CAPÍTULO 10

Aun diciéndose que no había razón para ello, Charlie volvió al centro de acogida. Llevó donuts y helado para los niños, un osito de peluche para Gabby y chucherías para su perro. Estaba obsesionado con ellos desde la primera visita, pero no era Gabby quien lo arrastraba hacia allí, como comprendió en cuanto entró en el centro. Quien lo obsesionaba era Carole, más que Gabby y su perro. Sabía que era una locura, pero no podía evitarlo. No había podido quitarse de la cabeza a Carole durante toda la semana.

– ¿Cómo es que vuelve por aquí tan pronto? -preguntó Carole con curiosidad al verlo.

Charlie iba en vaqueros, con un jersey viejo y zapatillas de deporte. Estaba en el patio, hablando tranquilamente con Tygue, cuando Carole salió de una sesión de grupo y lo vio.

– Nada, para ver qué tal.

Se había presentado sin avisar, y Carole pensó al principio que quería controlarlos y le pareció una grosería. Después Tygue le contó que había llevado helado para los niños y Gabby le enseñó el osito y le dijo lo de las chucherías para Zorro.

– Te llegan al alma, ¿verdad? -dijo Carole mientras se dirigían a su despacho. -¿Quiere un café?

– No, gracias. Ya sé que tiene mucho que hacer. No me voy a quedar mucho tiempo.

No podía justificar la visita diciendo que pasaba por allí, porque todo lo que había en el barrio era el centro de acogida y un montón de gente en pisos de alquiler, en cuyos portales los camellos vendían drogas. Lo único que podría haber estado haciendo allí era comprar heroína o crack.

– Qué detalle, haber traído cosas para los niños. Les encantan las visitas. Ojalá pudiéramos hacer más por ellos, pero nunca tenemos suficiente dinero. Tengo que dedicar lo que conseguimos a cosas importantes, como los sueldos, la calefacción y las medicinas, pero ellos prefieren el helado -dijo Carole, sonriendo a Charlie.

Y de pronto él se alegró de haber ido. Quería volver a verla, y ahora que la tenía delante no se le ocurría ninguna razón para justificarlo. Se dijo que admiraba su labor, que era cierto, pero había algo más. Le gustaba hablar con ella y quería conocerla mejor, pero no se lo explicaba. Carole era trabajadora social y él dirigía la fundación. Ahora que le había dado el dinero que necesitaba, no había realmente razones para mantener el contacto, aparte de los informes económicos. Sus vidas eran demasiado diferentes para que hubiera una excusa para el contacto social entre ellos. Charlie sabía que Carole sentía desprecio por la vida que él llevaba y por su mundo. Era una mujer que se sacrificaba por unos niños que luchaban por sobrevivir, y él un hombre que llevaba una vida de lujo y excesos.

– ¿Puedo hacer algo por usted? -preguntó solícita Carole, y Charlie negó con la cabeza. No se le ocurría ninguna excusa para quedarse, pero le habría gustado.

– No, volveré a ver a los niños, si no le importa. Me gustaría ver cómo va Gabby.

– Está progresando desde que tiene a Zorro. El mes que viene empieza en una escuela especial. Pensamos que ya está preparada.

– ¿Y entonces se marchará de aquí? -preguntó Charlie, preocupado por la niña y mirando a Carole.

– No durante una temporada. Más adelante intentaremos encontrarle unos padres de acogida para que vuelva a entrar en el sistema, pero no es fácil conseguir sitio para una cría con necesidades especiales, por razones obvias. La gente que está dispuesta a dar acogida no está por la labor de ocuparse de una niña ciega y de un perro lazarillo.

– ¿Y después qué?

Charlie nunca se había parado a pensarlo, pero la vida para una niña como Gabby iba a resultar mucho más difícil que para otras personas, y posiblemente para siempre.

– Si no encontramos padres de acogida, la llevaremos a un hogar de grupo. Hay muchos al norte de Nueva York, y estará bien en cualquiera de ellos.

– No lo creo -replicó Charlie, angustiado. Le parecía haber descubierto un mundo completamente distinto, poblado por personas, en aquel caso niños, con problemas que nadie podía resolver, y nada de lo que les había ocurrido era por su culpa.

– Estará bien allí, como todos -dijo Carole con convicción. -Incluso mejor, gracias a su regalo. Zorro le va a resultar de gran ayuda en la vida.

– ¿No piensa en lo que les pasa cuando se marchan de aquí? Las dificultades de los niños a los que ella atendía le habían llegado a lo más profundo del corazón.

– Claro que sí, pero es lo máximo que podemos hacer, señor Harrington -contestó Carole con frialdad, poniéndose de nuevo en guardia.

– Llámame Charlie, por favor -la interrumpió. -No podemos hacer más. A veces es como intentar vaciar el mar, pero también a veces hay niños que lo consiguen, que son acogidos por buenos padres y que se desarrollan estupendamente, y otros que llegan a ser adoptados por personas que los quieren. Y otros niños a los que les proporcionamos la solución que necesitan, y que de otro modo no alcanzarían. Como Gabby y su perro, Hay algunos problemas que podemos resolver, y otros no. Hay que aceptar las limitaciones, porque si no, esto te destroza.

Charlie nunca había visto tan de cerca adonde y a quién iba a parar el dinero de la fundación, nunca los había mirado directamente a la cara ni había conocido a una mujer como Carole, que dedicaba su vida a cambiar el mundo para unas cuantas personas de un barrio pobre como Harlem. Su vida y su corazón habían cambiado por completo desde la primera vez que estuvo allí, hacía solo unos días.

– En la escuela nos enseñaban que hay que ser profesionales, mantener las distancias y no comprometerse demasiado, pero a veces es imposible. Hay días que, cuando uno vuelve a casa, no puede parar de llorar.

Charlie se lo imaginó. A él le había pasado lo mismo. -De vez en cuando tendrás que tomarte un respiro -dijo pensativa, queriendo proponerle ir a almorzar o cenar con ella, pero no tuvo valor suficiente.

– Ya lo hago -repuso Carole, sonriéndole inocentemente. -Voy al gimnasio, a nadar o a jugar al squash, si no estoy demasiado cansada.

– Yo también… quiero decir que yo también juego al squash -dijo Charlie sonriente. -A lo mejor podríamos jugar un día juntos.

Carole pareció sorprenderse. No entendía por qué tenían que hacerlo. Lo miró inexpresivamente. Para ella, Charlie era el director de la fundación que les había dado un millón de dólares y poco más. No podía ni imaginárselo como amigo. Su único contacto con él era como el que tenía en aquellos momentos, profesional y cortés. Y lo único que ella le debía eran informes económicos. Ni se le había pasado por la cabeza que Charlie quisiera que fueran amigos.

Lo acompañó hasta la puerta unos minutos después y se fue con otro grupo. Charlie se quedó un rato charlando con Tygue, dijo que volvería pronto y cogió un taxi. Iba a cenar con Gray y Sylvia. Carole se olvidó de él en cuanto salió del edificio.

Cuando entró en el apartamento de Sylvia, Gray estaba en la cocina, y fue ella quien le abrió la puerta. Llevaba una bonita falda negra, bordada, y una suave blusa blanca. Había preparado una mesa preciosa especialmente para él, con altas velas blancas y una gran cesta de tulipanes en el centro. Quería que todo estuviera al gusto de Charlie, porque sabía lo mucho que significaba para Gray y porque le había caído bien cuando se habían conocido. Quería que Gray y él siguieran manteniendo una sólida amistad y no deseaba perturbar la vida de Charlie. Pensaba que no tenía derecho, y tampoco deseaba que Charlie perturbara su vida en común con Gray. En la vida de Gray había sitio para ambos, y quería demostrárselo a Charlie. Le dirigió una cálida mirada, sabiendo que Charlie había sentido recelos cuando Gray le había contado que estaba con ella. Y sospechaba, y no se equivocaba, que no era nada de tipo personal. Le había caído bien a Charlie cuando se habían conocido en Portofino, pero a él le preocupaban las consecuencias que pudiera tener su relación con Gray, como un niño ante una niñera nueva o ante el hombre con el que está saliendo su madre. ¿Qué significaba aquello para él? Gray y Charlie eran como hermanos, y cualquier peso que se añadiera a la balanza podía cambiarlo todo. Sylvia quería convencerlos de que, aunque su peso se había añadido a la balanza, podían seguir a salvo en su mundo privado. Cuando se sentaron a cenar y Gray abrió una botella de vino se sintió como Wendy con los Niños Perdidos en Peter Pan.

Charlie había echado un vistazo al apartamento antes de sentarse a la mesa, y le impresionaron su elegancia, la cantidad de objetos interesantes que albergaba y lo bien que Sylvia lo había dispuesto todo. Tenía buen ojo y lograba que la conversación fuera ligera. Aquella noche se quedó prudentemente en un segundo plano, y ya iban por la segunda botella de vino cuando Charlie mencionó el nombre de Carole y contó su visita al centro de acogida de Harlem.

– Es una mujer increíble -dijo con profunda admiración. Les habló de Gabby y su perro, de las otras personas que había conocido y de lo que le había contado Carole. Sabía de casos de maltrato infantil, pero ninguno tan terrible ni desmoralizador como los que le había descrito la joven. Ella no se andaba con rodeos, y Charlie comprendió que otras organizaciones maquillaban la verdadera situación para la fundación. Carole iba al meollo de la cuestión y explicaba por qué necesitaba el dinero, sin pedir excusas por la cantidad, e incluso había dado a entender que necesitaba más. Para ella el centro de acogida era un sueño muy ambicioso. De momento no tenía más remedio que reducirlo, pero algún día quería abrir otro centro en el corazón mismo de Harlem. Pocos sitios necesitaban más de ella, y le había dicho a las claras que los niños maltratados no eran un problema exclusivo de las zonas deprimidas de la ciudad. Aquel mal existía en casas de Park Avenue, en pleno lujo. En realidad, resultaba más difícil destaparlo en los hogares de clase media. Según Carole, se cometían actos horrendos contra los niños en todas las ciudades, todos los estados, todos los países y en todos los niveles socioeconómicos. En cierto sentido, donde ella estaba resultaba más fácil resolver el problema. Había declarado la guerra a la pobreza, al maltrato de los niños, al desamparo, la hipocresía y la indiferencia. Se enfrentaba de plano con las tribulaciones del mundo, y no tenía ni tiempo ni ganas de saber nada del mundo en el que Charlie vivía, en el que la gente hacía oídos sordos, no veía lo que ocurría a su alrededor y se limitaba a ir a fiestas vestida de punta en blanco. No tenía tiempo que desperdiciar en semejantes cosas, ni el menor deseo. Lo que quería era ayudar al prójimo, y salvar a los niños.

Mientras hablaba de ella los ojos de Charlie parecían dos carbones al rojo, y Sylvia y Gray lo notaron. Carole había desencadenado un auténtico incendio en su cabeza y en su corazón con lo que le había enseñado.

– Bueno, ¿cuándo vas a invitarla a cenar? -preguntó burlonamente Gray, rodeando los hombros de Sylvia con un brazo. Charlie había disfrutado de la velada con ellos, la comida había sido decente, cosa rara, y la conversación animada. Se sorprendió al darse cuenta de que Sylvia le caía aún mejor que en Portofino. Parecía más delicada, más indulgente, y tuvo que reconocer que con su amigo era maravillosa. Incluso lo había recibido a él con toda amabilidad, con los brazos abiertos.

– ¿Y si te digo que nunca? -dijo Charlie con una sonrisa compungida. -Carole detesta todo lo que yo represento. El día que la conocí me miró como si yo fuera un cretino porque llevaba traje.

Por no hablar del reloj de oro.

– Pues parece un poco dura, ¿no? Pero si le has dado un millón de pavos, ¿qué esperaba? ¿Que te presentaras allí en pantalones cortos y chanclas? -dijo Gray, molesto por Charlie.

– Es posible -contestó Charlie, dispuesto a perdonarle a Carole su dureza. Pensaba que lo que ella hacía era mucho más importante que todo lo que él había hecho durante toda una vida. Lo único que él hacía era firmar cheques y dar dinero. Carole estaba en las trincheras con aquellos niños todos los días, luchando por su vida. -No le gusta cómo vivimos nosotros, ni las cosas que hacemos. Es casi una santa, Gray.

Charlie parecía muy convencido, y Gray sintió ciertos recelos.

– ¿No has dicho que ha ido a Princeton? A lo mejor es de una buena familia y quiere expiar sus pecados colectivos.

– No lo creo. Me imagino que tendría una beca. Cuando yo estaba allí había mucha gente así, y últimamente todavía más. Ya no es tan elitista como antes, algo que me parece muy bien. Además, dice que detesta Princeton.

Aunque el club gastronómico al que pertenecía era bueno, pero había muchas maneras de entrar a formar parte de él. Ni siquiera Princeton era ya el club de los buenos chicos de antes. El mundo había cambiado, y lo habían cambiado las personas como Carole. Charlie representaba un atavismo, que vivía de la gloria de su aristocrática familia, mientras que Carole era una especie completamente nueva.

– ¿Por qué no la invitas a salir? -insistió Gray, y también lo animó Sylvia. -¿O es un callo?

No se le había ocurrido pensarlo, en vista de que Charlie la ponía por las nubes, y daba por sentado que sería atractiva. No se imaginaba a Charlie entusiasmado con una mujer fea, pero a lo mejor en aquel caso lo era. La había descrito como a la madre Teresa de Calcuta.

– No, es muy guapa, pero creo que eso también le importa un pimiento. No tiene mucho tiempo para esas cosas, solo para lo auténtico.

Y Charlie sabía que, a ojos de Carole, él no formaba parte de eso, pero también sabía que no le había dado la oportunidad de demostrarlo, y probablemente no lo haría nunca. Para ella solo era el director de la fundación.

– ¿Cómo es físicamente? -preguntó Sylvia con interés.

– Algo más de metro ochenta, rubia, guapa de cara, con ojos azules, buen tipo y no se maquilla. Dice que va a nadar y a jugar al squash cuando tiene tiempo. Tiene treinta y cuatro años.

– ¿No está casada? -preguntó Sylvia.

– No creo. No lleva anillo, y no me da la impresión de que esté casada, aunque dudo que esté sola.

Una mujer como ella no podía estar sola, pensaba, con lo cual resultaba aún más absurdo invitarla a cenar. Claro que podía fingir que era por asuntos de la fundación y averiguar más sobre ella. Esa estratagema lo atraía por un lado, pero por otro le parecía poco honrado recurrir a la fundación para conocerla mejor. De todos modos, quizá tuvieran razón Sylvia y Gray y mereciera la pena intentarlo.

– Nunca se sabe con las mujeres así -dijo Sylvia con prudencia. -A veces renuncian a muchas cosas por la causa que defienden. Si dedica tanto tiempo, energías y pasión a lo que hace, quizá sea lo único que tenga.

– Averígualo -dijo Gray, insistente. -¿Por qué no? No tienes nada que perder. Compruébalo.

Charlie se sentía raro hablando de Carole y compartiendo sus dudas con ellos. Lo hacía sentirse vulnerable, y un tanto imbécil.

Cuando Gray abrió una botella de Cháteau d'Yquem que había comprado Sylvia, casi habían convencido a Charlie, pero en cuanto llegó a su casa aquella noche comprendió lo absurdo que sería invitar a Carole a cenar. Era demasiado mayor para ella, demasiado rico, demasiado conservador, con una posición social demasiado elevada. Y, fueran cuales fuesen sus orígenes, saltaba a la vista que no le interesaban los tipos como él. Si incluso se había burlado de su reloj… No podía ni plantearse decirle que tenía un yate, a pesar de que la mayoría de las personas del círculo de Charlie sabían de la existencia del Blue Moon. Pero las revistas de navegación no podían ser más ajenas a los intereses de Carole. Charlie se rió para sus adentros al pensarlo mientras se acostaba. Gray y Sylvia tenían buenas intenciones, pero no comprendían lo diferente y exaltada que era Carole. Lo llevaba escrito en la frente, y sus mordaces comentarios sobre los clubes gastronómicos de Princeton no habían caído en saco roto. Charlie se los había tomado muy en serio.

Llamó a Gray a la mañana siguiente para darles las gracias por la cena y decirle lo bien que lo había pasado. No tenía ni idea de hacia dónde iría su relación con Sylvia, y dudaba que fuera a durar, pero de momento parecía buena para los dos, Y se sentía aliviado al darse cuenta de que Sylvia no intentaba meterse entre los dos amigos ni excluirlo a él. Así se lo dijo a Gray, quien se alegró de ver lo relajado que se sentía Charlie con Sylvia, y prometió volver a invitarlo dentro de poco.

– Incluso cocinas mejor -se burló Charlie, y Gray se echó a reír.

– Me ayudó ella -confesó, y Charlie también se rió.

– Menos mal.

– No te olvides de llamar a la madre Teresa para invitarla a cenar -le recordó Gray.

Charlie guardó silencio unos segundos y después se rió, con tristeza en esta ocasión.

– Creo que todos bebimos mucho anoche. Parecía buena idea, pero no tanto a plena luz del día,

– Tú pregúntale. ¿Qué es lo peor que podría pasar? -insistió Gray, como un hermano mayor, pero Charlie negó con la cabeza.

– Podría llamarme gilipollas y colgar. Además, sería embarazoso cuando volviera a verla.

No quería arriesgarse, aunque de momento no tenía otra cosa que hacer. No había otra mujer en su vida, y no la había desde hacía meses. Últimamente estaba cansado y se tomaba las cosas con más calma. Conquistar ya no era tan divertido. Le resultaba más fácil asistir a cenas y eventos sociales él solo, o pasar una velada agradable con amigos, como Sylvia y Gray la noche anterior. Disfrutaba más así que con los esfuerzos que le suponía quedar con una mujer y cortejarla para acabar con ella en la cama. Ya lo había hecho demasiadas veces.

– ¿Y qué? -replicó Gray a propósito de que Carole le colgara el teléfono. -Por peores cosas has pasado. ¿Quién sabe? A lo mejor es la mujer adecuada.

– Seguro. Podría vender el Blue Moon y construir el centro en Harlem con el que sueña, y a lo mejor así accedería a salir conmigo.

– Venga, hombre, ningún sacrificio es demasiado grande por el amor -dijo Gray, riéndose.

– No me vengas con esas. ¿A qué renunciaste tú para estar con Sylvia? ¿A las cucarachas de tu apartamento? Déjame en paz.

– Llámala,

– Vale, vale -dijo Charlie para quitarse de encima a Gray, y tras unos minutos prometieron volver a hablar pronto y colgaron.

Charlie estaba decidido a no llamar a Carole, pero no pudo dejar de pensar en ella durante toda la tarde. Fue a su despacho de la fundación, después al club, le dieron un masaje, jugó al squash con un amigo y llamó a Adam para darle las gracias por el concierto, pero estaba en una reunión. Le dejó el mensaje de agradecimiento en el buzón de voz, preguntándose qué habría pasado aquella noche entre Adam y Maggie. Probablemente lo de siempre. Adam la habría deslumbrado con sus habilidades, le habría metido litros de champán en el cuerpo y habrían acabado en la cama. Cuando pensaba en la chica sentía lástima por ella. A pesar de su vestimenta, tenía algo encantador e inocente. A veces el comportamiento de Adam con las mujeres y su falta de conciencia lo espantaban. Pero, corno decía Adam, si ellas estaban dispuestas, eran blancos legítimos. De momento no había dejado a ninguna inconsciente ni la había violado. Ellas caían a sus pies, y lo que ocurría después era un asunto entre dos adultos mayores de edad. Charlie temía que Maggie no fuera tan adulta como parecía, ni tan experta en las artes de Adam. No iba en busca de implantes ni de una operación de nariz. Lo único que quería era un asiento mejor para el concierto. Se preguntó qué tendría que haber ofrecido a cambio. Iba pensando en ello cuando salió del club después del partido de squash; fue en taxi a su casa y se dijo que se estaba haciendo viejo. Hasta entonces no le había preocupado la moralidad o la falta de moralidad de Adam, ni cómo trataba a las mujeres. Y, como siempre le recordaba su amigo, todo era lícito en la búsqueda del sexo y la diversión. ¿Lo era? Sin saber por qué, ya no le parecía tan gracioso.

Eran casi las seis cuando entró en su apartamento. Escuchó los mensajes y se quedó mirando el teléfono. Pensó si Carole estaría aún en el despacho, o en una sesión de grupo, o si se habría marchado a su casa. Recordó que tenía su tarjeta en la cartera; la sacó, la miró largo rato, y la llamó, nervioso y sintiéndose imbécil. Carole era la primera mujer que conocía que lo hacía sentir que estaba haciendo algo mal. Quería pedirle excusas por sus excesos y sus privilegios, los mismos privilegios que le habían permitido darle un millón de dólares para que ella pudiera seguir salvando a la humanidad. Se sentía como un colegial mientras oía sonar el teléfono al otro extremo de la línea. Casi esperaba que Carole se hubiera marchado, y se disponía a colgar cuando ella contestó, jadeante.

– ¿Sí?

Se le olvidó decir quién era, pero Charlie reconoció su voz inmediatamente. Había llamado a su número directo.

– ¿Carole?

– Sí.

Ella no reconoció su voz.

– Soy Charlie Harrington. ¿Te pillo en mal momento?

– No, qué va -mintió, frotándose la espinilla de una pierna. Se había dado un golpe al precipitarse a coger el teléfono. -Es que acabo de salir de una sesión de grupo y he bajado corriendo la escalera al oír el teléfono.

– Perdón. ¿Cómo está mi amiguita?

Se refería a Gabby, y Carole lo entendió inmediatamente. Sonrió y dijo que estaba bien. Charlie le preguntó qué tal iban las cosas en el centro, si había alguna novedad, y Carole pensó si Charlie tendría intención de controlarlos constantemente durante el próximo año. Raramente tenía noticias de los directores de las fundaciones que hacían donaciones. Se preguntó por qué habría llamado.

– No querría hacer promesas que no podamos cumplir ni alentar falsas expectativas, pero me hablaste de otros programas que querías poner en práctica y otras donaciones que querrías estudiar. ¿Qué te parecería tratar el asunto mientras comemos o cenamos un día de estos?

Había adoptado una postura cobarde, lo sabía, escudándose en la fundación, pero al menos había llamado. Hubo un largo silencio.

– Francamente, no estamos preparados para solicitar más donaciones. No contamos con el personal necesario para dirigir los programas que yo quisiera, ni siquiera para redactar las solicitudes, pero sí, la verdad es que no me importaría darte un poco la lata para ver qué te parecen nuestros planes.

No quería sugerir nada que la fundación no estuviera dispuesta a respaldar, ni tenía ganas de perder tiempo y energías en ello.

– Yo estaría encantado de escuchar tus propuestas y darte una evaluación sincera. Para más adelante, por supuesto.

Habría sido un poco fuerte pedirle al consejo de la fundación que le dieran más dinero cuando acababan de concederle un millón de dólares, pero hablar no costaba nada, y Charlie añadió:

– Hasta el año que viene no podríamos hacer gran cosa, pero está muy bien que ya estéis pensando en ello, para plantear el ataque y que coincida con el principio del año fiscal.

– Vamos a ver: ¿de qué parte estás? -preguntó Carole riéndose, y Charlie le contestó riéndose también, pero con más franqueza de lo que ella pensaba.

– Pues creo que de la tuya, porque estás haciendo una labor impresionante.

Charlie se había enamorado del centro que había creado Carole, y si no se andaba con cuidado, también iba a enamorarse de ella. Durante un par de semanas, o con suerte, un poco más. A Charlie nunca le duraba el enamoramiento. El miedo siempre podía más que el amor.

– Gracias -dijo Carole, emocionada por la bondad de las palabras de Charlie, que le parecieron sinceras. Empezó a bajar la guardia y al final Charlie preguntó, con tranquilidad, contento de cómo iba la conversación:

– ¿Cuándo te parece que nos veamos? Como Charlie le había dado a elegir entre almuerzo y cena, Carole no se sentía presionada. Solía ser un buen comienzo, aunque en esa ocasión también podía ser el final. La voz de Carole no denotaba el menor interés por él. A lo mejor era así, pero Charlie prefería comprobarlo cara a cara, mientras comían. Si Carole no demostraba el menor interés, él no metería la pata ni haría el ridículo. Pero vería qué pasaba.

– A mediodía no me puedo escapar. Me quedo aquí y me como un plátano, como mucho. Normalmente tengo sesiones de grupo, y por la tarde reuniones con los clientes, uno a uno. Le había dedicado a Charlie gran parte de su tiempo cuando fue a visitarla, pero no quería que eso se convirtiera en una costumbre, ni siquiera para él.

– ¿Y a cenar? -preguntó Charlie, conteniendo el aliento. -¿Mañana, por ejemplo?

Iba a ir a una cena mortalmente aburrida y la cancelaría encantado para estar con Carole.

– Claro -respondió Carole un tanto perpleja. -No sé si lo tendré todo arreglado para entonces. Por alguna parte tengo un borrador de programas que quiero empezar, pero lo que sí puedo contarte es lo que tengo en la cabeza.

Eso era lo único que quería Charlie, y no los programas que tenía pensados.

– Pues hablamos sobre el asunto y ya veremos qué se puede hacer. A veces a mi me funciona mejor, yendo un poco por libre, o sea, devanarse un poco los sesos mientras uno come. Por cierto, ¿dónde prefieres cenar?

Carole se echó a reír. Raramente salía a cenar. Cuando volvía a su casa estaba agotada, y la mayoría de las noches no tenía fuerzas ni para ir al gimnasio, a pesar de que le gustaba mucho.

– ¿Que dónde suelo comer? Pues vamos a ver… Las hamburguesas de Mo, en la Ciento sesenta y ocho esquina con Ámsterdam. Las costillas en la Ciento veinticinco, cerca de la parada de metro. La charcutería de Izzy en la Noventa y nueve Oeste esquina Columbus. Yo es que solo como en los mejores sitios. Hace años que no voy a un restaurante como es debido.

Charlie quería cambiar un poco aquello y otras cosas en la vida de Carole, pero no todo en una sola noche. Quería tomarse las cosas con calma hasta saber qué terreno pisaba.

– No sé si voy a poder competir con Izzy y Mo. ¿Dónde vives, por cierto?

Carole vaciló unos segundos, y Charlie se planteó de repente que quizá vivía con alguien. Tuvo la sensación de que a Carole le daba miedo que se acercara por su casa.

– En el Upper East Side.

Era una zona respetable, y Charlie pensó que a Carole le avergonzaba reconocerlo. También pensó que a lo mejor Gray tenía razón, que su familia y su educación eran más tradicionales de lo que se desprendía de su ideología. Era muy dogmática en sus creencias. Charlie había esperado que le dijera que vivía en otro barrio, como el Upper West Side, pero prefirió no decir nada al respecto, al notar su inquietud. Conocía bien a las mujeres, porque llevaba haciendo aquello mucho tiempo, mucho más que Carole, que no tenía ni la menor idea de lo experimentado que era Charlie ni lo que tenía en mente. A la menor oportunidad, que hasta entonces ella no le había dado, Charlie quería cambiar su vida.

– Pues yo conozco un sitio italiano muy tranquilo y agradable en la Ochenta y nueve -dijo Charlie. -¿Qué te parece?

– Estupendo. ¿Cómo se llama?

Stella Di Notte. No es tan romántico como parece, En italiano significa «estrella de la noche», pero es un juego de palabras. La dueña se llama Stella, que es quien cocina y pesa unos ciento treinta kilos. No creo que pudieran levantarla del suelo ni un centímetro, pero la pasta es estupenda. La hace ella.

– Tiene buena pinta. Nos vemos allí.

A Charlie le chocó un poco que le propusiera eso, y empezó a sospechar que realmente había un hombre que vivía en su casa. Pero estaba dispuesto a averiguarlo.

– ¿No quieres que pase a recogerte?

– No -contestó Carole con sinceridad. -Prefiero ir andando. Me paso el día aquí encerrada, y vivo en la Noventa y uno. Tengo que hacer un poco de ejercicio, aunque sea andar un rato. Me sirve para despejarme la cabeza después del trabajo.

Sí, muy convincente, se dijo Charlie. Seguramente había un guaperas de treinta y cinco años esperándola en el sofá viendo la televisión.

– Entonces, ¿nos vemos allí a las siete y media? ¿Te da tiempo?

– Sí. Tengo el último grupo a las cuatro y media, o sea que puedo llegar a casa hacia las seis y media. No será un sitio muy fino, ¿no? -preguntó Carole, un poco nerviosa.

No salía casi nunca, y nunca se arreglaba. Se preguntó si Charlie esperaría que fuera con vestidito negro y collar de perlas. No tenía ninguna de las dos cosas, ni falta que le hacían. Charlie parecía ese tipo de hombre, pero era cuestión de trabajo; no pensaba arreglarse para él. Habría preferido ir a Mo. No estaba dispuesta a cambiar su forma de vida por él, por mucho dinero que fuera a darles la fundación. Había ciertas cosas que ya no hacía y que no volvería a hacer, y una de ellas era arreglarse.

– No es fino -le aseguró Charlie. -Si quieres puedes ir en vaqueros.

Aunque esperaba que no. Le habría gustado verla con un vestido.

– Si no te importa… No me va a dar tiempo a arreglarme. Bueno, no lo hago nunca. Siempre voy como me has visto.

O sea, vaqueros y zapatillas de deporte. En fin. Lástima de vestido.

– Yo iré igual -replicó Charlie.

– En esa zona al menos puedes llevar el reloj -dijo burlonamente Carole, y Charlie se rió.

– Pues es una lástima, porque lo empeñé ayer.

– ¿Cuánto te dieron?

A Carole le gustaba tomarle el pelo. Parecía buen tipo y, muy a su pesar, estaba deseando ir a cenar con él. Hacía casi cuatro años que no salía a cenar con un hombre, algo que no iba a cambiar, salvo por aquella cena de negocios. Solo una vez, se dijo.

– Veinticinco pavos -dijo Charlie en respuesta a la pregunta sobre el reloj.

– No está mal. Bueno, hasta mañana por la noche -dijo Carole, y colgó inmediatamente.

Y de repente a Charlie se le pasó por la cabeza una idea aterradora. ¿Y si estaba loca? ¿Y si lo de los vaqueros y las zapatillas de deporte era por otra cosa? ¿Y si no había ningún hombre en la vida de aquella preciosa vikinga de uno ochenta de estatura con corazón de madre Teresa de Calcuta? O aún peor; ¿y si era lesbiana? No se le había ocurrido hasta entonces, pero todo era posible. Desde luego, no era una chica normal y corriente

Estupendo, dijo para sus adentros mientras volvía a guardar la tarjeta en la cartera y llamaba al restaurante para reservar mesa. Fuera como fuese, al día siguiente lo sabría, y hasta entonces lo único que podía hacer era esperar.

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