CAPÍTULO 18

A Adam se le antojó una eternidad el trayecto por la autopista de Long Island en el Ferrari. No había pasado la noche con Maggie porque no quería enfrentarse a sus comentarios, por certeros que fueran, cuando tuviera que marcharse a ver a su familia. La había llevado a su casa la noche anterior, y sabía que iba a pasar el día sola, pero él no podía hacer nada. Pensaba que hay cosas en la vida que no se pueden cambiar ni evitar. Era su código ético, su sentido de la responsabilidad para con su familia, por doloroso que le resultara. Pasar el día de Acción de Gracias con su familia era una responsabilidad que no podía eludir, por mucho que le costara. Desde luego que Maggie tenía razón, pero eso no cambiaba las cosas. Ir a pasar el día con ellos era como ponerse ante un pelotón de fusilamiento. A pesar del fastidio, se sintió agradecido por el embotellamiento que lo retrasaba, como si fuera un aplazamiento de la sentencia de muerte. También le habría venido bien un pinchazo en una rueda.

Llegó casi con media hora de retraso. Su madre le dirigió una mirada asesina cuando entró por la puerta, a modo de bienvenida.

– Lo siento, mamá. Hay un tráfico temible. He llegado lo antes que he podido.

– Si hubieras salido antes, habrías llegado antes. Seguro que si hubiera sido para ver a una mujer, lo habrías hecho.

Zas. La primera en la frente, y Adam sabía que no sería la última. No tenía sentido intentar responder, y se quedó callado. Uno a cero, como siempre.

El resto de la familia ya había llegado. Su padre estaba resfriado. Sus sobrinos y sobrinas se encontraban fuera. Su cuñado tenía nuevo trabajo. Su hermano hizo comentarios supuestamente socarrones sobre el trabajo de Adam. Su hermana se quejaba, para variar. Nadie hablaba de nada que le interesara. Su madre dijo que había leído en alguna parte que Vana le daba a las drogas y que por qué quería clientes como ella, y qué clase de bufete era en el que estaba metido, que defendía a drogadictos y putas.

A Adam se le encogió el estómago, como era de esperar, no más de lo normal, pero de todos modos era algo muy molesto. Su madre se puso a hablar de que ella se estaba haciendo mayor, que ya no iba a durar mucho y que todos debían aprovechar el poco tiempo que le quedaba. La hermana de Adam tenía la mirada clavada en el infinito. El hermano dijo que, según tenía entendido, los Ferrari era una auténtica porquería últimamente. La madre ensalzó con verdadero entusiasmo las virtudes de Rachel. El padre se quedó dormido antes de comer. Por culpa de las pastillas para el resfriado, según explicó la madre, quien a continuación hizo un comentario supuestamente gracioso sobre la ruptura de Adam con Rachel, y que si él hubiera sido más atento, no lo habría dejado, encima por un episcopaliano. ¿Es que no le preocupaba que un cristiano estuviera criando a sus hijos? ¿Qué le pasaba? Si ni siquiera había ido a la sinagoga en Yom Kipur. Con todo lo que se habían esforzado por darle una buena educación, no iba al templo, ni siquiera en las fiestas, y salía con mujeres que parecían prostitutas. A lo mejor quería convertirse. El tiempo se detuvo de repente para Adam ante aquella palabrería. Oyó la voz de Maggie. Pensó en ella, en el mísero apartamento de Nueva York en el que estaba. Justo cuando Mae entró para decir que la comida estaba servida, él se levantó, y su madre se quedó mirándolo.

– ¿Qué te pasa? Pareces enfermo.

Adam se había puesto más blanco que el papel.

– Sí, eso me parece.

– A lo mejor tienes gripe -dijo su madre, volviéndose a continuación para decirle algo al hermano de Adam.

Adam se limitó a quedarse allí, inmóvil, mirándolos. Maggie tenía razón, y él lo sabía,

– Tengo que irme -dijo, dirigiéndose a todos los que estaban en la habitación, pero mirando a su madre.

– Pero ¿te has vuelto loco? Si todavía no has comido -dijo la madre, mirándolo con severidad.

Pero, viera lo que viese, no era realmente Adam. A quien veía era al pequeño Adam, al que se había pasado la vida riñendo, la criatura que se había interpuesto de golpe en su vida y en sus partidas de bridge, a quien había censurado desde el mismo día en que nació; no al hombre que había llegado a ser, con sus logros, sus decepciones y su dolor. A nadie de aquella familia le importaba el dolor que pudiera sentir Adam, ni siquiera cuando Rachel lo dejó. Al fin y al cabo, era culpa suya, como siempre. Y sí, a lo mejor salía con mujeres que parecían putas, pero ¿y qué? Se portaban con él mucho mejor que toda su familia junta, y no le daban por saco. Lo único que ellas querían era que les pagara operaciones de tetas y de nariz, y darle un par de palos a su tarjeta de crédito. Y Maggie ni siquiera quería eso. No quería nada, salvo a él. Su padre se despertó y miró a su alrededor. Vio a Adam en medio de la habitación.

– ¿Qué pasa? ¿Ocurre algo?

Todos se habían quedado inmóviles mirando a Adam, que dijo, dirigiéndose a su padre:

– Me marcho. No puedo seguir con esto.

– Siéntate -le dijo su madre, como si aún tuviera cinco años y se hubiera levantado de la mesa en un momento inoportuno. Pero no era un momento inoportuno; era el que mejor venía a cuento, y ya iba siendo hora. Maggie tenía razón: no debería haber ido n casa de sus padres. Si no podían respetarlo, si no les importaba un pimiento quién era, si ni siquiera eran capaces de comprenderlo, si pensaban que se merecía todas las putadas que le había hecho Rachel y las que seguía haciéndole, pues quizá no eran su familia, o no se merecían serlo. Sí, tenía a sus hijos, y eso era lo único que le importaba, pero los niños no estaban allí. Los que estaban en aquella casa eran extraños, y siempre lo habían sido. Y así querían ellos que siguiera la situación. Bien. Ya iba siendo hora. Tenía nada menos que cuarenta y un años.

– Lo siento, papá -dijo Adam con calma. -No puedo seguir con esto.

– ¿Seguir con qué? -Su padre parecía confuso. Con las pastillas para el resfriado se había aturullado un poco más, pero no tanto. A Adam le dio la impresión de que sabía perfectamente lo que ocurría, pero que no tenía intención de enfrentarse a ello. Como siempre. Le resultaba más fácil, y aquel día no iba a ser distinto. -¿Adónde vas?

– Me voy a casa -respondió Adam, mirando a los que estaban en aquella habitación, a quienes siempre le habían hecho la vida imposible, a quienes siempre le habían cerrado las puertas. Y en aquel momento él decidió salir por la puerta.

– Estás enfermo -dijo su madre, mientras Mae se quedaba en el umbral de la puerta, sin saber qué decir. -Ve al médico. Es que necesitas medicación o algo, un terapeuta. Estás pero que muy enfermo, Adam.

– Solo cuando vengo aquí, mamá. Cada vez que salgo de esta casa se me pone el estómago en la boca. No tengo ninguna necesidad de volver aquí para ponerme malo. No estoy dispuesto. Que lo paséis bien. Es el día de Acción de Gracias.

Dio media vuelta y salió de la habitación sin añadir palabra, sin esperar a más insultos. Ya estaba bien. Mae le guiñó un ojo cuando salió. Nadie intentó detenerlo, y nadie dijo nada. Sus sobrinos apenas lo conocían, a su familia no le importaba, y ya no quería que a él le importara su familia. Se los imaginó mirándose unos a otros mientras oían alejarse el Ferrari y después entrando en el comedor, Nadie volvió a mencionar su nombre.

Adam aceleró. Había menos tráfico para volver a la ciudad, y al cabo de media hora entraba en la carretera de F. D. R., sonriente. Se sentía libre, por primera vez en su vida, realmente libre. Se echó a reír. Quizá su madre tuviera razón y estuviera loco, pero en su vida se había sentido más cuerdo. Y tenía el estómago estupendamente. Tenía un hambre de lobo. Y lo único que deseaba en ese momento era a Maggie.

Se paró en el supermercado camino del apartamento de Maggie. Tenían todo lo que necesitaba, y compró un pavo precocinado, prerrellenado, precosido, todo menos precomido, con la guarnición tradicional. Se llevó todo el tinglado de gelatina de arándanos, batatas, guisantes, galletas que solo había que calentar, puré de patatas y tarta de calabaza para el postre. Por 49,99 dólares adquirió todo lo que necesitaba. Diez minutos más tarde llamaba a la puerta de Maggie, que contestó con cautela. No esperaba a nadie, y se quedó pasmada al oír a Adam. Apretó el timbre inmediatamente para dejarlo entrar y le abrió la puerta del apartamento en bata. Estaba hecha un asco, sin peinar y con manchurrones de rímel en la cara. Adam vio que había llorado. Maggie lo miró, confusa y extrañada.

– ¿Qué ha pasado? ¿Cómo es que no estás en Long Island?

– Vístete. Vamos a casa.

– ¿Adónde? -Adam parecía enloquecido. Llevaba traje gris marengo, camisa blanca, corbata y zapatos relucientes. Iba impecable, pero sus ojos lanzaban destellos. -¿Estás borracho?

– No. No podría estar más sobrio. Anda, vístete. Nos vamos.

– ¿Adónde?

No se movió, y Adam recorrió el apartamento. Era espantoso, peor de lo que se imaginaba. No se le había ocurrido que pudiera vivir en un sitio así. Había dos camitas plegables sin hacer en el dormitorio y sacos de dormir en dos desvencijados sofás en el cuarto de estar. Las dos únicas lámparas de la habitación tenían las pantallas rotas. Todo estaba desparejado y sucio, las persianas rotas y arrancadas, la alfombra mugrienta y en medio de la habitación colgaba una bombilla desnuda de un cable pelado. Los muelles de los sofás estaban hundidos y llegaban hasta el suelo, y un cajón naranja hacía las veces de mesita. Adam era incapaz de imaginarse cómo se podía vivir así, ni que Maggie pudiera salir de aquel agujero con un aspecto medianamente decente. Había ropa sucia tirada en el suelo del cuarto de baño y platos sucios por todas partes, Al subir, en el pasillo había notado olor a gatos y orina. Se le encogió el corazón al ver a Maggie allí, en bata, una bata deshilachada y vieja que la hacía parecer una niña.

– ¿Cuánto pagas por este apartamento? -le preguntó sin rodeos. Prefirió no decir «pocilga», pero eso era.

– Mí parte son 175 dólares -contestó Maggie avergonzada.

Nunca lo había dejado subir, y él no se lo había pedido. Adam empezó a sentirse culpable también por eso. Aquella mujer dormía en su cama casi todas las noches, le había dicho que la quería y cuando ella lo dejaba volvía a aquel agujero. Era peor que lo de Cenicienta teniendo que limpiar la casa de su madrastra y fregar el suelo de rodillas. Era una auténtica pesadilla, y el resto del tiempo lo pasaba en el Pier 92, donde no paraban de pellizcarle el culo.

– No puedo pagar más -añadió en tono de disculpa, y Adam tuvo que contener las lágrimas.

– Vamos, Maggie -dijo con dulzura. La rodeó con los brazos y la besó. -Vamos a casa.

– ¿Y qué vamos a hacer? ¿No tienes que ir a casa de tus padres?

Pensó que a lo mejor no había ido todavía y que había pasado a verla antes de salir de la ciudad. En sus sueños, Adam le pedía que fuera a casa de sus padres con él, pero no comprendía hasta qué punto habría sido una experiencia totalmente deprimente.

– Ya he ido y he vuelto. Me he marchado, sin más. He vuelto para estar contigo. No soporto más esa mierda.

Maggie le sonrió. Se sentía orgullosa de él, y Adam lo sabía. Y él también se sentía orgulloso. Era lo más valiente que había hecho en su vida, y gracias a Maggie. Ella le había abierto los ojos, y al ver y oír, Adam ya no pudo más. Ella le había recordado que sí tenía elección.

– ¿Vamos a comer fuera? -preguntó Maggie, pasándose la mano por el pelo.

Estaba hecha un adefesio, y no esperaba ver a Adam hasta la noche.

– No, voy a prepararte la comida de Acción de Gracias en casa. Venga, vamos.

Se sentó en uno de los sofás, que se hundió hasta el suelo. Todo parecía tan sucio que no le hizo ninguna gracia sentarse. No entendía cómo se podía vivir allí; jamás se le había pasado por la cabeza que hubiera gente viviendo así, y mucho menos Maggie. Se le encogía el corazón solo de pensarlo.

Maggie tardó veinte minutos en vestirse. Se puso unos tejanos, una cazadora Levis y unas botas, se lavó la cara y se peino. Dijo que se ducharía y se maquillaría en casa de Adam, y que allí tenía ropa como es debido. No le gustaba dejarla en el apartamento, porque sus compañeras se la ponían sin pedirle permiso y luego no se la devolvían, ni siquiera los zapatos. Tras haber visto dónde vivía Maggie, a Adam le parecía inconcebible que estuviera siempre tan guapa. Había que ser poco menos que un mago para salir de un agujero inmundo como aquel y parecer, actuar y sentirse como un ser humano, pero ella lo conseguía.

Adam bajó la escalera detrás de Maggie, y a los dos minutos iban como una flecha en el Ferrari camino de la casa de Adam. Maggie lo ayudó a llevar la comida y a prepararla, y después se duchó e hicieron el amor. Maggie puso la mesa mientras Adam trinchaba el pavo, y cenaron en la cocina, los dos en albornoz. Después volvieron a la cama, y Adam la abrazó, pensando en todo lo que había ocurrido aquel día. Habían avanzado mucho en aquel largo camino.

– Pues supongo que tenemos una relación -dijo, estrechándola entre sus brazos y sonriéndole.

– ¿Por qué dices eso? -preguntó Maggie, y le devolvió la sonrisa. Le parecía tan maravilloso como ella a él.

– Bueno, hemos pasado un día festivo juntos, ¿no? A lo mejor incluso hemos iniciado una tradición, pero el año que viene tendremos que vestirnos, porque vendrán mis hijos, y no pienso llevarlos a casa de mi madre.

Todavía tenía que tomar una decisión sobre Janucá, pero para eso faltaban varias semanas. No quería apartar a los niños de sus padres, pero tampoco estaba dispuesto a seguir sacrificándose ni a dejar que lo torturasen. Aquella época había tocado a su fin. Existía una mínima posibilidad de que el hecho de haberse largado de aquella casa les hubiera dado una lección y empezaran a tratarlo mejor, pero lo dudaba. Lo único que sabía en aquel momento es que se sentía feliz con Maggie y que no le dolía el estómago. Y no era poco; aún más, era un enorme progreso.

Hasta el domingo por la noche Adam no le pidió a Maggie lo que llevaba pensando todo el fin de semana. Suponía un gran paso, pero no podía consentir que volviera a aquel agujero después de lo que había visto. Se sentía aterrado, pero al fin y al cabo no significaba casarse, se decía.

En esos momentos recogían los platos de la cena, antes de que Maggie se marchara. Habían terminado los restos del pavo a mediodía, que estaban riquísimos. El mejor día de Acción de Gracias para Adam hasta la fecha, y sin duda también para Maggie.

– Oye, ¿y si te vinieras a vivir aquí? O sea… para ver qué tal… cómo nos va… Te pasas aquí la mayor parte del tiempo… y así podría ayudarte con los deberes…

Se calló cuando Maggie lo miró, confusa. Estaba emocionada, pero le daba miedo.

– No sé -dijo, perpleja. -No quiero depender de ti, Adam. Lo que has visto es lo único que puedo pagar. Si me acostumbro a esto y un día me das una patada en el culo y me echas de aquí, me costará mucho trabajo volver a lo de antes.

– Pues no vuelvas. Quédate aquí. Maggie, no pienso darte una patada en el culo ni echarte de aquí. Te quiero, y de momento funciona.

– Precisamente de eso se trata. Tú lo has dicho: de momento. ¿Y si empieza a no funcionar? Ni siquiera puedo contribuir al alquiler.

Aquellas palabras enternecieron a Adam, y contestó, encantado:

– Ni falta que hace. La casa es mía.

Maggie sonrió y le dio un beso.

– Te quiero. No quiero aprovecharme de ti. No quiero nada de ti, solo a ti.

– Ya lo sé. Pero yo quiero que te vengas a vivir aquí. Te echo de menos cuando no estás. -Puso cara de perrito desamparado. -Cuando no estás me duele la cabeza. -Además, le gustaba saber dónde andaba Maggie.

– Ya está bien de culpabilidad judía. -Maggie se levantó, lo miró y asintió lentamente. -Vale… Me vengo aquí, pero voy a mantener el apartamento una temporada, por si acaso. Si no nos funciona o nos hartamos el uno del otro, volveré allí.

No era una amenaza, sino una actitud muy sensata, y Adam la respetó aún más.

Maggie se quedó allí aquella noche, y justo cuando Adam se acurrucó junto a ella, a punto de quedarse dormido, le dio un golpecito en un hombro y él abrió un ojo. Maggie tenía la costumbre de querer discutir asuntos tremebundos o tomar decisiones capaces de cambiarle la vida justo cuando a él le entraba el sueño. Ya le había pasado con otras mujeres, y pensaba que era cuestión de cromosomas, algo genético. Las mujeres querían hablar cuando los hombres querían dormir.

– ¿Sí? ¿Qué pasa? -Apenas podía mantenerse despierto.

– Entonces, ¿qué es esto ahora? -Parecía completamente despierta.

– ¿Eh?¿Qué?

– Pues que si estamos viviendo juntos y hemos celebrado el día juntos, supongo que es una verdadera relación, ¿no? O si estamos viviendo juntos, ¿cómo lo llamas?

– Lo llamo dormir… Me hace falta, y a ti también… Te quiero. Ya hablaremos mañana… Se llama vivir juntos, y está muy bien…

Casi se había quedado dormido.

– Sí, desde luego -repuso Maggie, sonriendo, demasiado excitada para dormirse. Se quedó allí mirando a Adam, que se dio la vuelta y se puso a roncar.

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