CAPÍTULO 02

El capitán fondeó el Blue Moon en el extremo del muelle de Saint Tropez aquella tarde. Supuso toda una hazaña, porque no era fácil encontrar sitio en temporada alta. Debido a su tamaño, tenía que estar en primera fila, y en cuanto lo amarraron Charlie se arrepintió de haber entrado en el puerto con el barco en lugar de haber ido en la lancha, como prefería hacer. Los paparazzi se abalanzaron en tropel, atraídos por las dimensiones del yate. Hicieron un montón de fotografías a los tres hombres cuando entraban en un coche que los estaba esperando. Charlie no les hizo caso, y Adam tampoco, pero Gray saludó con la mano.

– Pobres diablos. Qué forma tan asquerosa de ganarse la vida -se compadeció, mientras Adam, que detestaba a la prensa, gruñía.

– Parásitos. Buitres. Eso es lo que son-dijo.

La prensa creaba continuamente problemas a sus clientes. Había recibido una llamada de su despacho aquella misma tarde. Habían sorprendido a uno de sus clientes saliendo de un hotel con una mujer que no era su esposa, y se había armado la de Dios es Cristo. La airada esposa había llamado diez veces al bufete y amenazaba con el divorcio. No era la primera vez que su marido lo hacía, y ella quería un acuerdo de divorcio carísimo o cinco millones de dólares para seguir casada con él. Todo muy bonito. A Adam ya no le sorprendía nada. Lo único que quería en aquel momento era encontrar a las chicas brasileñas y bailar samba hasta la madrugada. Ya se ocuparía de todas las demás estupideces cuando volviera a Nueva York. De momento no tenía el menor interés en los tabloides ni en las infidelidades de sus clientes. Ya lo habían hecho antes y volverían a hacerlo muchas veces. Era su tiempo, no el de ellos. Tiempo de descansar. Había desconectado su contador.

Fueron a comprar a la ciudad, durmieron la siesta y cenaron en el Spoon del hotel Byblos, donde apareció una espectacular supermodelo rusa con pantalones de seda blanca y un minúsculo bolero de cuero, desabrochado y sin nada debajo. Todo el restaurante le vio los pechos, y parecían encantados. A Charlie le divirtió, y Adam se rió.

– Tiene unos pechos increíbles -comentó Gray mientras pedían la cena y un vino excelente.

– Sí, pero no son auténticos -dijo Adam con ojo clínico, impertérrito pero también divertido.

Había que tener valor para sentarse a cenar en un restaurante con las tetas fuera, aunque no era la primera vez que veían una cosa así. El año anterior había entrado en un restaurante una chica alemana con una blusa de malla tan transparente que apenas se notaba, y todo el mundo se quedó sin respiración. Ella estaba allí tan tranquila cenando, hablando, riendo y fumando, prácticamente desnuda de cintura para arriba, y a todas luces disfrutando del revuelo que causaba.

– ¿Cómo sabes que no son auténticos? -preguntó Gray con interés.

La chica tenía unos pechos grandes y firmes, con los pezones respingones. A Gray le habría encantado dibujarlos, y ya estaba un poco achispado. Habían estado bebiendo Margaritas en el barco antes de salir, como comienzo de otra noche de disipación y libertinaje.

– Tú créeme -contestó Adam con segundad. -Yo ya llevo pagados unos cien pares. No, cien y medio. Hace un par de años salí con una chica que solo quería uno. Decía que el otro estaba bien, y que solo quería que el más pequeño fuera a juego.

– Es curioso -dijo Charlie, divertido; cató el vino e hizo un gesto de asentimiento al sumiller. Era bueno, más que bueno. Era un Lynch-Bages de una cosecha excelente. -En lugar de llevártelas a cenar y a ver una película, ¿las invitas a pechos nuevos?

– No, cada vez que salgo con una aspirante a actriz se descuelga con que le pague un par nuevo. Es más fácil que discutir sobre el asunto. Después se van tranquilamente, si les gusta lo que les han puesto.

– Antes los hombres les regalaban a las mujeres collares de perlas o pulseras de diamantes a modo de premio de consolación, y ahora les regalan implantes, o eso parece -replicó Charlie secamente.

A las mujeres con las que salía Charlie jamás se les habría ocurrido pedirle que les regalara pechos nuevos ni ninguna de las cosas que costeaba Adam. Si los ligues de Charlie se hacían algún arreglillo, ellas sufragaban los gastos, y ni siquiera se hablaba del tema. No tenía noticia de que ninguna de las mujeres con las que había salido se hubiera sometido a cirugía estética. A las chicas de Adam, como las llamaban Gray y él, las habían remodelado de pies a cabeza. Y las mujeres de Gray requerían una lobotomía o sedación más que otra cosa. Gray les había costeado terapeutas, programas de rehabilitación, loqueros y minutas de abogados por órdenes de alejamiento a los anteriores hombres de sus vidas, que las acosaban o amenazaban con matarlas, a ellas o a él. Al final iba a resultar que lo de los implantes resultaba más sencillo. Después de la operación de estética, las mujeres de Adam le daban las gracias y desaparecían. Las de Gray siempre se quedaban una temporada, o lo llamaban cuando el nuevo hombre en su vida empezaba a maltratarlas. Raramente estaban con Gray más de un año. Las trataba demasiado bien. Las mujeres de Charlie siempre acababan como amigas y lo invitaban a sus bodas después de que él las dejaba al haber sacado a la luz su imperdonable defecto.

– A lo mejor yo debería probar con eso -dijo Charlie, riendo con la copa de vino en la mano.

– ¿Qué vas a probar? -preguntó Gray con expresión de perplejidad. La rusa y sus pechos lo tenían mareado.

– Pagar los implantes. Podría ser un bonito regalo de Navidad, o de boda.

– Sería de mal gusto -replicó Adam, moviendo la cabeza. -Ya es bastante con que lo haga yo. Las chicas con las que tú sales tienen demasiada clase para pedirte que les regales unas tetas.

Las mujeres con las que salía Adam lo necesitaban para abrirse camino como actrices o modelos. A Adam le daba igual lo de la clase, e incluso le habría supuesto un impedimento. Para él, las mujeres con las que salía Charlie solo le habrían dado quebraderos de cabeza. Al contrarío que Charlie, él no quería quedarse colgado de nadie, mientras que Gray dejaba que las cosas pasaran, porque no tenía planes en firme sobre nada, y vivía la vida tal y como llegaba. Adam lo tenía todo programado y planeado.

– Sería un regalo más original, desde luego. Yo estoy harto de regalarles objetos de porcelana -dijo Charlie, sonriendo entre el humo del puro.

– Confórmate con no tener que pagarles la pensión alimenticia y la pensión de los niños. La porcelana es mucho más barata, puedes creerme -replicó Adam en tono cortante.

Había dejado de pasarle k pensión alimenticia a Rachel cuando ella volvió a casarse, pero su ex mujer se había llevado la mitad de lo que él tenía, y seguía aportando una cuantiosa suma para el mantenimiento de sus hijos, algo que no le importaba en absoluto. Pero se arrepentía de haberle concedido tanto a Rachel en el divorcio. Lo había puesto en un buen aprieto hacía diez años, cuando se divorciaron, y eso que él ya era socio del bufete. Se llevó mucho más de lo que a su juicio se merecía. Sus padres habían contratado a un abogado estupendo. Y Adam seguía guardándole rencor al cabo de diez años. No había llegado a reponerse del daño que le había hecho, y probablemente nunca lo superaría. En su opinión, estaba muy bien pagar implantes pero no una pensión alimenticia. Nunca jamás.

– Pues, si a eso vamos, a mí me parece terrible que haya que regalarles nada -intervino Gray. -Yo preferiría regalarle algo a una mujer porque quiero, en lugar de pagarle el abogado, el terapeuta o un arreglo de nariz -añadió con aire inocente.

Teniendo en cuenta lo poco que Gray tenía, siempre que se enrollaba con alguien acababa soltando una fortuna en comparación con lo que ganaba, a pesar de lo cual siempre quería ayudarlas. Era como la Cruz Roja a la hora de salir con alguien. Adam era el trapichero, que establecía límites claros e imponía compensaciones. Charlie era el príncipe azul, atento y romántico. Claro que Gray decía que él también era romántico, pero las mujeres con las que se relacionaba no lo eran; estaban demasiado desesperadas y necesitadas para que les importara el romanticismo. Pero le habría gustado un poco de romanticismo en su vida, si lograba liarse con una mujer cuerda, algo que parecía cada día más improbable. Adam aseguraba que no le quedaba ni una sola célula romántica en el cuerpo y se enorgullecía de ello. Decía que prefería el buen sexo al mal romance.

– ¿Y por qué no se puede tener todo? -preguntó Gray, empezando con la tercera copa del excelente vino. -¿Por qué no sexo y romance al mismo tiempo, e incluso alguien que te quiera y a quien tú quieras?

– A mí me suena estupendo -dijo Charlie.

Pero, en su caso, quería que la mezcla incluyera sangre azul. Reconocía sin ambages que en cuestión de mujeres era un esnob. Adam le tomaba el pelo diciéndole que no quería mancillar su sangre con la de una campesina. A Charlie no le gustaba cómo lo expresaba Adam, pero ambos sabían que era verdad.

– Pues yo creo que los dos estáis en la nubes -declaró Adam con cinismo. -El romanticismo es lo que lo jode todo. Solo sirve para que uno se lleve una decepción, que todos acaben cabreándose y se monte la de Dios es Cristo. Si sabes que solo va de sexo y de pasarlo bien, no le haces daño a nadie.

– Ya. Entonces, ¿cómo es que todas tus chicas se cabrean cuando se largan? -preguntó Gray con sencillez. Y tenía su punto de razón.

– Porque las mujeres nunca creen lo que uno les dice. En cuanto les digo que no pienso casarme jamás, se lo toman como un reto y se ponen a buscar el vestido de boda. Por lo menos, yo soy sincero. Si no me creen, es su problema. Yo lo digo muy claro, y si no me quieren hacer caso, allá ellas. Pero Dios sabe que lo digo, bien alto y bien claro.

Esa era otra de las ventajas de salir con mujeres muy jóvenes. A las chicas de veintidós años normalmente no les interesaba casarse, sino pasarlo bien, hasta que empezaban a rondar los treinta, y entonces empezaban a preocuparse por cómo iban las cosas a su alrededor. Las más jóvenes querían ir a bares y clubes, comprarse ropa y cargarlo a la cuenta de Adam, ir a conciertos y restaurantes caros. Si se las llevaba a Las Vegas un fin de semana, cuando tenía que ver a algún cliente, a las chicas les parecía que estaban en el mismísimo paraíso.

Sin embargo, la familia de Adam tenía una actitud distinta. Su madre no paraba de acusarlo de que salía con putas, sobre todo cuando veía a su hijo en los tabloides. Adam la corregía y le explicaba que eran actrices y modelos, lo cual, según su madre, eran una y la misma cosa. A su hermana le daba un poco de vergüenza cuando salía el tema de conversación en las reuniones familiares, pero nada más. A su hermano le parecía gracioso, pero llevaba años diciéndole que ya iba siendo hora de que sentara la cabeza. A Adam le importaba un comino lo que pensara su familia. El pensaba que sus vidas eran terriblemente aburridas. La suya no lo era. Y en cada ocasión se reafirmaba en su convicción de que le tenían envidia porque él lo pasaba bien y ellos no. Sus padres no lo envidiaban, pero no aprobaban su conducta por una cuestión de principios. Y como era de esperar, bien porque rechazaba a Adam o simplemente para fastidiarlo, su madre se había puesto de parte de Rachel, o eso pensaba a veces Adam. A su madre Rachel le caía bien, y también su nuevo marido, y siempre le recordaba a Adam que veía a su ex mujer y que mantenía contacto con ella porque era la abuela de los niños. En cualquier discusión o pelea, la madre siempre se ponía en contra de Adam. No lo podía evitar. Era el espíritu de la contradicción y tenía que oponerse a todo como fuera. Adam sospechaba que, a pesar de todo, lo quería, pero que parecía sentir la necesidad de criticarlo y de hacerle la vida imposible. Hiciera lo que hiciera, a su madre no le gustaba.

Su madre seguía echándole a él la culpa del divorcio e insistía en que tenía que haberle hecho algo espantoso a Rachel para que lo hubiera abandonado por otro. Nunca le había demostrado cariño a su hijo por el hecho de que su esposa lo hubiera engañado con otro y lo hubiera dejado. Era culpa de Adam. Bajo tantas críticas y descalificaciones, Adam sospechaba que se sentía orgullosa de lo mucho que su hijo había logrado, pero ella nunca lo reconocía.

Eran más de las once cuando salieron del restaurante y se fueron a dar una vuelta por Saint Tropez. Las calles estaban abarrotadas, y había gente en los cafés, restaurantes y bares al aire libre. De varios clubes nocturnos salía una música atronadora. Pasaron a tomar una copa en Chez Nano y después entraron en Les Caves du Roy, a la una, cuando empezaba a animarse la cosa. Por todas partes había mujeres con blusas de espalda al aire, vaqueros ceñidos, vestiditos y camisas transparentes, pelo hábilmente alborotado y sandalias de tacón muy sexy. Adam se sentía como un niño delante de una pastelería, e incluso Charlie y Gray estaban disfrutando. Gray era mucho más tímido a la hora de ligar. Normalmente eran las mujeres quienes iban en su busca. Y Charlie era infinitamente más selectivo, pero le encantaba observar el ambiente.

Hacia la una y media ya estaban bailando los tres, aún relativamente sobrios. Las chicas brasileñas no aparecieron, pero a Adam no le importó. Bailó al menos con una docena de mujeres y al final se quedó con una jovencita alemana que le dijo que sus padres tenían una casa en Ramatuelle, una localidad cercana a Saint Tropez. Parecía como de catorce años, hasta que se puso a bailar con Adam, porque entonces empezó a saltar a la vista que sabía lo que se hacía y lo que quería y que era bastante mayor. Lo que quería era a Adam. Poco menos que le hizo el amor en la pista. Ya eran más de las tres de la mañana, y Charlie empezó a bostezar. Gray y él volvieron al barco minutos después. Adam dijo que él se iría por su cuenta, puesto que aquella noche habían atracado en el muelle, y Charlie le dio una radio por si acaso tenía que llamar. Adam asintió y siguió bailando con la chica alemana, que era pelirroja y dijo llamarse Ushi. Adam le guiñó un ojo a Charlie cuando Gray y él salieron, y Charlie sonrió. Adam se estaba divirtiendo, y mucho.

– ¿Qué vamos a hacer mañana? -preguntó Gray mientras se dirigían al barco.

Seguía oyéndose la música, pero en el barco había tranquilidad, una vez que cerraron las puertas. Charlie le ofreció un brandy a Gray antes de acostarse, pero Gray dijo que no podía con más. Fueron a cubierta y estuvieron un rato fumando puros, observando a la gente que pasaba por el muelle o que charlaba en los yates cercanos. Saint Tropez era la ciudad de la fiesta continua; parecía que la gente estaba despierta toda la noche.

– Yo había pensado que fuéramos a Portofino, o a lo mejor pararnos en Montecarlo.

Al cabo de pocos días el jolgorio de Saint Tropez resultaba aburrido, a menos que uno tuviera amigos, y ellos no los tenían. Era divertido ir a los restaurantes y los clubes nocturnos, pero había muchos otros sitios a los que querían ir, algunos tan alegres como Saint Tropez, y otros un poco más tranquilos. Montecarlo era más elegante y sobrio, y a los tres les gustaba ir al casino,

– A lo mejor Adam quiere quedarse un par de noches más para ver a esa chica alemana -dijo Gray, preocupado por su amigo. No quería echarle a perder la diversión ni el posible idilio. Charlie lo conocía mejor y tenía una actitud más cínica. Si realmente conocía a Adam, y si los anteriores viajes servían de algo, con que pasara una noche con ella sería más que suficiente. Eran casi las cuatro cuando Charlie y Gray se fueron a sus respectivos camarotes. Había sido una noche larga, pero también divertida. Charlie se quedó dormido inmediatamente, y ninguno de los dos oyó a Adam cuando volvió a las cinco de la mañana. Charlie y Gray estaban desayunando en la cubierta de popa cuando aparecieron Adam y Ushi, sonrientes. La chica pareció avergonzarse, pero solo un poco, al ver a los otros dos hombres.

– Buenos días -dijo cortésmente, y Charlie pensó que aparentaba dieciséis años a plena luz del día. No iba maquillada, pero tenía una figura espectacular en vaqueros y una camiseta ceñida, con las sandalias doradas de tacón en la mano y la cabellera pelirroja larga y tupida. Adam la rodeaba con un brazo.

La camarera les preguntó qué querían desayunar, y Ushi se empeñó en que solo muesli y café. Adam pidió beicon, huevos y tortitas. Parecía de muy buen humor, y sus dos compañeros intentaban no dirigirse sonrientes miradas de complicidad.

Los cuatro charlaron amigablemente, y en cuanto Ushi hubo terminado de desayunar, el sobrecargo llamó un taxi. Adam la llevó a dar una vuelta por el barco, y mientras la acompañaba al taxi, a la chica le hacían los ojos chiribitas.

– Te llamaré -prometió Adam con vaguedad, y le dio un beso. Había sido una noche inolvidable, pero sus dos amigos sabían que Adam se olvidaría muy pronto de la chica y que al cabo de un año, si se les antojaba, tendrían que recordársela,

– ¿Cuándo? ¿Vas a ir a la discoteca esta noche? -preguntó Ushi mientras Adam se quedaba unos momentos junto al taxi. -A lo mejor nos marchamos -dijo en respuesta a la segunda pregunta, pero no a la primera.

Ushi le había dado su número de teléfono en Ramatuelle y le había dicho que pasaría allí todo el mes de agosto. Después volvería a Munich con sus padres. También le había dado su dirección en Alemania, porque Adam le había dicho que iba allí con frecuencia por cuestión de negocios. Ushi le había dicho que tenía veintidós años y que estudiaba medicina en Frankfurt.

– Si nos quedamos, pasaré por la discoteca, pero lo dudo. Intentaba ser mínimamente honrado con las mujeres con las que se acostaba y no darles falsas esperanzas, pero él también sabía que no podía hacerse demasiadas ilusiones. Aquella chica alemana, una perfecta desconocida, había ligado con él en una discoteca, habían pasado la noche juntos, a sabiendas de que lo más probable era que no volviera a verlo. Iba en busca de lo mismo que él, y al menos por una noche había conseguido lo que quería. Y también Adam. Había pasado una noche estupenda, pero a plena luz del día no cabía duda de que eran dos perfectos desconocidos, y que difícilmente volverían a verse. Ambos tenían las reglas bastante claras.

Adam le dio otro beso cuando la chica estaba a punto de subir al taxi, y ella se quedó unos momentos con expresión soñadora, y dijo:

– Adiós… Gracias…

Y Adam volvió a besarla.

– Gracias a ti, Ushi -le susurró Adam, dándole unas palmaditas en el trasero.

La chica se subió al taxi, saludó con la mano y desapareció. Otra diversión de una noche. Era una forma de pasar el tiempo, e indudablemente daba realce a sus vacaciones. El cuerpo de la chica era mucho mejor sin ropa, tal y como había sospechado Adam.

– Bueno, ha sido una bonita sorpresa -comentó Charlie con sonrisa irónica, al tiempo que Adam volvía a sentarse a la mesa del desayuno. -Me encanta que los invitados desayunen con nosotros, sobre todo sí son tan guapas. ¿Crees que deberíamos marcharnos antes de que sus padres vengan con una escopeta?

– No creo -replicó Adam sonriendo satisfecho. De vez en cuando le gustaba hacer del yate de Charlie una especie de fiesta. -Tiene veintidós años y estudia medicina. Y no es virgen.

Aunque a Adam le costara reconocerlo, Ushi parecía más joven de lo que era.

– Que desilusión -dijo Charlie en tono de broma, al tiempo que encendía un puro.

En verano, mientras estaba en el barco, a veces fumaba habanos incluso después del desayuno. Lo que más disfrutaban de la vida, aquellos tres amigos, era poder hacer lo que quisieran, por muy solos que se sintieran a veces. Era una de las grandes ventajas de estar solteros. Comían cuando les venía en gana, vestían como querían, bebían cuanto les apetecía y pasaban el tiempo con quienes querían. No había nadie a quien tuvieran que rendir cuentas, incordiar, molestar, pedir disculpas, a quien acoplarse ni con quien adquirir un compromiso. Lo único que tenían era los* unos a los otros, y de momento era todo cuanto querían. Para los tres, en aquella época la vida era perfecta.

– A lo mejor te encontramos una virgen en el próximo puerto en que nos paremos -añadió. -Por aquí me parece que no se encuentran fácilmente.

– Muy gracioso -replicó Adam, sonriendo y satisfecho por su conquista de la noche anterior. -Lo que te pasa es que tienes envidia. Por cierto, ¿dónde nos vamos a parar?

A Adam le encantaba la libertad con la que iban de un sitio a otro; era como llevar la casa o el hotel a cuestas. Podían vivir rodeados de lujos, decidir su itinerario y cambiarlo en cualquier momento, mientras les servía la tripulación, de trato impecable. Para los tres amigos, aquello era el paraíso. Era precisamente lo que le gustaba a Charlie de tener un yate y la razón por la que pasaba el verano y varias semanas del invierno en él.

– ¿Dónde os apetece ir? -preguntó Charlie. -Yo había pensado en Mónaco o Portofino.

Tras una larga discusión se decidieron por Mónaco, y Portofino al día siguiente. Montecarlo estaba prácticamente a tiro de piedra, a dos horas de Saint Tropez. Portofino estaba a unas ocho horas de viaje. Tal y como esperaba Charlie, Gray aseguró que a él le daba igual y Adam dijo que le apetecía ir al casino de Montecarlo.

Abandonaron el muelle justo después del almuerzo, que consistió en un excelente bufet de mariscos. Cuando se marcharon eran casi las tres, después de haberse detenido un rato para nadar, y después se dedicaron a dormitar en las tumbonas mientras se dirigían a Mónaco. Cuando llegaron estaban dormidos como troncos, y el capitán y la tripulación anclaron hábilmente el Blue Moon en el muelle, con defensas para protegerse de posibles golpes de las demás embarcaciones. Como siempre, el puerto de Montecarlo estaba lleno de yates tan grandes como el Blue Moon o más.

Charlie se despertó a las seis, vio dónde estaban y que sus amigos seguían durmiendo. Fue a su camarote a ducharse y cambiarse de ropa, y Gray y Adam se despertaron a las siete. Tras los placeres de la noche anterior, era comprensible que Adam estuviera agotado, y Gray no tenía costumbre de trasnochar tanto. Cuando viajaban juntos tardaba unos cuantos días en adaptarse a aquella vida nocturna. Pero, cuando salieron a cenar, los tres se sentían descansados.

El sobrecargo les había pedido un coche y les había hecho reserva en el Louis XV, donde cenaron espléndidamente, en un entorno mucho más serio que el del restaurante de la noche anterior en Saint Tropez. Los tres iban de chaqueta y corbata. Charlie llevaba un traje de lino de color crema, con camisa a juego, Adam vaqueros, blazer y mocasines cíe piel de cocodrilo sin calcetines. Gray se había puesto una camisa azul, pantalones de color caqui y una blazer vieja. Con el pelo blanco, parecía el mayor del trío, pero tenía una elegancia incontestable; a pesar de la corbata roja, y llevara lo que llevase, se notaba que era artista. Se pasó la cena gesticulando, habiéndoles animadamente sobre su juventud. Les describió la tribu de nativos con los que había vivido durante una breve temporada en la Amazonia. Era un buen contador de cuentos, pero para él aún constituía una pesadilla de la infancia, mientras otros chicos iban al colegio, montaban en bicicleta, repartían periódicos por las casas y asistían a bailes organizados por la escuela. En lugar de eso, él había vivido entre los pobres de la India, en un monasterio budista de Nepal y había leído las enseñanzas del Dalai Lama. No le habían dejado disfrutar de su niñez.

– Pero qué queréis que os diga… Mis padres estaban mal de la cabeza, pero supongo que por lo menos no eran aburridos. Adam pensaba que su juventud había sido más que normal y corriente y que no había comparación entre lo que Gray contaba y lo que él había vivido en Long Island. Charlie raras veces hablaba de su infancia. Había sido previsible, respetable y tradicional hasta la muerte de sus padres, y después desgarradora, aún más cuando murió su hermana, al cabo de cinco años. No le importaba hablar sobre ello con su terapeuta, pero sí con los amigos. Sabía que tenían que haber ocurrido cosas divertidas antes de la gran tragedia, pero ya no las recordaba: solo se había quedado con la tristeza. Le resultaba más fácil atenerse al presente, salvo cuando su terapeuta se empeñaba en que recordase. E incluso en esas ocasiones suponía una auténtica lucha evocar tantas cosas sin sentirse destrozado. Todo lo que poseía en el mundo, todas las comodidades que tenía no compensaban las personas que había perdido, ni la vida familiar que había desaparecido al mismo tiempo que ellas. Y, por mucho que lo intentaba, no lograba recrear aquella vida. Siempre acababan por escapársele la estabilidad y la seguridad de la familia y alguien que crease ese vínculo con él. Los dos hombres con los que viajaba eran lo más parecido a una familia en su vida actual y durante los veinticinco años desde la muerte de su hermana. Nunca había sentido tanta soledad como entonces, con el dolor de saberse solo en el mundo, sin nadie que lo quisiera ni se preocupara por él. Ahora al menos tenía a Adam y a Gray. Y sabía que, pasara lo que pasase, siempre tendría a uno de ellos a su lado, o a los dos, como ellos lo tendrían a él. A los tres les proporcionaba gran consuelo. Los unía un vínculo inquebrantable de confianza, cariño y amistad, y eso era inestimable.

Pasaron largo rato tomando café, fumando puros y hablando de sus vidas y, en el caso de Adam y Grey, de su infancia. A Charlie le llamaba la atención observar de qué forma tan diferente procesaban las cosas. Gray había aceptado hacía tiempo que sus padres adoptivos eran caprichosos y egoístas y, en consecuencia, ineptos como padres. Nunca había tenido sensación de segundad en su juventud, ni un verdadero hogar. Habían ido de un continente a otro, siempre en busca de algo, sin encontrarlo jamás. El los comparaba con los israelitas perdidos en el desierto durante cuarenta años, pero sin columna de fuego que los guiara.

Y cuando se asentaron en Nuevo México y adoptaron a Boy, Gray hacía tiempo que se había marchado. Había visto a su hermano en sus escasas visitas a casa, pero se había negado a establecer fuertes vínculos con él. No quería nada en su vida que lo atara a sus padres. La última vez que había visto a Boy fue en el funeral de estos, y después le perdió la pista a propósito. En ocasiones se sentía culpable, pero se negaba a pensar demasiado en ello. Acabó desprendiéndose de los últimos vestigios de una familia que únicamente le había causado dolor. Para él, la palabra «familia» solo evocaba dolor. De vez en cuando se preguntaba qué habría sido de Boy tras la muerte de sus padres. En cualquier caso, seguro que estaría mejor que con la vida que había llevado con aquellos progenitores tan irresponsables.

Hasta entonces se había resistido a la necesidad de sentirse responsable de él. Pensaba que a lo mejor se ponía en contacto con él algún día, pero aún no había llegado el momento, y dudaba de que llegara. Era mejor que Boy quedara como un recuerdo del pasado remoto, una parte de su vida de la que Gray no quería saber nada, si bien recordaba a su hermano como un buen chiquillo. Por otra parte, Adam sentía gran amargura hacia sus padres. Su versión de los hechos, en pocas palabras, era que su madre era una arpía y su padre un simple pelele en sus manos. Estaba enfadado con los dos por lo que habían aportado a su vida, o más bien lo que no habían aportado, y por la deprimente vida familiar.

Decía que lo único que recordaba de su infancia era la continua mala leche de su madre, que no paraba de incordiar a todo el mundo y se cebaba en él, porque era el pequeño, y que lo trataban como a un intruso por haber llegado demasiado tarde a la vida de sus padres. Su recuerdo más vivido era el de su padre, cuando no volvía a casa del trabajo. ¿Quién podría criticarlo? En cuanto se marchó a Harvard, a los dieciocho años, Adam no volvió a vivir en su casa. Ya era bastante con pasar las vacaciones con ellos. Aseguraba que la desagradable atmósfera que se respiraba en la casa había provocado un distanciamiento irreparable entre los tres hijos. Lo único que habían aprendido de sus padres era a criticar, a menospreciarse, a encontrarse defectos los unos a los otros, a sentir lástima los unos de los otros por sus respectivas vidas.

– En nuestra familia no había respeto. Mi madre no respetaba a mi padre, y creo que él la odia, aunque jamás lo reconocería, y entre los hermanos tampoco hay ningún respeto. Mi hermana me parece una aburrida y me da lástima, mi hermano es un gilipollas y un pedante y su mujer es como mi madre, y todos piensan que estoy rodeado de canallas y de putas. No respetan lo que hago, y ni siquiera quieren saber a qué me dedico. Solo les interesa saber con qué mujeres salgo, y no quién soy. Solo los veo en bodas, funerales y fiestas de guardar, y ojalá no tuviera que hacerlo, pero no se me ocurre ninguna excusa. Rachel lleva a los niños a verlos, así que yo no tengo que hacerlo. A ellos les cae mejor ella que yo, y siempre ha sido así. Incluso les parece bien que se casara con un cristiano, siempre y cuando eduque a los niños en el judaísmo. Según ellos, Rachel no puede hacerle daño a nadie, pero yo todo lo contrario. Y ahora, supongo que ya solo les doy por saco. Me da igual.

Su tono denotaba una gran amargura.

– Pero sigues viéndolos -comentó Gray con interés. -A lo mejor es que te importan. A lo mejor necesitas que te acepten, o quieres que te acepten. En ese caso, bien. Lo que pasa es que a veces tenemos que reconocer que nuestros padres no son capaces, que sencillamente no tenían ese amor que tanto necesitábamos cuando éramos niños, porque no les salía de dentro. Al menos los míos. Bastante tuvieron con las drogas cuando eran jóvenes, y después con ir en busca del Santo Grial o lo que fuera. Estaban locos. Creo que nos querían a mi hermana y a mí, a su manera, pero no sabían ser padres. Cuando adoptaron a Boy, mi hermano, sentí lástima de él. Tendrían que haberse comprado un perro cuando nosotros nos marchamos de casa, pero se sentían solos y por eso se llevaron al niño.

»Mi pobre hermana está en la India, Dios sabe dónde, viviendo en la calle con los pobres, porque es monja. Siempre quiso hacerse pasar por asiática, y ahora cree que lo es. No tiene ni idea de quién es, y nuestros padres tampoco. Ni yo, hasta que me alejé de ellos, y todavía me sigo cuestionando quién demonios soy. Creo que al final esa es la clave para todos nosotros: ¿quiénes somos, en qué creemos, cómo vivimos, es esta la vida que queremos llevar? Yo me lo pregunto todos los días, y no siempre tengo respuestas, pero al menos intento encontrarlas sin hacerle daño a nadie.

»Estoy convencido de que el problema de que las personas como mis padres tengan hijos o que los adopten es que no tienen por qué hacerlo. Es una farsa. A mí me pasa lo mismo, y por eso no quiero hijos ni nunca los he querido. Pero intento convencerme de que mis padres hicieron lo que pudieron, por mucho que para mí fuera horrible. Es que no quiero provocar el mismo sufrimiento, ni herir a nadie por la necesidad de reproducirme. En mi caso, creo que es mejor que no lo lleve más adelante, por la sangre y la locura.

Siempre se había sentido muy responsable con lo de no tener hijos, y no se arrepentía de su decisión. Se sentía completamente incapaz de cuidar de unos hijos y de cubrir sus necesidades. La sola idea de establecer un vínculo con ellos o que fueran a depender de él lo aterrorizaba. No quería decepcionarlos, ni que esperaran de él más de lo que podía ofrecerles. No quería hacer daño ni defraudar a nadie, como le había ocurrido a él en su juventud. No se le había pasado por la cabeza que en realidad las mujeres que rescataba y de las que se ocupaba continuamente eran como criaturas, como pájaros con las alas rotas. Sentía una imperiosa necesidad de cuidar de alguien, y ellas satisfacían esa necesidad. Adam pensaba que sería buen padre, porque era un hombre amable, inteligente y con sólidos valores morales, pero Gray no estaba de acuerdo con él.

– ¿Y tú, Charlie? -preguntó Adam, que era más osado a la hora de irrumpir por puertas sagradas y traspasar límites, allí donde ni siquiera los ángeles se atrevían a pisar. Adam siempre hacía preguntas dolorosas, que daban que pensar. -Cuando eras pequeño, ¿tu familia era normal? Gray y yo competimos por los padres más asquerosos del año, y no sé quiénes ganarían el primer premio, si los suyos o los míos. Desde luego, los míos eran mucho más tradicionales, pero no tenían mucho más que ofrecerme que los suyos.

Habían bebido bastante, y Adam le preguntó abiertamente a Charlie, sin cortarse, por la etapa de su juventud. No había secretos entre ellos, y Adam siempre había sido muy abierto y lo contaba todo, al igual que Gray. Charlie tenía un carácter más reservado y no demasiado comunicativo en cuanto a su pasado.

– La verdad, mi familia era perfecta -respondió Charlie con un suspiro. -Eran cariñosos, generosos, comprensivos… Mi madre era la mujer más cariñosa y sensible del mundo, además de inteligente, divertida y guapísima. Y mi padre era una bellísima persona. Yo lo consideraba un héroe, mi modelo en todos los sentidos. Eran maravillosos, como maravillosa fue mi infancia, pero se me murieron. Y todo acabó. Dieciséis años de felicidad, y de repente mi hermana y yo nos quedamos solos en una casa enorme, con un montón de dinero, criados que se ocupaban de nosotros y una fundación que ella tuvo que aprender a dirigir. Dejó Vassar para ocuparse de mí, y lo hizo maravillosamente durante dos años, hasta que me fui a la universidad. No tenía otra vida más que yo, y creo que ni siquiera salió con nadie durante esa época. Después me fui a Princeton, y ella ya estaba enferma, aunque yo no me enteré hasta más tarde, y después murió. Las tres mejores personas del mundo, muertas. Al oíros a vosotros me doy cuenta de la suerte que tuve, no por el dinero, sino por la clase de personas que eran. Fueron unos padres maravillosos, y Ellen estupenda. Pero las personas mueren, se marchan. Ocurren cosas, y de repente un mundo desaparece y todo cambia. Preferiría haber perdido el dinero que a ellos, pero no se puede elegir. Hay que jugar con las cartas que se reparten. Hablando de lo cual, ¿alguien se apunta a la ruleta? -preguntó en tono jovial, cambiando de tema, y los otros dos asintieron en silencio.

Era una historia muy triste, y Gray y Adam sabían que probablemente por eso Charlie nunca había mantenido una relación permanente. Debía de darle miedo que esa persona muriese, se marchase o lo abandonase. Él también lo sabía. Lo había hablado miles de veces con su terapeuta, pero no servía de nada. Por muchos años que acudiera a la terapia, sus padres habían muerto cuando él tenía dieciséis, y el último miembro de su familia que le quedaba, su hermana, había sufrido una muerte horrible cuando él contaba veintiuno. Después de aquello, le costaba trabajo confiar en nada ni en nadie. ¿Y si quería a alguien y ese alguien moría o lo abandonaba? Era más fácil descubrir sus defectos imperdonables y largarse antes de que lo dejaran a él. Aun con una familia perfecta cuando era pequeño, la muerte de sus padres y su hermana cuando era tan joven lo había condenado a una vida de terror para siempre jamás. Si se atrevía a volver a querer a alguien, seguro que moriría o lo abandonaría, e incluso si no lo hacía, o parecía una persona en la que se podía confiar, siempre se corría ese riesgo. La mera posibilidad aún lo aterrorizaba, y no estaba dispuesto a ofrecer su corazón a nadie sin estar seguro al ciento por ciento. Quería todas las garantías posibles. Y hasta la fecha, no había conocido a ninguna mujer con garantías, solo con la bandera roja, que le metía el miedo en el cuerpo. Por eso, si bien con suma educación, siempre acababa abandonándolas. Aún no había encontrado a ninguna por la que mereciera la pena arriesgarse, pero estaba seguro de que algún día la encontraría. Adam y Gray no estaban tan seguros. A los dos les parecía que Charlie seguiría siempre solo. Los tres encajaban a la perfección, porque todos estaban convencidos de lo mismo. Emparejarse durante algo más que una temporada suponía para los tres un riesgo excesivo. Era una maldición que les habían impuesto sus respectivas familias, y que ninguno de olios podía borrar ni exorcizar. La desconfianza y el temor con los que vivían eran los regalos que les habían dejado sus familias.

Charlie jugó al bacará mientras Gray observaba a Adam jugando a la veintiuna, y después los tres jugaron a la ruleta. Charlie le dejó algo de dinero a Gray, que ganó trescientos dólares apostando al negro. Le devolvió los cien dólares que le había dado Charlie, que insistió en que se lo quedara todo.

Cuando volvieron al barco eran las dos de la mañana, una hora temprana para ellos, y se fueron inmediatamente a sus respectivos camarotes. Había sido un día agradable y relajado entre amigos. Partirían para Portofino al día siguiente. Charlie le había dicho al capitán que salieran del muelle antes de que ellos se levantaran, alrededor de las siete. Así llegarían a Portofino a última hora de la tarde, y les daría tiempo de dar una vuelta. Era una de sus paradas preferidas en el viaje veraniego. A Gray le encantaban el arte y la arquitectura del lugar, y sobre todo le gustaba la iglesia de la colina. A Charlie le gustaban el relajado ambiente italiano, los restaurantes y la gente. Era un sitio excepcionalmente bonito. A Adam le fascinaban las tiendas, y el hotel Splendido en lo alto de la colina, que se asomaba al diminuto puerto. También le gustaban las preciosas chicas italianas que conocía todos los años allí, así como las de otros países que iban de turismo. Para todos ellos tenía un toque mágico, y al acostarse en sus camarotes aquella noche sonrieron antes de quedarse dormidos, pensando en la llegada a Portofino al día siguiente. Como cada año, el mes que pasaban juntos en el Blue Moon era como un trocito del paraíso.

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