En Cerdeña lo pasaron tan bien como esperaban, con Sylvia y sus amigos. Se les unieron otras dos parejas italianas en Porto Cervo, y Charlie los invitó a todos al barco, a almorzar y cenar, a hacer esquí acuático y nadar. Gray y Sylvia tuvieron la oportunidad de conocerse mejor, aun con todos los demás a su alrededor. Y, tras observarlos durante todo el fin de semana, Adam llegó a la conclusión de que solo eran amigos. Charlie no estaba tan convencido, pero se guardó de expresar sus opiniones. Sabía que si Gray quería contarle algo, lo haría. También él habló bastante con Sylvia. Hablaron sobre la fundación de Charlie, sobre la galería de Sylvia y los pintores a los que representaba. Saltaba a la vista que le encantaba su trabajo, y también que le gustaba su amigo Gray, Y que a Gray le gustaba ella. Charlaron tranquilamente en varias ocasiones, nadaron juntos, bailaron en discotecas y se rieron mucho. Al acabar el fin de semana, todos se consideraban grandes amigos. Y cuando Sylvia y su grupo se marcharon, Charlie y sus dos amigos se fueron a Córcega un par de días. Estaban un poco hartos de Cerdeña, y además, no habría sido tan divertido sin los demás. Gray habló con Sylvia antes de que ella tomara el barco, y le dijo que la llamaría en cuanto volviera a Nueva York. Ella le sonrió, le dio un abrazo y les deseó buen viaje a todos.
De Córcega fueron a Isquia, y a continuación a Capri. Después subieron por la costa occidental de Italia, volvieron a la Riviera francesa a pasar la última semana y fondearon en Antibes. Fue increíble, como siempre que estaban juntos. Fueron a restaurantes y discotecas, pasearon, nadaron, fueron de tiendas, conocieron gente, bailaron con muchas mujeres y se hicieron amigos de desconocidos. Y una de las últimas noches cenaron en el Edén Roe. Todos coincidieron en que había sido un viaje perfecto.
– Deberías venir a San Bartolomé este invierno -le dijo Adam a Gray. Él siempre iba a pasar una semana o dos con Charlie por Año Nuevo. Gray decía que a él le bastaba con un mes en el barco durante el verano, y todos sabían por qué detestaba el Caribe. Le traía malos recuerdos.
– A lo mejor algún día -respondió Gray, y Charlie dijo que ojalá lo hiciera.
La última noche siempre resultaba un poco nostálgica; no les gustaba nada tener que despedirse y volver a la vida real. Adam iba a pasar una semana en Londres con Amanda y Jacob, y los iba a llevar un fin de semana a París, donde se alojarían en el Ritz. Supondría una suave transición tras la vida de lujo en el Blue Moon. Gray iría en avión de Niza a Nueva York, sin escalas, lo que iba a suponerle un cambio tremendo: volver a su estudio en un edificio sin ascensor en el antiguo distrito del Matadero, que se había puesto de moda, a pesar de lo cual su casa seguía siendo tan incómoda como siempre. Pero al menos era barata. Estaba deseando volver para llamar a Sylvia. Pensó en llamarla desde el barco, pero no quería hacer llamadas caras a costa de Charlie, porque le parecía una grosería. Sabía que había vuelto la semana anterior, tras el viaje a Sicilia con sus hijos. Charlie se iba a quedar en Francia otras tres semanas, en el barco, para disfrutar de la soledad, pero siempre se sentía solo cuando sus dos amigos se marchaban. No le gustaba verlos partir.
Por la mañana Gray y Adam fueron al aeropuerto en la limusina que había alquilado el sobrecargo. Charlie los saludó con la mano desde la popa, triste por su marcha. Eran sus mejores amigos, buenas personas. A pesar de sus rarezas y sus cuelgues, de los comentarios de Adam sobre las mujeres y su debilidad por las jovencitas, Charlie sabía que los dos eran buena gente y a él le importaban mucho, corno él a ellos. Habría hecho cualquier cosa por ellos, y sabía que sus amigos también por él. Eran como los tres mosqueteros, uno para todos y todos para uno. Adam llamó a Charlie desde Londres para darle las gracias por el fantástico viaje, y al día siguiente Gray le envió un correo electrónico para decirle otro tanto. Había sido el mejor viaje, sin duda alguna. Por increíble que parezca, sus viajes mejoraban todos los años. Conocían gente fantástica, iban a sitios fabulosos y cada año disfrutaban más de su mutua compañía. Gracias a eso, Charlie pensaba a veces que no le iría tan mal en la vida si no llegaba a conocer a la mujer adecuada. Si tal era el caso, al menos tendría como amigos a dos hombres extraordinarios. La vida podía ser peor.
Pasó las dos últimas semanas en el barco atendiendo asuntos con el ordenador, preparando reuniones que se celebrarían tras su regreso y elaborando una lista de cosas de las que debía encargarse el capitán para el mantenimiento del barco. En noviembre harían el crucero por el Caribe, y a Charlie le habría encantado ir. Lo relajaba mucho, pero aquel año tenía demasiadas cosas entre manos. La fundación había donado casi un millón de dólares a una nueva casa de acogida para niños, y quería ver cómo se gastaba. Cuando al fin dejó el barco, la tercera semana de septiembre, ya estaba preparado para todo. Quería ver a sus amigos y volver a su despacho. Había estado fuera casi tres meses. Era hora de volver a casa, aunque no supiera muy bien qué significaba eso. En realidad, significaba un apartamento vacío, un despacho en el que conservar las tradiciones de su familia, asistir a juntas y reuniones, pasar tiempo con sus amigos y asistir a cenas y actos culturales. Nunca significaba una persona que lo estuviera esperando, ni nadie con quien compartir su vida. Cada vez parecía menos probable que fuera a encontrar a esa persona, pero incluso si no la encontraba, tenía que volver a casa. No tenía otro sitio adonde ir. No podía esconderse de la realidad continuamente, refugiado en su barco. Y, además, Gray y Adam estaban en Nueva York. Los llamaría en cuanto volviera allí, a ver si querían ir a cenar a algún sitio. Al fin y al cabo, ellos eran como volver a casa, los hermanos que quería, y se sentía agradecido de tenerlos.
El vuelo hasta Nueva York transcurrió sin incidentes y, a diferencia de Adam, Charlie viajó en avión comercial. Le parecía que no valía la pena comprarse un avión. Adam viajaba más que él, y en su caso tenía sentido. Por el itinerario que le había enviado la secretaria de Adam, sabía que su amigo volvía aquella noche a Nueva York. Había pasado una semana en Las Vegas, tras el viaje por Europa con sus hijos. Charlie había recibido un correo electrónico de Adam en el que le preguntaba si quería asistir a un concierto con él la semana siguiente. Iba a ser uno de esos macro-conciertos que a Charlie le encantaban y que Adam detestaba, o eso decía, y le respondió con un correo electrónico, diciéndole que quería ir. Adam le contestó que se alegraba.
Gray no había dado señales de vida durante las últimas semanas. Charlie suponía que estaría trabajando, perdido en su mundo del estudio tras no haber trabajado durante un mes mientras estaba en el barco. Gray podía desaparecer durante semanas y reaparecer triunfal tras haber vencido una etapa especialmente difícil con un cuadro. Charlie sospechaba que atravesaba una de esas etapas. Tenía pensado llamarlo aquella semana. Y Gray se llevaría una sorpresa al saber de él, como siempre. Perdía por completo la noción del tiempo cuando trabajaba. A veces ni siquiera sabía en qué mes del año estaban, y no abandonaba el estudio durante días o semanas enteras. Así era como trabajaba.
En Nueva York hacía un calor bochornoso, y Charlie llegó a última hora de la tarde. Pasó rápidamente por la aduana, al no tener nada que declarar. De su despacho habían enviado un coche que lo estaba esperando, y mientras se aproximaban al centro lo deprimió la lobreguez de Queens. Todo parecía sucio, la gente parecía acalorada y cansada, y cuando abrió la ventanilla, fue como si el aire contaminado por los humos y los gases de los coches le diera una bofetada apestosa en plena cara. Bienvenido a casa.
Las cosas estaban aún peor cuando llegó a su apartamento. El servicio de limpieza lo había aireado, pero olía a humedad y parecía triste. No había flores, ni señal de vida por ninguna parte. Tres meses era mucho tiempo. El correo lo esperaba en el despacho, lo que no le habían enviado a Francia. Había comida en la nevera, pero nadie para prepararla, y además, no tenía hambre. No había recados en el contestador. Nadie sabía que iba a volver y, lo que era peor, a nadie le importaba. Por primera vez, en aquel apartamento vacío, Charlie se planteó qué iba mal consigo mismo y con sus amigos. ¿Era aquello lo que querían? ¿Era aquello a lo que aspiraba Adam, con sus constantes esfuerzos por no atarse a nadie y salir con jovencitas tontas? ¿En qué demonios estaban pensando? Difícil respuesta a esa pregunta. No se había sentido tan solo como aquella noche en toda su vida.
Durante los últimos veinticinco años había pasado a las mujeres por el tamiz como si fueran harina, en busca de una imperfección minúscula, como una mona que despioja a su hijo. É indefectiblemente la encontraba y tenía una excusa para desecharlas. Y allí estaba, un lunes por la noche, en un apartamento vacío, contemplando Central Park y a las parejas que paseaban por allí cogidas de la mano o mirando los árboles tumbados en la hierba. Sin duda, ninguno de ellos era perfecto. ¿Por qué se conformaban y él no? ¿Por qué todo tenía que ser perfecto en su vida, y por qué no encontraba a una mujer lo suficientemente buena para él? Habían pasado veinticinco años desde la muerte de su hermana, y treinta desde la de sus padres, en Italia. Y durante todos esos años había montado guardia sobre su vida vacía, observando con ojo avizor la llegada de los bárbaros a sus puertas. Muy a su pesar, empezaba a preguntarse si no sería hora de dejar entrar a uno de los bárbaros. Por mucho miedo que le hubiera inspirado hasta aquel momento, quizá al final supondría un alivio.