La pelea entre Sylvia y Gray por los hijos de ella se prolongó prácticamente hasta Navidades. Gray dormía en su estudio casi todas las noches, y Sylvia no hacía muchos esfuerzos para que se quedara en su casa. Estaba demasiado enfadada con él. Sí, comprendía que tuviera «sus problemas», pero le parecía que en este caso se pasaba, porque ni siquiera quería enfrentarse con ellos. Gilbert iba a llegar al cabo de dos días, y Emily al día siguiente. Y Gray se había cerrado en banda; no aceptaba siquiera verlos.
– ¡Si tanto te afecta, empieza una terapia! -le había dicho a gritos Sylvia en el transcurso de su última pelea. Tenían una pelea casi a diario, y les ponía los nervios de punta a los dos. -¿De qué te sirve tanto libro de autoayuda si no estás dispuesto a hacer nada?
– Sé lo que me hago: respetar mis límites, lo mismo que deberías hacer tú. Conozco mis limitaciones, y las familias me ponen enfermo.
– Pero si tú ni siquiera conoces a la mía.
– ¡Ni falta que me hace! -gritó Gray, y salió corriendo.
Sylvia se sentía profundamente deprimida por lo que había ocurrido y por la actitud de Gray. Llevaban así casi un mes, y había afectado a su relación. Prácticamente había desaparecido la alegría que compartían al empezar a descubrirse mutuamente. Y cuando llegó Gilbert, dos días antes de Navidad, no se veían desde hacía otros tantos días. Sylvia intentó explicárselo a su hijo cuando él le preguntó por Gray, pero incluso a ella le parecía una locura. Como le había dicho a Gray, las personas de su edad supuestamente estaban más cuerdas que todo eso, pero al parecer no era su caso y no hacía nada para controlar sus neurosis. Por el contrario, se deleitaba con ellas, se revolcaba en ellas como un cerdo en el fango.
Para él, lo único bueno era que se sentía tan mal que pintaba más que nunca. No había parado de pintar durante varias semanas y había terminado dos cuadros desde el día de Acción de Gracias, cosa insólita en él. El galerista se mostraba encantado. Las nuevas obras eran extraordinarias. Gray sostenía que cuando mejor pintaba era cuando se sentía desgraciado, y lo estaba demostrando. Se sentía fatal sin Sylvia. Como no podía dormir, pintaba, constantemente, día y noche.
Se encontraba enfrascado en su trabajo una noche, ya tarde, tras la última pelea con Sylvia, cuando sonó el timbre de abajo. Pensó que era Sylvia, que había ido a intentar convencerlo una vez más, y sin preguntar quién era apretó el botón para que entrara. Dejó la puerta abierta y se preparó para otro asalto mientras contemplaba el lienzo con el ceño fruncido. Se había convertido en una especie de juego entre ellos. Sylvia le rogaba que accediera a conocer a sus hijos. Él se negaba. Ella se ponía hecha una fiera, y él también. Era un círculo vicioso. Ella no paraba de insistir, y él se empeñaba en no ceder,
Al oír ruido, miró, esperando ver a Sylvia, pero a quien vio fue a un joven que parecía un espectro.
– Perdón… la puerta estaba abierta. No quería molestarte. Eres Gray Hawk, ¿no?
– Sí. -Gray se quedó pasmado. Quienquiera que fuera aquel joven, parecía enfermo. Llevaba el escaso pelo muy corto, su rostro parecía el de un cadáver, tenía los ojos hundidos y la piel del color del cemento. Daba la impresión de tener cáncer, o algo igualmente grave. Gray no tenía ni idea de por qué estaba en su casa, ni quién era. -¿Quién eres? -Quería preguntarle qué hacía en su casa, pero como había dejado la puerta abierta era culpa suya que se le hubiera colado un desconocido.
El chico respondió sin moverse, en voz baja, como sin fuerzas para añadir nada más:
– Soy Boy.
– ¿Boy? -repitió Gray, como sin entender. Tardó unos segundos en caer en la cuenta, y puso una expresión como si le hubieran pegado un tiro. Palideció y se quedó paralizado. -¿Boy? ¡Dios mío!
Había pensado en él alguna vez, pero hacía siglos que no lo veía. Sus padres habían adoptado a un bebé navajo hacía veinticinco años y le habían impuesto el nombre de Boy. Era él. Gray se acercó lentamente y empezaron a rodarle las lágrimas por las mejillas. Nunca habían estado muy unidos, y había una diferencia de edad de veinticinco años entre ellos, pero Boy era un fantasma del pasado que le había rondado durante toda su vida, y aún seguía haciéndolo. Estaba en la raíz misma de su batalla con Sylvia. Por un momento pensó si no sería una alucinación. Boy parecía un espectro. Lo abrazó y los dos se echaron a llorar, a llorar por lo que podría haber sido, por lo que había sido y por toda la locura que habían experimentado, cada cual a su manera, pero en el mismo sitio y por las mismas razones.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó al fin Gray, con voz entrecortada.
Nunca había hecho el menor esfuerzo por verlo, y seguramente no lo habría hecho si no lo hubiera tenido delante de sus narices en aquel momento.
– Nada, es que quería verte -contestó Boy con sencillez. -Estoy enfermo.
Gray ya se había dado cuenta. Su cuerpo parecía translúcido, como si estuviera a punto de desaparecer, inundado de luz.
– ¿Qué enfermedad tienes? -preguntó Gray con tristeza. Solo el ver a Boy lo devolvía al pasado.
– Tengo sida. Me estoy muriendo.
Gray no le preguntó cómo había contraído la enfermedad. No era asunto suyo.
– Lo siento -dijo con toda sinceridad. Se miraron con cariño. -¿Vives aquí, en Nueva York? ¿Cómo me has encontrado?
– Busqué tu nombre en la guía de teléfonos. Vivo en Los Ángeles. -No perdió tiempo explicándole su vida a Gray. Se limitó a añadir: -Solo quería verte… una vez… Por eso he venido. Vuelvo mañana.
– ¿En Navidad?
Parecía muy triste viajar en un día así.
– Estoy en tratamiento, y tengo que volver. Ya sé que te parecerá una estupidez, pero es que quería decirte adiós.
La verdadera tragedia consistía en que en realidad nunca se habían dicho hola. Gray solo lo había visto en dos ocasiones, cuando Boy era un niño, y después otra vez, en el funeral de sus padres. Desde entonces ni lo había visto ni había sentido el menor deseo de verlo. Se había pasado toda una vida cerrándole las puertas al pasado, y de repente aquel chico había metido un pie y le impedía cerrarla, e incluso la abría aún más con sus enormes ojos hundidos.
– ¿Estás bien? ¿Necesitas algo?
A lo mejor necesitaba dinero. No es que Gray tuviera mucho, pero el joven negó con la cabeza.
– No, gracias. Estoy bien.
– ¿No tienes hambre?
Gray sentía que tenía que hacer algo por él, y le preguntó si le apetecía salir a tomar algo.
– Estaría bien. Estoy en un hotel aquí cerca. Sí, podríamos salir a tomar un bocadillo o algo.
Gray se puso el abrigo y pocos minutos después estaban en la calle. Entraron en un restaurante de comida rápida, y Gray invitó a Boy a un sándwich de carne y una Coca-Cola. No quería nada más. Él pidió un café y una rosquilla, y hablando, hablando, empezaron a adentrarse en el pasado, cada cual con su versión. Para Boy había sido distinto, porque sus padres ya eran mayores y no se movían tanto, pero seguían estando igual de locos. Cuando murieron volvió a vivir en la reserva india, después se fue a Alburquerque y por último a Los Ángeles. Dijo sin ambages que se había prostituido a los dieciséis años, y que había llevado una vida de pesadilla. Lo que le sorprendía a Gray era que Boy siguiera vivo. Los recuerdos se le agolparon al mirarlo, intentando comprender lo sucedido. Apenas se conocían, pero lloraron juntos, cogidos de la mano. Boy lo miró a los ojos y le besó las yemas de los dedos.
– No me preguntes por qué, pero tenía que verte. Supongo que quiero saber que al menos una persona en este mundo me recordará cuando muera.
– Siempre me he acordado de ti, a pesar de que la última vez que te vi no eras más que un crío.
Para él solo había sido un nombre, y de repente era una cara, un corazón, un alma, otra persona más que iba a perder y por la que llorar. No lo había deseado, pero le había llegado, como si le hubieran hecho un regalo. Aquel chico había recorrido casi cinco mil kilómetros para verlo y despedirse de él.
– Y seguiré acordándome de ti -añadió Gray con dulzura, grabándolo en su memoria. Sabía que algún día pintaría un retrato de él, y así se lo dijo.
– Pues sí me gustaría -repuso Boy. -Así la gente siempre podría verme. No le tengo miedo a la muerte. No quiero morirme, pero qué le vamos a hacer. ¿Crees en el cielo?
– No sé en lo que creo -contestó Gray con franqueza. -Quizá en nada. O a lo mejor en Dios, pero para mí tiene una forma muy libre.
– Yo sí creo en el cielo, y en que las personas volveremos a encontrarnos allí.
– Pues esperemos que no -replicó Gray, riéndose. -Yo he conocido a muchas personas que no me gustaría volver a ver. A nuestros padres, sin ir más lejos. -Si es que se los podía llamar así.
– ¿Eres feliz? -le preguntó Boy, que parecía irreal, etéreo, transparente.
Estar allí con él era como un sueño, y Gray no supo qué contestarle. Era feliz hasta hacía poco. Llevaba un mes muy mal, por las gilipolleces con Sylvia. Se lo contó a Boy.
– ¿Por qué tienes miedo de conocerlos?
– ¿Y si no les caigo bien, o no me caen bien ellos a mí? Entonces Sylvia empezaría a odiarme. ¿Y si nos caemos bien y me encariño con ellos y de pronto Sylvia y yo rompemos? Entonces no volvería a verlos, o si los veo a ellos no veo a Sylvia. ¿Y si son unos puñeteros niños mimados y nos hacen la vida imposible? Es todo demasiado complicado, y ya tengo suficientes quebraderos de cabeza.
– ¿Y qué te queda sin los quebraderos de cabeza? ¿Qué sería de tu vida sin Sylvia? Si te niegas a conocer a sus hijos, la perderás. Ella los quiere, y me da la impresión de que también te quiere a ti.
– Y yo la quiero, pero no a sus hijos, porque no me da la gana.
– ¿A mí me quieres? -preguntó Boy, y de repente a Gray se le vino a la cabeza el Principito, de Saint-Exupéry, que muere al final de libro. Y, sin saber por qué, le contestó con sinceridad, como si fueran hermanos y amigos de toda la vida.
– Sí, pero hasta esta noche no te quería. No te conocía, ni quería conocerte. Me daba miedo, pero ahora sí. O sea, que sí te quiero.
No había querido conocerlo durante todos aquellos años, ni siquiera verlo. Tenía miedo al dolor de preocuparse por él, de tener una familia. Lo único que sabía Gray era que las familias hacían daño y acababan por decepcionarte. Pero Boy no lo había decepcionado; había ido a verlo, en un gesto de cariño, le había ofrecido el regalo de amor que nadie le había dado en su familia. Era doloroso y hermoso a la vez, como solo puede serlo el amor.
– ¿Y por qué me quieres, Gray? ¿Porque me estoy muriendo? -preguntó Boy con aquellos ojos penetrantes que llegaban al alma.
– No. Porque tú eres mi familia -contestó Gray con voz entrecortada, sin poder contener las lágrimas. Se le habían abierto las puertas del corazón, de par en par. -Eres lo único que me queda.
Se sintió mejor al confesarlo, y los dos hombres se apretaron con fuerza las manos.
– Yo no voy a durar mucho -dijo Boy con naturalidad. -Y entonces solo te quedará Sylvia. Bueno, y sus hijos. Es lo único que tienes. Y a mí.
No era demasiado, y Gray lo sabía. Para llevar cincuenta años en este planeta, no era gran cosa. Por locos que estuvieran, sus padres habían tenido más. Habían adoptado a tres niños, que habían resultado un desastre, pero al menos habían hecho todo lo que estaba en sus manos, dentro de sus limitadas posibilidades. Se tenían el uno al otro, y a todas las personas con las que habían estado en contacto en su vida errante. Incluso los cuadros de Gray y el sufrimiento que los inspiraba eran en cierto modo el producto de las dos personas que los habían adoptado. Habían hecho mucho, más de lo que Gray había querido reconocer hasta entonces. Sus padres estaban medio locos y tenían sus limitaciones, pero al menos habían hecho un esfuerzo. Y también Boy. En comparación, Gray pensaba que había hecho muy poco con su vida emocional, hasta la aparición de Sylvia, y resultaba que también le estaba imponiendo límites a eso y haciéndole daño a ella porque tenía miedo. No: estaba aterrorizado.
– Te quiero, Boy -susurró Gray, mientras seguían cogidos de la mano.
No le importaba quién pudiera verlos ni lo que pudieran pensar. De repente había dejado de sentir miedo por todo lo que lo atemorizaba desde hacía tanto tiempo. Boy era el último símbolo viviente de la familia de la que Gray llevaba años huyendo.
– Yo también te quiero -dijo Boy.
Cuando al fin se levantaron, Boy parecía agotado, y con frío. Temblaba, y Gray le puso su abrigo. Era el mejor que tenía. Lo había cogido descuidadamente al salir de casa, pero parecía el gesto adecuado para el hermano moribundo que nunca había llegado a conocer. Deseó que hubiera ido a verlo antes, pero nunca se le había pasado por la cabeza, o en realidad sí, pero era él quien había rechazado la idea. En aquel momento se dio cuenta de que lo había rechazado todo, de que había huido de la vida para que no volvieran a hacerle daño. Su familia era el símbolo de todos sus temores, y Boy empezaba a disipar esos temores.
– ¿Por qué no te quedas esta noche conmigo? -dijo. -Yo puedo dormir en el sofá.
– No, me voy al hotel -repuso Boy, pero Gray no estaba dispuesto. Fueron al hotel a recoger sus cosas y volvieron a casa de Gray. Boy dijo que tenía que salir antes de las nueve de la mañana para coger el avión.
– Yo te despierto -le prometió Gray. Lo arropó con cariño y le dio un beso en la frente. Era casi como si Boy fuera su hijo, El chico le dio las gracias y se quedó dormido antes de que Gray cerrase la puerta.
Gray se pasó toda la noche trabajando. Dibujó bocetos de Boy, docenas, para no olvidar ni un solo detalle de su rostro, y empezó a bosquejar un cuadro. Tenía la sensación de estar librando una carrera contra la muerte. No se acostó en toda la noche, despertó a Boy a las ocho y le preparó unos huevos revueltos. Boy se tomó la mitad y un poco de zumo, y dijo que tenía que marcharse. Iba a tomar un taxi para ir al aeropuerto, pero Gray dijo que quería acompañarlo, y Boy le sonrió. Tenían que llegar allí a las diez para el vuelo que salía a las once.
Después de facturar se quedaron juntos hasta que anunciaron el vuelo. Boy se asustó unos momentos, pero Gray lo estrechó entre sus fuertes brazos, y se echaron a llorar. Derramaron aquellas lágrimas no solo por el presente, sino por el pasado perdido, por todas las oportunidades que habían desaprovechado y que habían intentado recuperar en una sola noche. Y en cierto modo lo habían conseguido, los dos.
– Vamos, todo irá bien -dijo Gray, pero ambos sabían que no sería así, a menos que fueran ciertas las teorías de Boy sobre el cielo. -Te quiero, Boy. Llámame.
– Sí, te llamaré.
Pero Gray sabía que quizá no lo hiciera. Quizá aquel fuera el último momento, la última vez que se veían, que estaban en contacto. Y, tras haberle abierto su corazón, a Gray le iba a doler mucho, pero en aquel caso era una herida limpia, la cuchillada de la pérdida. Era como si le amputaran un miembro con cirugía, no como si se lo arrancaran.
– ¡Te quiero! -gritó Gray cuando Boy estaba a punto de subir al avión, y lo repitió una y otra vez para que lo oyera. Cuando llegó a la escalerilla, Boy se dio la vuelta, sonrió, saludó con la mano y desapareció. El Principito se esfumó, y Gray se quedó allí, llorando.
Deambuló por el aeropuerto largo rato. Tenía que reflexionar y recuperarse un poco. Boy era lo único en lo que podía pensar, y en las cosas que le había dicho. ¿Y si jamás hubiera existido, y si él no hubiera vuelto a verlo? ¿Y si no hubiera recorrido tan largo camino para verlo? Parecía un mensajero de Dios.
Ya era mediodía cuando Gray llamó a Sylvia por el móvil. Llevaba dos días sin hablar con ella, y toda la noche sin dormir.
– Estoy en el aeropuerto -dijo con voz ronca.
– Y yo. -Sylvia parecía sorprendida. -¿Dónde estás tú?
Gray le dijo en qué terminal se encontraba, y Sylvia dijo que ella estaba en el internacional, para recoger a Emily. Era Nochebuena.
– ¿Pasa algo?
Sí. No. Había pasado, pero ya estaba todo bien. No estaba bien, nunca lo había estado, pero él sí. Se sentía sano por primera vez en su vida.
– ¿Y qué haces en el aeropuerto? -preguntó Sylvia.
Empezaba a preocuparse, pensando que a lo mejor Gray se iba a algún sitio. Su relación estaba destrozada.
– He venido a despedir a mi hermano.
– ¿Cómo que a tu hermano? Si no tienes hermanos…
Y de repente lo recordó, y le pareció una locura, como en realidad lo era.
– Boy, Ya te lo contaré. ¿Dónde estás?
Sylvia se lo repitió, y Gray colgó.
Sylvia lo vio cruzando la terminal. El pobre iba hecho un asco, con unos vaqueros y un jersey viejos y una chaqueta que tendría que haber tirado hacía años. Boy se había llevado su abrigo, y Gray se alegraba de haber podido darle algo. Gray parecía un loco, o un artista, con aquellos pelos de punta, como si llevara días sin peinarse. Y de pronto estrechó a Sylvia entre sus brazos, los dos se echaron a llorar y él le dijo que la quería. Seguían abrazados cuando Emily salió de la aduana y al ver a su madre puso una sonrisa de oreja a oreja.
Sylvia los presentó y, aunque Gray estaba un poco nervioso, le estrechó la mano a Emily con una sonrisa. Le preguntó qué tal le había ido el viaje y le cogió la maleta. Echaron a andar por el aeropuerto, Gray con un brazo sobre los hombros de Sylvia y Emily de la mano de su madre. Fueron a casa de Sylvia; Gray saludó a Gilbert, y Sylvia preparó la comida. Por la noche, Gray la ayudó a hacer la cena, y después le contó lo de Boy, ya en la cama. Se pasaron muchas horas hablando, y a la mañana siguiente se dieron los regalos. Gray no le había comprado nada a Sylvia, pero a ella no le importó. Los chicos pensaron que Gray era un poco rarito, pero les cayó bien. Y, lo más sorprendente, a Gray también le cayeron bien. Boy tenía razón.
Un amigo de Boy llamó a Gray la noche de Navidad. Boy había muerto, y aquel amigo quería enviarle su diario y algunas cosas. A la mañana siguiente Sylvia y sus hijos se fueron a Vermont, y Gray los acompañó. Un día, al atardecer, Gray salió a ver la nieve y se puso a contemplar las montañas. Sintió la cercana presencia de Boy, e incluso oyó su voz. Después volvió lentamente a la casa en la que Sylvia lo estaba esperando. Al verlo, en el porche, Sylvia sonrió, Y aquella noche, contemplando el cielo y las estrellas junto a Sylvia, Gray pensó en Boy y en el Principito.
– Está ahí arriba, no sé dónde -dijo con tristeza.
Sylvia asintió y volvieron a la casa abrazados.