CAPÍTULO 12

Dos días después de la cena de Charlie con Carole, Adam se detenía ante la puerta de la casa de sus padres en Long Island en su nuevo Ferrari. Ya sabía que iba a tener problemas. Habrían esperado que asistiera a los servicios religiosos con ellos, y esa era la intención que tenía, como todos los años, pero lo había llamado uno de sus deportistas de élite, presa del pánico. Habían detenido a su mujer por robar en una tienda y reconoció que su hijo, de dieciséis años, traficaba con cocaína. Si, era Yom Kipur para sus padres, pero un jugador de fútbol de Minnesota no tenía ni puñetera idea sobre Yom Kipur y necesitaba a ayuda de Adam. Él siempre estaba al pie del cañón, y en aquella ocasión no fue distinto.

Iban a enviar al chico a Hazelden a la mañana siguiente, y por suerte Adam conocía al ayudante del fiscal del distrito que llevaba el caso de la mujer del futbolista. Habían llegado a un acuerdo por cien horas de servicio comunitario, y el fiscal había accedido a no difundirlo en la prensa. El deportista al que Adam representaba le dijo que le debía la vida. Y Adam se puso en camino a las seis y media. Tardó una hora en llegar a la casa de sus padres en Long Island. Se había perdido los servicios religiosos en la sinagoga, pero al menos llegaba a tiempo para la cena. Sabía que su madre estaría furiosa, y él estaba contrariado. Era el único día del año en que realmente le gustaba ir a la sinagoga para expiar sus pecados del año anterior y recordar a los difuntos. El resto del tiempo la religión significaba muy poco para él, pero le encantaban las tradiciones y agradecía que Rachel observara todas las festividades con los niños. Jacob había alcanzado la edad de Bar Mitzvá el verano anterior, y la ceremonia en la que leyó pasajes de la Tora en hebreo la había hecho llorar. Jamás se había sentido tan orgulloso, y recordó las lágrimas de su padre mientras él leía.

Pero sabía que aquella noche no habría momentos tan tiernos. Su madre estaría furibunda porque no había llegado a tiempo para ir a la sinagoga con ellos. Siempre tenía algo de lo que quejarse. Para ella no significaba nada que se ocupara de sus clientes en momentos difíciles. Estaba enfadada con su hijo menor desde el divorcio. Se sentía más unida a Rachel de lo que jamás lo había estado con él, y Adam pensaba que prefería a su ex esposa que a él.

Acababan de volver de la sinagoga y estaban todos en el salón cuando entró Adam. Llevaba un traje azul oscuro de Brioni de corte impecable, camisa blanca hecha a medida, corbata y zapatos relucientes. Cualquier madre se habría derretido al verlo. Tenía buen tipo y era guapo, con un toque exótico. En raras ocasiones, cuando era más joven, su madre decía que parecía un joven luchador israelí por la libertad, y de vez en cuando dejaba escapar que se sentía orgullosa de él. Últimamente lo único que decía era que había vendido su alma para vivir en Sodoma y Gomorra y que llevaba una vida ignominiosa. Censuraba cuanto hacía Adam, desde las mujeres con las que salía hasta los clientes a los que representaba, pasando por los viajes de negocios a Las Vegas para ver combates de boxeo o asistir a conciertos de raperos. Incluso censuraba a Charlie y Gray, de quienes decía que eran dos desgraciados que no se habían casado ni se casarían jamás y se juntaban con mujeres de vida fácil. Y cuando veía fotos de Adam en los tabloides con una de las mujeres con las que salía, detrás de Vana o de cualquiera de sus clientes, lo llamaba para decirle que era una verdadera vergüenza. Adam estaba seguro de que aquella noche no iba a ser mejor.

No asistir a los servicios religiosos de Yom Kipur era algo tremendo para la madre de Adam. Tampoco había ido a casa de sus padres en Rosh Hashaná. Estaba en Atlantic City, solucionando una disputa por un contrato que había estallado cuando uno de los músicos más importantes a los que representaba se presentó borracho en el escenario y se cayó redondo. Las festividades religiosas judías no significaban nada para sus clientes, pero para su madre sí, y mucho.

Su madre tenía una expresión dura corno el granito cuando Adam entró en el salón, y él estaba pálido, por el estrés y la angustia. Siempre que iba a casa de sus padres volvía a sentirse como un crío, un recuerdo que no le resultaba agradable. Desde el mismo día de su nacimiento lo habían hecho sentirse como un intruso, como una persona frustrante.

– Hola, mamá. Siento llegar tan tarde -dijo mientras se acercaba a ella. Se inclinó para darle un beso y ella retiró la cara. Su padre estaba en el sofá, con la mirada clavada en el suelo. Aunque había oído entrar a Adam no levantó los ojos. Nunca lo hacía, Adam besó a su madre en la coronilla y se apartó. -Perdonadme todos. No he podido evitarlo. He tenido un problema con un cliente. Su hijo está vendiendo drogas, y su mujer ha estado a punto de ir a la cárcel.

Para la madre de Adam aquella excusa no era nada, simplemente más carnaza.

– Bonita gente, esa para la que trabajas -dijo, en un tono tan cortante que podría haber trinchado un pollo entero. -Te sentirás orgulloso.

Su voz destilaba sarcasmo, y Adam vio a su hermana mirar de soslayo a su marido, y su hermano frunció el ceño y se dio media vuelta. Sabía que iba a ser otra de esas grandes veladas que lo dejaban con dolor de estómago durante días.

– Da de comer a mis hijos -replicó Adam, intentando adoptar un tono desenfadado mientras se dirigía al aparador a ponerse una copa. Vodka con hielo, a palo seco.

– ¿Es que no puedes ni siquiera esperar a sentarte para tomarte una copa? No puedes ir a la sinagoga en Yom Kipur ni saludar como es debido a tu familia, y ya estás bebiendo. Adam, cualquier día vas a acabar en Alcohólicos Anónimos.

Poco podía decir Adam. Con Charlie y Gray habría bromeado, pero nada de lo que ocurría en su familia era una broma. Allí sentados, parecían estar en pleno ritual fúnebre, esperando a que la criada les dijera que la cena estaba servida. Era la misma mujer afroamericana que llevaba trabajando para ellos treinta años, aunque Adam no comprendía por qué. Su madre aún la llamaba «la schwartze», aunque hablaba yidis mejor que Adam. Era la única persona a la que le gustaba ver en sus escasas visitas a casa de sus padres. Se llamaba Mae. La madre de Adam siempre preguntaba, con expresión de asco: «Pero ¿qué nombre es ese, Mae?».

– ¿Qué tal la sinagoga? -preguntó Adam cortésmente, intentando entablar conversación mientras Sharon, su hermana, hablaba en voz baja con Bárbara, su cuñada, y Ben, su hermano, hablaba de golf con su cuñado, que se llamaba Gideon pero no le caía bien a nadie, de modo que todos hacían como si no tuviera nombre. En aquella familia, si uno no daba la talla no tenía nombre.

Ben era médico, y Gideon solo vendía seguros. El hecho de que Adam se hubiera licenciado cum laude perdía todo valor ante otro hecho: que estuviera divorciado porque su mujer lo había dejado, circunstancia de la que solo él era culpable, según su madre. Si fuera un hombre como es debido, ¿por qué iba a dejarlo una chica como Rachel? Y había que ver con qué mujeres salía desde entonces. Siempre era la misma canción, y Adam se la sabía de memoria. Era un juego en el que nunca podía ganar. Seguía intentándolo, pero no sabía por qué.

Al poco rato entró Mae para decirles que la cena estaba servida, y, mientras se sentaban en los sitios de costumbre, Adam vio a su madre mirándolo desde el otro extremo de la mesa. Aquella mirada podría haberlo fulminado. Su padre se colocó enfrente, y las dos parejas a ambos lados. Sus hijos aún estaban comiendo en la cocina, y Adam todavía no los había visto. Habían estado jugando al baloncesto y fumando cigarrillos a escondidas fuera. Los hijos de Adam nunca iban allí. Su madre los veía a solas, con Rachel, cuando le parecía. Adam siempre se sentaba entre su padre y su hermana, como si le hubieran hecho un hueco en el último momento, y siempre le tocaba la pata de la mesa. En realidad no le importaba, pero parecía una señal del cielo el hecho de que en aquella familia no hubiera sitio para él, sobre todo en los últimos años. Desde que se había divorciado de Rachel y había pasado a ser socio del bufete, poco antes, lo trataban como a un paria, causa de dolor y vergüenza para todos, en especial para su madre. Sus logros, muy considerados en el mundo exterior, no importaban nada en aquella casa. Lo trataban como a un extraterrestre, y allí sentado, sintiéndose como un marciano, fue palideciendo por minutos, deseando volver a su casa de inmediato. Lo peor era que aquella era su casa, por mucho que le costara creerlo. Todos le hacían que se sintiera como si fuera un extraño, un enemigo.

– Bueno, ¿dónde has estado últimamente? -preguntó su madre en cuanto se hizo el silencio, para que todos pudieran oírle enumerar sitios como Las Vegas y Atlantic City, donde había apuestas, prostitución y bandas enteras de mujeres de vida alegre, todas las cuales habían ido allí para que Adam se aprovechara de ellas.

– Pues aquí y allá -contestó Adam con vaguedad. Se conocía el truco. Resultaba difícil evitar los escollos, pero siempre lo intentaba, -En agosto estuve en Italia y Francia -le recordó a su madre.

Habría sido absurdo contarle que había estado en Atlantic City la semana anterior, resolviendo otro problema urgente. Por suerte, su madre no tenía ni idea de dónde había estado en Rosh Hashaná ni había esperado que fuera a casa. Adam solo se molestaba en ir en Yom Kipur. Miró a su hermana, que le sonrió. En unos segundos de alucinación la vio con el pelo de punta, mechones blancos y enormes colmillos. Siempre pensaba en ella como la novia de Frankenstein. Tenía dos hijos, un chico y una chica, a los que Adam raramente veía, que eran iguales que Gideon y ella. Asistía a la ceremonia de Bar Mitzvá de todos, pero después no volvía a verlos. Sus sobrinos y sus sobrinas eran unos extraños para él, y, como reconocía ante Charlie y Gray, lo prefería. Insistía en que todos los miembros de su familia eran bichos raros, precisamente lo que ellos pensaban de él.

– ¿Qué tal en Lake Mohonk? -le preguntó a su madre.

No sabía por qué seguían yendo allí. Su padre había ganado una fortuna en la Bolsa hacía cuarenta años y podrían haber ido a cualquier parte del mundo. A su madre le gustaba fingir que todavía eran pobres y, como detestaba los aviones, nunca se arriesgaban a ir muy lejos.

– Muy bien -contestó la madre, buscando otro tema para pincharlo.

Normalmente usaba cualquier cosa que él dijera para darle la paliza. El truco de Adam consistía en no ofrecerle información, aparte de la que ella encontraba en los tabloides, que compraba religiosamente, o lo que veía en la televisión. Solía enviarle recortes con las fotos más desagradables, en las que Adam aparecía detrás de un cliente esposado y a punto de entrar en la cárcel. Siempre le adjuntaba notitas: «Por si acaso no lo habías visto…». Cuando eran especialmente espantosas, se las enviaba separadas, por triplicado, con notitas que siempre empezaban con: «Creo que se me había olvidado enviarte…».

– ¿Cómo te encuentras, papá?

Esa solía ser la siguiente tentativa de Adam de entablar conversación, siempre con la misma respuesta. De pequeño estaba convencido de que unos seres extraterrestres habían sustituido a su padre por un robot con una pieza defectuosa que le dificultaba el habla. Era capaz de hablar, pero primero había que darle un empujoncito, y después uno se daba cuenta de que se le había agotado la pila. La respuesta invariable de su padre, tras unos momentos, era «bastante bien», mientras miraba fijamente el plato, nunca a su interlocutor, y seguía comiendo. Abstraerse y negarse a participar en una conversación era el único recurso de su padre para soportar cincuenta y siete años de matrimonio con su madre. Ben, su hermano, cumpliría cincuenta y cinco años aquel invierno, Sharon acababa de cumplir cincuenta, y Adam había sido un accidente que tuvo lugar nueve años más tarde, alguien a quien al parecer ni siquiera merecía que se le dirigiera la palabra, salvo cuando hacía algo mal.

No recordaba que su madre le hubiera dicho que lo quería ni una sola vez, ni que le hubiera dedicado una palabra cariñosa desde que nació. Era motivo de ignominia e irritación desde su más tierna infancia. Lo más amable que habían hecho por él era hacer caso omiso de su existencia; lo peor, reñirlo, reprenderlo y pegarle, todo lo cual Había corrido a cargo de su madre mientras se hacía mayor, y seguía haciéndolo cuando ya había cumplido los cuarenta. Lo único que había suprimido con los años eran los azotes.

– Bueno, ¿con quién sales ahora, Adam? -le preguntó su madre cuando Mae llevó la ensalada.

Adam supuso que, como no había ido a la sinagoga y tenía que castigarlo por ello, sacaba temprano la artillería pesada. Por norma, esperaba hasta el postre y el café para lanzarle aquella andanada. Había aprendido hacía tiempo que no existía ninguna respuesta correcta. Todo el mundo se le echaría encima si decía la verdad, sobre ese tema o cualquier otro.

– Con nadie. He estado muy liado -respondió con vaguedad.

– Ya se nota -replicó la madre dirigiéndose rápidamente y muy erguida hacia el aparador.

Era delgada y enjuta y disfrutaba de una forma física extraordinaria para sus setenta y nueve años, mientras que el padre empezaba a ponerse un poco rechoncho. Sacó un ejemplar del Enquirer y se lo pasó a todos los invitados para que lo vieran. Aún no le había enviado a Adam los recortes. Al parecer lo había reservado para la festividad, de modo que todo el mundo pudiera disfrutarlo, y no solo Adam.

Adam vio que era una fotografía suya en el concierto de Vana. A su lado había una chica con la boca abierta de par en par y los ojos cerrados, chaqueta de cuero y unos pechos a punto de reventar la blusa negra. Llevaba una falda tan corta que parecía, que no llevaba nada.

– ¿Quién es esa? -preguntó su madre en un tono que daba a entender que Adam les ocultaba algo.

Adam se quedó mirando la fotografía unos momentos. Al principio no le dijo nada, pero después lo recordó. Maggie. La chica a la que le había proporcionado un asiento junto al escenario y a la que había acompañado después a su casa. Estuvo tentado de decirle a su madre que no se preocupara, que no tenía importancia porque no se había acostado con ella.

– Una chica que estaba a mi lado en el concierto -contestó sin dar más explicaciones.

– ¿No habías salido con ella?

Adam se debatió entre el alivio y la decepción. Tendría que buscar otra arma.

– No. Fui con Charlie.

– ¿Con quién?

La madre siempre fingía no acordarse. Para Adam, olvidar los nombres de sus amigos era otra forma de rechazo.

– Charles Harrington.

El que siempre finges no recordar, le habría gustado añadir.

– Ah, ese. Debe de ser gay. No se ha casado.

Había dado en el blanco con ese dardo. Ya dominaba la situación. Si él decía que no era gay, querría saber cómo lo sabía, lo que podría resultar comprometedor, y si, abandonando toda precaución, le daba la razón, para quitársela de en medio, inevitablemente le devolvería la pelota más adelante. Adam lo había intentado con otros temas. Lo mejor era no decir nada. Se limitó a sonreír a Mae cuando volvió a pasar el pan, y ella le guiñó un ojo. Ella era su única aliada y siempre lo había sido.

Cuando al fin se levantaron de la mesa, Adam se sentía como si hubiera pasado una temporada en el infierno. El nudo que tenía en el estómago se hizo del tamaño de un puño al verlos ocupando los mismos sillones en los que estaban sentados antes de la cena. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que no podía más. Se quedó de pie junto a su madre, por si acaso ella sentía la necesidad imperiosa de darle un abrazo, cosa que no ocurría con frecuencia.

– Perdona, mamá, pero tengo un dolor de cabeza espantoso. Me da la impresión de que va a acabar en migraña. Tengo que conducir un buen rato, así que me voy marchar.

Lo único que quería era salir pitando de allí.

Su madre se quedó mirándolo unos momentos con los labios fruncidos y asintió con la cabeza. Ya lo había castigado debidamente por no haber ido a la sinagoga con ellos. Era libre de marcharse. Había desempeñado su papel de chivo expiatorio, como era su obligación, papel que ella le había asignado toda la vida, desde que había tenido la osadía de llegar en un momento en el que creía que ya había cumplido sobradamente con la tarea de tener hijos. Había supuesto una agresión tan inesperada como inoportuna contra sus meriendas y sus partidas de bridge, por la cual había recibido el merecido castigo. Desde siempre. Y continuaba recibiéndolo. Siempre había supuesto un incordio para ella, jamás un motivo de alegría.

Los demás habían seguido el ejemplo de la madre. A los catorce años, Ben sintió una gran vergüenza cuando ella volvió a quedarse embarazada, y a Sharon, a los nueve, le indignó aquella intrusión en su vida. Su padre se dedicaba a jugar al golf y no tenía tiempo para otra cosa. Y, como venganza, decidieron que lo criara una niñera y nunca pudiera ver a su familia. Pero el castigo que le impusieron resultó una suerte para él. La mujer que se ocupó de él hasta los diez años era cariñosa y bondadosa, la única persona decente de su infancia. Hasta su décimo cumpleaños, cuando la echaron sin permitirle que se despidiera. Adam seguía preguntándose a veces qué habría sido de ella, pero suponía que habría muerto, porque ya no era joven cuando lo cuidaba. Se había sentido culpable durante años por no intentar buscarla, o al menos escribirle, para darle las gracias por su bondad.

– Si no bebieras tanto ni salieras con esas mujeres de vida alegre no tendrías migrañas -proclamó su madre.

Adam no sabía qué tenían que ver las mujeres de vida alegre con las migrañas, pero era más sencillo no preguntarlo.

– Gracias por la cena. Ha sido estupenda.

No tenía ni idea de lo que había comido. Probablemente carne asada. En aquella casa nunca se fijaba en lo que comía. Se limitaba a cumplir.

– Llámame algún día -dijo su madre en tono severo.

Adam asintió con la cabeza y resistió la tentación de preguntarle para qué. Era otra pregunta a la que nadie podría haber contestado. ¿Por qué iba a llamarla? Pero de todas maneras lo hacía, por respeto y costumbre, una vez a la semana o así, siempre con la esperanza de que no estuviera en casa y pudiera dejarle el recado, preferiblemente a su padre, quien apenas era capaz de intercalar tres palabras entre hola y adiós, que casi siempre eran: «Se lo diré».

Adam se despidió de cada uno de ellos, y después de Mae, en la cocina. Salió y subió al Ferrari con un profundo suspiro.

– ¡Me cago en diez! -dijo en voz alta. -Cómo detesto a esa gente.

Entonces empezó a sentirse mejor y pisó a fondo el acelerador. Diez minutos más tarde iba por la autopista de Long Island sobrepasando con mucho el límite de velocidad, pero con el estómago mejor. Intentó hablar con Charlie, aunque fuera solo para oír la voz de un ser humano normal, pero no estaba, y le dejó un mensaje absurdo en el contestador. Y de repente se puso a pensar en Maggie. Su fotografía del Enquirer era espantosa. Él la recordaba con mejor aspecto. Era una chica mona, a su manera. Siguió pensando en ella unos minutos y se preguntó si debería llamarla. Probablemente no, pero sabía que algo tenía que hacer aquella noche para restablecer sus tripas y su ego, tan maltrechos. Podía llamar a muchas otras chicas, y eso hizo en cuanto llegó a casa, pero ninguna estaba en casa. Era viernes, y todas las mujeres que conocía debían de haber salido con alguien. Lo único que necesitaba era un poco de calor humano, alguien a quien sonreír, con quien hablar y que lo apoyara. Ni siquiera necesitaba sexo; solo alguien que reconociera que él también era un ser humano. Ver a su familia lo dejaba sin fuerzas, como si unos vampiros le hubieran chupado la sangre. Necesitaba una transfusión.

Consultó su agenda en el apartamento. Llamó a siete mujeres y le respondieron los contestadores automáticos. Entonces volvió a pensar en Maggie. Supuso que estaría trabajando, pero por si acaso se decidió a llamarla. Ya eran más de las doce, y quizá hubiera vuelto a casa. Rebuscó en todos los bolsillos de la cazadora de cuero que llevaba la noche del concierto de Vana hasta que encontró el trozo de papel en el que le había apuntado su teléfono. Maggie O'Malley. Marcó el número. Sabía que era absurdo recurrir a ella, pero tenía que hablar con alguien. Su madre lo volvía loco. Detestaba a su hermana. No, ni siquiera la detestaba. Le caía fatal, casi tanto como él a ella. Lo único que había hecho en su vida era casarse y tener dos hijos. Se habría conformado con hablar con Gray o con Charlie, pero sabía que Gray estaba con Sylvia, y era demasiado tarde para llamar. Y recordó que Charlie iba a pasar el fin de semana fuera, así que llamó a Maggie. Sintió una creciente oleada de pánico, como le ocurría siempre que iba a casa de sus padres, y el dolor de cabeza se convirtió en auténtica migraña. Cuando estaba con su familia le volvían los peores recuerdos de la infancia. Dejó que el teléfono sonara unas doce veces, pero no contestó nadie. Al final saltó un contestador automático con los nombres de varias chicas, y dejó su nombre y su número para Maggie, pensando que no debería haberse molestado en llamarla. Como toda la gente que conocía, Maggie habría salido aquella noche, y en cuanto colgó se dio cuenta de lo estúpido que había sido al llamarla. Era una perfecta desconocida. No podía explicarle lo que suponía ver a su familia, ni el dolor que siempre le había causado su madre. Maggie era una tontorrona con la que había salido aquella noche a falta de alguien mejor. No era más que una camarera. Al verla en el recorte de prensa con el que su madre lo había torturado se acordó de ella, pero se alegró de que no contestara. Ni siquiera se había acostado con ella, y la única razón para haber conservado su número de teléfono era que se le había olvidado sacarlo de la cazadora y tirarlo.

A pesar de los alarmantes pronósticos de su madre sobre el potencial alcoholismo y la consecuencia de las migrañas, se sirvió una copa antes de tumbarse en la cama para intentar recuperarse de la tensión de aquel día en Long Island. Detestaba la sola idea de ir a casa de sus padres. Era una forma exquisita de tortura, de la que siempre tardaba varios días en recuperarse. ¿Qué sentido tenía que lo invitaran, si iban a seguir tratándolo como a un paria toda su vida? El dolor de cabeza que su madre le había pronosticado empezó a martillearlo mientras pensaba en ellos tumbado en la cama. Tardó casi una hora en dormirse.

Una hora más tarde, cuando estaba profundamente dormido, sonó el teléfono. Soñó que eran monstruos del espacio exterior que intentaban comérselo vivo y emitían extraños zumbidos, mientras su madre se reía de él, blandiendo periódicos. Se tapó la cabeza con las sábanas y soñó que huía de ella gritando, hasta que cayó en la cuenta de que era el teléfono. Se llevó el auricular a la oreja y contestó medio dormido.

– Sí…

– ¿Adam?

No reconoció la voz y al despertarse por completo notó un dolor de cabeza aún peor que antes de acostarse.

– ¿Quién es?

Ni lo sabía ni le importaba; se dio la vuelta, a punto de volver a dormirse.

– Soy Maggie. Has dejado un recado en el contestador.

– ¿Qué Maggie?

Estaba demasiado adormilado para caer en la cuenta.

– Maggie O'Malley. Me has llamado. ¿Te he despertado?

– Pues sí. -Ya se había despejado un poco cuando miró el despertador que tenía al lado de la cama. Eran poco más de las dos. -¿Por qué me llamas a estas horas?

Al despejarse, empezó a desaparecer el dolor de cabeza, pero sabía que si hablaba con ella no volvería a dormirse fácilmente.

– Pensaba que era importante. Me has llamado a las doce de la noche. Acabo de volver de trabajar, y pensaba que aún estarías despierto.

– Pues no -replicó Adam, tumbado en la cama y recapitulando la situación. A aquella hora, a Maggie debía de haberle parecido una llamada a la desesperada, pero no era mucho mejor que ella lo llamara a las dos de la madrugada. Incluso era un poco peor. Y, además, ya era demasiado tarde para verla. Estaba medio dormido.

– ¿Para qué me llamabas?

Maggie parecía sentir curiosidad y estar un poco incómoda. Le había gustado conocer a Adam y le estaba agradecida por el asiento que le había conseguido, pero le había decepcionado que no la llamara. Cuando se lo contó a sus amigas del restaurante donde trabajaba, le dijeron que seguramente no la llamaría. Pensaban que, al no haberse acostado con él, Adam habría perdido el interés. Quizá si lo hubiera hecho, él habría pensado que tenían algo en común, justo lo contrario que opinaba la jefa de comedor.

– Nada, me preguntaba si estarías ocupada -contestó Adam con voz somnolienta.

– ¿A medianoche?

Parecía perpleja, y Adam se sintió un poco avergonzado al encender la luz, ya completamente despierto. La mayoría de las mujeres que conocía ya le habrían colgado el teléfono, salvo las que estaban realmente desesperadas. No era el caso de Maggie, que pareció ofenderse con la explicación que le dio. «¿Qué era, una llamada a la desesperada?», le dijo, llamando a las cosas por su nombre. Solo que para él era un antídoto contra el veneno de su madre, especialmente potente, y esperaba que un alma caritativa le proporcionase el anti-veneno que necesitaba. Y si en eso iban incluidos los favores sexuales, tanto mejor. En el caso de Maggie resultaba un poco más embarazoso, porque en realidad no la conocía.

– No, no ha sido una llamada a la desesperada -contestó, avergonzado. -Es que he cenado con mis padres en Long Island, y ha sido una mierda. Es Yom Kipur.

Supuso acertadamente que, con un apellido como O'Malley, Maggie no tendría ni idea de qué era Yom Kipur, como la mayoría de las chicas con las que salía.

– Pues feliz Yom Kipur -contestó Maggie un tanto cortante.

– No tanto. Es el día de la expiación -le explicó.

– ¿Cómo es que no me has llamado antes?

Comprensiblemente, tenía sus recelos.

– He estado muy liado.

Cada vez se sentía peor. Lo único que le faltaba era discutir con aquella chica a la que no tenía pensado llamar, y encima a las dos de la madrugada. Bien merecido se lo tenía, por haberla llamado. Era lo que pasaba con las llamadas a la desesperada a desconocidos en mitad de la noche.

– Sí, como yo -repuso Maggie con inconfundible acento de Nueva York. -De todos modos, gracias por el asiento y la agradable noche. No pensabas llamarme, ¿verdad? -añadió con tristeza.

– Pues parece que sí, porque te he llamado. Hace dos horas, para ser exactos -dijo Adam, irritado. No le debía ninguna explicación, y el dolor de cabeza volvía en toda su plenitud. Eso era lo que conseguía con las cenas en Long Island, y, contrariamente a lo que deseaba, Maggie no le estaba sirviendo de ayuda.

– No, no pensabas llamarme. Eso dicen mis amigas.

– ¿Lo has hablado con ellas?

Le daba vergüenza solo de pensarlo. A lo mejor había hecho una encuesta por todo el barrio, a ver si la llamaba o no.

– Solo les he preguntado qué pensaban. ¿Me habrías llamado si me hubiera acostado contigo? -preguntó con curiosidad, y Adam soltó un gruñido, cerró los ojos y se dio la vuelta en la cama.

– ¿Cómo demonios lo voy a saber? A lo mejor sí y a lo mejor no. ¿Quién sabe? Depende de si nos gustábamos.

– Francamente, no tengo muy claro que me gustes. La noche que te conocí creí que sí, pero ahora pienso que solo estabas jugando conmigo. Supongo que a Charlie y a ti os resulté una chica graciosa.

Parecía ofendida. Con la limusina y los sitios a los que la había llevado, saltaba a la vista que Adam tenía dinero. Los tipos como él siempre se aprovechaban de las chicas como ella y después no las llamaban nunca. Eso es lo que le habían dicho sus amigas, y en vista de que Adam no la llamaba, había llegado a la conclusión de que tenían razón. Se alegró aún más de no haberse acostado con él, aunque había pensado en ello. No lo conocía, y no estaba dispuesta a intercambiar su cuerpo por una buena entrada para un concierto.

– A Charlie le pareciste una chica muy agradable -mintió Adam. No tenía ni idea de lo que pensaba Charlie. No habían vuelto ni a mencionar su nombre, ninguno de los dos. Era simplemente alguien que se había puesto al alcance de su radar una noche y había desaparecido para no volver a dejarse ver. Maggie tenía razón: no pensaba llamarla. Y no lo hubiera hecho de no ser por la pesadilla de Long Island, y porque nadie le había contestado. Necesitaba desesperadamente un contacto humano, y ahora se lo estaban dando, pero con creces.

– ¿Y a ti, Adam? ¿También te parecí una chica muy agradable?

Se estaba poniendo pesada. Adam abrió los ojos y se quedó mirando el techo, preguntándose por qué seguía hablando con ella. Todo era por culpa de su madre. Había bebido lo suficiente para convencerse de que la mayoría de las cosas que le ocurrían en la vida era por culpa de su madre. El resto, por culpa de Rachel

– Oye, ¿por qué seguimos con esto? Yo no te conozco, y tú a mí tampoco. Tengo un dolor de cabeza espantoso y también de estómago. Mi madre piensa que estoy alcoholizado. A lo mejor es verdad, aunque yo no lo creo, pero de todos modos me siento como un puto trapo. Esa familia es el mismísimo diablo, y he pasado la tarde con ellos. Estoy muy cabreado. Detesto a mis padres, y ellos no me quieren. No sé por qué te he llamado, pero bueno, te he llamado, y no estabas en casa. ¿Y si lo dejamos pasar, como si tal cosa, como si no te hubiera llamado? Sí, a lo mejor fue a la desesperada, y no sé por qué lo hice, solo que me siento como un trapo, como siempre después de ver a mi madre. -Estaba hartándose de verdad, y Maggie siguió escuchándolo en silencio, hasta que al final dijo:

– Cuánto lo siento, Adam. Mis padres tampoco eran para tirar cohetes. Mi padre murió cuando yo tenía tres años. Mi madre era alcohólica y no he vuelto a verla desde que tenía siete años.

– ¿Y con quién te criaste?

Adam no sabía por qué continuaba aquella conversación, pero sentía curiosidad.

– Estuve con una tía mía hasta los doce años. Después se murió y estuve en acogida hasta que terminé el instituto. Bueno, en realidad no terminé. Saqué lo de la educación básica a los dieciséis, y desde entonces estoy sola.

Lo dijo con toda naturalidad, sin ninguna intención de inspirar lástima.

– Vaya por Dios, sí que es mala suerte.

Pero muchas de las mujeres que Adam conocía tenían una historia parecida. La clase de mujeres con las que salía raramente habían llevado una vida fácil; la mayoría habían sufrido acoso sexual por parte de los hombres de su familia, se habían marchado de casa a los dieciséis años y trabajaban de modelos y actrices. Maggie no era diferente. Simplemente parecía tener una actitud más filosófica, y no daba la impresión de querer que Adam tomara cartas en el asunto. No esperaba que le pagara unos implantes para compensarla por el hecho de que su madre hubiera sido prostituta o que su padre hubiera abusado de ella. Por muchas cosas desagradables que le hubieran pasado, parecía haber hecho las paces con todo, e incluso mostraba cierta comprensión hacia Adam.

– ¿No tienes familia?

Adam estaba intrigado.

– Pues no. Es un poco mierda en vacaciones, pero veo a mis padres de acogida de vez en cuando.

– No tener familia es una suerte, créeme -dijo Adam cínicamente. -Seguro que no te habría gustado tener una como la mía.

Maggie no lo tenía tan claro, pero no estaba dispuesta a discutirlo con Adam a las dos y media de la madrugada. Llevaban media hora hablando de esto y aquello, y ella seguía pensando que la había llamado porque estaba cachondo y desesperado, y le parecía una grosería, una ofensa. Se preguntó a cuántas mujeres habría llamado antes que a ella y si se habría molestado en llamarla si alguna hubiera acudido en su ayuda. No parecía que así fuera, porque saltaba a la vista que estaba solo y profundamente dormido cuando ella lo llamó.

– Pues a mí me da por pensar que me gustaría tener una familia, por mala que fuese. -Y de repente se le ocurrió una cosa. Estaba espabilada, a pesar de la hora, y ahora también Adam. -¿Tienes hermanos o hermanas?

– Oye, Maggie, ¿te importaría que habláramos de esto en otra ocasión? Mañana te llamo y te prometo que te contaré toda la historia de mi familia.

A continuación Maggie oyó un golpetazo, un gemido y un grito: «¡Me cago en…!».

Pensó que Adam se había hecho daño.

– ¿Qué pasa? -preguntó, preocupada.

– Que me he bajado de la cama, he chocado con la mesilla de noche y se me ha caído el despertador en un pie. O sea que, para colmo, no solo estoy cansado y deprimido, sino que me he hecho daño.

Parecía un niño de cinco años a punto de estallar en llanto, y Maggie tuvo que reprimirse para no soltar una risita.

– Mira que eres desastre. Anda, intenta volver a dormirte.

– Y encima con bromitas. Llevo diciéndotelo media hora.

– No seas grosero -lo reprendió Maggie. -De verdad, a veces te pones muy ordinario.

– Ni que fueras mi madre. Siempre me dice esas cosas. ¿Te parece muy correcto que me envíe recortes de los tabloides donde aparezco como una puta mierda o con mis clientes a punto de entrar en la cárcel? ¿Y no es una ordinariez decir que soy alcohólico y que adora a mi ex mujer a pesar de que me engañó y me dejó tirado y encima se casó con otro?

Estaba empezando a cabrearse otra vez, incorporado en la cama, pero Maggie seguía escuchándolo.

– Eso no es una ordinariez. Es una maldad. ¿De verdad te dice esas cosas?

Maggie parecía sorprendida y también comprensiva. A pesar de que casi le estaba gritando, Adam se dio cuenta de que Maggie era una persona amable. Lo había comprendido la noche que se conocieron, pero no tenía sitio en su vida para ella. Lo único que él quería era sexo, glamour y excitación, y no podía contar con ella para ninguna de esas cosas, a pesar del tipazo que tenía, pero como ella no estaba dispuesta a compartir su cuerpo con él, no había forma de saber si resultaría divertido o no. Maggie le había soltado un absurdo discursito, que no hacía cosas así el primer día, en cuyo caso para Adam no había un segundo día. Y estaba hablando con él a las tres de la mañana, escuchando las quejas sobre su madre. No parecía importarle, a pesar de que él la había llamado claramente con ciertas intenciones. A ella no le había gustado, y así se lo había dicho, pero pese a ello no colgaba.

– Adam, no deberías consentir que te dijera esas cosas -añadió con cierta dulzura.

La madre de Maggie se había portado mal con ella, y una noche, sin siquiera despedirse, había desaparecido.

– ¿Por qué crees que tengo dolor de cabeza? -preguntó Adam, casi volviendo a gritar. -Porque me lo guardo todo dentro.

Se dio cuenta de que estaba dando la imagen de chiflado, y así era como se sentía. Estaba practicando terapia telefónica, sin sexo. Era la conversación más rara que había mantenido en su vida. Casi lamentaba haber contestado al teléfono, pero al mismo tiempo se alegraba. Le gustaba hablar con Maggie.

– No deberías guardarte los sentimientos. A lo mejor deberías hablar con ella un día de estos y explicarle lo que sientes.

Tumbado en la cama, Adam puso los ojos en blanco. Maggie tenía un punto de vista un tanto simplista, pero no le faltaba comprensión y, además, no conocía a su madre. Suerte que tenía. -¿Qué has tomado para el dolor de cabeza?

– Vodka y vino tinto en casa de mi madre, y un chupito de tequila al volver a casa.

– Pues eso no te va a sentar nada bien. ¿No te has tomado una aspirina?

– Claro que no, y el coñac y el champán son todavía peores, puedes creerme.

– Pues deberías tomar una aspirina, un Tylenol o algo.

– No tengo -contestó Adam, compadecido de sí mismo. Pero, aunque pareciera raro, le gustaba hablar con Maggie. Era una persona encantadora de verdad. De no haberlo sido, no le estaría prestando atención con las quejas sobre sus padres y sus problemas.

– Pero ¿será posible que no tengas Tylenol en casa? -Y de repente se le ocurrió una cosa. -Oye, no serás de la iglesia de la Ciencia Cristiana o algo, ¿no?

Había conocido a un miembro de aquella secta que no tomaba medicinas ni iba nunca al médico. Se limitaba a rezar. A ella le parecía raro, pero a él le funcionaba.

– Pues claro que no. A ver si te acuerdas: hoy es Yom Kipur. Soy judío, y por eso ha empezado todo este lío. Por eso he ido a cenar con mis padres, porque es Yom Kipur. Y no tengo aspirinas en casa porque no estoy casado. Los casados tienen esas cosas en casa, porque las compra la esposa. En el despacho me las compra mi secretaria, pero siempre se me olvida traérmelas a casa.

– Pues deberías comprarte una caja mañana mismo, antes de que se te vuelva a olvidar.

Maggie tenía una voz casi infantil, pero reconfortaba oírla. Al final, le había ofrecido justo lo que Adam necesitaba: comprensión y alguien con quien hablar.

– Lo que debería hacer es dormir -replicó Adam. -Y tú también. Mañana te llamo. En serio.

Aunque solo fuera para darle las gracias.

– Seguro que no me llamas -dijo Maggie con tristeza. -Yo no soy suficientemente fina para ti, Adam. He visto los sitios a los que vas, y seguramente sales con chicas muy elegantes.

Mientras que ella no era más que una camarera del Pier 92. Se habían conocido por casualidad, y también por azar le había dejado Adam un recado en el contestador aquella noche. Y la tercera casualidad: que Maggie lo hubiera llamado y lo hubiera despertado.

– Otra vez como mi madre. Es justo lo que suele decirme. Nada le parece bien. Está convencida de que tendría que haber encontrado a otra chica judía como es debido hace años y haberme vuelto a casar. Y, por cierto, las mujeres con las que salgo no son más elegantes que tú.

A lo mejor llevaban ropa más cara, pero porque se la había comprado alguien. Aunque la madre de Adam no lo habría aceptado, lo cierto era que Maggie era más respetable que ellas, y en j muchos sentidos.

– Pues entonces, ¿por qué no te has vuelto a casar?

– Porque no quiero. Ya me han hecho suficiente daño. Mi ex mujer es como mi madre, igual de mala, y no tengo el menor deseo de volver a tener una experiencia terrible.

– ¿Tienes hijos?

No se lo había preguntado la noche en que se habían conocido, porque no se había presentado la ocasión ni había tenido tiempo.

– Sí, dos. Amanda, de catorce años, y Jacob, de trece -respondió Adam sonriente, y Maggie percibió la sonrisa en su voz.

– ¿En qué universidad estudiaste?

– Es que no doy crédito -dijo Adam, a pesar de lo cual continuó respondiendo al interrogatorio, como si fuera adictivo. -Pues en Harvard. Me licencié en derecho magna cum laude.

Era una pedantería tremenda, pero ¿y qué? Al fin y al cabo no podía verla y todo lo que se dijeran por teléfono valía.

– Ya lo sabía yo -dijo Maggie, entusiasmada. -Es que lo sabía. ¡Y eres una lumbrera! -Por primera vez, alguien que reaccionaba como es debido. Adam sonrió. -¡Es increíble!

– No tanto -repuso Adam, un poco más modesto. -Hay mucha gente como yo, aunque me cueste reconocerlo. Rachel la espantosa también obtuvo la licenciatura summa cum laude y aprobó el examen para ejercer la abogacía a la primera. Yo no.

Estaba confesando sus pecados y sus debilidades.

– ¿Y qué, si es un mal bicho?

– Me encanta que digas eso.

Adam estaba contento. Sin habérselo propuesto, había encontrado una aliada.

– Oye, perdona. No debería hablar así de la madre de tus hijos.

– Claro que sí. Yo siempre lo digo, porque eso es lo que es. La odio… bueno, no es que la odie, es que me cae fatal -corrigió. Al fin y al cabo, era un día religioso, pero seguramente Maggie era católica. -Por cierto, tú serás católica, ¿no?

– Antes sí, pero ahora la verdad es que no soy nada. A veces voy a la iglesia y pongo velas y tal, pero nada más. Es eso, que no soy nada, pero de pequeña quería ser monja.

– Pues qué lástima, con esa cara tan preciosa y ese cuerpo tan bonito. Gracias a Dios que no te metiste a monja.

– Gracias, Adam. Te lo agradezco. Oye, creo que deberías irte a la cama, porque si no, mañana te va a doler más la cabeza.

Adam no pensaba en su cabeza desde hacía media hora, mientras hablaba con Maggie, y de repente, al mirar el reloj, se dio cuenta de que el dolor había desaparecido. Eran las cuatro.

– Oye, ¿desayunamos juntos mañana? ¿A qué hora te levantas?

– Normalmente como a las nueve, pero mañana pensaba dormir más, porque libro.

– Yo también. ¿Paso a recogerte a eso de las doce y nos vamos a tomar algo a un buen sitio?

– A un buen sitio… A ver, ¿qué quieres decir con un buen sitio?

Parecía preocupada. La mayor parte de la ropa que se ponía era de sus compañeras de piso; ninguna de las prendas que llevaba la noche que se habían conocido Adam y ella eran suyas, y por eso le quedaba tan estrecha la blusa. Ella era la de tetas más grandes. No se lo quiso explicar a Adam, pero él adivinó lo que le preocupaba, porque muchas de las chicas con las que salía estaban en la misma situación.

– Venga, ponte unos vaqueros bonitos o una falda vaquera, o unos pantalones cortos bonitos…

Quería darle a elegir.

– Vale. Una falda vaquera.

Parecía aliviada.

– Estupendo. Yo me pondré lo mismo.

Los dos se rieron, y Adam volvió a anotar la dirección de Maggie en el bloc que tenía en la mesilla de noche. Cuando anotaba algo en aquel bloc solía ser porque habían detenido a alguno de sus clientes, pero en esta ocasión era por un motivo mucho más placentero.

– Gracias, Maggie. Lo he pasado muy bien.

Posiblemente mucho mejor que si la hubiera visto. Había hablado con ella, no había intentado seducirla, y no tenía muy claro si aquel desayuno-almuerzo con ella al día siguiente derivaría en seducción. A lo mejor acababan como amigos. Pero al menos empezaban bien.

– Yo también, y me alegro de que me hayas llamado, aunque fuera a la desesperada, ya me entiendes.

– No te he llamado a la desesperada -insistió Adam, a pesar de no estar muy convencido, como tampoco lo estaba Maggie. Claro que había llamado cachondo y desesperado, pero había habido un final feliz, y encima ya no tenía dolor de cabeza.

– Sí, vale -replicó Maggie, muerta de risa. -Venga, después de las diez, nadie llama si no es por eso, ¿o es que no lo sabes?

– ¿Quién ha dictado esas normas?

– Pues yo -contestó Maggie, riéndose otra vez.

– Venga, vete a dormir, que si no mañana estarás hecha un asco. Bueno, supongo que no. Eres demasiado joven para eso, pero yo no.

– No, qué va. A mí me pareces muy guapo -replicó Maggie con toda naturalidad.

– Buenas noches, Maggie -dijo Adam en voz baja. -Me reconocerás mañana por la cara de gilipollas.

Aquella chica había empezado a gustarle, por sus comentarios sobre Harvard y sobre lo guapo que era, que lo hacían sentirse divinamente. Había sido un día espantoso, y después estupendo. Maggie había contrarrestado los malos ratos que siempre pasaba en Long Island.

– Hasta mañana.

– Buenas noches -dijo Maggie con dulzura, y colgó.

Y en cuanto se metió en la cama y se arropó con la manta, empezó a pensar si Adam se presentaría al día siguiente. Los tíos son así. Prometen cosas que no cumplen. Decidió vestirse y esperarlo, pasara lo que pasase. Incluso si no se presentaba al día siguiente, le había gustado hablar con él. Era un tío agradable, y le gustaba.

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