Gray y Sylvia pasaron un fin de semana de Acción de Gracias muy tranquilo. Ella fue a la galería el sábado, y después hizo unos recados. Gray fue a su estudio a pintar, y el domingo se quedaron en la cama, con las páginas de The New York Times desparramadas por todos lados. Gray ayudó a Sylvia con el crucigrama, hicieron el amor y volvieron a dormirse.
No tenían noticias de Charlie desde la cena, y esperaban que hubiera seguido su consejo, pero no lo sabían. El domingo por la mañana había diez centímetros de nieve en la calle, y por la noche Sylvia preparó la cena mientras Gray leía un libro en el salón. Estaban cenando tranquilamente, charlando, cuando de repente Gray le preguntó cuándo iban a llegar sus hijos. No había pensado en el asunto hasta entonces, y cuando lo preguntó parecía preocupado. Sylvia sabía que le angustiaba conocerlos y que pudieran no aceptar la relación que mantenían.
– Creo que unos días antes de Navidad. Gilbert me ha dicho que el veintitrés, pero Emily nunca concreta nada. Cogerá un avión en el último momento y aparecerá aquí como un ciclón. Es lo que hace siempre.
– Eso es lo que me da miedo -dijo Gray, angustiado. -Sylvia, no me parece buena idea.
– ¿Cómo? ¿Que no vengan mis hijos en Navidad? No lo dirás en serio. -Se quedó atónita. Sus hijos eran, y siempre ha nos. No estaba dispuesto a hacer ningún esfuerzo por conocer a sus hijos, ni a formar parte de su vida, una parte que, a ojos de Sylvia, era muy importante. -Quería que vinieras a esquiar con nosotros -dijo, desilusionada. Había alquilado una casa preciosa en Vermont.
– No sé esquiar -replicó Gray, sin dar su brazo a torcer.
– Ni yo, pero ellos sí, y siempre lo pasamos bien juntos.
– También lo pasaréis bien este año. Yo no estaré allí, eso es todo.
– ¡Eres una mierda de tío! -exclamó Sylvia.
Entró en el dormitorio y dio un portazo. Y cuando salió, al cabo de dos horas, Gray había vuelto a su estudio, donde pasó la noche por primera vez desde hacía tres meses. Era una situación terrible, y cuando Sylvia lo llamó por teléfono, dijo que estaba trabajando y que no tenía ganas de hablar.
Joder, dijo Sylvia para sus adentros, y se puso a pasear por la habitación nerviosamente una vez más. No se le ocurría cómo convencerlo. Sabía que había vivido una infancia terrible, y que su familia estaba medio loca. Gray ya le había explicado que no le gustaba la vida familiar, pero ella no se esperaba que lo llevara a tales extremos. Ni siquiera quería ver a sus hijos. Solo quería estar con ella, y Sylvia sabía que si Gray se mantenía en sus trece, afectaría a su relación, tarde o temprano. No sabía qué hacer, si dejarlo pasar hasta que amainara la tempestad, o ponerse firme y darle un ultimátum a Gray. En cualquiera de los dos casos, podía perderlo.
Los Tres Mosqueteros, como los llamaba Sylvia, fueron a cenar a un restaurante chino dos semanas antes de Navidad. Todos tenían mucho trabajo y estaban estresados. Charlie dijo que tenía que hacer miles de cosas en la fundación antes de empezar el viaje en el barco. Todos los clientes de Adam estaban con los nervios de punta, y tenía que ir a Las Vegas aquel fin de semana a presenciar el combate por el título de boxeo de uno de ellos. Y Gray parecía deprimido, nada más.
– Bueno, ¿cómo están los tortolitos? -le preguntó Charlie en tono burlón cuando empezaron a cenar. Gray se limitó a mover la cabeza. -¿Y eso qué quiere decir?
– Pues quiere decir que Sylvia y yo apenas nos hablamos. Desde Acción de Gracias llevamos un par de semanas pero que muy malas.
– ¿Qué ha pasado? -Charlie no daba crédito. -Con lo bien que estabais la última vez que os vi…
Algo más que bien. Estaban divinamente.
– No me van las criaturas.
– Ya lo sé -repuso Charlie, sonriendo. -Esa es la especialidad de Adam. Criaturas de veintidós años. Sylvia es adorable, pero no precisamente una criatura.
– No, pero tiene criaturas, hijos, y yo no quiero conocerlos. Van a venir por Navidad, y yo es que no puedo ir allí. Es que no puedo. Me pone mal de los nervios, cada vez que tengo algo que ver con una familia, me pongo sicótico, me deprimo. No quiero ver a sus hijos. Yo la quiero a ella, no a sus hijos.
– Vaya por Dios. ¿Y qué dice Sylvia? -preguntó Charlie, preocupado.
– No gran cosa. Está cabreada, y supongo que se siente herida. No lo dice, pero para mí que si no me echo atrás, lo nuestro se acabó, y yo no pienso echarme atrás. Tengo que respetarme a mí mismo. Yo también tengo mis límites y mis cosas. Me crié con la familia Addams, con ácido lisérgico. Mi hermana es monja budista, mi hermano es navajo, hace un siglo que no lo veo, ni ganas que tengo. Y mi padre y mi madre estaban como cabras. En fin, que las familias me dan alergia.
– ¿Incluso la de Sylvia? -preguntó Charlie, tanteando un poco el terreno.
– Incluso la de Sylvia -le confirmó Gray, -Se van a Vermont después de Navidad -dijo, como sí tuvieran pensado ir a otro planeta. -A esquiar. -Por el tono, la silla eléctrica parecía más tentadora.
– A lo mejor lo pasas bien.
– Pues no. Seguramente no son tan simpáticos como Sylvia cree. Y, aunque lo sean, yo tengo mis problemas. No quiero saber nada de su familia. Solo la quiero a ella.
Pero sabía que, si no cedía, podía romper la especie de trato que tenía con ella. Pensaba que no tenía otra opción, y Charlie lo sintió por los dos. Comprendía cuánto significaban para Sylvia sus hijos, de los que se sentía tan orgullosa, y también que estaba enamorada de Gray.
– Bueno, a ver si lo solucionáis -dijo Charlie con cariño. -Sería una lástima que lo dejarais. -Gray parecía tan feliz desde que estaba con Sylvia… Y Charlie les contó lo de Carole. -Gray, he seguido tu consejo, y espero que tú hagas lo mismo, que te comprometas un poquito. Como no lo hagas, te arrepentirás.
– Seguro que sí-repuso Gray, con aire de resignación. Estaba decidido a pagar el precio por su decisión e incluso perder a Sylvia con tal de no conocer a sus hijos.
– Pues yo os tengo que contar una cosilla -dijo Adam con cierta timidez, y sus amigos lo miraron. -¿Te acuerdas de Maggie, cuando estuvimos en el concierto de Vana? -dijo, dirigiéndose a Charlie, que asintió con la cabeza. -Acaba de venirse a vivir a casa -añadió, medio avergonzado, medio orgulloso, y sus amigos se quedaron atónitos.
– ¿Que ha hecho qué? -le preguntó Charlie. Recordaba el aspecto de Maggie aquella noche y que le había dado lástima. Parecía buena chica, un alma cándida. -¿Tú? ¿El que dice «no voy a volver a atarme, quiero mi libertad y un millón de mujeres»? ¿Y cómo ha sido?
Maggie no le había dado la impresión de ser una lianta, pero a saber. Desde luego, algo había hecho para cambiar tanto a Adam.
– Va a clases nocturnas para entrar en la facultad de derecho, y pensé que así podría ayudarla en sus estudios -contestó Adam, intentando no darle importancia, pero sus amigos soltaron una carcajada.
– Eso cuéntaselo a otro.
– Vale, vale… Me gusta… la quiero… no sé… Empezamos a salir y, cuando quise darme cuenta, resulta que no quería perderla de vista ni un minuto. Todavía no se lo he dicho, pero voy a llevarla a Las Vegas este fin de semana. Nunca ha estado allí.
Maggie no había estado en ninguna parte, y Adam estaba dispuesto a que eso cambiara.
– ¿Le has contado lo del barco? -le preguntó Charlie.
Adam iba a ir en avión a San Bartolomé para reunirse con Charlie en el barco el veintiséis de diciembre, como todos los años, tras pasar la Navidad con sus hijos.
Adam negó con la cabeza, intentando hacer creer que no le preocupaba.
– Pensaba decírselo este fin de semana. -Esperaba que estuviera tan encantada después de aquellos días que no le montara una bronca por lo del barco. -No puedo cambiarlo todo. Llevamos diez años haciendo ese viaje. ¿Y tú? ¿Se lo has dicho a Carole?
– No, pero se lo diré. No me gustan las vacaciones -dijo
Charlie con convicción.
– Y a mí no me gustan los niños -dijo Gray con igual convicción.
– ¿Quieres venir con nosotros a San Bartolomé? -le propuso Charlie. -Si no vas a estar con Sylvia, podrías venirte.
– Tampoco me gusta el Caribe -replicó Gray avergonzado, y se echó a reír. -Joder, si es que entre los tres tenemos suficiente equipaje para montar una compañía aérea.
Pero nadie llega a donde ha llegado en la vida ni recorre un largo y duro camino sin pagar un precio. Y los tres habían pagado su cuota.
– A mí no me gusta el matrimonio -terció Adam con una sonrisita.
– Vuelve a decírmelo el año que viene por estas fechas -dijo Charlie, riéndose. -Joder, pero si eres la última persona en este planeta de quien me hubiera esperado que se pusiera a vivir con una mujer. ¿Qué ha pasado con todas las demás, con las que siempre andas haciendo malabarismos?
Charlie sentía gran curiosidad. Adam nunca estaba con menos de cuatro mujeres a la vez; en algunas ocasiones con cinco, y en otras con seis, si se le daba bien. Y hasta con siete había llegado a estar.
– Las he dejado por ella. -Parecía avergonzado. -Es que no quiero que ella me haga lo mismo, y pensaba que lo estaba haciendo. Pues no, resulta que iba a clase, pero yo pensaba que había otro y, francamente, casi me volví loco. Fue entonces cuando me di cuenta de que me había enamorado. Me gusta vivir con ella.
– Yo solo me quedo en casa de Sylvia. Todavía no estoy viviendo con ella -les informó Gray, orgulloso de no haberse rendido.
– Pues lo que pasa con eso es que tienes la ropa repartida por media ciudad y nunca encuentras los zapatos que quieres cuando los necesitas y donde los necesitas -le tradujo Adam. -Y tampoco vas a «quedarte» mucho más en su casa si te niegas a conocer a sus hijos. Bueno, eso pienso yo. Yo diría que es un asunto muy importante para ella. Para mí también lo sería. Me daría algo si la mujer de mi vida se negase a conocer a mis hijos. Sería como romper el trato de convivencia.
Gray lo comprendía, pero de todos modos negó con la cabeza.
– ¿Tus hijos conocen a Maggie? -le preguntó Charlie a Adam con interés.
– Todavía no, pero será pronto, seguramente antes de las vacaciones. Ya no me gustan las madres, por cierto, o por lo menos lo demostré el día de Acción de Gracias. Fui a casa de mis padres, y como siempre, tuve que aguantar todas las gilipolleces que me soltaron. Bueno, pues me levanté y me fui antes de comer. Pensaba que a mi madre le daría un ataque, pero parece ser que no. Por el contrarío, desde entonces está de lo más educada cuando la llamo.
– ¿Y qué dijo tu padre? -preguntó Gray.
– Se quedó dormido.
El resto de la cena transcurrió sin nada digno de mencionar. Hablaron de política, de negocios, de inversiones y por Gray de arte. Iba a hacer una exposición en abril, pero ya había vendido tres cuadros que estaban colgados en la galería. Sylvia había acertado plenamente abriéndole aquella puerta, y él le estaba muy agradecido… pero no lo suficiente para conocer a sus hijos. Había ciertas cosas que Gray sencillamente no podía hacer. Adam y Charlie hablaron entusiasmados sobre las dos semanas que iban a pasar en el Blue Moon e intentaron animar a Gray para que los acompañara, pero él declinó la invitación. Dijo que tenía mucho trabajo para la exposición.
Gray volvió a su apartamento aquella noche. Maggie estaba dormida cuando Adam entró en casa, y Charlie se fue a la suya, contento por los días que iba a pasar en el barco. Iba a marcharse cuatro días antes de Navidad, la forma ideal de fingir que esas fiestas no existían.