CAPÍTULO 19

Charlie recogió puntualmente a Carole el viernes a mediodía y la llevó a comer a La Goulue. Era un restaurante de moda de Madison Avenue, con buen menú y una clientela muy animada. Ya no se sentía tan obligado a llevarla a restaurantes más modestos, ahora que sabía quién era, y a los dos les apetecía ir a un sitio agradable. Comieron estupendamente y después dieron un paseo por Madison Avenue, viendo escaparates.

Carole se abrió a él sobre su vida anterior, por primera vez. Gray tenía razón. La sangre azul y las casas elegantes no suponían necesariamente una infancia feliz. Le habló de lo fríos y distantes que eran sus padres, de la frialdad entre ellos y de que para ella eran emocional y físicamente inaccesibles. La había criado una niñera, nunca veía a sus padres, y al parecer su madre era un bloque de hielo con forma humana. No había tenido hermanos con los que consolarse; era hija única. Le dijo que pasaba semanas enteras sin ver a sus padres, y que ellos estaban profundamente disgustados por el rumbo que le había dado a su vida. Había llegado a odiar todo lo que representaba su mundo, la hipocresía, la obsesión por lo material, la indiferencia hacia los sentimientos de los demás y la falta de respeto por cualquiera que no llevara aquella clase de vida. Al oírla, saltaba a la vista que había sido una niña solitaria. Al final había pasado de la glacial indiferencia de su familia a los malos tratos del hombre que había sido su marido, quien, como sospechaba Gray, se había casado con Carole por ser ella quien era. Cuando la dejó, ella quiso divorciarse no solo de él, sino de todo lo que lo había arrastrado hacia ella y de una serie de valores que Carole había detestado toda su vida.

– No lo puedes hacer, Carole -dijo Charlie con dulzura. Él también había deseado hacerlo en muchas ocasiones, aunque no hasta tal extremo, pero ella había pagado un precio más alto. -Tienes que aceptar quién eres. Haces una labor maravillosa con los niños con los que trabajas, y no necesitas prescindir de todo lo que eres para eso. Puedes disfrutar de los dos mundos.

– No disfruté de mi infancia, nunca -replicó Carole con toda honradez. -Lo detestaba todo desde muy pequeña. Querían jugar conmigo por quién era yo o no querían jugar conmigo precisamente por ser quien era. Nunca sabía qué podía esperar de la gente, y me costaba mucho trabajo averiguarlo.

Charlie comprendió cómo debía de sentirse, y mientras seguían paseando recordó una cosa. Vaciló en contárselo tan pronto, después de tanto tiempo sin verse, pero era como si nunca se hubieran separado. Iban del brazo por Madison Avenue, charlando. Charlie tenía la sensación de formar parte de la vida de Carole, y a ella le ocurría otro tanto con él.

– A lo mejor me matas por esto -empezó a decir Charlie con cautela mientras cruzaban la Setenta y dos en dirección norte.

El tiempo había cambiado y hacía frío, pero el aire era limpio y vigorizante. Carole llevaba un gorro de lana, y guantes y bufanda de cachemir, y Charlie se subió el cuello del abrigo.

– Todos los años voy a una fiesta -prosiguió-que, por lo que me has contado, seguramente a ti no te gustaría, pero pienso que tengo que ir, y este año además presentan en sociedad a las hijas de dos amigos míos. Todos los años voy al baile del Hospital, donde presentan a las debutantes. Aparte de las evidentes complicaciones sociales, siempre es una fiesta agradable. ¿Querrías venir conmigo, Carole? -preguntó, esperanzado, y ella se rió. Después de los discursos que le había soltado sobre lo mucho que detestaba «su mundo», Carole sabía que seguramente a Charlie lo aterrorizaba invitarla a una fiesta a la que acudirían las chicas de sangre azul para ser «presentadas en sociedad». Era una tradición arcaica, esnob, pero que Carole conocía muy bien.

Le sonrió.

– No me gusta tener que reconocerlo, pero allí fui presentada yo -dijo como arrepentida, pero riéndose. -Mis padres también van todos los años, pero yo no he vuelto desde entonces. Podría ser divertido, contigo. Si no, no iría.

– ¿Eso quiere decir que sí? -preguntó Charlie, con una amplia sonrisa. Se moría de ganas de ir a algún sitio agradable con ella y lucirla por ahí con un vestido bonito. Le encantaba verla en el centro infantil, pero seguían gustándole algunos acontecimientos sociales, como el del baile. Era divertido ponerse de punta en blanco de vez en cuando, y al baile había que ir de etiqueta.

– Quiere decir que sí -respondió Carole, mientras seguían andando. Tendría que comprarse un vestido de fiesta, aunque podía pedírselo a su madre, pero no le apetecía. Tenían la misma talla. Quería ponerse guapa para Charlie, pero un vestido de su madre le daría demasiado aspecto de señora.

– No es hasta dentro de unas semanas. Ya lo miraré en el despacho.

Carole asintió. Ir al baile de debutantes con Charlie suponía un gran paso para ella, como retroceder a su antigua vida, pero también sabía que sería una excepción de una noche, no una forma de vida. Podía soportarlo como turista, pero no quería nada más. Era un compromiso y un gesto que estaba dispuesta a hacer por él.

Siguieron andando en silencio hacía la casa de Carole, y torcieron en la Noventa y uno. Estaban los dos helados. Seguramente iba a nevar. Cuando llegaron a la puerta de su casa, Carole se volvió hacia Charlie y le sonrió. Podía invitarlo a entrar, puesto que ya sabía que era su casa y ya no creía que estuviera de alquiler en un estudio.

– ¿Quieres pasar? -le preguntó con timidez mientras buscaba la llave, que al fin encontró en el fondo del bolso, donde siempre iba a parar.

– ¿Te parece? -preguntó a su vez Charlie con cautela, y Carole asintió con la cabeza.

Quería que entrase en su casa. Había empezado a oscurecer. Estaban juntos desde la hora de comer, y había sido un almuerzo largo. Tenían que recuperar el tiempo perdido, y habían reconocido durante la comida lo mucho que se habían echado de menos el uno al otro. Charlie había echado en falta hablar con ella, saber lo que hacía y compartir el entusiasmo y las complicaciones de los detalles cotidianos de su vida. Se había acostumbrado a sus sabios consejos durante el mes que se habían visto, y había sufrido con su ausencia, como Carole con la suya.

Entraron en un refinado vestíbulo con un elegante suelo de mármol blanco y negro. En la planta baja había dos salitas, una de las cuales daba a un jardín precioso, y por un tramo de escaleras se llegaba a un bonito salón con cómodos sofás y sillones, chimenea y antigüedades inglesas que Carole se había llevado de una de las casas de sus padres, con el permiso de estos. Tenían más en un guardamuebles. La casa era elegante, pero al mismo tiempo cálida y acogedora, como Carole, distinguida pero animada. Por todos lados había objetos que significaban mucho para ella, incluso obras de los niños del centro. Era una extraordinaria mezcla de lo nuevo y lo viejo, de objetos caros y de cosas inestimables hechas por los niños, y de objetos insólitos que había encontrado en el transcurso de sus viajes. La cocina era amplia y cómoda, y el comedor pequeño, con paredes rojo oscuro y escenas de caza inglesas pertenecientes a su abuelo. Más arriba estaban su dormitorio, amplio y soleado, y la habitación de invitados. Utilizaba el último piso como despacho. Lo llevó hasta allí, y a Charlie le impresionó toda la casa. Después bajaron a la cocina.

– Nunca invito a nadie, por razones obvias -dijo Carole con tristeza. -Me encantaría que viniera gente a cenar de vez en cuando, pero es que no puedo.

Se hacía pasar por pobre, y tenía que llevar una vida secreta. Charlie sabía que debía de sentirse muy sola, como se sentía él, pero por razones distintas. Los padres de Carole aún vivían, pero a ella no le gustaban y nunca había estado unida a ellos. Llevaba toda la vida sufriendo su ausencia emocional. El no tenía a nadie. Habían llegado al mismo sitio, pero por caminos diferentes.

Carole le ofreció chocolate caliente en la acogedora cocina, y lo tomaron sentados a la mesa mientras fuera oscurecía. Charlie volvió a hablar de lo mucho que detestaba las festividades y de lo que las temía. Carole no le preguntó qué planes tenía; le parecía demasiado pronto. Charlie acababa de entrar de nuevo en su vida aquel mismo día. Él se ofreció a encender la chimenea, y se acomodaron en el sofá del salón principal una vez encendido el fuego. Se pasaron horas enteras hablando, reuniendo lentamente las piezas del rompecabezas de sus vidas, una a una: un trocito de cielo por aquí, una nube por allá, un árbol, una casa, un trauma de infancia, un desengaño amoroso, una mascota, cuánto quería Charlie a su hermana, lo destrozado que quedó cuando ella murió, lo solitaria que había sido la infancia de Carole. Todo empezaba a encajar, mucho mejor de lo que ninguno de los dos podía imaginarse.

Eran más de las ocho cuando Carole se brindó a hacer la cena y Charlie se ofreció cortésmente a invitarla a cenar fuera. Había empezado a nevar, y coincidieron en que estarían más a gusto en casa. Al final hicieron pasta y tortillas, y lo acompañaron con una barra de pan, queso y una ensalada. Cuando terminaron de cenar, no paraban de reírse de las cosas divertidas que contaba Carole, y él le habló de los lugares exóticos a los que había llegado en el barco. Y, mientras volvían al salón, la tomó entre sus brazos, la besó, y de repente se echó a reír.

– ¿De qué te ríes? -preguntó Carole con cierto nerviosismo.

– Me acordaba de Halloween y de tu cara pintada de verde. Estabas muy graciosa.

Fue la primera vez que se habían besado, y los dos lo recordaban muy bien. Y poco después se había armado la gorda entre ellos.

– Pues no tan graciosa como tú, con la cola de león toda tiesa. Los niños todavía hablan de eso. Les encantó. Les pareciste estupendo, y Gabby pudo sujetarse a algo para seguirte por todos lados. -No habían pasado por el centro aquel día, y Carole dijo que iría al día siguiente. Charlie quería ir con ella. Echaba en falta a los niños, sobre todo a Gabby. -Le he dicho que estabas fuera.

Charlie asintió. El había echado de menos a todos, pero sobre todo a Carole. Volvió a besarla, y ella lo miró a los ojos. Vio algo tan dulce y tranquilo en ellos que se sintió como si hubiera vuelto a casa.

– ¿Quieres que vayamos arriba? -le preguntó con dulzura.

Charlie se limitó a asentir, y no dijo nada mientras la seguía escaleras arriba hasta su dormitorio. Después se quedó mirándola durante unos momentos interminables.

– ¿Estás bien?

No quería empujarla a nada. Recordó lo reacia que se había mostrado incluso a empezar a salir con él, y de eso solo hacía dos meses. Entretanto habían ocurrido muchas cosas, y la ausencia de cuatro semanas le había servido a Carole para darse cuenta de que lo quería. Estaba dispuesta a correr el riesgo. Para ella había sido demasiado tiempo.

Por toda respuesta a la pregunta de Charlie asintió con la cabeza, y se tendieron en la amplia cama, en cuyo centro dormía ella cuando estaba sola. Junto a él, le dio la impresión de que ya habían estado allí antes juntos. Hacer el amor los reconfortó, los alegró; fue todo íntimo y apasionado a la vez, precisamente lo que los dos deseaban. Y con la nieve tras los cristales aquella noche, como en una postal navideña, siguieron abrazados, como en un sueño.

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