A pesar del deseo de parecer más indiferente, Gray llamó a Sylvia la misma noche que volvió a Nueva York, el primero de septiembre. Era el puente del día del Trabajo, y pensó que a lo mejor estaría fuera. Comprobó aliviado que no era así. Sylvia pareció sorprenderse al oír su voz, y Gray se preguntó si la habría oído mal, o interpretado mal, si estaría haciendo lo que no debía.
– ¿Estás ocupada? -preguntó nervioso. Sylvia parecía distraída y no muy contenta.
– Nos perdona. Es que se me sale el agua en la cocina y no tengo ni idea de qué hacer con el maldito chisme.
En su edificio todo el mundo se había marchado durante el puente.
– ¿Has llamado al vigilante?
– Sí, pero su mujer va a dar a luz esta noche. Y el fontanero al que he llamado dice que no puede venir hasta mañana por la tarde, a doble precio porque estamos en vacaciones. Y el vecino de abajo me ha llamado para decirme que está goteando por el techo de su casa.
Parecía desesperada, algo que al menos le resultaba conocido a Gray. Su especialidad eran las damas en apuros.
– ¿Qué ha pasado? ¿Ha empezado así por las buenas o has hecho algo?
La fontanería no era su especialidad, pero tenía idea del funcionamiento mecánico de las cosas, y Sylvia no. Los arreglos de fontanería eran una de las pocas cosas que no sabía hacer.
– Pues… -se rió, avergonzada, -la verdad es que se me cayó un anillo por el fregadero e intenté desmontar el dichoso trasto antes de que acabara en las alcantarillas de Manhattan. Rescaté el anillo, pero no sé qué pasó después que no fui capaz de volver a montarlo rápidamente y tengo una buena inundación. No tengo ni idea de qué hacer.
– Dejar el apartamento. Buscar otro inmediatamente -le propuso Gray, y Sylvia se rió.
– Gracias por tu ayuda. Creía que eras experto en rescates. Ya veo que no.
– Yo soy especialista en mujeres neuróticas, no en fontanería. Tú estás demasiado sana. Avisa a otro fontanero. -De repente se le ocurrió una idea mejor. -¿Quieres que vaya?
Acababa de llegar del aeropuerto, hacía diez minutos. Sin molestarse siquiera en mirar el correo, había ido directamente al teléfono para llamarla.
– No sé por qué, pero me da la impresión de que tú tampoco sabes qué hacer. Además, estoy hecha un asco. Ni siquiera me he peinado.
Había pasado todo el día en casa, atendiendo el papeleo y haciendo el crucigrama del Times del domingo. Era uno de esos días de vagancia, sin nada importante que hacer. A veces era agradable quedarse en la ciudad mientras todos los demás estaban fuera, aunque al final del día la soledad normalmente podía con ella, sin nadie con quien hablar, por lo que le gustó oír la voz de Gray.
– Yo también estoy hecho un asco. Acabo de bajarme del avión. Además, seguro que tú tienes mejor aspecto de lo que crees. -¿Cómo iba a estar ella hecha un asco? Solo se la podía imaginar preciosa, incluso sin peinar. -Mira, tú te peinas y yo me ocupo del fregadero. O yo te puedo peinar y tú ocuparte del fregadero. Podemos hacer turnos.
– Estás loco -replicó Sylvia, divertida. Había sido un domingo de aburrimiento y soledad en un fui de semana festivo, y le encantaba hablar con él. -Vale. Si arreglas el fregadero, yo te invito a pizza. O a comida china, lo que prefieras.
– Decide tú. Yo he comido en el avión. Voy a ponerme la ropa de fontanero y estaré allí dentro de diez minutos. Aguanta hasta entonces.
– ¿Estás seguro?
Sylvia parecía un poco avergonzada, pero contenta.
– Estoy seguro.
Era una forma sencilla de volver a verse. Sin angustia, sin preocuparse por ponerse la ropa adecuada, sin las incomodidades de la primera cita, A Sylvia se le inundaba el fregadero y estaba sin peinar. Gray se lavó la cara, se cepilló los dientes, se afeitó, se puso una camisa limpia y salía por la puerta al cabo de diez minutos. Diez minutos después estaba ante la puerta de Sylvia, que vivía en un loft al sur de su casa, en el SoHo. Habían renovado el edificio y tenía un aire muy elegante. Sylvia vivía en la última planta, y las obras de arte que Gray empezó a ver nada más salir del ascensor parecían serias e impresionantes. No eran del mismo estilo que el suyo, pero sabía que eso era lo que Sylvia vendía. Su colección privada contaba con grandes pintores, que a Gray le llamaron la atención inmediatamente. Por el aspecto del apartamento, saltaba a la vista que tenía muy buen gusto.
Sylvia se había tomado las mismas molestias que él: se había lavado la cara, peinado, cepillado los dientes y se había puesto una camiseta limpia. Por lo demás, iba descalza, en vaqueros, y al ver a Gray pareció alegrarse. Le dio un rápido abrazo y lo miró de pies a cabeza.
– No tienes pinta de fontanero.
– Lo siento, es que no he encontrado el mono. Tendrás que conformarte con esto. -Llevaba zapatos buenos y vaqueros limpios. -¿Has cerrado la llave de paso del agua? -preguntó mientras Sylvia lo llevaba hacia la cocina. Era todo de granito negro y cromo, un sitio precioso, y Sylvia le dijo que ella había diseñado la mayor parte.
– No -contestó Sylvia, perpleja. -No sé cómo se hace.
– Vale -dijo Gray en un murmullo, y se metió debajo del fregadero. Caía un chorro de agua hasta el armario, y Sylvia había puesto toallas en el suelo. Gray se arrodilló para buscar la llave de paso y le pidió a Sylvia una llave inglesa. Ella se la dio, y un minuto más tarde dejó de salir el agua. Problema resuelto, o al menos bajo control, de momento. Gray se levantó con una amplia sonrisa y los pantalones mojados de rodillas para abajo.
– Eres un genio. Gracias. -Sylvia le devolvió la sonrisa y después miró los pantalones. -Vaya, te has puesto perdido. Me ofrecería a secártelos, pero a lo mejor resultaba un poco descarado pedirte que te los quitaras en nuestra primera cita. Ya he perdido un poco la práctica, pero probablemente no es lo más correcto. -Por otra parte, sabía que si no lo hacía lo pasaría mal durante toda la cena con los pantalones empapados. Y además, pensó, y no se equivocaba, que estaría cansado del viaje y que no le apetecía sentirse incómodo. -Bueno, a lo mejor deberíamos dejar a un lado el protocolo de la primera cita por una vez. Quítate los pantalones y los meteré en la secadora. Voy a buscar una toalla. Podemos pedir una pizza.
Volvió a los cinco minutos con una toalla de baño blanca, suave, esponjosa, lujosa. Le indicó el baño de invitados para que se cambiara. Gray salió enseguida con los vaqueros en la mano y la toalla alrededor de la cintura. Tenía un aspecto curioso con la toalla, la camisa y calcetines y zapatos.
– Me siento un poco ridículo -reconoció con una sonrisa avergonzada, -pero supongo que me sentiría más ridículo cenando en calzoncillos.
Sylvia se echó a reír, y Gray la siguió al salón, una habitación enorme llena de cuadros y esculturas. Era una colección increíble. Observó que había varias obras de artistas importantes.
– ¡Vaya! Tienes unas cosas fantásticas.
– Llevo años coleccionándolas. Algún día se las dejaré a mis hijos.
Las palabras de Sylvia le recordaron que no era tan sencillo como parecía, al menos para él. La sola mención de los hijos lúe como si resonara un trueno. Nunca había querido relacionarse con una mujer que tuviera hijos, pero Sylvia era distinta. Todo en ella era diferente de las mujeres que había conocido, y quizá también lo fueran sus hijos. Al menos, no eran de él. Sentía un terror psicótico hacia los niños, o una especie de fobia. No sabía a ciencia cierta qué significaba, pero sí que no era nada bueno.
– ¿Dónde están? -preguntó, mirando a su alrededor con nerviosismo, como si esperase que saltaran de un armario y se abalanzasen sobre él, como serpientes o pit bulls. Sylvia vio su expresión y le hizo gracia.
– En Europa, ¿recuerdas? Donde viven. En Oxford y en Florencia, No vendrán hasta Navidades. Estás a salvo. Aunque a mí me gustaría que estuvieran aquí.
– ¿Lo pasaste bien en el viaje con ellos? -preguntó Gray con cortesía mientras Sylvia iba a la cocina para poner la secadora y regresaba al salón.
– Muy bien. ¿Y tú? ¿Qué tal el resto del viaje? Se sentó en el sofá y Gray en un enorme sillón de cuero negro, frente a ella. Estaba preciosa, descalza y en vaqueros, y Gray feliz de verla, más feliz de lo que se sentía desde hacía años. La había echado en falta, algo que le parecía una locura. Apenas la conocía, pero durante las últimas semanas del viaje no había dejado de pensar en ella.
– Estupendo -contestó Gray, sentado en el sillón de cuero con la toalla enrollada, mientras Sylvia intentaba no reírse al mirarlo. Parecía absurdo, vulnerable y encantador. -Bueno, en realidad no -se corrigió. -Estuvo bien, pero no tanto como en Portofino y Cerdeña contigo. Pensé mucho en ti cuando te fuiste. -Yo también he pensado en ti -reconoció Sylvia, y le sonrió. -Me alegro de que hayas vuelto. No esperaba que me llamaras tan pronto.
– Yo tampoco. O bueno, sí. Quería llamarte en cuanto volviera.
– Me alegro de que hayas llamado. Por cierto, ¿qué clase de pizza quieres?
– ¿Cuál te gusta a ti?
– Todas. De salchichón, pesto, albóndigas, sencilla…
– Pues con todo eso -repuso Gray, mirándola. Sylvia parecía sentirse a gusto en sus dominios.
– Voy a pedirla con todo, menos anchoas. Detesto las anchoas -dijo Sylvia al salir de la habitación.
– Yo también.
Sylvia fue a ver cómo iba la secadora, volvió con los vaqueros de Gray y se los dio.
– Póntelos. Voy a encargar la pizza. Gracias por arreglarme el fregadero.
– No te lo he arreglado -le recordó. -Solo he cortado la llave de paso para que no salga agua. Tendrá que venir un fontanero el martes.
– Ya lo sé.
Le sonrió y Gray fue al cuarto de baño, con los pantalones en la mano. Volvió y le dio la toalla a Sylvia, doblada, y ella pareció sorprenderse.
– ¿Pasa algo?
– Que no has dejado la toalla tirada en el suelo. ¿Qué te pasa a ti? Pensaba que era lo que hacían todos los hombres.
Volvió a sonreírle, y él le devolvió la sonrisa. A Gray le había preocupado un poco ver el sobresalto de Sylvia al devolverle la toalla. El apartamento estaba tan impecable que no se le ocurrió otra cosa sino dársela bien doblada.
– ¿Quieres que vuelva al baño y la deje en el suelo? Sylvia negó con la cabeza y llamó para encargar la pizza. Después le ofreció a Gray un vaso de vino. Tenía varias botellas de un excelente vino de California en la nevera y abrió una de ellas. Era Chardonnay, y a Gray le pareció delicioso cuando lo cató.
Volvieron al salón. En esta ocasión Sylvia se sentó junto a Gray en el sofá, no enfrente, al otro lado de la mesita de cristal como antes. Gray sintió la imperiosa necesidad de acercarla más a él, pero aún no estaba preparado para eso, y Sylvia tampoco. Notaba que ambos se sentían incómodos. Apenas se conocían y llevaban varias semanas sin verse.
– A mí tampoco me pareces precisamente normal y corriente -dijo Gray en respuesta al asombro de Sylvia por no haber dejado tirada en el suelo una toalla blanca y limpia. -Si lo fueras, te habría dado una especie de ataque de nervios por lo del agua que se te salía del fregadero, o incluso me habrías dicho que yo tenía la culpa o que tu último novio o tu ex marido está haciendo algo que te aterroriza porque nos quiere ver muertos a los dos. Y en cualquier momento podría subir por la escalera de incendios pistola en mano.
– No hay escalera de incendios -replicó Sylvia como pidiendo perdón y riéndose de lo que acababa de decir Gray. No podía ni imaginarse con qué clase de mujeres se había relacionado, y Gray tampoco lo entendía.
– Eso simplifica las cosas -dijo Gray en voz baja, fascinado. -Me encanta tu casa, Sylvia. Es preciosa, elegante y sencilla, como tú.
No era pretenciosa, ni vistosa, pero todo en ella tenía estilo y una gran calidad.
– A mí también me gusta. Aquí hay un montón de tesoros que significan mucho para mí.
– Lo comprendo -dijo Gray, pensando que Sylvia estaba convirtiéndose para él en un tesoro muy importante.
Al verla de nuevo, se había dado cuenta de que le gustaba aún más que antes. Verla donde vivía tenía un significado muy real. Era distinto de verla en los restaurantes o en el barco de Charlie. Entonces le había parecido guapísima y atractiva, pero en aquellos momentos era más real.
Hablaron de la galería de Sylvia y de los pintores a los que representaba mientras esperaban la pizza.
– Me encantaría ver tu obra -dijo Sylvia pensativamente, y Gray asintió con la cabeza.
– A mí también me gustaría que la vieras, pero no son la clase de cuadros que tú sueles exponer. -¿Qué galería tienes?
Sylvia sentía curiosidad, porque Gray nunca se lo había mencionado, y él contestó encogiéndose de hombros.
– De momento ninguna. Estaba muy descontento con la última. Tengo que hacer algo para encontrar otra, pero no hay prisas, porque aún no tengo suficientes obras para una exposición. En ese momento llegó la pizza, y pagó Sylvia, aunque Gray se ofreció a hacerlo. Ella le dijo que eran sus honorarios por haberle solucionado la avería. Se sentaron a la mesa de la cocina, Sylvia apagó las luces, encendió unas velas y sirvió la pizza en unos bonitos platos italianos. Todo lo que hacía y tocaba Sylvia, todo cuanto era suyo desprendía elegancia, estilo, como ella misma, con una sencilla cola de caballo, vaqueros y descalza. Llevaba las mismas pulseras de turquesa que Gray le había visto en Italia.
Estuvieron allí un buen rato, tomando la pizza y el vino y charlando sobre esto y aquello. Sencillamente les gustaba estar juntos, y Sylvia se alegró de que Gray hubiera ido a ayudarla. Eran las diez cuando Gray tuvo que reconocer que empezaba a afectarlo el desfase horario. Entre eso y el vino se estaba quedando dormido. Se levantó de la mesa con pesar y ayudó a Sylvia a meter los platos en el lavavajillas, aunque Sylvia le dijo que ya lo haría ella cuando se marchara. A Gray le gustaba ayudarla, y se dio cuenta de que para ella no era algo habitual. Estaba acostumbrada a hacerlo todo sola, durante toda su vida. Pero resultaba más agradable hacer las cosas juntos, y Gray lamentó tener que marcharse. Le gustaba estar con Sylvia, y cuando se volvió hacia ella, se dio cuenta de que lo estaba mirando.
– Gracias por venir a ayudarme, Gray. Te lo agradezco. La cocina sería una piscina si no hubieras cortado el agua.
– Ya lo habrías averiguado tú. Ha sido una excusa estupenda para verte -dijo Gray con toda sinceridad. -Gracias por la pizza y la buena compañía.
Se acercó, la abrazó y le dio un beso en cada mejilla; después la miró, todavía abrazándola, preguntándose si sería aún demasiado pronto. En sus ojos había un interrogante, al que Sylvia contestó. La acercó hacía sí y sus labios se encontraron, y no se podía saber si ella lo besaba a él o él a ella, pero ya no importaba. Estaban estrechamente abrazados, tras lo mucho que se habían añorado el uno al otro durante las últimas semanas y el vacío en el que habían vivido durante meses y años. Fue un beso inacabable, vivificante, que los dejó sin aliento. Y cuando después Gray la retuvo entre sus brazos, Sylvia apoyó su cara contra la de él.
– Vaya -Susurró Sylvia. -No me esperaba que fuera a pasar… Creía que solo habías venido a arreglarme el fregadero.
– Yo sí me lo esperaba -replicó Gray, también en un susurro. -Quise hacerlo en Italia, pero pensé que era demasiado pronto.
Sylvia asintió, sabiendo que probablemente lo hubiera sido. Quería acostarse con él, pero también sabía que era demasiado pronto, según todas las normas. Se conocían desde hacía apenas un mes, y no se veían desde hacía semanas. Cada cosa a su tiempo, se dijo. Aún saboreaba aquel primer beso, y justo cuando estaba pensando en él, Gray volvió a besarla. En esta ocasión fue más apasionado, y, sin poder evitarlo, Sylvia se preguntó cuántas veces habría hecho lo mismo con otras mujeres, cuántos líos habría tenido, cuántas mujeres locas habrían entrado en su vida para que las rescatara, cuántas veces habría acabado con una para volver a empezar con otra. Llevaba toda una vida de relaciones absurdas, corno un carrusel de mujeres, mientras que ella solo había amado a dos hombres. Y, además, a él aún no lo amaba, aunque pensaba que podría hacerlo algún día. Había algo en Gray que le hacía desear que se quedara, que no se marchara. Como el hombre que fue a cenar a una casa y ya no se marchó, sino que se mudó allí.
– Debería marcharme -dijo Gray en un tono tan delicado y sensual que solo de escucharlo ella se excitó.
Sylvia asintió con la cabeza, pensando que debía decir que sí, pero no lo dijo. Le abrió la puerta, y Gray vaciló.
– Si mañana abro la llave de paso del agua, ¿vendrás a cerrarla? -susurró Sylvia.
Lo miró con expresión inocente, el pelo un poco alborotado, los ojos soñadores, y él se echó a reír.
– Podría abrirla ahora mismo, y así tendríamos una excusa para que me quedara -repuso Gray esperanzado.
– No me hace falta ninguna excusa, pero creo que no deberíamos -dijo Sylvia con recato.
– ¿Y por qué?
Gray estaba jugueteando con el cuello de Sylvia y rozándole tentadoramente la cara con los labios. Ella le pasó las manos por el pelo y lo estrechó contra sí.
– Creo que existen ciertas reglas, no sé dónde, para situaciones como esta. Creo que dicen que no se debe uno acostar con el otro en la primera cita, después de haber comido pizza y arreglado un fregadero.
– Vaya, de haberlo sabido, no habría arreglado el fregadero ni habría comido pizza.
Gray le sonrió y volvió a besarla. No recordaba haber deseado tanto a una mujer, y comprendió que ella lo deseaba igualmente pero pensaba que no debía. Estaba saboreando el momento y disfrutando de él.
– ¿Nos vemos mañana? -preguntó Sylvia en voz baja, casi con coquetería, y a Gray le sorprendió darse cuenta de que le gustaba, le gustaba esperarla, aguardar el momento adecuado, fuera cuando fuese. Para él ya había llegado, pero estaba dispuesto a esperar, si así lo prefería Sylvia. Merecía la pena esperarla. Llevaba cincuenta años esperándola.
– ¿En tu casa o en la mía? -susurró. -Me gustaría que vinieras a la mía, pero está hecha un asco. Llevo un mes fuera, y no la ha limpiado nadie. A lo mejor este fin de semana. ¿Y si vuelvo aquí mañana a ver qué tal va el fregadero?
La galería estaría cerrada durante el puente del día del Trabajo, y Sylvia tenía pensado trabajar en casa. No tenía nada más que hacer al día siguiente.
– Voy a estar aquí todo el día. Ven cuando quieras. Haré la cena.
– Cocinaré yo. Te llamo por la mañana.
Volvió a besarla y se marchó. Sylvia cerró la puerta y se quedó mirándola en silencio. Gray era un hombre extraordinario, y había sido un momento mágico. Entró en su dormitorio, como si lo viera por primera vez, y se preguntó qué aspecto tendría con Gray en él.
Y cuando Gray salió a la calle y llamó un taxi, tuvo la sensación de que su vida había cambiado por completo en una sola tarde.