El sol brillante calentaba la cubierta del yate Blue Moon. Eran sesenta metros de líneas exquisitas y elegantes de un diseño extraordinario. Piscina, helipuerto, seis lujosos camarotes para invitados, una suite de cine y una tripulación de dieciséis personas de trato impecable. El Blue Moon y su propietario aparecían en las revistas de navegación del mundo entero. Charles Sumner Harrington se lo había comprado a un príncipe saudí hacía seis años. Su primer yate, un velero de veinte metros, lo había adquirido cuando tenía veintidós, y se llamaba Dream. Veinticuatro años más tarde seguía disfrutando de la vida a bordo tanto como antes.
A los cuarenta y seis, Charles Harrington sabía que era un hombre afortunado. Había llevado una vida cómoda, al menos en apariencia. A los veintiuno había heredado una enorme fortuna y la había administrado con gran responsabilidad durante los veinticinco años siguientes. Su profesión consistía en gestionar sus propias inversiones y la fundación de su familia. Charlie era consciente de que pocas personas en el mundo tenían tanta suerte como él, y había hecho mucho para mejorar la situación de los más desfavorecidos, tanto por mediación de la fundación como a título personal. También era consciente de que tenía una tremenda responsabilidad, e incluso cuando era más joven pensaba en los demás antes que en sí mismo. Era especialmente sensible a los jóvenes y niños desprotegidos. La fundación realizaba una labor impresionante en el terreno de la educación; proporcionaba asistencia médica a los indigentes, sobre todo en los países en desarrollo, y también se dedicaba a la prevención del maltrato infantil para los críos de los barrios deprimidos. Charles Harrington era un gran personaje pero al mismo tiempo llevaba a cabo su labor filantrópica calladamente, a través de la fundación, o de forma anónima siempre que podía. Era humanitario y sumamente generoso a la par que serio, pero también reconocía, entre bromas y veras, que estaba muy malcriado, y no intentaba justificar su forma de vida. Podía permitírselo, y todos los años se gastaba millones en el bienestar de los demás y una considerable cantidad en sí mismo. No estaba casado, no tenía hijos, le gustaba vivir bien y, cuando procedía, compartía gustosamente aquella vida de lujo con sus amigos.
Todos los años, sin excepción, Charlie y sus dos amigos más íntimos, Adam Weiss y Gray Hawk, pasaban el mes de agosto en su yate, navegando por el Mediterráneo, y se quedaban donde les apetecía. Llevaban diez años haciendo ese viaje, y habrían hecho casi cualquier cosa con tal de no perdérselo, porque era lo que más les gustaba en el mundo. Todos los años, el primero de agosto, así cayeran chuzos de punta, Adam y Gray iban en avión a Niza y pasaban un mes en el Blue Moon, tal como lo habían hecho en el barco anterior. Charlie solía pasar también el mes de julio en la embarcación, y a veces no volvía a Nueva York hasta mediados o finales de septiembre. Podía solucionar fácilmente los asuntos de la fundación y de sus negocios desde el barco, pero agosto estaba dedicado por completo al placer. Y aquel año no iba a ser distinto.
Charlie estaba desayunando en la cubierta de popa, mientras el yate se balanceaba suavemente, fondeado en el puerto de Saint Tropez. Había trasnochado y había vuelto a las cuatro de la mañana. A pesar de todo, se había levantado temprano, si bien sus recuerdos de la noche anterior eran un tanto borrosos. Solía pasarle cuando iba en compañía de Gray y Adam. Eran un trío tremendo, pero no le hacían daño a nadie. No tenían que rendirle cuentas a nadie, porque ninguno de los tres estaba casado y de momento tampoco tenían novia. Hacía tiempo que habían llegado a un acuerdo: que estuvieran en la situación en la que estuviesen, siempre irían al barco solos, a pasar el mes como solteros, entre hombres, y a divertirse. No tenían que dar explicaciones ni poner excusas a nadie, y los tres trabajaban mucho durante el resto del año, cada cual a su manera: Charlie en sus obras de filantropía, Adam en la abogacía y Gray en su pintura. Charlie decía que se ganaban sobradamente el mes de vacaciones y que se merecían aquel viaje anual.
Dos eran solteros por decisión propia. Charlie insistía en que no era su caso. Se empeñaba en que su soltería se debía a la casualidad y a la mala suerte. También aseguraba que quería casarse, pero que aún no había encontrado a la mujer adecuada, a pesar de llevar toda la vida buscándola. Pero seguía buscando, sin parar, meticulosamente. En su juventud había estado a punto de casarse en cuatro ocasiones, y en cada una de ellas había ocurrido algo que lo había obligado a suspender la boda, muy a su pesar.
La primera mujer con la que se había prometido se acostó con su mejor amigo tres semanas antes de la boda, algo que provocó una auténtica explosión en su vida. Y, por supuesto, no le quedó más remedio que suspender la boda. Su segunda novia aceptó un trabajo en Londres inmediatamente después del compromiso. Charlie viajaba continuamente para verla; ella trabajaba en el Vogue británico y apenas tenía tiempo para estar con él, mientras Charlie la esperaba pacientemente en el apartamento que había alquilado con el propósito de pasar tiempo juntos. Dos meses antes de la boda, la chica reconoció que quería seguir trabajando y que no se veía renunciando a su profesión cuando se casaran, algo muy importante para Charlie. Él pensaba que su esposa debía quedarse en casa y tener hijos. Como no quería casarse con una mujer dedicada a su profesión, decidieron separarse, amistosamente, claro, pero supuso una gran decepción para él. Entonces tenía treinta y dos años, y seguía decidido a buscar a la mujer de sus sueños.
Un año más tarde se convenció de haberla encontrado. Era una chica fantástica, dispuesta a abandonar sus estudios de medicina por él. Fueron juntos a Sudamérica, por asuntos de la fundación, y visitaron a niños de países en desarrollo. Compartían tantas cosas que al cabo de seis meses de haberse conocido se prometieron. Todo iba bien hasta que Charlie se dio cuenta de que su prometida era inseparable de su hermana gemela y esperaba que la llevaran a todos lados con ellos. Charlie y la hermana gemela se cayeron fatal desde el principio, y cada vez que se veían mantenían acaloradas e interminables discusiones. Charlie estaba seguro de que jamás se llevarían bien, pero hasta extremos alarmantes. También renunció en aquella ocasión, y su futura esposa lo aceptó. Su hermana era demasiado importante para ella como para casarse con un hombre que realmente la detestaba. La chica se casó con otro al cabo de un año, y la hermana se instaló con la pareja, lo cual convenció aún más a Charlie de que había hecho bien.
El compromiso más duradero de Charlie había tocado a su fin hacía cinco años, y de una forma desastrosa. La chica quería a Charlie, pero ni siquiera tras consultar con expertos matrimoniales accedió a tener hijos. Aunque aseguraba que lo amaba, siguió en sus trece. Al principio Charlie pensaba que podría convencerla, pero como no lo consiguió, se separaron, como amigos. Charlie siempre acababa así, sin excepción. Había conseguido ser amigo de todas las mujeres con las que había salido. Cada Navidad le llegaba una avalancha de postales de mujeres a las que había amado en su momento, que habían decidido no casarse con él y lo habían hecho con otros hombres. A juzgar por las fotografías de ellas y sus familias, a primera vista todas parecían iguales: mujeres guapas, rubias, distinguidas, de familias aristocráticas, que habían ido a colegios como es debido y se habían casado con hombres como es debido. Le sonreían desde sus tarjetas navideñas, con sus prósperos maridos al lado y sus hijos rubiecitos a su alrededor. Seguía en contacto con muchas de ellas; todas querían a Charlie y lo recordaban con mucho cariño.
Sus amigos Adam y Gray no paraban de decirle que se dejara de debutantes y chicas de la alta sociedad y fuera en busca de una mujer «de verdad», cuya descripción variaba según sus respectivas versiones, pero Charlie sabía muy bien lo que quería: una mujer de buena familia, con dinero, culta e inteligente, que compartiera sus valores, sus ideales y sus orígenes aristocráticos. Para él era muy importante. Su familia se remontaba al siglo XV, en Inglaterra, su fortuna había ido acumulándose en el transcurso de muchas generaciones y, al igual que su padre y su abuelo, él había estudiado en Princeton. Su madre había acudido a la escuela de la señorita Porter y había estado en un internado europeo, como su hermana, y él quería casarse con una mujer como ellas. Era una actitud arcaica, e incluso esnob en cierto sentido, pero Charlie sabía lo que quería y lo que necesitaba. Él también era anticuado en ciertos aspectos, con unos valores muy tradicionales. Políticamente era conservador, respetable, y si de vez en cuando tenía alguna aventurilla, siempre lo hacía con educación y discreción. Era un caballero de pies a cabeza, y un hombre elegante y distinguido hasta la médula, además de atento, amable, generoso, encantador. Tenía unos modales exquisitos, y las mujeres lo adoraban. Hacía tiempo que las mujeres se lo disputaban en Nueva York y en los múltiples sitios a los que viajaba y en los que tenía amigos. Todo el mundo quería a Charlie: era imposible no quererlo.
Casarse con Charles Harrington habría sido un golpe maestro para cualquiera; pero, al igual que el apuesto príncipe del cuento de hadas, había recorrido el mundo entero en busca de la mujer adecuada, de la mujer perfecta, y solo encontraba mujeres preciosas que al principio parecían atractivas y encantadoras pero siempre tenían un defecto imperdonable que lo echaba para atrás justo antes de llegar al altar. A ellas las hundía tanto como a él. Todos sus planes de casarse y tener hijos habían fallado. A los cuarenta y seis años seguía soltero, y no por su culpa, según decía. Dondequiera que se escondiera la mujer perfecta, él estaba decidido a encontrarla, y tenía la certeza de que la encontraría, tarde o temprano. Lo que no sabía era cuándo. Y, a pesar de tantas impostoras que se hacían pasar por mujeres perfectas, él era capaz de detectar los defectos imperdonables en cada ocasión. Lo único que lo consolaba era no haberse casado con quien no debía. No iba a permitir que eso ocurriera, y se sentía agradecido de que hasta la fecha no hubiera ocurrido. Siempre estaba pendiente de esos defectos, y era implacable. Sabía que la mujer adecuada tenía que estar en alguna parte, y que sencillamente aún no la había encontrado, pero que algún día daría con ella.
Se hallaba sentado con los ojos cerrados y la cara al sol, mientras dos camareras le servían el desayuno y la segunda taza de café. La noche anterior había bebido varios martinis y antes champán, pero se sentía mejor tras haber nadado un poco antes de sentarse a desayunar. Nadaba con gran energía y practicaba el surf con habilidad. En Princeton había sido capitán del equipo de natación. A pesar de su edad le encantaban los deportes. Esquiaba estupendamente, jugaba al squash en invierno y al tenis en verano. El deporte no solo contribuía a mantenerlo sano, sino que gracias a él tenía el cuerpo de un hombre mucho más joven. Era increíblemente apuesto; alto, delgado, con una cabellera rubia a la que no asomaban las escasas canas que habían aparecido en el transcurso de los años. Tenía los ojos azules y, tras un mes en el barco, estaba muy bronceado. Era un hombre extraordinariamente guapo, y, en cuestión de mujeres, las prefería rubias, altas, delgadas y aristocráticas. No solía pensar en ello, pero su madre y su hermana eran altas y rubias.
Su madre era de una belleza espectacular, y su hermana había sido estrella del tenis en la universidad hasta que lo dejó para ocuparse de él. Sus padres habían muerto en un choque frontal durante unas vacaciones en Italia, cuando él tenía dieciséis años. Su hermana, que tenía veintiuno, había abandonado Vassar en el primer curso y había vuelto a casa para asumir las responsabilidades familiares en ausencia de sus padres. A Charlie aún se le llenaban los ojos de lágrimas al pensar en su hermana. Ellen decía que acabaría sus estudios cuando los empezara él, al cabo de dos años. Era un sacrificio que estaba más que dispuesta a hacer por su hermano.
Era una mujer extraordinaria, y Charlie la adoraba. Pero cuando se fue a la universidad, aunque él no lo sabía y su hermana no le dijo nada, Ellen estaba enferma. Consiguió ocultarle la gravedad de su enfermedad durante casi tres años. Decía que tenía demasiado que hacer en la fundación para volver a la universidad, y él le creyó. En realidad tenía un tumor cerebral, contra el que luchó valientemente. Los médicos habían decidido desde el principio que no se podía operar, debido a su localización. Ellen murió a los veintiséis años, unos meses antes de que Charlie se graduara en Princeton. Nadie asistió a su ceremonia de graduación. Con sus padres y su hermana muertos, se quedó prácticamente solo en el mundo, con una inmensa fortuna y un gran sentido de la responsabilidad por todo lo que le habían dejado sus padres.
Se compró el primer velero poco después de acabar los estudios y viajó por todo el mundo durante dos años. Raro era el día en que no pensara en su hermana y en todo lo que había hecho por él. Incluso había abandonado la universidad y había estado a su lado en todos los sentidos hasta el día de su muerte, igual que habían hecho antes sus padres. En su vida familiar siempre habían reinado la armonía y el cariño. Lo único malo de los primeros años de su vida fue que todas las personas que lo querían y a las que él quería habían muerto y lo habían dejado solo. Lo que más temía era volver a querer a alguien y que también muriera.
Cuando regresó de su viaje alrededor del mundo en el yate tenía veinticuatro años. Fue a la Escuela de Administración de Empresas de Columbia, donde realizó un máster y aprendió a gestionar sus inversiones y a dirigir la fundación. Se hizo adulto de la noche a la mañana y asumió todas las responsabilidades de su entorno. Jamás había defraudado a nadie. Sabía que ni sus padres ni Ellen lo habían abandonado a propósito, pero se había quedado solo en el mundo, sin familia, a muy temprana edad. Gozaba de extraordinarias ventajas en lo material, y de unos cuantos amigos muy bien elegidos, pero sabía que hasta que encontrase a la mujer apropiada para él estaría solo en muchos aspectos. No pensaba conformarse con menos de lo que creía merecer, una mujer como su madre y como Ellen, una mujer que lo apoyara hasta el final. No reconocía el hecho de que lo hubieran dejado solo y aterrorizado, o al menos no con frecuencia. No había sido culpa de ellos, sino del maldito destino. Por eso era tan importante encontrar a la mujer apropiada, con la que pudiera contar en todo momento, que fuera una buena madre para sus hijos, una mujer casi perfecta en todos los sentidos. Tenía una importancia vital para él, y merecía la pena esperar,
– ¡Ay, Dios! -oyó gemir a alguien a sus espaldas en la cubierta.
Se echó a reír al oír aquella voz. Abrió los ojos y vio a Adam en pantalones cortos blancos y camiseta azul claro sentándose a la mesa, frente a él. Una camarera le sirvió una taza de café muy cargado, y Adam tomó varios sorbos antes de decir algo más.
– Pero ¿qué demonios bebí anoche? Creo que me han envenenado.
Tenía el pelo oscuro, los ojos casi del color del ébano, y no se había molestado en afeitarse. Era de complexión mediana, hombros anchos y facciones duras. No era un hombre apuesto como Charlie, pero sí inteligente, divertido y atractivo, y a las mujeres les encantaba. Lo que le faltaba de actor de cine lo compensaba con inteligencia, poder y dinero. Había ganado mucho durante los últimos años.
– Creo que sobre todo bebiste ron y tequila, pero eso después de la botella de vino de la cena.
Habían tomado un Cháteau Haut-Brion a bordo, antes de ir a Saint Tropez a dar una vuelta por los bares y discotecas. No era muy probable que Charlie encontrase allí a la mujer perfecta, pero había muchas otras para pasar el rato.
– Y creo que la última vez que te vi en la discoteca antes de marcharme estabas bebiendo brandy -añadió.
– No me extrañaría. Para mí que lo que me deja hecho polvo es el ron. En el barco me hago alcohólico todos los años. Si bebiera tanto en Nueva York, me quedaría sin trabajo.
Adam Weiss hizo un gesto de dolor, se puso las gafas oscuras y sonrió.
– Eres una influencia espantosa para mí, Charlie, pero un gran anfitrión. ¿A qué hora llegué?
– A eso de las cinco, creo.
El tono de Charlie no denotaba ni admiración ni reproche. No juzgaba a sus amigos. Solo quería que se divirtieran, y siempre lo hacían, los tres. Adam y Gray eran los mejores amigos que había tenido jamás, y los unía un vínculo más fuerte que la simple amistad. Los tres hombres se consideraban hermanos, y habían pasado muchas cosas juntos en el transcurso de los últimos diez años.
Adam había conocido a Charlie justo después de que Rachel se divorciara de él. Rachel y él se habían conocido en segundo curso y habían ido a la facultad de derecho de Harvard juntos. Ella se licenció con summa cum laude y aprobó el examen para el título de abogada a la primera, aunque nunca había llegado a ejercer como tal. Adam tuvo que intentarlo dos veces, pero era un abogado estupendo y le había ido muy bien. Formaba parte de un bufete especializado en representar a estrellas de rock y deportistas de élite, y le encantaba su trabajo. Rachel y él se casaron al día siguiente de la graduación con total aprobación de las respectivas familias, que se conocían de Long Island. A pesar de que los padres de ambos eran amigos, Rachel y él no se habían conocido hasta la universidad. Adam no quería tener trato con las hijas de los amigos de sus padres, así que conoció a Rachel por su cuenta, aunque supo quién era desde el primer día. Le pareció la chica perfecta para él.
Cuando se casaron lo tenían todo en común, y una vida de felicidad por delante. Rachel se quedó embarazada durante la luna de miel y en dos años tuvo dos hijos, Amanda y Jacob, que contaban ya catorce y trece años, respectivamente. El matrimonio duró cinco años. Adam estaba siempre muy ocupado con su trabajo, haciendo carrera, y volvía a casa a las tres de la mañana, tras haber ido a un concierto o alguna prueba deportiva con sus clientes y los amigos de estos; pero, a pesar de las tentaciones que lo rodeaban (y eran muchas), siempre le había sido fiel a Rachel. Sin embargo, ella se cansó de pasar las noches sola y se enamoró del pediatra de sus hijos, a quien conocía desde el instituto, y tuvo una aventura con él mientras Adam se dedicaba a ganar dinero a espuertas para la familia. Pasó a ser socio del bufete tres meses antes de que Rachel lo dejara, tras decirle que estaría perfectamente sin ella. Se llevó a los niños, los muebles, la mitad de sus ahorros y se casó con el médico en cuanto se hubo secado la tinta del certificado de divorcio. Adam seguía odiándola al cabo de diez años, y apenas podía ser educado con ella. Lo último que quería era volver a casarse y que le pasara lo mismo. Casi se había muerto de tristeza cuando Rachel se marchó con los niños.
Durante la década siguiente había evitado cualquier riesgo de relación seria saliendo con mujeres a quienes doblaba la edad y con la décima parte de su inteligencia, fáciles de encontrar en el medio en el que trabajaba. A sus cuarenta y un años salía con mujeres de veinte a veinticinco, modelos, aspirantes a actriz, fans, la clase de mujeres que rodean a las estrellas de rock y los deportistas. En la mitad de los casos apenas recordaba sus nombres. Era franco con todas, y generoso. Cuando las conocía les decía que no volvería a casarse jamás, y que lo que hacían era por pura diversión. Nunca le duraban más de un mes, como mucho.
A Adam solo le interesaba cenar unas cuantas veces, irse a la cama con ellas y pasar página. Rachel le había robado el corazón y lo había tirado en un contenedor de basura. Solo hablaba con ella cuando no le quedaba más remedio, cada vez con menos frecuencia a medida que los chicos se iban haciendo mayores. En la mayoría de las ocasiones le enviaba escuetos correos electrónicos sobre sus asuntos comunes o pedía a su secretaria que la llamara. No quería saber nada de ella, como tampoco quería una relación seria con nadie. Adam idolatraba su libertad, y por nada en el mundo la pondría en peligro otra vez.
Su madre había dejado de quejarse porque estuviera soltero, o casi, y también había dejado de intentar presentarle a una «buena chica». Adam tenía exactamente lo que quería: un grupito surtido y rotatorio de amiguitas para entretenerse. Si quería hablar con alguien, llamaba a sus amigos. En su opinión, las mujeres estaban para el sexo, la diversión y para mantenerlas a distancia. No tenía la menor intención de volver a sentirse demasiado cercano a nadie para que le hicieran daño otra vez. A diferencia de Charlie, él no buscaba a la mujer perfecta. Lo único que quería era la perfecta compañera de cama mientras durase, con suerte no más de dos semanas, y a eso se atenía. No quería relaciones serias. Solo era serio con sus hijos, su trabajo y sus amigos. Y a las mujeres que había en su vida no las consideraba amigas. Rachel era su archi-enemiga, su madre era la cruz con la que tenía que cargar, su hermana una pesada y las mujeres con las que salía, prácticamente unas desconocidas. En la mayoría de las ocasiones se sentía más contento, más seguro y más cómodo con hombres, sobre todo con Charlie y Gray.
– Pues creo que anoche lo pasé muy bien -dijo Adam con una sonrisa avergonzada. -Lo último que recuerdo es estar bailando con un montón de brasileñas que no hablaban ni palabra de inglés, pero hay que ver cómo se movían. Yo bailé la samba como un poseso, y debí de tomarme como quinientas copas. Eran increíbles.
– Y tú también -replicó Charlie riéndose, y los dos volvieron la cara hacia el sol.
Se estaba bien, incluso con el dolor de cabeza de Adam. Adam era tan pendón como trabajador. En aquellos momentos era el abogado más valorado en su campo, y estaba continuamente estresado y nervioso. Tenía tres móviles y un busca y se pasaba la vida en reuniones o volando en su avión privado para ver a sus clientes. Representaba a una serie de personajes famosos, todos los cuales se metían en líos con una frecuencia preocupante, pero a Adam le encantaba lo que hacía y tenía más paciencia con sus clientes que con todos los demás, salvo con sus hijos, que lo eran todo para él. Ellos eran lo más agradable en su vida. -Creo que quedé con dos de ellas para esta noche -dijo Adam, sonriendo al recordar a las bellezas brasileñas. -No entendían ni una palabra de lo que les decía. Tendremos que volver esta noche, a ver si andan por allí.
Adam empezaba a resucitar tras dos tazas de café cuando apareció Gray, con gafas oscuras y la melena blanca alborotada, de punta. Muchas veces la llevaba así, pero parecía quedarle especialmente bien cuando se sentó gruñendo a la mesa, en bañador y una camiseta limpia pero llena de manchurrones de pintura.
– Estoy demasiado viejo para esto -dijo, aceptando agradecido una taza de café mientras abría una pequeña botella de Unterberg.
El sabor amargo le asentó el estómago tras los excesos de la noche anterior. A diferencia de Adam y Charlie, no estaba en perfecta forma física. Era larguirucho y flaco y tenía aspecto de desnutrido. Cuando era un chaval parecía sacado de un cartel de niños famélicos. De mayor, simplemente estaba muy delgado. Era pintor y vivía en el West Village, donde pasaba meses enteros trabajando en cuadros intrincados, preciosos. Se las arreglaba para sobrevivir, aunque a duras penas, si vendía dos al año. Y, como Charlie, no se había casado ni tenía hijos. Gozaba de gran respeto en el mundo artístico, pero nunca había tenido éxito en el mercado. No le importaba. El dinero no significaba nada para él. Como les decía a sus amigos, lo único que le importaba era la integridad de su obra. Les ofreció un poco de Unterberg a Adam y Charlie, pero ambos torcieron el gesto y negaron con la cabeza.
– No sé cómo puedes beber eso -dijo Adam, haciendo una mueca por el olor. -Funciona, pero prefiero la resaca a beberme esa porquería.
– Es estupenda. Funciona. Quizá deberíais ponérmela por vena, si vamos a seguir bebiendo así. Siempre se me olvida lo mal que sienta. ¿Nos admitirían ya en Alcohólicos Anónimos? -dijo Gray mientras se tomaba la Unterberg de un trago, después el café y a continuación atacaba un plato de huevos.
– Eso suele pasar la segunda semana, no la primera -replicó Charlie, contento.
Le encantaba estar con sus amigos, A pesar de los excesos iniciales, solían sumirse en una rutina más tranquila tras los primeros días. No era tan terrible como lo pintaban Adam y Gray, si bien todos habían bebido y se habían divertido mucho la noche anterior, bailando con desconocidas, observando a la gente y disfrutando de la mutua compañía. Charlie siempre estaba deseando pasar aquel mes con ellos. Era el punto culminante del año, y también para sus amigos. Vivían desde meses antes expectantes, y disfrutaban de los recuerdos durante los meses siguientes. Era toda una década de viajes como aquellos, y se reían con las anécdotas de las locuras que hacían siempre que se veían.
– Me parece que este año nos hemos adelantado un poco, con una noche como la de ayer. Yo ya tengo el hígado tocado. Lo noto -comentó Gray con expresión de preocupación, mientras terminaba los huevos y se tomaba una tostada para acabar de asentar el estómago. Aún le martilleaba la cabeza, pero se sentía mejor con la Unterberg. Adam no podría haberse enfrentado a semejante desayuno. Era evidente que las cervezas que Gray tomaba religiosamente todos los días cuando estaba a bordo le funcionaban y, por suerte, ninguno de ellos se mareaba. -Yo soy mayor que vosotros, y si no paramos un poco, me vais a matar. O a lo mejor lo hará el baile. Joder, estoy en muy mala forma.
Gray acababa de cumplir los cincuenta, pero parecía bastante mayor que sus amigos. Charlie tenía un aspecto juvenil a pesar de sus cuarenta y tantos años, lo que le quitaba cinco o diez de encima; Adam solo tenía cuarenta y uno y se encontraba en una condición física extraordinaria. Estuviera donde estuviese, y por mucho trabajo que tuviera, iba todos los días al gimnasio. Decía que era la única forma de librarse del estrés. Gray nunca se había cuidado: dormía poco, comía menos y vivía para su trabajo. Se pasaba horas y horas ante el caballete, y no hacía otra cosa que pensar, soñar y respirar arte. No era mucho mayor que los otros dos, pero representaba su edad, sobre todo por su rebelde mata de pelo blanco. Las mujeres que conocía lo encontraban guapo y amable, al menos una temporada, hasta que pasaban de él.
A diferencia de Charlie y Adam, a Gray no se le ocurría ir detrás de las mujeres, y hacía muy pocos esfuerzos en ese sentido, por no decir ninguno. Él se movía en el mundo del arte, ajeno a todo lo demás. Como palomas mensajeras, las mujeres llegaban hasta él, y siempre había sido así. Era un auténtico imán para las mujeres que Adam llamaba neuróticas, y Gray no lo contradecía. Todas las mujeres con las que salía acababan de dejar de tomar medicación o empezaban a tomarla inmediatamente después de liarse con él. A todas las había maltratado el anterior novio o marido, que seguía llamándolas tras haberlas dejado tiradas. Gray invariablemente las rescataba, y aunque no lo atrajeran demasiado o le causaran problemas, mucho antes de acostarse con ellas les ofrecía un sitio donde vivir «solo unas semanas, hasta que encontraran algo». Y finalmente, lo que encontraban era a él. Acababa cocinando para ellas, dándoles alojamiento, cuidándolas, buscándoles médicos y terapeutas, metiéndolas en un programa de rehabilitación o desenganchándolas él mismo. Les daba dinero, con lo cual se quedaba aún más en la indigencia que antes de haberlas conocido. Les ofrecía refugio, consuelo y bondad. Hacía prácticamente cualquier cosa que tuviera que hacer y que ellas necesitaran, siempre y cuando no tuvieran hijos. Los niños eran lo único con lo que Gray no podía. Siempre lo habían aterrorizado. Le traían a la memoria su propia infancia, de la que no guardaba un recuerdo agradable. Al estar con niños y familias volvía a comprender con dolor la profunda disfunción de su familia.
Las mujeres con las que Gray se relacionaba no parecían malvadas al principio y le aseguraban que no querían hacerle daño. Eran desorganizadas, casi siempre histéricas y su vida un absoluto desastre. Las historias con ellas duraban desde un mes hasta un año. Les conseguía trabajo, las pulía, les presentaba gente que las ayudaba, e indefectiblemente, si no acababan en el hospital o en alguna institución, se iban con otro. Nunca había deseado casarse con ninguna, pero se acostumbraba a ellas, y cuando lo abaldonaban se sentía decepcionado una temporada. Era el cuidador por antonomasia y, como todos los padres dedicados a sus hijos, esperaba que los polluelos abandonaran el nido. Le asombraba que en cada ocasión el abandono le resultara difícil y traumático. Raramente salían de su vida con elegancia.
Le robaban cosas, sufrían ataques y se ponían a gritar hasta el extremo de que los vecinos llamaban a la policía, le rajaban los neumáticos si tenía coche en aquel momento, le tiraban sus cosas por la ventana o montaban algún follón que le producía vergüenza o dolor. Raramente le daban las gracias por el tiempo, el dinero y el cariño que tan generosamente les había prodigado. Y al final, cuando se marchaban, sentía un enorme alivio. A diferencia de Adam y Charlie, a Gray no lo atraían las mujeres jóvenes. Las mujeres que le gustaban solían tener cuarenta y tantos años y un grave trastorno psíquico. Gray decía que le gustaba su vulnerabilidad y que le daban lástima. Adam le había propuesto que trabajara para la Cruz Roja, o para un centro benéfico, donde podría cuidar a la gente cuanto quisiera en lugar de convertir su vida amorosa en el teléfono de la esperanza de las cuarentonas con enfermedades mentales.
– No lo puedo evitar -replicaba Gray tímidamente. -Siempre pienso que si no las ayudo yo, nadie lo hará.
– Ya, claro. Pues tienes suerte de que una de esas chifladas no haya intentado matarte mientras dormías. Un par de ellas lo habían intentado pero, por suerte, no lo habían conseguido. Gray tenía una necesidad irrefrenable de salvar el mundo y de rescatar mujeres con necesidades acuciantes. Esas necesidades siempre acababan cubriéndolas otros, no Gray. Casi todas las mujeres con las que había salido lo habían abandonado por otro hombre. Y cuando se marchaban aparecía otra mujer en situación catastrófica que le ponía la vida patas arriba. Era un viaje en la montaña rusa al que se había acostumbrado en el transcurso de los años. Jamás había vivido de otra forma.
A diferencia de Charlie y Adam, de familias tradicionales, respetables y conservadoras (la de Adam vivía en Long Island y la de Charlie en la Quinta Avenida, de Nueva York), Gray había vivido en todo el mundo. La pareja que lo había adoptado al nacer formaba parte de uno de los grupos más conocidos de la historia del rock. Se había criado, si se podía llamar así, entre las grandes estrellas de rock de la época, que le pasaban porros y botellas de cerveza cuando solo contaba ocho años. Sus padres también habían adoptado a una niña. A él le habían puesto Gray, a ella Sparrow, y cuando Gray tenía diez años, los padres habían «renacido» y se habían retirado de la música. Primero fueron a la India, después a Nepal, se establecieron en el Caribe y pasaron cuatro años en la Amazonia, viviendo en un barco. Lo único que Gray recordaba era la pobreza que habían visto y a los nativos que habían conocido, más que los años de infancia con las drogas, pero también recordaba algo de eso. Su hermana se hizo monja budista y volvió a India, para socorrer a las masas hambrientas de Calcuta. Cuando contaba dieciocho años Gray abandonó el barco, en todos los sentidos, y se fue a pintar. Su familia aún tenía dinero, pero él prefirió intentar arreglárselas solo y pasó varios años estudiando en París hasta que regresó a Nueva York.
Por entonces sus padres se habían trasladado a Santa Fe, y cuando Gray tenía veinticinco años habían adoptado un bebé navajo a quien impusieron el nombre de Boy. Fue un proceso complicado, pero la tribu accedió a dejarlo marchar. A Gray le parecía buen chaval, pero la diferencia de edad era tan grande que apenas lo vio mientras crecía. Los padres adoptivos murieron cuando Boy tenía dieciocho años y el muchacho volvió con su tribu. Eso había ocurrido hacía siete años, y aunque Gray sabía dónde estaba su hermano, nunca se habían puesto en contacto, Recibía una carta de Sparrow desde la India cada dos años. Nunca se habían llevado demasiado bien, al haber pasado sus años de infancia sobreviviendo a los caprichos y las extravagancias de sus padres. Gray sabía que Sparrow había dedicado mucho tiempo a buscar a sus padres biológicos, quizá para intentar poner algo de normalidad en su vida.
Los había encontrado en algún lugar de Kentucky, vio que no tenían nada en común con ella y no volvió a verlos. Gray nunca había sentido el menor deseo de conocer a los suyos, quizá sí cierta curiosidad, pero bastante tenía con sus padres adoptivos, y no necesitaba añadir más personas desequilibradas a la mezcla. Los chiflados con los que se relacionaba eran más que suficiente, y las mujeres con las que salía, otro tanto de lo mismo. Los conflictos que compartía con ellas, y que trataba de solucionar, eran más numerosos que los que había visto mientras se hacía mayor, le resultaban conocidos y se sentía cómodo con ellos. Y de una cosa estaba convencido: que no quería tener hijos y hacerles lo mismo que le habían hecho a él. Tener hijos era algo para los demás, como Adam, que podía criarlos como es debido. Gray sabía que no podía, porque no tenía un modelo parental que seguir, ni una auténtica vida familiar que imitar, nada que ofrecerles, o eso le parecía a él. Lo único que quería era pintar, y lo hacía muy bien.
Fuera cual fuese su mezcla genética, quienesquiera que fueran sus padres biológicos, Gray tenía un enorme talento, y aunque nunca le había reportado grandes beneficios, siempre lo habían respetado como pintor. Incluso los críticos reconocían que era pero que muy bueno. Sencillamente no era capaz de llevar una vida ordenada durante el tiempo suficiente como para ganar dinero con su trabajo. Cuanto habían ganado sus padres durante los primeros años se lo habían gastado en drogas y en viajar por todo el mundo. Estaba acostumbrado a no tener nada y no le importaba. Y cuando tenía algo, se lo regalaba a otros a los que consideraba más necesitados. Y lo mismo le daba estar en el lujoso yate de Charlie que muerto de frío en su estudio del barrio del antiguo matadero neoyorquino. Poco le importaba que hubiera alguna mujer en su vida. Lo que le importaba era su trabajo, y sus amigos.
Había comprobado hacía bastante tiempo que, aunque a veces lo atraían las mujeres y aunque le gustaba tener un cuerpo cálido en su cama para reconfortarlo en las noches frías, eran todas unas dementes, o al menos las que pasaban por su vida. A nadie le cabía duda de que si una mujer estaba con Gray, lo más probable era que estuviera loca. Era una maldición que él aceptaba, una fuerza irresistible tras la infancia que había pasado. Creía que la única forma de romper el hechizo, o la maldición que le había sobrevenido por su familia adoptiva, era negarse a transmitir ese modo de vida angustioso a un hijo suyo.
Muchas veces decía que lo que podía aportar al mundo era la promesa de no tener hijos. No había roto esa promesa, y sabía que jamás la rompería. Decía que era alérgico a los niños, y que a los niños les pasaba lo mismo con él. Al contrario que Charlie, Gray no andaba en busca de la mujer perfecta; solo le habría gustado encontrar a una, algún día, que estuviera cuerda. Mientras tanto, las que encontraba le procuraban emociones y un toque humorístico, a él y a sus amigos.
– Bueno, ¿qué vamos a hacer hoy? -preguntó Charlie, mientras los tres se recostaban en sus respectivas tumbonas tras el desayuno.
El sol ya estaba alto, era casi mediodía y el tiempo inmejorable. Hacía un día realmente precioso. Adam dijo que quería ir a Saint Tropez a comprar regalos para sus hijos. A Amanda siempre le encantaba lo que le llevaba, y Jacob se conformaba con cualquier cosa. Los dos querían a su padre con locura, pero también querían a su madre y a su padrastro. Rachel y el pediatra habían tenido dos hijos más, de cuya existencia Adam fingía no saber nada, aunque sí sabía que Amanda y Jacob les tenían cariño y los querían como hermanos. Adam no quería saber nada de ellos. No había llegado a perdonar a Rachel por su traición, y jamás la perdonaría. Hacía años que había llegado a la conclusión de que, a la menor oportunidad, todas las mujeres eran auténticas arpías. Su madre no paraba de incordiar a su padre y le faltaba al respeto. Su padre respondía a la continua andanada de insultos con el silencio. Su hermana era más sutil que su madre y conseguía cuanto quería a base de lloriqueos. En las raras ocasiones en las que no lo conseguía se ponía hecha una fiera y enseñaba los dientes. En opinión de Adam, la única forma de tratar a una mujer consistía en que fuera tonta, mantenerla a distancia y pasar página rápidamente. Había que seguir moviéndose, y así todo iría bien. Solo se quedaba tranquilo o bajaba la guardia en el barco, con Charlie y Gray, o con sus hijos.
– Las tiendas cierran a la una para el almuerzo -le recordó Charlie. -Podemos ir esta tarde.
Adam se acordó de que no volvían a abrir hasta las tres y media o las cuatro, y todavía era demasiado pronto para comer. Acababan de desayunar y, tras los excesos de la noche anterior, solo había tomado un panecillo y un café. Tenía el estómago delicado, había padecido de úlcera hacía unos años y raramente comía mucho. Era el precio que pagaba, de buena gana, por un trabajo tan estresante. Tras tantos años de negociar contratos para deportistas y estrellas de primera categoría, le encantaba su profesión y disfrutaba con ella. Se encargaba de sacarlos de la cárcel bajo fianza, de meterlos en los equipos que querían, de firmar las giras de conciertos, de negociar sus divorcios, pagar la pensión alimenticia a sus antiguas amantes y firmar acuerdos para el mantenimiento de los hijos nacidos fuera del matrimonio. Con todo eso siempre estaba ocupado, estresado y contento. Y por fin tenía vacaciones. Se tomaba dos al año: el mes de Agosto en el barco de Charlie, un compromiso sagrado para él, y una semana en invierno también con él, en el Caribe. Gray nunca iba en esas ocasiones, porque guardaba malos recuerdos del Caribe de cuando había vivido allí con sus padres, y decía que por nada del mundo volvería. Y a finales de agosto pasaba una semana viajando por Europa con sus hijos. Como siempre, se reuniría con ellos al final de la travesía en el barco. Su avión los recogería en Nueva York, haría escala en Niza para recogerlo a él, y después se irían los tres a pasar una semana en Londres.
– ¿Qué os parece si zarpamos y anclamos cerca de la playa? Después podemos ir a almorzar al Club 55 en la lancha -propuso Charlie, y los otros dos asintieron. Era lo que solían hacer en Saint Tropez.
Charlie tenía todos los juguetes imaginables para sus invitados: esquís acuáticos, motos acuáticas, un velero pequeño, tablas de windsurf y equipo de submarinismo. Pero lo que más les gustaba era hacer el vago. Dedicaban la mayor parte del tiempo a comer, cenar, beber, las mujeres y nadar un poco. Y a dormir mucho, sobre todo Adam, que siempre llegaba agotado y decía que únicamente dormía como Dios manda en el barco de Charlie, en agosto. Era la única época del año en la que no tenía preocupaciones. Le enviaban faxes desde el despacho todos los días, y correos electrónicos, y los revisaba, pero sus secretarias, ayudantes y socios sabían que en agosto no había que molestarlo más de lo absolutamente imprescindible. Y ¡ay de ellos si lo hacían! Era la única temporada en la que Adam abandonaba el control del bufete e intentaba no pensar en sus clientes. Cualquiera que lo conociera bien y que supiera cuánto trabajaba sabía que necesitaba aquel descanso. Su trato resultaba mucho más agradable cuando volvía en septiembre, Superaba sin esfuerzo las siguientes semanas, incluso los siguientes meses, gracias a los buenos momentos pasados con Gray y Charlie.
Los tres se habían conocido por sus actividades filantrópicas. La fundación de Charlie estaba organizando una función benéfica con el fin de recaudar fondos para una casa de acogida para mujeres y niños maltratados en el Upper West Side. El presidente intentaba localizar a una estrella del rock dispuesta a actuar desinteresadamente y se puso en contacto con Adam, representante del artista en cuestión. Adam y Charlie almorzaron juntos para tratar el asunto y descubrieron su admiración mutua. Cuando tuvo lugar la función, ya se habían hecho amigos. Adam consiguió que su representado donara el millón de dólares de la actuación, algo insólito. En la misma ocasión se subastó un cuadro donado por Gray, obra suya, lo que le supuso un gran sacrificio, puesto que equivalía a los ingresos de seis meses. A continuación se ofreció a pintar un mural en la casa de acogida financiada por la fundación de Charlie.
Fue entonces cuando conoció a Charlie, que los invitó a Adam y a él a cenar en su apartamento para darles las gracias. Los tres hombres no podían ser más diferentes, pero aun así descubrieron vínculos entre ellos: las causas que defendían y el hecho de no estar casados ni manteniendo una relación seria en aquellos momentos. Adam acababa de divorciarse. Charlie había roto recientemente su segundo compromiso de boda e invitó a los dos al barco que poseía entonces, en el que tenía pensado pasar su luna de miel, para que le hicieran compañía durante el mes de agosto. Pensó que un viaje con sus dos nuevos amigos le serviría de distracción, y resultó incluso más agradable de lo que se esperaba. Lo pasaron estupendamente. La chica con la que Gray había estado saliendo había intentado suicidarse en junio y se había marchado con uno de los alumnos de Gray en julio. En agosto, Gray se sintió muy aliviado al poder salir de la ciudad, y muy agradecido por la oportunidad que le brindaba Charlie. En aquellos momentos andaba aún peor de dinero que de costumbre. Y Adam había pasado una primavera tremenda, con las lesiones de dos deportistas de élite y la cancelación de una gira de una banda de lama internacional que acabó en una docena de pleitos.
El viaje en el barco de Charlie fue perfecto, y desde entonces lo repetían anualmente. El de este año prometía ser igual: Saint Tropez, Montecarlo para jugar un poco, Portofino, Cerdeña, Capri y dondequiera que les apeteciera detenerse por el camino. Sólo llevaban dos días en el barco, y los tres estaban ilusionados.
Charlie disfrutaba plenamente de la compañía de sus amigos, y ellos de la suya. Y el Blue Moon era el emplazamiento ideal para compartir diversión y travesuras.
– Entonces, ¿qué, chicos? ¿Comemos en el Club 55 y nadarnos un poco antes? -insistió Charlie, para poder contarle los planes al capitán.
– Pues claro. Venga -replicó Adam poniendo los ojos en blanco al oír su móvil francés, al que no hizo el menor caso. Ya atendería el mensaje más tarde. Mientras estaba en Europa, solo se llevaba un teléfono, lo cual suponía una mejora enorme en comparación con la serie de artilugios y papeles con los que cargaba en Nueva York. -Es mucho trabajo, pero alguien tiene que hacerlo -añadió sonriente.
– ¿A alguien le apetece un Bloody Mary? -preguntó Charlie con fingida inocencia mientras hacía un gesto al camarero indicándole que se marchaban.
El sobrecargo, un apuesto joven neozelandés que había estado pendiente todo el rato, asintió con la cabeza y desapareció para comunicárselo al capitán y hacer la reserva para el almuerzo. No le hacía falta preguntar nada. Sabía que Charlie querría desembarcar a las dos y media para comer. La mayoría de las veces prefería almorzar a bordo, pero el ambiente de Saint Tropez resultaba demasiado tentador, y todo personaje medianamente importante iba a comer al Club 55 y a cenar a Spoon.
– El mío que sea un Bloody Mary virgen -dijo Gray sonriendo al camarero. -He pensado que puedo retrasar unos días mi ingreso en rehabilitación.
– Pues el mío que sea picante y fuertecito, y pensándolo bien, de tequila -dijo Adam con una amplia sonrisa, ante lo que Charlie se echó a reír.
– Yo voy a tomar un Bellini -dijo Charlie. Era un combinado de champán y zumo de melocotón, una forma sosegada de empezar un día de libertinaje.
A Charlie le encantaban los habanos y el buen champán, y había una buena provisión de ambos en el barco.
Los tres hombres se relajaron bebiendo en la cubierta mientras se alejaban del puerto, a motor, evitando cuidadosamente las embarcaciones más pequeñas y los barquitos llenos de turistas que contemplaban boquiabiertos el barco y le sacaban fotos. En el extremo del puerto se había congregado la habitual multitud de paparazzi a la espera de la llegada de yates para ver quién iba a bordo. Seguían a los famosos en motos, acosándolos sin cesar, y tomaron una última foto del Blue Moon mientras se alejaba, suponiendo, sin equivocarse, que aquel super-yate volvería por la noche. En la mayoría de las ocasiones fotografiaban a Charlie mientras paseaba por la ciudad, pero él raramente daba pábulo a les chismorreos de los tabloides. Aparte de la opulencia y el tamaño de su yate, Charlie llevaba una vida relativamente tranquila y evitaba a toda costa los escándalos. Simplemente era un hombre muy rico de viaje con dos amigos, de los que ningún lector de los tabloides había oído hablar. A pesar de las grandes estrellas que conocía y a las que representaba, Adam siempre se mantenía en segundo plano. Y Gray Hawk no era más que un pintor medio muerto de hambre.
Eran tres hombres solteros, amigos íntimos, dispuestos a divertirse durante el mes de agosto. Estuvieron nadando media hora antes del almuerzo. Después, Adam se montó en una de las motos acuáticas para dar una vuelta y gastar un poco de energía, mientras Gray dormía en cubierta y Charlie se fumaba un habano. Era una vida perfecta. A las dos y media se subieron a la lancha para comer en el Club 55. Como ocurría con frecuencia, allí estaba Alain Delon, y también Gerard Dépardieu y Catherine Deneuve, sobre la que los tres amigos hablaron largo y tendido. Todos coincidieron en que seguía siendo guapísima, a pesar de su edad. Respondía al tipo que le gustaba a Charlie, solo que era considerablemente mayor que las mujeres con las que salía, que por lo general no sobrepasaban los treinta, cuando no eran incluso más jóvenes. Raramente salía con mujeres de su edad. Pensaba que las mujeres de cuarenta y tantos eran para los hombres de sesenta, o de más edad. Y a Adam le gustaban muchísimo más jóvenes.
Gray dijo que él habría sido feliz con Catherine Deneuve, a cualquier edad. Le gustaban las mujeres de su edad, o incluso algo mayores, si bien Catherine Deneuve no podía ser candidata, porque parecía completamente normal y relajada hablando y riendo con sus amigos. La mujer que andaba buscando Gray, o en la que se habría fijado, estaría llorando calladamente en un rincón, o hablando entre sollozos por el móvil, con expresión angustiada. La chica que Adam tenía en mente sería unos diez años mayor que su hija adolescente, y a él le tocaría pagarle unos implantes de pechos y una operación de nariz. Para Charlie, la chica de sus sueños iba adornada por una aureola y llevaba zapatitos de cristal, pero en la ocasión definitiva, cuando sonaran las campanadas de medianoche, ella no saldría corriendo, ni desaparecería; se quedaría en el baile, prometería no abandonarlo jamás y bailaría entre sus brazos eternamente. Aún albergaba la esperanza de encontrarla, algún día.