Gray llamó a Sylvia a las diez de la mañana siguiente. Su apartamento estaba patas arriba, y ni siquiera se había molestado en deshacer la maleta. La noche anterior se había quedado dormido pensando en Sylvia y la llamó nada más despertarse. Ella estaba trabajando con unos papeles y sonrió al oírlo.
Los dos preguntaron lo mismo, qué tal habían dormido. Sylvia había pasado la mitad de la noche en vela, pensando en Gray, y él había dormido como un angelito. ^
– ¿Cómo va el fregadero?
– Bien. -Sylvia sonrió.
– Será mejor que vaya a ver qué pasa. Ella se echó a reír, y estuvieron charlando unos minutos. Gray dijo que tenía que hacer unas cosas en casa después del viaje, pero se ofreció a llevarle el almuerzo alrededor de las doce y media.
– Pensaba que íbamos a cenar -replicó Sylvia, sorprendida, aunque le había dicho que estaría en casa todo el día, lo cual suponía una invitación tácita pero sincera.
– No creo que pueda esperar tanto -dijo Gray con sinceridad. -He esperado cincuenta años a que tú aparecieras, y a lo mejor me muero si espero nueve horas más. ¿Estás libre a la hora de comer? -preguntó con nerviosismo, y Sylvia sonrió.
Estaba libre para cuanto Gray quisiera. La noche anterior, mientras se besaban, había llegado a la conclusión de que estaba dispuesta a dejar que Gray entrase en su mundo y a compartir su vida con él. No sabía por qué, pero todo en Gray le parecía bien, y quería estar con él.
– Estoy libre. Ven a la hora que quieras.
– ¿Llevo algo? ¿Quiche? ¿Queso? ¿Vino?
– Tengo de todo. No hace falta que traigas nada.
Había tantas cosas que quería hacer con él… Pasear por Central Park, dar una vuelta por el Village, ir al cine, ver la televisión en la cama, salir a cenar, quedarse en casa y cocinar para él, ver sus cuadros, enseñarle la galería o simplemente quedarse en la cama abrazándole. Apenas lo conocía, pero al mismo tiempo tenía la sensación de conocerlo desde siempre.
En su estudio, Gray abrió el correo, miró los recibos, sacó la ropa de la maleta al buen tuntún, dejó la mayor parte en el suelo y cogió la que necesitaba. Se duchó, se afeitó, se vistió, firmó rápidamente unos cheques, los echó al correo y entró en la única floristería que encontró abierta. Compró dos docenas de rosas, tomó un taxi y le dio al taxista la dirección de Sylvia, A mediodía llamó al timbre y se quedó esperando a su puerta. Acababa de marcharse el fontanero, y Sylvia abrió los ojos de par en par al ver las rosas.
– ¡Dios mío, son preciosas! Gray, no deberías…
Lo decía en serio, porque sabía que era un pintor sin un céntimo, y la derritió aquel gesto de ternura y generosidad. Era un verdadero romántico. Tras toda una vida de narcisistas, al fin había encontrado a un hombre a quien ella le importaba, tanto como él a ella.
– SÍ pudiera, te enviaría rosas todos los días, pero a lo mejor esta es la última vez durante una temporada -dijo Gray con pesar. Aún tenía que pagar el alquiler y el recibo del teléfono, y el billete a Francia le había salido carísimo. No podía consentir que lo pagara Charlie. Pensaba que lo mínimo que podía hacer era pagárselo él mismo. Esperaba haber ido en el avión de Adam, pero este había volado directamente desde Las Vegas en el viaje de ida y desde Londres, con sus hijos, en el viaje de vuelta. -Quería traerte rosas porque hoy es un día especial.
– Y eso ¿por qué? -preguntó Sylvia, con las rosas en los brazos, mirándolo con unos ojos que parecían enormes. Estaba entusiasmada, y al mismo tiempo asustada.
– Porque hoy es el principio… es cuando empezamos… donde empieza todo. A partir de hoy, ninguno de los dos volverá a ser igual que antes. -La miró, le quitó las rosas y las dejó en la mesa de al lado. Después la tomó entre sus brazos, la besó y la abrazó. Notó que estaba temblando y la miró. -Quiero que seas feliz -dijo con dulzura. -Quiero que esto sea bueno para los dos.
Con el tiempo, quería compensarla por todo el dolor y las decepciones que había sufrido, compensar las afrentas y el absurdo de su propia vida. Era la oportunidad para hacerlo bien y para cambiar las cosas para los dos.
Sylvia colocó las rosas en un jarrón y lo puso en una mesa del salón.
– ¿Tienes hambre? -le preguntó mientras volvía a la cocina.
Gray la siguió y se quedó en la puerta, sonriendo. Sylvia estaba preciosa. Llevaba camisa blanca y vaqueros, y sin decir palabra Gray se acercó a ella y empezó a desabotonarle la camisa. Ella se quedó inmóvil, mirándolo. Gray le quitó la camisa delicadamente de los hombros, la dejó caer sobre una silla y se quedó admirando a Sylvia como si fuera una obra de arte o un cuadro que acabara de pintar. Era perfecta. Su piel no mostraba ninguno de los signos de la edad, y su cuerpo era joven, duro y atlético. Hacía tiempo que nadie lo veía. No había habido ningún hombre que reflejase lo que ella era o sentía, ni que se preocupara por lo que necesitaba o deseaba. Sylvia tenía la sensación de llevar miles de años sola, y de repente se le unía Gray. Era como compartir con él un viaje de destino desconocido, pero lo habían iniciado juntos, como compañeros.
Gray la tomó de la mano y la llevó lentamente a su dormitorio. Se tendieron en la cama juntos y se quitaron mutuamente la ropa, con delicadeza. Desnudos, Gray empezó a besarla, mientras la exploraba lentamente y ella lo descubría con las manos y después con los labios. Lo que Gray hizo era fascinante, y el largo y lento despliegue de su deseo por ella le habría resultado insoportable de no ser porque era exactamente lo que Sylvia deseaba. Gray sabía perfectamente qué hacer, dónde ir y cómo llegar hasta allí, como si la conociera desde siempre. Era como una danza que siempre habían sabido bailar juntos, con sus ritmos perfectamente armonizados, sus cuerpos acoplados como dos mitades de un todo*. El tiempo pareció detenerse; de repente todo empezó a moverse rápidamente hasta que los dos saltaron juntos hasta la estratosfera, y Sylvia se quedó entre los brazos de Gray, en silencio, sonriendo y besándole.
– Gracias -susurró, y Gray la estrechó entre sus brazos. Sus cuerpos seguían entrelazados, y le sonrió.
– Llevaba toda una vida esperándote -dijo Gray en un susurro. -No sabía dónde estabas… pero siempre he sabido que estabas en alguna parte.
Ella no había sido tan lista; hacía años que había perdido la esperanza de encontrarlo. Había llegado a convencerse de que estaba condenada a pasar sola el resto de su vida. Gray era un regalo que había dejado de esperar hacía tiempo, y que ni siquiera sabía que aún quería. Y de repente estaba allí, en su vida, en su cabeza, en su corazón, en su cama y en cada pliegue de su cuerpo. Gray había pasado a formar parte de su ser para siempre.
Siguieron en la cama hasta que se quedaron dormidos y se despertaron horas más tarde, relajados, saciados, felices. Fueron a la cocina y prepararon juntos la comida, desnudos. Sylvia no sentía ninguna vergüenza con él, ni tampoco Gray con ella, y aunque sus cuerpos ya no eran tan perfectos como antes, se sentían totalmente cómodos el uno con el otro. Llevaron la comida a la cama y no pararon de charlar y reír. Todo entre ellos resultaba sencillo y divertido.
Después se ducharon juntos, se vistieron y dieron un largo paseo por el SoHo. Entraron en varias tiendas, en varias galerías de arte, compraron helado en la calle y lo compartieron. Cuando volvieron a casa de Sylvia eran las seis, tras haber alquilado dos películas antiguas. Se metieron en la cama, las vieron, hicieron el amor, y a las diez Sylvia se levantó y preparó la cena.
– Me gustaría que vinieras mañana a mi casa -dijo Gray cuando Sylvia volvió a la cama con la cena y le dio su plato. Había preparado huevos revueltos con queso y pan tostado. Era el final perfecto para aquel día especial, un día que ninguno de los dos olvidaría jamás. Y aún les quedaba mucho por descubrir.
– Quiero ver tu obra reciente -dijo Sylvia, volviendo a pensar en todo lo anterior.
– Por eso quiero que vengas.
– Si quieres, voy contigo por la mañana. Tengo que estar en la galería a mediodía, pero antes podemos pasar por tu casa.
– Muy bien -dijo Gray, sonriendo.
Acabaron de cenar, apagaron el televisor y se acurrucaron en la cama, abrazados.
– Gracias, Gray -susurró Sylvia.
Gray ya estaba medio dormido, y se limitó a asentir con la cabeza y a sonreír. Sylvia lo besó con dulzura en la mejilla, se apretó más contra él, y al cabo de pocos minutos ambos dormían profundamente, como niños felices y tranquilos.