. -Quedarse en su casa significa que está demasiado cansado para levantarse de la cama después de haber hecho el amor con ella, y seguramente debido a la pereza y la edad. Vivir con ella supondría un compromiso y sería una estupidez que lo aceptara. Puede sacar lo mismo de ella y encima tener una vida sexual mejor. En cuanto empiece a vivir con ella, se acabó. Tendrá que sacar la basura, ir a la tintorería a recoger sus cosas y cocinar.

– No sé lo de la basura ni lo de la tintorería, pero sí que cocina.

– Pues está loco. Si solo se queda en su casa, no tiene ni armario ni llave, ni puede contestar el teléfono. ¿Le ha dado una llave?

– Se me olvidó preguntárselo.

Charlie se moría de risa. Adam daba la impresión de estar al borde de un ataque de nervios mientras esperaban a que cambiara el semáforo, y hablar sobre Gray al menos le sirvió de distracción. A Charlie le fascinaron las normas que imponía Adam, una larga lista de cosas que se traducían en la situación en la que uno se encontraba. Charlie jamás había estado cualificado para ello, a pesar de que en una ocasión sí le habían dado la llave.

– ¿Y quién leches es?

– Sylvia Reynolds, la galerista que conocimos en Portofino. Por lo visto Gray hizo más amistad con ella de lo que creíamos mientras tú andabas detrás de su sobrina.

– Por Dios, la chica esa de cara de ángel y cerebro de Einstein. A esa clase de chicas nunca te las llevas a la cama. Hablan tanto que te quedas calvo antes de poder meterles mano. Tenía unas piernas preciosas, si mal no recuerdo -dijo Adam con pesar. Siempre echaba en falta a las que se le escapaban, y las que no se le escapaban se le desdibujaban al día siguiente.

– ¿La sobrina tenía unas piernas preciosas? -preguntó Charlie, intentando recordar. Solo se acordaba de la cara.

– No, Sylvia, la galerista. ¿Y qué demonios anda haciendo con Gray?

– Pues podría ser peor -contestó Charlie, leal a su amigo, y Adam tuvo que darle la razón. -Está loco por ella, y espero que ella esté tan loca por Gray como él cree. Me imagino que sí, si es capaz de comerse el estofado de Gray,

No le dijo a Adam lo mucho que se había disgustado cuando Gray se lo contó durante el almuerzo en el Club Náutico. Había sido un lapsus que aún seguía atormentándolo cuando recordaba la poca delicadeza que había mostrado. Daba la impresión de que Gray lo había superado, y al enterarse de que solo «se quedaba en casa de Sylvia» Adam no se preocupó. Tenía cosas más importantes en las que pensar, como que Vana no apareciera en el escenario si no le encontraban las pelucas. Dadas la importancia y la magnitud del concierto de aquella noche, las demandas que podían surgir lo tendrían ocupado durante los diez años siguientes.

– No va a durar -dijo Adam, refiriéndose a la nueva historia de amor de Gray. -Ella es demasiado normal. Gray se hartará dentro de una semana.

– Pues me parece que él no piensa lo mismo. Dice que esa mujer le gusta, y que no quiere morirse solo.

– ¿Está enfermo?

Adam pareció preocuparse de verdad, y Charlie negó con la cabeza.

– No, supongo que simplemente está pensando en su vida. Cuando pinta lleva una vida muy solitaria. Sylvia lo ha metido en una galería estupenda, o sea que no creo que le vaya tan mal.

– Pues si está haciendo esas cosas por él, a lo mejor va más en serio de lo que creemos. Voy a tener que llamarlo. No vamos a dejar que se hunda por unas piernas bonitas.

Adam parecía realmente preocupado, y Charlie movió la cabeza.

– Me da la impresión de que ya está metido hasta el cuello, pero tenemos que ver cómo va la cosa -dijo Charlie juiciosamente mientras se acercaban al Madison Square Garden en la enorme limusina negra.

Había tanta gente que tardaron casi veinte minutos en entrar, y encima con la ayuda de la policía. Dos agentes de paisano los acompañaron hasta sus asientos.

En cuanto encontraron sus butacas, Adam desapareció para ver cómo iban las cosas entre bastidores. Charlie le dijo que no se preocupara por él y se quedó contemplando a la gente que iba arremolinándose. Y de repente se fijó en una chica rubia muy mona con la minifalda más corta que había visto en su vida. Tenía el pelo largo y cardado, llevaba botas negras de tacón, cazadora de cuero rojo y un montón de maquillaje y aparentaba unos diecisiete años. Le preguntó amablemente si la butaca de al lado estaba ocupada, Charlie le dijo que sí y desapareció. Volvió a verla minutos más tarde, hablando con otra persona. Le dio la impresión de que patrullaba el teatro en busca de asiento, y acabó volviendo a donde él se encontraba.

– ¿Seguro que está ocupada? -preguntó con terquedad. Entonces Charlie se dio cuenta de que era mayor de lo que había pensado al principio, pero no mucho. Era una chica increíblemente atractiva, con un tipo extraordinario, que parecía a punto de reventar por las costuras de la blusa negra transparente, que le ofreció una generosa visión de sus voluptuosas curvas. Habría parecido una puta de no haber sido por la inocencia que reflejaba su cara.

– Sí, seguro -volvió a confirmarle Charlie. -Mi amigo está entre bastidores.

– ¡Dios! -exclamó la chica con expresión de incredulidad. -¿Tu amigo conoce a Vana? -Lo dijo como si estuviera preguntando si conocía a Dios, y Charlie asintió, sonriendo.

– Trabaja para ella. Bueno, más o menos.

– ¿Te importa que me siente hasta que vuelva? -preguntó, y Charlie pensó si estaría intentando ligárselo, aunque no lo creía. Le interesaba mucho más conocer a Adam, porque se había enterado de que estaba entre bastidores. -Mi entrada es para la última fila, y no se ve nada. Pensaba que a lo mejor quedaba algún asiento libre por aquí, pero parece que no. He tenido que hacer cola durante dos días, con el saco de dormir. Mi amiga y yo nos turnamos.

Charlie asintió con la cabeza, un tanto perplejo cuando la chica se sentó a su lado. No tenía peor aspecto que el resto de la gente que llenaba el teatro, pero en cualquier otro sitio no habría pegado ni con cola. Se parecía a Julia Roberts en Pretty Woman antes de que Richard Gere la transformara en Rodeo Drive, y era igualmente guapa, de quitar el hipo. También quitaba el hipo su atuendo, sobre todo las botas, con tacón de quince centímetros y muy por encima de las rodillas. La falda era apenas decente, y la blusa le habría estallado con solo estornudar. Era alucinante, pero le quedaba bien.

Sin poder evitarlo, Charlie pensó en qué aspecto tendría sin maquillaje, con el pelo recogido y unos vaqueros limpios. Probablemente mucho mejor. También pensó si sería una especie de modelo o actriz en ciernes, pero se cuidó muy mucho de hablarle. No quería darle píe a que se quedara. Se había sentado en el borde de la butaca de Adam, que al volver se quedó pasmado. Pensó que Charlie se la había ligado, y no pensaba que fuera capaz de conseguir una chica así en solo cinco minutos.

– Han encontrado las pelucas. Su peluquera estaba en el hotel borracha como una cuba, pero le han llevado a otra persona y, sea quien sea, ha solucionado el asunto -explicó Adam, mirando con interés y confusión a la chica que ocupaba su butaca. -¿Hay alguna razón para que estés sentada aquí? -le preguntó sin más rodeos. -¿Nos conocemos?

Sin poder evitarlo miró la blusa y después la cara, perfecta. Era una chica súper, justo su tipo.

– Todavía no. -Le sonrió. -Mi asiento es una mierda. Estaba contándoselo a tu amigo, y me ha dicho que trabajas para Vana. Debe de ser guay. -Era todo ojitos y adoración.

– A veces sí, pero esta noche no tanto. -Vana había amenazado con largarse sin más. Después se había tranquilizado, cuando habían encontrado las pelucas y a otra peluquera, pero Adam no se tomó la molestia de explicárselo a la chica. No creía que lo comprendiera. Dio por sentado que tenía un coeficiente intelectual más que cuestionable, pero unas tetas estupendas. A él nunca le había preocupado el coeficiente intelectual. Desde lo de Rachel, prefería unas buenas tetas a un buen cerebro.

– Mira, no es por molestar. Me encantaría quedarme aquí hablando contigo, pero es que Vana va a empezar dentro de cinco minutos, cuando le arreglen el pelo, y será mejor que vuelvas a tu sitio.

Aquella chica con minifalda vaquera y botas de charol parecía a punto de echarse a llorar. Adam no sabía qué hacer. No había asientos libres, pero de repente se le ocurrió una idea. Sin saber por qué, quería ayudarla, aunque luego se arrepintiera. La agarró por un brazo, obligándola a levantarse del asiento, y le indicó que lo acompañara.

– Si me prometes que te vas a portar como es debido, te consigo un sitio en primera fila. -Siempre reservaban algunos por si se presentaba alguien inesperadamente.

– ¿En serio?

La chica no daba crédito a sus ojos mientras Adam la llevaba rápidamente hacia el escenario y enseñaba su pase a uno de los guardas que impedían que todo se desmadrara. Los dejaron pasar al instante. La chica comprendió que Adam iba en serio. No tenía tanta suerte desde hacía años. Su amiga le había dicho que era una locura intentar encontrar sitio en primera fila, pero aquella noche había triunfado, y Adam la ayudó a subir los escalones, con su minifalda y sus botas de tacón alto. Adam disfrutó de una estupenda vista del trasero de la chica mientras subía, y no habría tenido reparos en disfrutar de algo más. Pensaba que si llevaba una minifalda así, esperaba que lo hiciera.

– Ah, por cierto, ¿cómo te llamas? -preguntó como si tal cosa mientras la llevaba hacia una fila de sillas abatibles detrás del escenario. Tuvieron que pasar por encima de los cables y del equipo de sonido, pero la chica iba a ver el espectáculo desde un lugar privilegiado, y miró a Adam como a una visión religiosa.

– Maggie O'Malley.

– ¿De dónde eres?

La miró sonriendo mientras ella tomaba asiento y cruzaba las piernas. De pie, Adam veía perfectamente dentro de la blusa. Pensó sí sería tan guarrilla como parecía o si se habría puesto así para el concierto. Más experto que Charlie con las mujeres de ese aspecto, le calculó unos veintidós años.

– Nací en Queens, pero ahora vivo en la ciudad, en el oeste. Y trabajo en Pier 92.

Era un bar con una clientela un tanto ordinaria, además de restaurante y sitio para ligar, y todas las camareras se parecían a aquella chica. Las más guapas bailaban a intervalos de una hora y preparaban el ambiente para el sexo y la priva. Adam se imaginó, sin equivocarse, que sacaba muchas propinas. A veces las chicas que trabajaban allí eran actrices en paro que necesitaban dinero desesperadamente.

– ¿Eres actriz? -preguntó Adam con interés.

– No, camarera, pero también bailo un poco. De pequeña hacía claque y ballet; bueno, más o menos.

No le contó que lo que había aprendido lo había visto en la televisión. En su barrio no daban clases de danza. Había nacido en la parte más dura y más pobre de Queens, de donde se marchó en cuanto pudo. Donde vivía ahora, en un edificio que era poco menos que una casa de vecinos, parecía un palacio en comparación con el sitio en el que se había criado. Y de repente miró a Adam con lágrimas en los ojos.

– Gracias por la butaca. Si puedo hacer algo por ti, ven a verme al Pier 92, y te invito a una copa.

Era lo único que podía ofrecerle, aunque a Adam le hubieran gustado otras cosas, pero parecía tan inocente, a pesar de la ropa escandalosa, que se sintió culpable por estar pensando en lo que pensaba. Parecía buena chica, a pesar del atuendo.

– No te preocupes. Estoy encantado. Maggie, ¿no?

– Bueno, en realidad Mary Margaret-contestó ella con expresión inocente, y Adam se la imaginó con uniforme de colegio religioso. Mary Margaret O'Malley. Se preguntó cómo habría llegado a vestir así. Tenía cara de ángel y cuerpo de artista de striptease, y habría que haber quemado su ropa. Habría estado increíble con un buen peinado y ropa decente, pero así repartía la vida sus cartas. Y para ser una chica pobre de Queens que trabajaba en el Pier 92, aquella noche le había ido bien. Estaba en primera fila en el concierto de Vana, en una butaca especial.

– Vendré a buscarte después del concierto -le prometió Adam, y lo dijo en serio, aunque solo unos segundos. De repente la chica se levantó de un brinco y le dio un abrazo, como una niña pequeña, con lágrimas en los ojos,

– Gracias por lo que has hecho. Es lo más bonito que han hecho por mí.

La expresión de sus ojos hizo avergonzarse a Adam por sus pensamientos lascivos. Le había resultado fácil encontrarle un asiento privilegiado.

– No te preocupes -contestó dándose la vuelta para marcharse, pero ella lo agarró del brazo.

– ¿Cómo te llamas?

Quería saber quién era su benefactor, y Adam se sobresaltó. No era muy probable que volvieran a verse.

– Adam Weiss -dijo, y volvió corriendo a su sitio.

Habían empezado a apagar las luces. Dos minutos después, cuando ya estaba sentado junto a Charlie, comenzó el espectáculo. Charlie se inclinó hacia él justo antes de que Vana saliera al escenario.

– ¿Le has encontrado asiento?

Maggie lo tenía hipnotizado. Jamás había visto a una chica así tan de cerca. Las chicas corno ella no eran precisamente lo suyo.

– Sí. Dice que quiere salir contigo -susurró Adam medio en broma, y Charlie se echó a reír.

– No creo. ¿Tienes su teléfono, grupo sanguíneo y dirección?

– No, solo la talla de sujetador. Es mucho mayor que su coeficiente intelectual -contestó Adam con sonrisa picara.

– Vamos, no seas malo -lo reprendió Charlie. -Es buena chica.

– Sí, ya lo sé. Podríamos llevárnosla a la fiesta después del concierto.

Charlie le dirigió una mirada de pocos amigos. Pensaba que con el concierto tendría más que suficiente. No era su ambiente, aunque siempre le había gustado la música de Vana, y también aquella noche.

El concierto fue fantástico y Vana cantó siete canciones de propina. Jamás había cantado tan bien. Maggie fue a verlos en el descanso, para darle las gracias a Adam una vez más. Le echó los brazos al cuello y le dio un abrazo; Adam notó sus pechos contra el suyo. Eran de verdad, y también la nariz. Todo en ella era regalo de Dios, no comprado en una tienda. No veía una chica como ella desde hacía años.

– No deberías hacer eso -le dijo Charlie en voz baja cuando Maggie volvió a su asiento, antes de que empezara la segunda parte.

– ¿Qué? -preguntó Adam con aire inocente. Aún notaba los pechos de Maggie en su pecho. Le había gustado mucho. Conocía a cientos de mujeres como ella, pero ninguna de ellas era auténtica.

– Aprovecharte de las chicas jóvenes. Puede que vista como una puta, pero se nota que es buena chica. No seas cabrón, Adam. Algún día lo pagarás. ¿Te gustaría que le hicieran eso a tu hija?

– Si mi hija se vistiera así, la mataría, y su madre también.

Quería haber llevado a sus hijos al concierto, pero Rachel no lo había consentido. Dijo que tenían que ir al colegio al día siguiente y que no quería que estuvieran en un ambiente así, que eran demasiado jóvenes y sanos.

– A lo mejor Maggie no tiene a nadie que le diga que no se vista así -sugirió Charlie.

Daba la impresión de que Maggie se había tomado muchas molestias para arreglarse aquella noche; pero, movida por el entusiasmo, algo le había salido mal. Aunque poco podía salir mal con el cuerpo y la cara que Dios le había dado. Y quizá algún día, cuando fuera un poco mayor, aprendería a suavizar su aspecto en lugar de resaltarlo.

– Supongo que no, trabajando en el Pier 92 -repuso Adam secamente.

Él había estado allí una vez y no había dado crédito a sus ojos. La peor morralla de Broadway iba allí a sobar a las chicas mientras comían y bebían. Las camareras no iban desnudas, pero casi daba igual, por lo poco que llevaban encima: vestidos que parecían minifaldas de tenis, tangas debajo y encima sujetadores horteras de satén varías tallas más pequeñas, porque las obligaban. El local era un asco.

– No sientas lástima por ella, Charlie. Hay cosas peores, como nacer en Calcuta, o la niña ciega de la que me hablaste el otro día, cuando fuiste a Harlem. Seguramente la descubrirá algún capullo y acabará siendo una gran estrella.

– Lo dudo -dijo Charlie con tristeza, pensando en ella. Había chicas como Maggie a porrillo, y la mayoría no salían del agujero en el que vivían, sobre todo con tipos como Adam persiguiéndolas y aprovechándose de ellas. Le causaba una gran tristeza. Empezó la segunda parte.

Cuando acabó, la gente enloqueció. Fans, fotógrafos y prácticamente la mitad del público intentaron subir al escenario. Vana consiguió salir ilesa gracias a la intervención de una docena de policías. Adam no pudo meterse entre bastidores y llamó por el móvil al director de escena, quien le dijo que Vana estaba bien y encantada de cómo había salido todo. Adam le pidió que le dijera a Vana que la vería en la fiesta, y, cuando volvió junto a Charlie, Maggie se encontraba allí. Casi había perdido la blusa y la chaqueta al intentar escapar de su asiento, pero había conseguido volver hasta donde ellos estaban y le dio las gracias efusivamente una vez más. No tenía ni idea de qué le había pasado a su amiga. Habría sido poco menos que imposible encontrar a nadie entre semejante multitud.

– ¿Quieres venir a la fiesta? -le preguntó Adam. Maggie pegaba con aquella chusma. No le daba vergüenza que fuera con él, aunque a Charlie sí. Pero Charlie quería irse a su casa. El concierto había sido más que suficiente para él, aunque le había encantado. Simplemente no necesitaba más estímulos aquella noche. Adam siempre los necesitaba. Le encantaba el lado sórdido de aquella vida, y Maggie podía encajar a la perfección. A la chica la ilusionaba la idea de ir a la fiesta.

Tardaron media hora en salir a la calle y otros veinte minutos en encontrar la limusina, pero al fin lo consiguieron, y entraron los tres como pudieron. Se dirigieron al East Side, a un club privado que habían alquilado para la ocasión. Charlie sabía que habría un montón de mujeres, de bebida y de drogas. No era su ambiente. Adam tampoco le daba a las drogas, pero no tenía nada en contra del alcohol ni de las mujeres. Y ambas cosas en abundancia. Maggie iba sentada frente a ellos, extasiada, y Adam le miró entre la falda como si tal cosa. Tenía unas piernas incluso más bonitas de lo que Adam creía, y un cuerpo absolutamente increíble. Charlie también se había dado cuenta, pero en lugar de mirarle la falda, miró por la ventanilla. Y entonces ella cruzó las piernas.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Maggie entusiasmada, con voz infantil y ligero acento de Nueva York, no exagerado pero sí reconocible. Adam no pareció advertirlo.

– Primero vamos a dejar a Charlie. Después podríamos ir a tomar una copa a algún sitio y después te llevaré a la fiesta.

Y a continuación esperaba llevársela a su casa, si ella quería. Nunca obligaba a nadie a nada. No hacía falta. Había suficientes mujeres en su vida para tenerlo contento en todo momento, pero le daba la impresión de que Maggie querría ir a su casa sin problemas. Había ligado con muchas chicas como ella, y les gustaba tanto que las sacaran por ahí, sobre todo en una noche como aquella, que casi siempre acababan en su cama. Raramente no ocurría así. Adam estaba seguro de que Maggie acabaría en su casa, y también lo estaba Charlie.

Charlie se despidió cortésmente de Maggie cuando lo dejaron. Dijo que esperaba volver a verla, aunque sabía que era bastante improbable, pero ¿qué podía decir? ¿Que pases buena noche en la cama con Adam? Durante unos segundos deseó que no se fuera con él. Era pan comido, y le deseaba algo mejor, o al menos que tuviera alguna oportunidad. Estaba demasiado impresionada con el sitio al que iba a llevarla Adam y con el asiento de primera fila que le había conseguido. A Charlie le habría gustado decirle que tuviera más respeto por sí misma, pero hay cosas que no se pueden cambiar. Y era su vida, y la de Adam. No dependía de él lo que aquellos dos hicieran cuando él se marchara. Casi deseaba protegerla de Adam, y de sí misma, pero no había forma de hacerlo. Subió en el ascensor, con expresión pensativa, y cuando entró en el apartamento se puso a contemplar el parque en la oscuridad. Había sido una noche divertida, y lo había pasado bien. Estaba cansado, y al cabo de unos minutos se acostó.

Adam llevó a Maggie a un bar, como le había dicho, y ella tomó una copa de vino. Adam tomó un Margarita, después un Mojito, y le dio un sorbo a Maggie. Le gustó, pero dijo que no tomaba alcohol fuerte, lo que sorprendió a Adam. Se sorprendió aún más cuando le dijo que tenía veintiséis años. Adam pensaba que era más joven. Le dijo que a veces trabajaba de modelo en ferias comerciales y que había posado para varios catálogos, pero que sobre todo trabajaba en el Pier 92, donde se sacaba una fortuna con las propinas. No costaba trabajo ver por qué. Tenía un cuerpo que no pasaba inadvertido.

Llegaron a la fiesta a la una, cuando acababa de empezar. Adam sabía que había muchas drogas por allí: cocaína, éxtasis, heroína, crack, cristal. La gente estaba más enloquecida que de costumbre, y no tardó mucho en darse cuenta de que no había buen ambiente, como pasaba a veces después de los conciertos. Bailó con Maggie unos minutos y después la sacó de allí. En la limusina la invitó a su casa a una última copa. Ella lo miró y negó con la cabeza.

– No, ya es muy tarde. Mañana tengo que trabajar, pero gracias de todos modos.

Adam no hizo ningún comentario y le dio la dirección de Maggie al conductor. Se quedó horrorizado al ver dónde vivía. Era una de las calles más peligrosas que había visto en su vida. Costaba trabajo imaginar a una chica con su aspecto viviendo allí. Su vida debía de ser una lucha cotidiana por la supervivencia, y Adam sintió lástima de ella, pero también le fastidió un poco que no fuera a pasar la noche con él.

– Espero que no te importe que no vaya a tu apartamento, Adam -añadió Maggie para disculparse; al fin y al cabo había hecho mucho por ella. -No me gustan esas cosas el primer día.

Adam se quedó mirándola, preguntándose si realmente pensaba que habría un segundo día. Maggie le apuntó su teléfono, y Adam se lo metió en un bolsillo. Lo tiraría en cuanto llegara a casa. Era divertido para una noche, o podría haberlo sido, pero no había razón alguna para volver a verla. Podía estar con cien mujeres como ella en cualquier momento. No le hacía ninguna falta una camarera del Pier 92, por muy guapa que fuera o por buenas piernas que tuviera, y no habría sido distinto sí hubiera ido a su casa con él; simplemente habría sido divertido.

– No, lo comprendo. ¿Te acompaño arriba?

El edificio era tan siniestro que daba la impresión de que fueran a asesinarla antes de entrar, pero Maggie estaba acostumbrada y negó con la cabeza.

– No hace falta -dijo tranquilamente, sonriéndole. -Tengo tres compañeras de piso. Dos duermen en el salón, y resultaría un poco incómodo que subieras, porque ya estarán dormidas.

Adam no podía ni quería imaginarse cómo sería vivir así. Solo deseaba dejarla allí y olvidarse de la gente que llevaba esa clase de vida. Maggie no era asunto suyo, ni quería que lo fuera. Lo único que quería era volver a casa.

– Gracias, señorita Mary Margaret O'Malley, Ha sido un placer conocerla. Ya nos veremos -dijo cortésmente.

– Eso espero -repuso Maggie con sinceridad, aun sabiendo que no ocurriría.

Adam llevaba una vida de cine. Conocía a personas como Vana, tenía pases para los bastidores de los teatros, iba en limusina; vivía en un mundo completamente distinto. Ella era inocente, pero no tan estúpida como a él le habría gustado.

En lugar de «buenas noches», podría haberle deseado «una buena vida», pero Adam sabía que lo más probable era que el deseo no se cumpliera. ¿Cómo? ¿Qué podía depararle la vida a una chica como ella, por guapa que fuera? ¿Qué salidas tenía? Adam sabía la respuesta: ninguna.

– Cuídate mucho -dijo mientras Maggie abría la puerta y se volvía para mirarlo por última vez.

– Y tú. Gracias. Lo he pasado muy bien. Y gracias otra vez por la butaca.

Adam le sonrió, deseando estar en la cama con ella. Habría sido mucho más agradable que estar helándose en aquella calle repugnante mientras Maggie entraba en el edificio. Lo saludó con la mano y desapareció. Adam pensó si se sentiría como Cenicienta. El baile había acabado, y la limusina y el conductor se transformarían en una calabaza y seis ratones en cuanto ella subiera la escalera.

Al entrar al coche percibió su perfume. Era barato, pero a Maggie le pegaba y tenía un aroma agradable. Lo había notado al bailar con ella, y de pronto cayó en la cuenta, con perplejidad, de que se sentía deprimido al volver a su apartamento. Resultaba deprimente ver cómo vivía aquella gente y saber que no tenían salida. Maggie O'Malley siempre viviría en edificios así, a menos que tuviera suerte, se casara con un vago de barriga cervecera y volviera a Queens, donde podría acordarse del terrible piso de Manhattan en el que vivía antes o del espantoso trabajo en el que los borrachuzos le metían mano por debajo de la falda todas las noches. Y él no era mucho mejor. Se la habría llevado a la cama si ella hubiera estado dispuesta, y al día siguiente se habría olvidado de ella. Mientras se dirigía a su casa se sintió un perfecto canalla, por primera vez desde hacía años. Empezó a plantearse sus principios morales. Charlie tenía razón. ¿Y si algún tipo trataba así a Amanda? Podía pasarle a cualquiera, pero en ese caso se trataba de una chica llamada Maggie, a quien no conocía y a quien no llegaría a conocer.

Se tomó un chupito de tequila cuando entró en su casa, pensando en ella. Salió a la terraza del ático, pensando en cómo habría sido todo si Maggie hubiera estado allí. Excitante, lo más probable. Durante un par de minutos, una hora o una noche. Eso era lo único que significaba para él, y lo que habría significado. Un bomboncito para pasar el rato. Se quitó la ropa y la tiró al suelo, junto a la cama. Se acostó en calzoncillos, como siempre, y se olvidó de Maggie. Era como si se hubiera esfumado. Maggie tenía que volver a su vida, fuera cual fuese esa vida.

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