CAPÍTULO 25

La vida empezó a ir a toda velocidad para Adam y Maggie en cuanto volvieron a Nueva York. Adam tenía tres clientes nuevos, sus hijos dijeron que querían verlo con más frecuencia, especialmente tras haber conocido a Maggie, y su padre sufrió un ataque al corazón. Salió del hospital al cabo de una semana, y su madre lo llamaba por teléfono no menos de diez veces al día. ¿Por qué no iba a verlos más a menudo? ¿Acaso no le importaba nada su padre? ¿Qué le pasaba? Su hermano iba allí todos los días. Desesperado, Adam le recordó que su hermano vivía a cuatro manzanas de distancia.

Maggie estaba igualmente enloquecida. Se acercaban los exámenes finales, tenía que preparar dos trabajos para las clases y trabajaba como una posesa en el Pier 92. Adam le decía que buscara un empleo mejor, pero las propinas que sacaba allí eran estupendas. Y, encima, durante las dos primeras semanas después de la vuelta del viaje tuvo la gripe.

No lograba quitársela de encima pero no podía faltar más días al bar o la despedirían. Se hallaba trabajando una tarde cuando Adam volvió a casa y se encontró una nota, en la que decía que la mujer de la limpieza había dejado el trabajo. El apartamento estaba hecho un asco. Sabía lo cansada que regresaría Maggie, así que decidió sacar la basura y recoger los cacharros antes de que ella volviera. Vació la papelera del cuarto de baño de Maggie en una bolsa de plástico grande, y cuando iba a atarla con un nudo algo le llamó la atención. Era una varilla de un azul muy vivo. Ya las había visto antes, pero hacía tiempo que no. Mucho tiempo. La sacó con cuidado y se quedó mirándola, incrédulo. Se sentó en el retrete y siguió mirándola. Volvió a tirarla a la bolsa de basura y la ató, con expresión sombría. Cuando Maggie volvió a casa, estaba hecho un basilisco. Ella se fue directamente a la cama, diciendo que se encontraba fatal.

– No me extraña -contestó Adam entre dientes. Había limpiado el apartamento de arriba abajo, y en esos momentos pasaba la aspiradora.

– Pero ¿qué haces? -preguntó Maggie, y Adam siguió zascandileando por la habitación.

– La mujer de la limpieza lo ha dejado.

– No tienes por qué hacerlo tú. Ya lo haré yo.

– ¿Ah, sí? ¿Cuándo?

– Dentro de un rato. Acabo de volver a casa. Por Dios, Adam, ¿qué pasa? ¿Por qué vas por ahí como si te hubieran puesto un cohete en el culo?

– ¡Estoy limpiando la casa! -gritó Adam.

– ¿Porqué?

Adam se volvió bruscamente hacia ella, rabioso.

– Porque si no, podría matar a alguien, y no me gustaría que fueras tú.

– ¿Por qué estás tan cabreado?

Maggie había pasado un día terrible en el trabajo y se sentía enferma.

– Estoy cabreado contigo. Por eso estoy cabreado.

– Pero ¿qué demonios he hecho yo? Yo no le he dicho a la mujer que se fuera.

– ¿Cuándo pensabas decirme que estás embarazada? ¿Por qué te callabas esa bonita noticia? Por Dios, Maggie, he encontrado tu prueba del embarazo en la basura, y es positiva, ¡maldita sea! -Estaba fuera de sí. -¿Cuándo fue?

– En Yom Kipur, creo -respondió Maggie en voz baja.

Desde aquel día habían tenido cuidado. Fue la única vez que no lo habían tenido. A partir de entonces tomaban precauciones, cuando ya era demasiado tarde.

– Estupendo -dijo Adam, tirando la aspiradora. -En Yom Kipur. No, si tenía razón mi madre. Tendría que haber ido a la sinagoga y no haberte llamado.

Se desplomó en un sillón, y Maggie se echó a llorar.

– Qué egoísta eres.

– Peor es que estés embarazada y no me lo hayas dicho. ¿Se puede saber cuándo pensabas contármelo?

– Me he enterado esta mañana, y no quería que te enfadaras. Iba a decírtelo esta noche.

Y de pronto Adam la miró y cayó en la cuenta de lo que había dicho.

– ¿Cómo que en Yom Kipur? ¿Lo dices en broma? Yom Kipur fue en septiembre. Estamos en enero. ¿No querrás decir Janucá?

Maggie no era judía, y evidentemente se había equivocado de fecha.

– No, Yom Kipur. Tuvo que ser el primer fin de semana que vine aquí. Fue la única vez que no tuvimos cuidado.

– Maravilloso. ¿Y no te has dado cuenta de que no tenías la regla durante los últimos tres meses?

– Pensaba que era por los nervios. Me pasa muchas veces. Una vez no me vino durante seis meses.

– ¿Y estabas embarazada?

– No. Hasta ahora nunca había estado embarazada.

Maggie parecía destrozada.

– Todavía mejor. El primero. Mira, Maggie, es lo que nos hacía falta. Y encima, cuando abortes, te pasarás seis meses llorando y hecha polvo. -Ya había pasado por aquello, demasiadas veces, y no quería pasar por lo mismo, ni con ella, ni con nadie. La miró con recelo. -¿Qué es esto? ¿Me estás tendiendo una trampa para que me case contigo? Pues te aviso que no va a funcionar.

Maggie saltó de la cama y casi lo fulminó con la mirada.

– ¡No te estoy tendiendo ninguna trampa! ¡Nunca te he pedido que te casaras conmigo, ni te lo pienso pedir! Me he quedado embarazada, y tú tienes tanta culpa como yo.

– ¿Cómo demonios puedes llevar tres meses sin saber que estás embarazada? -Parecía increíble. -Ya ni siquiera puedes abortar, o no fácilmente. Es un lío tremendo después de los tres meses.

– Pues ya me encargaré yo sola. ¡Y no quiero casarme contigo!

– ¡Mejor, porque yo tampoco! -le gritó Adam.

Maggie entró furiosa en el cuarto de baño y le dio con la puerta en las narices. Estuvo allí encerrada dos horas y, cuando salió, Adam estaba en la cama, viendo la televisión, y no le dirigió la palabra. Ninguno de los dos había cenado. Maggie había vomitado, llorando.

– ¿Por eso te mareaste en el barco? -le preguntó Adam, sin mirarla.

– A lo mejor. Pensé que podía ser por eso, y también cuando volvimos. Por eso me he hecho la prueba.

– Al menos no has esperado otros seis meses. Quiero que vayas a un médico -dijo Adam, mirándola al fin. La pobre estaba hecha un asco. Notó que había llorado; tenía los ojos enrojecidos y la cara muy pálida. -¿Tienes médico?

– Una chica del trabajo me ha dado un teléfono -contestó Maggie, sollozando.

– No quiero que vayas a cualquier matasanos. Mañana me enteraré de alguien.

– Y entonces, ¿qué? -preguntó Maggie. Parecía asustada.

– Ya veremos qué dice.

– ¿Y si es demasiado tarde para abortar?

– Entonces ya hablaremos. En ese caso, a lo mejor tengo que matarte. -Lo decía en broma; se había calmado un poco, pero Maggie volvió a estallar en llanto. -Vamos, Maggie, por favor… Claro que no voy a matarte, pero estoy muy disgustado.

– Y yo -repuso Maggie, sollozando. -También es mi niño.

Adam soltó un gruñido y se dejó caer en la cama.

– Maggie, por favor, no es un niño. Es un embarazo, y nada más, de momento.

No quería pronunciar la palabra «feto», y mucho menos la palabra «niño».

– ¿Y adonde nos lleva esto? -preguntó Maggie, sonándose la nariz con un pañuelo de papel.

– Sé adónde nos lleva, y por eso estoy tan disgustado. Vamos, duerme un poco. Ya hablaremos mañana -dijo, apagando el televisor y la lámpara de su mesilla de noche. Era temprano, pero quería dormir. Necesitaba evadirse. Lo que le faltaba. Esas cosas les pasaban a sus clientes, no a él.

– Adam -dijo Maggie en voz baja.

– ¿Qué?

– ¿Me odias?

– Pues claro que no. Te quiero. Es solo que estoy disgustado, porque no ha sido buena idea.

– ¿Qué?

– Quedarte embarazada.

– Ya lo sé. Lo siento. ¿Quieres que me marche?

Adam la miró y sintió lástima. También a ella le iba a resultar difícil, especialmente teniendo en cuenta que eran más de tres meses. Sabía que algunos médicos accedían a hacerlo, pero era mucho más complicado que si se pillaba a tiempo.

– No quiero que te marches. Solo quiero que lo solucionemos, lo antes posible.

Maggie asintió con la cabeza.

– ¿De verdad crees que estaré hecha polvo durante seis meses?

Parecía preocupada. A ella también le daba miedo, más que a él. A Adam le parecía algo de lo más inoportuno, pero ella tenía que enfrentarse al asunto, de una u otra forma, por traumático que le resultara.

– Espero que no -respondió Adam. -Vamos, duerme un poco.

Maggie se pasó la noche dando vueltas en la cama, y cuando Adam se despertó, la oyó vomitar en el cuarto de baño. Se quedó en la puerta, crispado. Parecía que la cosa iba mal.

– Joder -dijo en voz alta, y entró a ducharse y afeitarse en el otro baño, dejando la puerta abierta para ver a Maggie. Ella apareció al cabo de diez minutos. Estaba verde. -¿Te encuentras bien?

– Sí, estupendamente.

Adam le preparó té y tostadas cuando se vistió, le dijo que la llamaría desde el bufete, le dio un beso y se marchó. Y de repente, cuando se dirigía al trabajo, se le pasó por la cabeza una idea espantosa: que Maggie era católica. ¿Y si se negaba a abortar? Eso sí que sería un auténtico lío. ¿Qué iba a decirles a sus hijos? ¿Y a sus padres? No quería ni pensarlo. Hizo todas las llamadas necesarias en cuanto llegó al bufete, y por la tarde llamó a Maggie al bar. Le dio los nombres de dos médicos, por si acaso uno de ellos tenía demasiadas pacientes y no podía atenderla, y le dijo que intentara que le dieran hora lo antes posible.

Maggie llamó a los dos médicos aquel mismo día, diciendo que llamaba de parte de Adam, como él le había indicado, y le dieron hora para el día siguiente por la tarde. Adam se ofreció a acompañarla, pero ella prefirió ir sola. Al menos parecía llevarlo bien, pero apenas se hablaron aquella noche. Estaban los dos demasiado tensos.

La noche siguiente, tras la consulta, Maggie había vuelto ya a casa cuando llegó Adam. Era su día libre, y estaba estudiando.

– ¿Qué tal ha ido?

– Bien.

No levantó la vista.

– ¿Bien? ¿Qué ha dicho?

– Que es un poco tarde, pero que pueden decir que está en juego mi salud mental, por si amenazo con suicidarme o algo por el estilo.

– Entonces, ¿cuándo vas a hacerlo?

Adam parecía aliviado, y Maggie guardó silencio mientras lo miraba con unos ojos enormes a la cara pálida. No tenía buen aspecto.

– No voy a hacerlo.

Adam tardó un buen rato en comprender y se quedó mirándola estupefacto.

– ¿Cómo dices?

– Que no voy a abortar -dijo Maggie lentamente, y Adam vio en su expresión que hablaba en serio.

– ¿Y qué vas a hacer? ¿Darlo en adopción?

Era mucho más complicado y requería más explicaciones, pero Adam estaba dispuesto, si era lo que ella prefería. Al fin y al cabo era católica.

– Voy a tener el niño y a quedármelo. Te quiero, y quiero a tu hijo. Lo he visto en la ecografía. Se mueve, y se estaba chupando el dedo. El embarazo es de tres meses y medio. Dieciséis semanas, calcula el médico, y no voy a deshacerme de él.

– Oh, Dios mío -dijo Adam, desplomándose en el primer sillón que encontró. -Es una locura. ¿Y lo vas a cuidar tú? No voy a casarme contigo, y lo sabes, ¿no? Si crees que es eso lo que va a pasar, lo llevas claro. No pienso volver a casarme, ni contigo ni con nadie, ni con niño ni sin él.

– De todas maneras yo no querría casarme contigo -replicó Maggie, irguiéndose en la silla. -No me hace falta que te cases conmigo. Puedo valerme por mí misma.

Siempre lo había hecho. Estaba aterrorizada, pero no pensaba reconocerlo ante Adam. Había pasado toda la tarde calculando el precio que iba a pagar. No iba a aceptar nada de Adam. Tenía que hacerlo ella sola, incluso si eso significaba dejar el trabajo y las clases nocturnas y acogerse a la segundad social.

– ¿Qué van a pensar mis hijos? -preguntó Adam con expresión de horror. -¿Cómo se lo vamos a explicar?

– No lo sé. Tendríamos que haberío pensado en Yom Kipur.

– Por lo que más quieras, en lo único que pensaba yo en Yom Kipur era en lo mucho que odio a mi madre, no en un niño, -A lo mejor tenía que ocurrir -dijo Maggie, intentando tomárselo con filosofía, pero Adam no quería ni hablar de ello.

– No tendría por qué haber ocurrido. Nos ha pasado por imbéciles.

– Quizá. Pero yo te quiero y, aunque me dejes ahora mismo, voy a tener el niño.

Se había cerrado en banda y no estaba dispuesta a ceder ni un ápice. Tras la ecografía, no quería matar a su hijo.

– Yo no quiero un bebé, Maggie -insistió Adam, intentando razonar con ella.

– Yo no estoy muy segura de quererlo, pero es lo que tenemos. O lo que yo tengo.

Parecía tranquila, pero también desdichada. Era un grave problema, para ambos.

– Me voy a Las Vegas este fin de semana -dijo Adam con tristeza. -Hablaremos cuando vuelva. Dejémoslo pasar hasta entonces. Vamos a pensar un poco más, y a lo mejor cambias de opinión.

– No voy a cambiar de opinión.

Era como una leona defendiendo a su cachorro.

– No seas cabezota.

– Y tú no seas egoísta.

– No soy egoísta. Estoy intentando tomármelo bien, pero tú no me pones las cosas fáciles. No estoy preparado para tener un hijo, eso es todo, Maggie. No quiero volver a casarme, ni tener un hijo. Soy demasiado viejo.

– Eres demasiado egoísta. Preferirías matarlo -dijo Maggie, estallando en llanto.

También Adam sentía deseos de llorar.

– ¡No soy egoísta! -gritó Adam, y Maggie volvió corriendo al baño, para huir de él y para vomitar.

Las cosas no fueron mejor durante el resto de la semana. Evitaron hablar del asunto, pero se cernía sobre ellos como una bomba a punto de estallar. Adam sintió alivio al marcharse a Las Vegas el jueves. Necesitaba salir de allí. Pasó en Las Vegas la noche del domingo, y cuando Maggie volvió del trabajo el lunes la estaba esperando, sentado en un sillón, con cara de resignación.

– ¿Qué tal el fin de semana? -preguntó Maggie, pero no se acercó a darle un beso.

Ella no había salido de casa, y se había quedado dormida llorando todas las noches, pensando que Adam la odiaba, que la dejaría, se quedaría sola con su hijo y no volvería a verlo.

– Bien. He pensado mucho. -A Maggie estuvo a punto de parársele el corazón, esperando el momento en que Adam le dijera que tenía que marcharse de allí. Se avergonzaba de ella. -Creo que deberíamos casarnos. Podrías venir conmigo a Las Vegas la semana que viene. Yo tengo que ir, de todos modos. Nos casamos sin grandes historias y se acabó.

Maggie lo miró con incredulidad.

– ¿Cómo que «y se acabó»? ¿Que yo me marcho pero el niño es legítimo?

Ella había pensado en cientos de posibilidades, sin encontrar ninguna buena. Él sí la había encontrado.

– No. Entonces estamos casados, tenemos el niño, y vivimos nuestra vida. Juntos, y con el niño. ¿Vale? ¿Contenta? -El no parecía muy contento, pero estaba intentando hacer lo más conveniente. -Además, te quiero.

– «Además» yo también te quiero, pero no pienso casarme contigo.

Pronunció aquellas palabras con tranquilidad y decisión.

– ¿Que no? ¿Y por qué? -Estaba perplejo. -Creía que eso era lo que querías.

– Yo nunca he dicho eso. Lo que he dicho es que voy a tener el niño, no que quiera casarme -declaró Maggie con firmeza, mientras Adam la miraba atónito.

– ¿No quieres casarte?

– No.

– Pero ¿y el niño? ¿Por qué no quieres casarte?

– Adam, no voy a obligarte a que te cases conmigo. Y no quiero casarme «sin grandes historias». Cuando me case, quiero que se entere todo el mundo, y casarme con alguien que quiera casarse conmigo porque sí, no porque tenga que hacerlo. Muchas gracias, pero la respuesta es no.

– Dime que estás de broma, por favor -dijo Adam, escondiendo la cara entre las manos.

– No estoy de broma. No voy a pedirte dinero ni a casarme contigo. Sé cuidar de mí misma.

– ¿Vas a dejarme?

La idea parecía horrorizarlo de verdad.

– Claro que no. Te quiero. ¿Por qué iba a dejarte?

– Porque la semana pasada dijiste que era un egoísta.

– Eres egoísta si quieres matar a nuestro bebé, pero no lo eres si me pides que me case contigo. Gracias, pero no quiero, y tú tampoco.

– ¡Yo sí quiero! -Gritó Adam. -¡Te quiero y quiero casarme contigo! -Parecía desesperado, mientras que Maggie parecía cada vez más tranquila. Había tomado una decisión, y Adam lo vio en sus ojos. -Eres la mujer más cabezota que he conocido en mi vida. -Maggie le sonrió, y él se echó a reír. -Menudo cumplido, Maggie. -La estrechó entre sus brazos y la besó, por primera vez desde hacía una semana. -Te quiero. Cásate conmigo, Maggie, por favor. Vamos a casarnos, a tener el niño y a intentar hacer las cosas como es debido.

– Si hubiéramos hecho las cosas como es debido, primero nos habríamos casado y después habríamos tenido el niño. Pero si entonces no querías casarte conmigo, ¿por qué ahora sí?

– Porque vas a tener un hijo -contestó Adam, casi a gritos.

– Pues olvídate. No voy a casarme.

– ¡Joder! -exclamó Adam, y se sirvió un chupito de tequila que se bebió de un trago.

– No puedes beber. Estamos embarazados -dijo Maggie con afectación, y Adam le lanzó una mirada asesina.

– Muy graciosa. A lo mejor soy alcohólico antes de que acabe todo esto.

– No, todo irá bien, Adam -dijo Maggie con dulzura. -Ya lo arreglaremos. Y no tienes que casarte conmigo. Nunca.

– ¿Y si quiero casarme contigo algún día?

Parecía preocupado.

– Entonces nos casaremos, pero ahora mismo no quieres. Lo sabes tan bien como yo, y un día también lo sabría el niño.

– No voy a decírselo.

– A lo mejor sí.

La gente hacía cosas así a veces. «Tuve que casarme con tu madre…» Maggie no quería eso para su hijo. Y tampoco quería aprovecharse de Adam, aunque estuviera dispuesto a cumplir con su deber.

– ¿Por qué tienes que ser tan honrada, joder? Todas las demás mujeres que conozco quieren que les pague las facturas, que me case con ellas, que les encuentre trabajo y que haga montones de cosas por ellas. Tú no quieres nada.

– Exacto. Solo a tu hijo. A nuestro hijo -dijo Maggie con orgullo.

– ¿Ya se sabe qué es? -preguntó Adam con repentino interés. No quería esa criatura, pero si iban a tenerla, estaría bien saber qué era.

– Tengo que volver dentro de dos semanas a hacerme otra ecografía. Entonces me lo dirán.

– ¿Puedo ir contigo?

– ¿Quieres?

– A lo mejor. Ya veremos.

Se había pasado todo el fin de semana pensando que iba a casarse con ella, y de repente casi se sentía decepcionado. Todo en la vida de los dos era muy raro.

– ¿Qué le vas a contar a tu madre? -le preguntó Maggie después de cenar, y Adam movió la cabeza.

– Sabe Dios. Al menos ahora tendrá un buen motivo para refunfuñar. Supongo que le diré que te llevé a la cama el primer día que salimos, y como eres católica, no querrá que me case contigo.

– Qué bonito.

Adam se inclinó, la besó y le sonrío.

– Maggie O'Malley, estás loca. Vas a tener a mi hijo y no quieres casarte conmigo. Pero te quiero, o sea que se vaya todo a tomar por saco. ¡Ya verás cuando se lo cuente a Charlie y Gray!

Volvió a sonreírle y ella se echó a reír. Al terminar la cena hablaron de las vueltas que daba la vida, como la suya, pero los dos parecían felices cuando se acostaron después de recoger los platos. No era lo que querían ni lo que tenían planeado, pero iban a solucionarlo lo mejor posible, a toda costa.

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