Maggie estaba sentada en el sofá del cuarto de estar, esperando a Adam. Era el primer sábado de octubre, casi a mediodía, y hacía un día precioso. Llevaba una minifalda vaquera, una ajustada camiseta rosa que le había dejado una de sus compañeras de piso y sandalias doradas. En esta ocasión se había recogido el pelo en una cola de caballo y se la había sujetado con un pañuelo rosa, con lo que parecía aún más joven. Llevaba muy poco maquillaje. Tenía la impresión de que Adam pensaba que iba demasiado maquillada la noche que se habían conocido.
La siguiente vez que miró el reloj eran las doce y cinco y él aún no había aparecido. Todas las chicas del apartamento habían salido, y empezó a preguntarse si Adam iría a buscarla realmente. A lo mejor no. Decidió darle de plazo hasta la una, y si no aparecía, dar un paseo por el parque. Era absurdo deprimirse si al final no pasaba nada. Como no se lo había contado a nadie, no se reirían de ella si Adam le daba plantón. Estaba pensando en esto cuando sonó el teléfono. Era Adam, y Maggie sonrió al oír su voz, e inmediatamente pensó si habría llamado para anular la cita. Le pareció raro que la llamara por teléfono en lugar de llamar al timbre desde abajo.
– Hola, ¿qué tal? -Intentó parecer despreocupada, para que Adam no pensara que estaba decepcionada. -¿Cómo va el dolor de cabeza?
– ¿Qué dolor de cabeza? ¿Cuál es el número de tu apartamento? Se me ha olvidado.
– ¿Dónde estás? -Se había quedado pasmada. Resulta que sí había ido. Mejor tarde que nunca, y al fin y al cabo solo eran las doce y diez.
– Aquí, abajo. -Estaba llamando desde el móvil. -Anda, baja. He reservado mesa en un sitio.
– Ya voy.
Colgó y bajó la escalera a todo correr, no fuera que Adam desapareciera Q cambiara de idea. En su vida era algo raro que la gente cumpliera lo que prometía. Y Adam lo había cumplido.
Cuando salió por el portal, allí estaba Adam, apoyado sobre su flamante Ferrari como una estrella de cine. Era el coche en el que había ido a Long Island la noche anterior y ante el que toda su familia había cerrado cortésmente los ojos, como si no existiera. Los padres tenían sendos Mercedes, como su hermano y su cuñada, su cuñado un BMW y su hermana no tenía coche, Los demás tenían que poner su vida patas arriba y dejar lo que estuvieran haciendo para llevarla a donde ella quisiera. Para ellos, un Ferrari era tal vulgaridad y tal horterada que ni siquiera merecía la pena un comentario, pero a Adam le encantaba.
– ¡Madre mía! ¡Menudo coche! -Maggie se puso a dar botes en la acera, mirando a Adam. Él le sonrió, abrió la puerta y le dijo que entrase. Maggie solo había visto algo parecido en las películas, y se iba a subir en él. No daba crédito. Pensó que ojalá hubiera alguien conocido que la viera en aquel momento. -¿Es tuyo? -preguntó con excitación.
– No, qué va. Es robado. -Adam se echó a reír. -Pues claro que es mío. Qué le vamos a hacer. Ya sabes que he ido a Harvard.
Los dos se echaron a reír, y Maggie le dio un paquetito.
– ¿Qué es?
– Un regalito para ti. Te lo he comprado esta mañana.
Era un frasco de Tylenol, por si volvía a dolerle la cabeza.
– Eres un cielo -le dijo Adam, sonriéndole. -Lo guardaré para la próxima vez que vea a mi madre.
Adam atravesó Central Park con el coche; hacía una tarde preciosa. Se detuvo en un restaurante con terraza de la Tercera Avenida. Pidió huevos Benedictine para los dos, después de que Maggie le aseguró que le encantaban. No los había probado en su vida, pero cuando Adam le explicó en qué consistían le parecieron bien. Después se quedaron un rato tomando vino, y a continuación fueron a dar un paseo. A Maggie le encantó ver escaparates con él y hablar sobre la gente a la que representaba. Adam le habló sobre sus hijos, sobre la ruptura de su matrimonio y el dolor que le había causado, y también le habló de sus dos mejores amigos, Charlie y Gray. Al final de la tarde, Maggie tenía la impresión de saberlo todo sobre Adam, mientras que ella solo le había contado algunas cosas, discretamente.
Era más reservada que él, y prefería hablar sobre Adam. Solo le contó unas cuantas anécdotas sobre su infancia, sus padres de acogida y la gente con la que trabajaba, pero para los dos saltaba a la vista que la vida de ella era mucho menos fascinante que la de él. Prácticamente lo único que hacía Maggie era trabajar, comer, dormir e ir al cine. Al parecer no tenía muchos amigos. Según ella, no tenía tiempo. Trabajaba muchas horas en el Pier 92, y cuando Adam le preguntó qué más hacía respondió con vaguedad. Se limitó a sonreír y a decir: «Nada, Solo trabajar». A Adam le sorprendió lo fácil que resultaba estar a su lado. Era agradable charlar con ella, y a pesar de haber llevado una vida sencilla, parecía conocer el mundo. Para ser una mujer de veintiséis años, había visto muchas cosas, muchas de ellas terribles. Parecía más joven de lo que era, pero mentalmente era mucho mayor, incluso mayor que Adam en ciertos sentidos.
Volvieron a las seis, y Maggie iba pensando que no le apetecía nada que acabara el día. Casi como si le hubiera leído el pensamiento, Adam se volvió hacia ella con ilusión.
– Oye, ¿y si preparo unos filetes a la barbacoa en la terraza de mi casa? ¿Qué te parece, Maggie?
Dijo que tenía unos cuantos en el frigorífico. -Pues estupendo -respondió Maggie, radiante.
Ella solo había visto edificios como aquel en el que vivía Adam en las películas. El portero los saludó a la entrada y sonrió a Maggie. Era muy guapa y, adondequiera que fuese, todo el mundo la miraba.
Adam apretó el botón del ático en el ascensor, y en cuanto abrió la puerta del apartamento, Maggie se quedó allí pasmada, mirando.
– ¡Madre mía! -exclamó, como cuando había visto el Ferrari. -Menuda casa. -Adam vivía en la trigésimo segunda planta, con una terraza en forma de curva, con su barbacoa, su jacuzzi y sus tumbonas. -Es de película -dijo, sin dar crédito. -¿Cómo es que me está pasando esto a mí?
– Pura suerte, supongo -contestó Adam en broma. Ahora que había empezado a conocerla, lo que le entristecía era que a ella nunca le hubiera pasado. Pero a él sí. Después de cenar, Maggie tendría que volver al deprimente edificio en el que vivía, y solo de pensarlo se ponía malo, por ella, Maggie se merecía mucho más que lo que le había deparado el destino. Francamente, había cosas muy injustas. Lo único que él podía hacer era ofrecerle una noche agradable, una buena comida y un rato juntos, y después devolver a Maggie a su mundo de siempre. Nada de lo que él hiciera cambiaría la realidad de Maggie, pero lo más curioso era que a ella no parecía importarle. No sentía la menor envidia y, por el contrario, parecía alegrarse de todas las facetas de la vida que Adam iba mostrándole.
Maggie era una mujer completamente diferente de las que Adam frecuentaba. Se parecía a todas ellas, pero no tenía nada en común con ellas. Maggie era amable, cariñosa y divertida, y además auténtica. Era lista, y le encantaba discutir con él. Y a Adam le encantaba que lo considerase una especie de ángel. Las demás mujeres con las que salía solo querían utilizarlo. Querían ropa, joyas, tarjetas de crédito, un piso, cirugía plástica y que les presentara a alguien para un trabajo o para un papelito en una película. Todas las demás parecían tener agendas muy apretadas, mientras que Maggie daba la impresión de querer estar solamente con él y compartir un buen rato. La rodeaba un halo de inocencia irresistible que la hacía distinta de todas las mujeres que se habían cruzado en su camino durante los últimos años.
Maggie preparó una buena ensalada mientras Adam sacaba los filetes del frigorífico y encendía la barbacoa. Los filetes eran enormes y comieron copiosamente, y después tomaron cucuruchos de helado en la terraza y se pusieron perdidos, riéndose. A Maggie se le cayó a los pies, pero no le dio importancia.
– Ven, mételos en el jacuzzi -le dijo Adam amablemente. -Nadie se va a enterar.
Abrió el grifo y salió el agua burbujeante y caliente. Al menos cabían doce personas, y Maggie se sentó en el borde y metió los pies, riéndose.
– Seguro que das un montón de fiestas tremendas -dijo Maggie, con su minifalda y su camiseta rosa. Parecía una cría, más que nunca.
– ¿Por qué? -preguntó Adam en tono evasivo. No le gustaba hablar de las demás mujeres de su vida y pensó que Maggie estaba a punto de interrogarlo.
– Fíjate en todo esto -respondió ella, mirando a su alrededor y después a Adam. -Jacuzzi, ático, barbacoa, terraza, una vista estupenda… O sea, si yo viviera en un sitio así, mis amigos vendrían siempre a verme.
No había disparado en la dirección que Adam se temía.
– Sí, en ocasiones lo hacen -reconoció con honradez. -Pero otras veces me gusta estar aquí solo. Trabajo mucho, y de vez en cuando es agradable un poquito de calma. -Maggie asintió con la cabeza. Era lo mismo que necesitaba ella cuando volvía a casa por la noche después de trabajar. Adam añadió con una mirada dulce: -Lo estoy pasando muy bien contigo.
– Yo también -dijo Maggie con toda sencillez, mirándolo desde donde estaba. -¿Por qué no quieres volver a casarte?
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Adam, desconcertado.
– Porque me lo dijiste anoche por teléfono -le explicó Maggie, y Adam asintió. Estuvo tan adormilado durante la mayor parte de la conversación que se le había olvidado gran parte de lo que había dicho. Lo único que recordaba era lo agradable que le había resultado hablar con Maggie. -¿No quieres más hijos? Todavía eres joven. Puedes tener más.
Era la clase de interrogatorio al que lo sometía la mayoría de las mujeres, a las que no les gustaban las respuestas que les daba, pero siempre era sincero con ellas. Prefería advertir de sus intenciones, tanto si las mujeres le creían como si no. La mayoría no le creían. En cuanto les decía la verdad, se lo tomaban como un reto aún mayor.
– Me gustan los que tengo, dos, y no quiero más, ni me hace ninguna falta casarme. El matrimonio no fue para mí una experiencia estupenda. Me divierto mucho más de soltero que cuando estaba casado.
– Claro -repuso Maggie, riéndose. -No me extraña con todos los juguetes que tienes…
Era la primera mujer que reconocía semejante cosa. La mayoría intentaba convencerlo de que el matrimonio sería mejor. Maggie parecía pensar que tenía razón.
– Eso me parece a mí. ¿Por qué iba a renunciar a todo esto por una mujer que a lo mejor me decepciona y me hace infeliz?
Maggie asintió con la cabeza. Adam no podía imaginarse a ninguna mujer que no fuera a decepcionarlo y a hacerlo infeliz, y eso entristeció a la chica.
– ¿Tienes muchas novias?
Eso sospechaba Maggie, por el tipo de hombre que era Adam. Aunque no fuera más que por el Ferrari.
– Depende -contestó Adam, otra vez sincero. -No me gusta atarme. Para mí la libertad significa mucho. -Maggie hizo un gesto de asentimiento. Le gustaba que Adam no intentara ocultar quién era, algo que se veía a las claras. -A veces no salgo con nadie durante una temporada.
– ¿Y ahora? -preguntó Maggie con mirada picara. -¿Con muchas, ninguna, o unas cuantas?
Adam le sonrió.
– ¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? -También le había hecho muchas preguntas la noche anterior. Parecía ser su estilo. -Ahora mismo no veo a nadie en especial.
– ¿Estás haciendo una prueba? -inquirió burlonamente Maggie, más femenina que antes. Era una chica preciosa, y a plena luz del día Adam lo vio con más claridad que la noche en que se habían conocido.
– ¿Estás solicitando el puesto de trabajo?
– A lo mejor -respondió Maggie. -No estoy segura.
– ¿Y tú? -le preguntó Adam en voz baja. -¿Estás con alguien?
– Pues no. Llevo un año sin salir con nadie. El último con el que salí resultó ser un camello y acabó en la cárcel. Al principio parecía un tipo muy majo. Lo conocí en el Pier 92.
– Yo no vendo drogas, si eso es lo que te preocupa -dijo Adam en tono convincente. -Todo lo que ves lo he conseguido con el sudor de mi frente.
– No, contigo no me preocupo por eso.
Adam se levantó a poner música. La tarde empezaba a adquirir ciertos tintes románticos. Cuando volvió, Maggie le hizo otra pregunta, para ella importante.
– Si empezáramos a salir, ¿irías con otras mujeres al mismo tiempo?
– Es posible, pero no correrías ningún riesgo por mi culpa, si te refieres a eso. Tomo precauciones, y me he hecho una prueba de sida hace poco.
– Como yo -dijo Maggie tranquilamente. Se la había hecho cuando el camello fue a la cárcel.
– Maggie, si lo que quieres saber es si estaría exclusivamente contigo, tengo que decirte que a lo mejor no. No al principio, por lo menos. Pero ¿quién sabe hasta dónde podría llegar después? Prefiero mantener las posibilidades abiertas, y a tu edad, tú deberías hacer lo mismo. -Maggie asintió. Lo que estaba oyendo no le encantaba precisamente, pero le parecía lógico, y al menos Adam era sincero. No iba a hacerle promesas que luego no fuera a cumplir, pero pensaba ver a otras personas, y ella también. -Incluso si saliéramos, prefiero tener vidas separadas. Llevo mucho tiempo soltero, casi once años, y me parece que así voy a seguir. No quiero verme enredado en la vida de otra persona.
– A mí me parece que te equivocas con lo de no casarte, pero es asunto tuyo -repuso Maggie con toda calma. -Yo tampoco quiero casarme, al menos hasta dentro de mucho tiempo. Soy demasiado joven. Todavía quiero hacer muchas cosas, al menos durante los próximos años, pero sí, algún día me gustaría casarme y tener hijos.
– Claro. Es lo que deberías hacer.
– Quiero darle a mis hijos lo que yo nunca tuve. Una madre, por ejemplo -dijo en voz baja.
– Yo tampoco la tuve -dijo Adam, dirigiéndose hacia el borde del jacuzzi, donde estaba sentada Maggie, moviendo los pies en el agua como una cría. -No todas las madres son madres de verdad, y te aseguro que la mía no lo era. Yo llegué de sorpresa, casi diez años después que mi hermana y catorce después que mi hermano, y todos han estado cabreados conmigo toda la vida. No deberían haberme tenido.
– Pues yo me alegro de que te tuvieran -dijo Maggie con dulzura cuando Adam se acercó a ella. -Francamente, sería una pena que no te hubieran tenido -añadió sonriendo.
– Gracias -contestó Adam, también con dulzura; se agachó y la besó.
Después le propuso que se metieran juntos en el jacuzzi. Tenía un montón de bañadores femeninos en el armario, y le dijo que eligiera el que quisiera. Era la casa de soltero ideal, perfectamente equipada. Había un bañador de su talla, sin estrenar. A Maggie le habría molestado si Adam no hubiera sido tan sincero con ella, pero como lo había sido, entre ellos no se interponían propósitos ocultos ni citas secretas.
Maggie se puso el bañador, se metió en el jacuzzi, y al poco tiempo apareció Adam, también en bañador, y se introdujo en el agua. Se quedaron allí largo rato, hablando y besándose; después se quitaron los bañadores, mientras la cálida noche de octubre iba cayendo sobre Nueva York. Tras un buen rato allí tumbados, Adam arropó a Maggie con una toalla y la llevó dentro. Ya en la cama, le quitó la toalla como si desenvolviera un regalo. Era una auténtica maravilla, una exquisitez, allí tumbada en su cama. Jamás había visto un cuerpo tan hermoso. Incluso le sorprendió darse cuenta de que era rubia natural. No había nada falso en Maggie O'Malley. Todo en ella era auténtico.
Hicieron el amor, y se llevaron una sorpresa al ver lo bien que se acoplaban, lo mucho que disfrutaban el uno del otro, e incluso se rieron y dijeron tonterías. Maggie se sentía totalmente a gusto con él. Después se quedaron muy juntos en la cama un rato y volvieron al jacuzzi. Maggie dijo que era la mejor noche que había pasado en su vida, algo fácil de creer. Había llevado una vida muy dura, y seguía llevándola. Para ella aquello era más que una noche de ensueño, pues sabía que tendría que volver al apartamentucho y a su trabajo, que nada cambiaría su existencia, pero en aquellos momentos compartidos con Adam también compartía una vida que jamás había imaginado. Adam sabía que a ella le resultaría interesante y un auténtico desafío entrar y salir de ambos mundos, si seguían viéndose.
Volvieron a hacer el amor, y en esta ocasión fue algo totalmente espontáneo, con una pasión que los sorprendió a los dos.
Adam la invitó a pasar la noche allí. Normalmente no le apetecía, pero con Maggie sí. Lo espantaba la idea de devolverla a aquella pesadilla en la que vivía, pero los dos tendrían que acostumbrarse a que ella se fuera y a que él la dejara ir. No iba a ofrecerle nada permanente, solo una especie de tregua en la vida que Maggie llevaba, y a ella le parecía suficiente. Por tanto, prefirió volver a su casa aquella noche.
Adam se empeñó en llevarla. No quería que cogiese un taxi. Vivía en un barrio demasiado peligroso. Se había portado bien con él, y él quería corresponder. Maggie se sentía como Cenicienta a punto de volver a casa, y en esa ocasión aún más, porque el Ferrari era de Adam y no una limusina alquilada.
– No voy a decirte que subas -le dijo Maggie después de darle un beso.
– A lo mejor tienes marido y diez hijos y no quieres enseñármelos -susurró Adam, y ella se echó a reír.
– Qué va. Solo cinco.
– Lo he pasado maravillosamente -añadió Adam, muy en serio.
– Yo también -dijo Maggie, y volvió a besarlo.
– Te llamo mañana -prometió Adam, y ella se echó a reír.
– Sí, vale.
Maggie se bajó del Ferrari, subió la escalera, entró en el edifico, saludó con la mano, y al desaparecer entre las sombras recordó las últimas palabras de Adam, que esperaba que cumpliera, si bien no contaba con ello. Nadie mejor que ella sabía que en la vida no hay que fiarse de nada.