Llegaron a Portofino a las cuatro de la tarde, justo cuando estaban abriendo las tiendas después del almuerzo. Tuvieron que fondear fuera del puerto, porque la quilla del Blue Moon era demasiado profunda y las aguas del puerto demasiado superficiales. Había gente nadando alrededor de sus barcos, y lo mismo hicieron Adam, Gray y Charlie cuando se despertaron de la siesta. A las seis llegaron varios yates, también de gran tamaño, y se respiraba una atmósfera festiva. La tarde estaba preciosa, dorada. Cuando se aproximó la hora de la cena, ninguno quería bajar del barco, pero decidieron que debían hacerlo. Se sentían contentos y relajados, disfrutando del ambiente, y además la comida a bordo siempre era deliciosa. Pero los restaurantes de la ciudad también eran buenos. Había varios sitios magníficos para comer, muchos de ellos en el puerto, entre las tiendas. Las tiendas de Portofino eran incluso más sofisticadas que las de Saint Tropez: Cartier, Hermés, Vuitton, Dolce & Gabbana, Celine y diversos joyeros italianos. El lujo se veía por todas partes, a pesar de que la ciudad era diminuta. Todo se centraba en el puerto, y la campiña y los acantilados que se alzaban por encima de los barcos eran una maravilla. La iglesia de San Giorgio y el hotel Splendido parecían colgados de las dos colinas a ambos lados del puerto.
– Cómo me gusta todo esto -dijo Adam con una amplia sonrisa, contemplando el movimiento a su alrededor.
Un grupo de mujeres acababa de saltar al agua sin la parte cíe arriba del bañador desde un barco cercano. Gray ya había sacado un cuaderno y se había puesto a dibujar y Charlie estaba sentado en cubierta, con expresión de felicidad, fumando un puro. Era el puerto que prefería de toda Italia. No tenía prisa por continuar el viaje. Lo prefería incluso a los puertos de Francia. Resultaba mucho más fácil estar allí, sin tener que esquivar a los paparazzi de Saint Tropez ni abrirse paso entre las multitudes que atestaban las calles al salir y entrar de bares y discotecas. En Portofino había una atmósfera mucho más rural, con el encanto, la despreocupación y la pintoresca belleza de Italia. A Charlie le encantaba, y también a sus dos amigos.
Los tres llevaban vaqueros y camiseta cuando fueron a la ciudad a cenar. Tenían reserva en un restaurante encantador cerca de la plaza, al que habían ido varias veces los años anteriores. Los camareros los reconocieron en cuanto entraron; estaban bien informados sobre el Blue Moon. Les dieron una magnífica mesa fuera, desde la que podían observar a la gente que pasaba. Pidieron pasta, mariscos y un vino italiano sencillo pero bueno. Gray estaba hablando sobre la arquitectura local cuando lo interrumpió una voz femenina desde la otra mesa.
– Siglo doce -se limitó a decir para corregir lo que acababa de explicar Gray.
Había dicho que el castillo de San Giorgio había sido construido en el siglo XIV, y volvió la cabeza para ver quién había hablado. Una mujer alta, de aspecto exótico, estaba sentada a una mesa cercana a la suya, con una camiseta roja, amplia falda de algodón blanco y sandalias. Llevaba el pelo oscuro recogido en una larga coleta que le caía por la espalda, y tenía los ojos verdes y piel morena. Y, cuando Gray se volvió a mirarla, estaba riéndose.
– Perdón -dijo. -Ha sido una grosería. Es que da la casualidad de que sé que es del siglo doce, no del catorce, y creí que debía decirlo. Pero estoy de acuerdo con usted, y es uno de mis edificios preferidos en Italia, aunque solo sea por el panorama, que considero el mejor de Europa. El castillo lúe reconstruido en el siglo dieciséis y construido en el doce, no en el catorce -repitió, y sonrió. -Y también la iglesia de San Giorgio.
Reparó en las manchas de pintura de la camiseta de Gray e inmediatamente comprendió que era pintor. Había conseguido dar la información sobre el castillo sin parecer pedante, sino entendida y graciosa, y además pidió disculpas por haber interrumpido la conversación de la mesa vecina.
– ¿Es historiadora del arte? -preguntó Gray con interés.
Era una mujer muy atractiva, pero no joven ni con los requisitos necesarios según el criterio de Gray o Charlie. Aparentaba unos cuarenta y cinco años, quizá menos, y estaba con un nutrido grupo de europeos que hablaban en italiano y francés. Ella había estado hablando con fluidez en ambos idiomas.
– No -contestó a la pregunta de Gray. -Solamente una metomentodo que viene aquí todos los años. Dirijo una galería de arte en Nueva York.
Gray la miró con los ojos entrecerrados y cayó en la cuenta de quién era. Se llamaba Sylvia Reynolds, y era muy conocida en el mundillo artístico de Nueva York. Había lanzado a varios pintores contemporáneos a los que se consideraba importantes. La mayor parte de lo que vendía eran obras de vanguardia, muy diferentes de lo que hacía Gray. No había visto nunca a Sylvia, pero había leído mucho sobre ella y le impresionaba como personaje. Ella lo miró con interés y una cálida sonrisa, y también a los otros dos hombres que estaban sentados a la mesa. Parecía llena de vida, entusiasmo y energías. En un brazo llevaba un montón de pulseras de plata y turquesa, y todo en ella parecía denotar estilo.
– ¿Es usted pintor? ¿O se ha manchado al pintar su casa?
Era cualquier cosa menos tímida.
– Seguramente las dos cosas -contestó Gray, devolviéndole la sonrisa y tendiéndole una mano. -Soy Gray Hawk.
Le presentó a sus amigos; ella les sonrió y después volvió a sonreír a Gray. Respondió inmediatamente a aquel nombre.
– Me gusta su obra -dijo con un cálido tono de alabanza. -Perdone por haberlo interrumpido. ¿Están en el Splendido? -preguntó con interés, desentendiéndose momentáneamente de sus amigos europeos.
En el grupo había muchas mujeres atractivas, varios hombres muy apuestos, y una joven muy guapa que estaba hablando en francés con el hombre sentado a su lado. Adam se había fijado en ella cuando se sentaron, y no sabía qué pensar del hombre, si sería su padre o su marido. Parecían mantener una relación muy íntima, y esa parte del grupo era evidentemente francés. Sylvia debía de ser la única estadounidense, pero no parecía importarle. Se manejaba igualmente bien en francés, italiano e inglés.
– No, estamos en un barco -le explicó Gray en respuesta a la pregunta de dónde se alojaban.
– Qué suerte. Uno de esos enormes, supongo -dijo en tono burlón.
No lo dijo en serio, y al principio Gray se limitó a asentir, sin contestar. Sabía que estaba bromeando, y Gray no quería presumir. Parecía una mujer agradable, y tenía fama de serlo, a pesar de su éxito.
– En realidad hemos venido desde Francia en un bote de remos, y esta noche vamos a poner una tienda de campaña en la playa -intervino Charlie jovialmente, y ella se rió. -A mi amigo le da vergüenza contárselo. Hemos reunido dinero, lo justo para la cena, pero no nos llega para el hotel. Lo del barco era para impresionarla. Miente más que habla, sobre todo cuando una mujer le parece atractiva.
La mujer se rió, y los demás sonrieron. -Pues en ese caso me siento halagada. Se me ocurren peores sitios que Portofino para poner una tienda de campaña. ¿Viajan los tres juntos? -le preguntó a Charlie, curiosa ante aquellos tres hombres tan atractivos.
Era un trío interesante. Gray tenía aspecto de pintor, Adam parecía actor, y Charlie podía ser director o propietario de un banco. Le gustaba adivinar a lo que se dedicaba la gente, y en este caso no andaba muy descaminada. Adam tenía algo teatral y duro, y resultaba fácil imaginarlo en un escenario. Charlie parecía muy correcto, incluso con vaqueros, camiseta y mocasines de Hermés sin calcetines. No se los imaginaba como playboys. Los rodeaba un halo que parecía indicar que eran hombres acaudalados. Le resultaba más fácil hablar con Gray, porque él había iniciado la conversación, que ella había escuchado, y le había gustado lo que decía sobre la arquitectura y el arte locales. Aparte del error sobre la fecha de construcción del castillo, todo lo que Gray había dicho era inteligente y correcto, y saltaba a la vista que sabía mucho de arte.
Los amigos de Sylvia habían pagado la cuenta y estaban a punto de marcharse. Todos se levantaron; Sylvia hizo otro tanto y, al rodear la mesa, sus tres nuevos amigos se fijaron en sus espléndidas piernas. Los del otro grupo miraron y Sylvia los presentó como si conociera a Gray y a sus compañeros más de lo que realmente los conocía.
– ¿Van a volver al hotel? -le preguntó Adam a Sylvia.
La chica francesa había estado mirándolo, y Adam había llegado a la conclusión de que el hombre que la acompañaba era su padre, porque estaba coqueteando abiertamente con Adam y no mostraba gran interés por nadie más.
– Dentro de un rato. Primero vamos a dar una vuelta. Por desgracia, las tiendas están abiertas hasta las once, y hago auténticos estragos todos los años. No puedo resistirme -contestó Sylvia.
– ¿Le gustaría tomar una copa más tarde? -preguntó Gray, armándose de valor. No iba detrás de ella, pero le caía bien. Era tranquila, abierta y cálida, y quería hablar más con ella sobre el arte local.
– ¿Por qué no se vienen todos al Splendido? -Propuso Sylvia. -Nos pasamos la mitad de la noche en el bar, y seguro que nos quedamos allí hasta las tantas.
– Iremos -confirmó Charlie, y Sylvia fue a reunirse con sus amigos.
– ¡Gol! -exclamó Adam en cuanto Sylvia no pudo oírlo, y Gray negó con la cabeza,
– Tú no, imbécil. Yo. ¿No te has fijado en la chica francesa al otro extremo de la mesa? Estaba con un plasta que yo pensaba que es su marido, pero no lo creo. Me estaba haciendo ojitos.
– ¡Por lo que más quieras! -Exclamó Gray, poniendo los ojos en blanco. -Todavía te dura lo de anoche. ¡Estás obsesionado!
– Pues sí. Es muy guapa.
– ¿Quién? ¿Sylvia Reynolds?
Gray parecía sorprendido; no era el tipo de Adam. Tenía el doble de edad de las mujeres que solían gustarle. Estaba más en la línea de Gray, pero no tenía ningún interés romántico por ella, solo artístico, y como posible contacto. Era una mujer sumamente importante en el mundo artístico de Nueva York. Charlie dijo que al principio no la había reconocido, pero que ya sabía perfectamente quién era.
– No, la joven -lo corrigió Adam. -Es una monada. Parece bailarina, pero en Europa nunca se sabe. Siempre que conozco una monada, resulta que estudia medicina, derecho, ingeniería o física nuclear.
– Más te vale portarte como es debido. A lo mejor es hija de Sylvia.
Eso no habría detenido a Adam. Cuando se trataba de mujeres, era muy audaz y no tenía conciencia ni remordimientos… hasta cierto punto, claro. Pero pensaba que todas las mujeres eran blanco de acoso y derribo, a menos que estuvieran casadas. Ahí se cortaba, pero en nada más.
Como el resto de personas que estaban en el puerto, después de cenar dieron una vuelta por la plaza y las tiendas, y cerca de la medianoche subieron al hotel. Y, como había previsto Sylvia, todo su grupo se encontraba en el bar, riendo, hablando y fumando, y cuando vio entrar a los tres hombres, los saludó con la mano y una amplia sonrisa. Volvió a presentarlos a sus amigos, y a Adam le vino muy bien que el asiento junto a la chica que le gustaba estuviera libre. Adam le preguntó si podía sentarse. Ella le sonrió y asintió. Hablaba inglés estupendamente, pero por el acento Adam se dio cuenta de que era francesa. Sylvia le explicó a Gray que la joven con la que estaba hablando Adam era su sobrina. Charlie se sentó entre dos hombres, uno italiano y otro francés, y al cabo de unos minutos hablaban animadamente sobre la política estadounidense y la situación de Oriente Medio. Era una de esas conversaciones típicamente europeas que van al meollo del asunto, sin tonterías, en las que cada cual expresa abiertamente su opinión. A Charlie le encantaba ese tipo de charlas, y al poco tiempo, Sylvia y Gray también hablaban animadamente, pero sobre arte. Sylvia había estudiado arquitectura y había vivido en París veinte años. Se había casado con un francés y llevaba diez años divorciada.
– Cuando nos divorciamos, yo no tenía ni idea de qué hacer ni de dónde vivir. Él era pintor, y yo no tenía ni un céntimo. Quería volver a casa, pero ya no tenía casa a la que volver. Me crié en Cleveland, hacía tiempo que mis padres habían muerto, y no vivía allí desde la época del instituto, así que me fui a Nueva York con mis dos hijos. Conseguí trabajo en una galería del SoHo y en cuanto pude abrí una por mi cuenta, con poquísimo dinero, y aunque no podía creerlo, empezó a ir bien. Y así van las cosas, diez años después de haber vuelto allí, todavía al frente de la galería. Mi hija está estudiando en Florencia, y mi hijo está haciendo un máster en Oxford. Y yo me digo que qué demonios hago en Nueva York. -Hizo una breve pausa y le sonrió. -Háblame de tu obra.
Gray le explicó el camino que había seguido durante los últimos diez años y sus motivaciones. Sylvia entendió perfectamente a qué se refería cuando Gray le habló de las influencias en sus cuadros, A pesar de que no era la clase de arte que ella mostraba en su galería, Sylvia respetaba enormemente la postura y las obras de Gray que había visto unos años antes. Gray dijo que su estilo había cambiado considerablemente, pero a Sylvia le gustaba su obra anterior. Descubrieron que habían vivido a escasas manzanas de distancia en París prácticamente al mismo tiempo, y Sylvia dijo sin avergonzarse que tenía cuarenta y nueve años, sí bien aparentaba unos cuarenta y dos. La rodeaba un halo cálido y sensual. No parecía estadounidense, ni francesa; con el pelo recogido hacia atrás y aquellos ojos verdes resultaba muy exótica, quizá sudamericana. Parecía sentirse a gusto consigo misma, con quien era. Era solo un año más joven que Gray, y sus vidas habían ido en paralelo en muchas ocasiones. También le gustaba pintar, pero dijo que no se le daba muy bien, que lo hacía por entretenerse. Sentía un profundo respeto por el arte.
Todos se quedaron allí casi hasta las tres, y entonces los del Blue Moon se levantaron.
– Bueno, nos marchamos -dijo Charlie. Lo habían pasado muy bien aquella noche. Él había mantenido una conversación con los otros hombres durante horas. Gray y Sylvia no habían parado de hablar todo el rato, y aunque la sobrina de Sylvia era innegablemente una chica muy guapa, Adam se enfrascó en una conversación con un abogado de Roma y disfrutó del acalorado debate incluso más que de coquetear con la chica. Fue una noche estupenda para todos y los invitados se despidieron con pesar.
– ¿Os gustaría pasar el día en el barco mañana? -preguntó Charlie, dirigiéndose a todo el grupo, y ellos asintieron sonrientes.
– ¿Todos en un bote de remos? -replicó Sylvia en tono burlón. -Bueno, supongo que podemos hacer turnos.
– Intentaré encontrar algo más adecuado para mañana -prometió Charlie. -Os recogemos en el puerto a las once.
Les anotó el teléfono del barco, por si había cambio de planes. Se despidieron como si ya fueran grandes amigos, y el trío parecía encantado mientras bajaba la cuesta hacia la lancha que los esperaba en el puerto. Era eso precisamente lo que les gustaba de viajar juntos. Se divertían y conocían a personas interesantes. Los tres coincidieron en que aquella noche había sido una de las mejores que habían pasado.
– Sylvia es una mujer increíble -comentó Gray en tono de admiración, y Adam se echó a reír.
– Bueno, por lo menos sabes que no te atrae -dijo Adam cuando llegaron al puerto.
La lancha los esperaba con dos miembros de la tripulación. Estaban de servicio a todas horas cuando Charlie y sus amigos se encontraban en el barco.
– ¿Cómo sabes que no me atrae? -preguntó Gray, divertido. -Bueno, la verdad es que no, pero me gusta su cabeza. Lo he pasado muy bien hablando con ella. Es increíblemente honrada e inteligente con el mundillo del arte de Nueva York. No es ninguna imbécil.
– Ya lo sé. Me di cuenta cuando hablaba contigo, y si sé que no te atrae es porque no está loca. Parece de lo más normal. No la amenaza nadie, no me da la impresión de que soporte que nadie la maltrate ni de que se le hayan acabado las recetas de la medicación para la psicosis. No creo que te vayas a enamorar de ella, Gray. Ni de coña -dijo Adam.
Sylvia no tenía nada que ver con las mujeres con las que solía enrollarse Gray. Parecía muy cabal, totalmente cuerda, más cuerda que la mayoría de las mujeres, la verdad.
– Nunca se sabe -dijo Charlie en tono filosófico. -En un sitio tan romántico como Portofino pueden ocurrir cosas de lo más románticas.
– No tan romántico, a no ser que esa mujer tenga un ataque de nervios mañana a las once -replicó Adam.
– Sí, a lo mejor tiene razón -dijo Gray con toda sinceridad. -Siento una terrible debilidad por las mujeres que necesitan ayuda. Cuando el marido de Sylvia la abandonó y se fue con otra, ella se trasladó con sus hijos a Nueva York, sin un céntimo. Dos años más tarde dirigía una galería de arte, que ahora es de las más conocidas de la ciudad. Esa clase de mujeres no necesitan que las rescate nadie, Gray se conocía muy bien, como lo conocían sus amigos, pero Charlie mantenía la esperanza, como siempre, incluso sobre sí mismo,
– Pues no te vendría mal un cambio -dijo Charlie, sonriendo.
– Preferiría ser su amigo -repuso Gray con sensatez. -La amistad dura más.
Mientras volvían al barco, Charlie y Adam le dieron la razón; después se despidieron y cada cual se fue a su camarote. Había sido una noche estupenda.
Mientras los tres amigos estaban terminando de desayunar, el grupo subió a bordo. Charlie los llevó por todo el barco y poco después se hicieron a la mar. Estaban todos impresionados por el lujo de la embarcación.
– Charlie me ha contado que viajáis los tres juntos durante un mes todos los años. Qué maravilla -dijo Sylvia, sonriendo a Gray mientras los dos tomaban Bloody Mary sin alcohol.
Gray había llegado a la conclusión de que sería más divertido hablar con Sylvia estando sobrio. Ninguno de los tres amigos tenía problemas con el alcohol, pero pensaban que cuando estaban en el barco bebían demasiado, como adolescentes traviesos que se hubieran librado de sus padres. Con Sylvia, ser adulto parecía un reto. Era tan inteligente y ejercía tal control sobre todo que no quería sentirse embotado cuando hablaba con ella. Estaban enfrascados en una conversación sobre los frescos italianos del Renacimiento cuando el barco se detuvo y fondeó.
Al cabo de unos minutos todo el mundo se había puesto el bañador y se lanzaba al agua, retozando como críos. Dos amigos de Sylvia se fueron a hacer esquí acuático, y Gray vio a Adam en Una de las motos acuáticas con la sobrina de Sylvia.
Estuvieron nadando y jugando casi hasta las dos, y a esa hora la tripulación había preparado un buffet estupendo, a base de pasta y mariscos. Comieron divinamente, con vino italiano, y a las cuatro seguían sentados a la mesa, charlando animados. Incluso Adam se vio obligado a pensar un poco con la sobrina de Sylvia, que estaba estudiando ciencias políticas en París y tenía intención de hacer el doctorado. Al igual que su tía, no se la podía tomar a broma. Su padre era ministro de Cultura, y su madre cirujana del tórax. Sus dos hermanos eran médicos, ella hablaba cinco idiomas y estaba pensando en especializarse en derecho tras el doctorado en ciencias políticas. Incluso pensaba dedicarse a la política. No era la clase de chica que le fuera a pedir implantes. Lo que quería era una conversación inteligente, y eso a Adam le chocaba. No tenía costumbre de tratar con mujeres de esa edad tan directas como ella, ni tan serias con sus estudios. Charlie se rió de él al pasar a su lado; la chica le hablaba sobre mercados monetarios y Adam parecía nervioso. Lo tenía pendiente de un hilo, o contra las cuerdas, como reconoció Adam más tarde, compungido. A pesar de la edad de la chica, él no estaba a su altura.
Sylvia y Gray se pasaron toda la arte hablando de arte, interminablemente, y parecían encantados. Pasaron de una época de la historia a otra, trazando paralelismos entre la política y el arte. Charlie los contemplaba con aire paternal, asegurándose de que la tripulación los hacía sentirse a gusto en el barco y de que sus invitados tenían cuanto deseaban.
Hacía un día tan bonito que decidieron quedarse en el barco y cenar allí, a invitación de Charlie. Ya casi era medianoche cuando se aproximaron lentamente al puerto, tras nadar a la luz de la luna. Gray y Sylvia dejaron de hablar de arte y se dedicaron a disfrutar del agua. Ella nadaba muy bien y parecía muy diestra en todas las cosas que hacía, tanto si se trataba de deportes como de arte. Gray jamás había conocido a una mujer como Sylvia. Volvieron nadando al barco, y Gray pensó que ojalá estuviera en mejor forma física. Era algo que normalmente no le preocupaba. Pero el estado de Sylvia era estupendo, y cuando volvieron a bordo ni siquiera jadeaba. Para una mujer de su edad, o incluso más joven, estaba preciosa en bikini, pero no parecía darle importancia, a diferencia de su sobrina, que no había parado de coquetear con Adam. Su tía no había hecho ningún comentario; comprendía que la chica ya era mayor y libre de hacer lo que quisiera. No tenía por costumbre gobernar las vidas ajenas. Su sobrina debía gobernar su propia vida.
Antes de marcharse, Sylvia le había preguntado a Gray si le gustaría ir con ella a San Giorgio a la mañana siguiente. Había estado allí en varias ocasiones, pero no se cansaba de ver el edificio, porque apreciaba algo nuevo cada vez que iba. Gray aceptó con mucho gusto, y quedaron en verse en el puerto a las diez. Sylvia se lo propuso sin doble sentido, simplemente por el vínculo de la afición al arte que los unía. Dijo que iban a marcharse al día siguiente, y Gray se alegró de poder verla una vez más.
– Qué gente tan simpática -comentó Charlie cuando se hubieron marchado, y Adam y Gray le dieron la razón. Habían pasado un día y una noche fantásticos, con conversaciones fascinantes, nadando, un montón de comida y unos nuevos amigos extraordinariamente inteligentes y atractivos en todos los sentidos. -La sobrina de Sylvia no va a pasar la noche aquí, ¿no? ¿Qué pasa? ¿La has eliminado de la lista? -le preguntó a Adam en tono burlón.
Adam respondió, apesadumbrado:
– Me parece que no soy lo suficientemente listo para llevármela al huerto. Con esa chica, mis estudios en Harvard quedan a la altura del instituto. En cuanto nos metimos en el tema del derecho, de los daños legales según el sistema jurídico de Estados Unidos y la ley constitucional en comparación con el sistema legal de Francia, me sentí como un perfecto cretino. Por poco se me olvida que quería tirarle los tejos, y cuando caí en la cuenta, estaba agotado. Le da cien mil vueltas a todos los tíos que conozco. Tendría que enrollarse con un catedrático de derecho de Harvard, no conmigo.
Le había recordado un poco a Rachel cuando eran jóvenes, cuando ella era tan inteligente y se había licenciado en derecho summa cum laude por Harvard, y la semejanza lo había dejado cortado. Decidió entonces no seguir intentando nada con ella; le suponía demasiado esfuerzo, y además ya se había olvidado de más de la mitad de las cosas que ella le había preguntado. Había mantenido un combate intelectual durante todo el día y toda la noche; a Adam le gustó y le dio que pensar, pero se sentía cansado y viejo. Ya no le funcionaba la cabeza así. Resultaba más fácil regalar a las chicas implantes y narices nuevas que intentar luchar contra sus cerebros. Lo hacía sentirse un poco inferior, su ego se desinflaba y no era precisamente un afrodisíaco para él. Le pasaba justo lo contrario que a Gray, que había disfrutado con las conversaciones con la tía de la chica y se sentía lleno de energías por la información que habían compartido y lo que había aprendido de ella. Sylvia sabía mucho sobre muchos temas, sobre todo arte, que era su pasión, como la de Gray. Pero Gray no quería sexo con ella, aunque la encontraba guapísima y atractiva. Lo único que quería era conocerla mejor y charlar cuantas horas pudiera. Le encantaba haberla conocido.
Los tres hombres tomaron una última copa de vino y fumaron puros en cubierta antes de irse a sus camarotes, contentos y relajados tras un día divertido en el barco. No habían hecho planes para el día siguiente, y Adam y Charlie dijeron que dormirían hasta tarde. Gray ya estaba entusiasmado ante la idea de ver la iglesia con Sylvia. Se lo contó a Charlie mientras bajaban la escalera, y a su anfitrión pareció agradarle. Sabía que Gray llevaba una vida solitaria y pensaba que Sylvia sería buena amiga para él y que le resultaría útil conocerla. Llevaba tanto tiempo luchando con su pintura y tenía tanto talento que Charlie esperaba que empezara a abrirse camino y que Sylvia pudiera presentarle a las personas adecuadas del mundillo artístico de Nueva York. Quizá no tuviera una historia romántica con ella ni fuera la clase de mujer que lo atraía, pero pensaba que sería una buena amiga. A él también le había gustado hablar con Sylvia. Era culta y estaba bien informada, sin resultar pretenciosa ni pedante. Charlie la consideraba una mujer muy interesante, y le sorprendía que no estuviera vinculada a ninguno de los hombres del grupo. Era la clase de mujer hacia la que muchos hombres, sobre todo europeos, se sentirían atraídos, si bien tenía como quince años más que las mujeres con las que salía él y apenas le sacaba tres años. La vida no era justa en ese sentido, sobre todo en Estados Unidos, y Charlie lo sabía. Las mujeres de veintitantos y treinta y tantos años estaban muy cotizadas, y lo que contaba era la juventud. Una mujer de la edad de Sylvia era algo especial que atraía a muy pocos, a hombres que no percibieran como una amenaza su inteligencia y sus aptitudes, En la mayoría de los casos, la clase de chicas con las que salía Adam solían considerarse mucho más deseables que una mujer con la entidad y el intelecto de Sylvia. Charlie sabía que en Nueva York había muchas mujeres como ella, demasiado inteligentes y con demasiado dinero para su propio bien, que acababan solas. Dudaba que hubiera un hombre esperándola en Nueva York o París ni ningún otro sitio. Sylvia transmitía la sensación de ser independiente y sin compromiso y de que le gustaba. No parecía importarle lo más mínimo, y saltaba a la vista que no iba con deseos de ligue, ni con ellos ni con nadie, Charlie le expresó esta opinión a Gray mientras se fumaban un puro en el barco.
A la mañana siguiente, subiendo la colina hacia la iglesia de San Giorgio, Gray comprobó que Charlie tenía razón con respecto a Sylvia.
– ¿No estás casada? -le preguntó Gray con cierta cautela, y también con curiosidad, sobre todo por lo que ella sabía de la iglesia. Sylvia era una mujer interesante, y él quería ser amigo suyo.
– No, pero lo estuve -respondió ella sosegadamente. -Al principio me encantó, pero no tengo muy claro si volvería a hacerlo. A veces pienso que lo que quiero es más el modo de vida y el compromiso que al hombre en sí mismo. Mi marido era pintor y un narcisista de pies a cabeza. Él lo era todo. Yo lo adoraba, casi tanto como él se adoraba a sí mismo. Para él no existían nadie ni nada más -dijo con toda naturalidad. No tenía un tono amargo; simplemente había terminado con aquel asunto, y Gray lo notó en su voz, -Ni los niños, ni yo, ni nadie. Era él y solamente él. Y al cabo del tiempo, eso aburre. De todos modos, aún seguiría casada con él si no me hubiera dejado para irse con otra. Tenía cincuenta y cinco años cuando me dejó, yo treinta y nueve, y según él, estaba hecha un asco. La chica con la que se fue tenía diecinueve. La verdad, para mí fue un golpe. Se casaron y tuvieron tres hijos más en tres años, y después también la dejó a ella. Al menos yo le duré más. Lo tuve veinte años, y ella cuatro.
– Supongo que la dejó por una cría de doce, ¿no? -le espetó Gray, enfadado no por él, sino por ella. Le parecía algo espantoso, sabiendo lo que ya sabía de Sylvia, que había vuelto a Nueva York sin un céntimo, con dos hijos y sin ninguna ayuda del marido.
– No. La última tenía veintidós, demasiado mayor para él. Yo también tenía diecinueve cuando nos casamos y estudiaba en París. Las dos últimas eran modelos.
– ¿Ve a tus hijos?
Sylvia titubeó antes de contestar y negó con la cabeza. La respuesta debió de resultarle dolorosa.
– No. Los vio dos veces en nueve años, y a ellos les resultó difícil. Murió el año pasado. Eso deja sin resolver un montón de cosas para mis hijos, como por ejemplo si significaban algo para él. Para mí fue muy triste. Yo lo quería, pero eso es lo que pasa con los narcisistas. Al fin y al cabo, solo se quieren a sí mismos, no les sale de dentro querer a nadie más.
Lo dijo con sencillez, con lástima pero sin rencor. -Creo que yo he conocido mujeres así-replicó Gray, Ni siquiera intentó explicarle a Sylvia qué extremos de locura había soportado en su vida amorosa. Le habría resultado imposible, y probablemente se habría reído de él, como todos los demás. Para él, la locura era algo cotidiano en su vida doméstica. -¿Y nunca quisiste volver a intentarlo con otra persona?
Sabía que se estaba metiendo donde no lo llamaban, pero le daba la impresión de que a ella no le importaba. Sylvia era extraordinariamente honrada y abierta, y Gray admiraba esas cualidades. Tenía la sensación de que no había oscuros secretos, planes ocultos ni confusión en su cabeza sobre sus sentimientos, sus deseos o sus creencias. Pero inevitablemente habrían quedado cicatrices. A su edad, todo el mundo las tenía; nadie estaba exento.
– No, no he querido volver a casarme. No le veo mucho sentido, a mi edad. No quiero más hijos, al menos no míos, aunque no me importaría si fueran hijos de otra persona. El matrimonio es una institución respetable, y yo creo en él, al menos para esos objetivos, pero ya no sé si creo en él para mí. Probablemente no. No creo que tuviera valor para repetir. Después de divorciarme Viví con un hombre durante seis años. Era una persona extraordinaria, y un gran artista, escultor. Sufría terribles depresiones y se negaba a recibir tratamiento. Era alcohólico, y su vida un desastre. De todos modos yo lo quería, pero era algo imposible, sencillamente imposible.
Sylvia guardó silencio y Gray observó su cara. Su expresión denotaba una angustia latente, y él quería saber por qué. Tenía la sensación de que, para conocerla, también tenía que saber aquello.
– ¿Lo dejaste? -preguntó, de nuevo con cierta cautela, como cuando iban camino de la iglesia.
– No, no lo dejé, y quizá debería haberlo hecho. Quizá hubiera dejado de beber, o hubiera tomado la medicación, o quizá no. Es difícil saberlo.
Sylvia parecía triste, pero también tranquila, como si hubiera aceptado una tragedia terrible y una pérdida inevitable,
– ¿Te dejó él?
Gray no podía imaginarse a nadie haciendo semejante cosa, y desde luego, no dos veces. Pero había personas muy extrañas en el mundo, que perdían oportunidades, se hacían daño a sí mismas y destruían vidas. No se podía hacer nada por ellas. Lo había aprendido en el transcurso de los años.
– No. Se suicidó, hace tres años -respondió Sylvia en voz baja. -Tardé mucho tiempo en superarlo, en aceptar lo que había ocurrido, y también lo pasé mal cuando el año pasado murió Jean-Marie, el padre de mis hijos, Fue como volver a vivirlo todo; eso es lo que pasa con el dolor. Pero ocurrió, y yo no pude cambiar nada, a pesar de lo mucho que lo quería. Ya no podía más, y yo no pude hacerlo por él. Es muy duro vivir en paz con una cosa así.
Pero, por su tono de voz, Gray comprendió que lo había conseguido. Había pasado por muchas cosas y había llegado hasta el otro extremo. Solo con mirarla, Gray sabía que era una mujer con voluntad de sobrevivir. Sintió deseos de rodearla con los brazos, de abrazarla, pero no la conocía lo suficiente y no quería compartir su pena. No tenía derecho a hacerlo.
– Lo siento -dijo con dulzura y toda la emoción que sentía. Tras las mujeres dementes con las que había estado, que transformaban cualquier momento en un drama, al fin conocía a una cuerda que había vivido auténticas tragedias y se había negado a dejarse destruir. Si acaso, había aprendido de ellas y había madurado.
– Gracias.
Sylvia le sonrió mientras entraban en la iglesia. Se quedaron sentados en silencio largo rato y después recorrieron la iglesia, por dentro y por fuera. Era un hermoso edificio del siglo XII, y ella le señaló cosas en las que Gray no se había fijado nunca, a pesar de haber estado allí muchas veces. Pasaron otras dos horas hasta que empezaron a bajar tranquilamente hacia el puerto.
– ¿Cómo son tus hijos? -preguntó Gray con interés. Le despertaba curiosidad la Sylvia madre, tan independiente e íntegra como parecía. Suponía que sería buena madre, aunque no le gustaba pensar en ella en esos términos. Prefería pensar en ella tal y como la conocía, como su amiga.
– Inteligentes, encantadores -contestó Sylvia con honradez, orgullosa y sonriente. -Mí hija es pintora y estudia en Florencia. Mi hijo es especialista en historia de la antigua Grecia. En algunos sentidos es como su padre, pero gracias a Dios tiene un corazón más noble. Mi hija ha heredado su talento, pero nada más de esa parte del banco genético. Se parece mucho a mí. Es capaz de muchas cosas. Espero que algún día se haga cargo de la galería, pero no estoy segura. Tiene su propia vida, pero la genética es algo alucinante. En mis hijos veo a nosotros dos y una mezcla de lo que ellos son en sí mismos. Pero la historia y la ascendencia son omnipresentes, incluso en los sabores de los helados que les gustan o los colores que prefieren. Después de haber criado dos hijos, siento un profundo respeto por la genética. No estoy segura de que lo que hagamos como padres tenga ninguna influencia.
Entraron en un pequeño establecimiento y Gray invitó a Sylvia a tomar un café. Se sentaron, y entonces Sylvia le dio la vuelta a la tortilla.
– Bueno, ahora cuéntame tú. ¿Por qué no tienes mujer ni hijos?
– Tú acabas de decirlo. Cuestión de genética. Me adoptaron, no tengo ni idea de quiénes eran mis padres ni lo que yo voy a transmitir. Me horroriza. ¿Y si entre mis antepasados hubiera un asesino en serie? ¿Acaso quiero cargarle a alguien una cosa así? Además, de niño llevé una vida de locos. Crecí pensando que la infancia era una especie de maldición, y no podría hacerle el mismo daño a nadie.
Le contó un poco sobre su infancia. La India, Nepal, el Caribe, Brasil, la Amazonia. Parecía un atlas mundial, una vida dirigida por unos padres que no tenían ni idea de lo que hacían, que se habían perdido en las drogas y por último habían encontrado a Dios. Era demasiado para explicarlo con un par de cafés, pero Gray hizo lo posible, y Sylvia empezó a sentir una gran curiosidad.
– Pues en tu historia familiar tiene que haber habido un gran artista, y no estaría mal que lo transmitieras.
– Pero puede haber otras cosas, sabe Dios qué. Durante toda mi vida he conocido a personas muy locas, mis padres y la mayoría de las mujeres con las que he estado. No me habría gustado tener un hijo con ninguna de ellas. Hablaba con total honradez, como lo había hecho Sylvia con él.
– Eso está mal, ¿eh?
Le sonrió. Gray no le había dicho nada que la asustara. Lo único que sentía por él era una profunda compasión. Había llevado una vida difícil de niño, y después se había complicado las cosas, por decisión propia. Pero los comienzos no los había elegido él. Había sido el regalo del destino.
– Mal, no. Peor. -Le devolvió la sonrisa. -Me he dedicado a tareas de salvamento toda la vida, sabe Dios por qué. Pensaba que era mi misión en la vida, para expiar mis múltiples pecados,
– Yo pensaba lo mismo. Mi amigo escultor era un poco así. Yo quería solucionárselo todo, arreglárselo todo, y al final no pude. Nunca se puede hacer por otra persona. -Como él, lo había aprendido a golpes. -Es curioso que cuando alguien nos trata mal, nos sentimos responsables y cargamos con su culpa. Nunca he llegado a comprenderlo, pero al parecer funciona así-dijo en tono juicioso. Saltaba a la vista que había pensado mucho en el asunto.
– Eso es lo que he empezado a sentir yo -replicó Gray, como arrepentido. Le daba vergüenza admitir lo desequilibradas que habían sido las mujeres de su vida, y que después de lo que había hecho por ellas, todas, casi sin excepción, lo habían dejado por otro. De una forma ligeramente menos extrema, la experiencia de Sylvia no era tan diferente de la suya, pero ella parecía más sana que él.
– ¿Sigues alguna terapia? -preguntó Sylvia con toda normalidad, como le habría preguntado si ya había estado en Italia.
Gray negó con la cabeza.
– No. Leo muchos libros de autoayuda, y soy muy espiritual. He pagado como un millón de horas de terapia a las mujeres con las que he estado, pero a mí nunca se me ha ocurrido ir. Pensaba que yo estaba bien y que ellas estaban locas. A lo mejor es al revés. En un momento dado hay que plantearse por qué uno se relaciona con personas así. No se puede sacar nada en limpio. Están demasiado jodidas.
Sonrió y Sylvia se echó a reír. Había llegado a la misma conclusión que él, razón por la que no había mantenido ninguna relación sería desde el suicidio del escultor. Había tardado unos dos años en resolverlo, con una terapia intensiva. Incluso había salido unas cuantas veces con alguien en los últimos seis meses, una vez con un pintor más joven que ella que era simplemente un niño mimado, y dos veces con hombres que le sacaban veinte años. Pero después se dio cuenta de que ya no estaba para esos trotes, y que una diferencia de veinte años era excesiva. Los hombres de sociedad querían mujeres más jóvenes. Después tuvo una serie de desafortunadas citas a ciegas. Había llegado a la conclusión de que, al menos de momento, estaba mejor sola. No le gustaba, y echaba en falta dormir con alguien, acurrucarse junto a alguien por la noche. Con sus hijos fuera, los fines de semana eran terriblemente solitarios, y se sentía demasiado joven para tirar la toalla, pero estaba indagando con su terapeuta la posibilidad de que no apareciera nadie más, y ella quería sentirse a gusto en tal situación. No quería que nadie volviera a ponerle la vida patas arriba. Las relaciones eran demasiado complicadas, y la soledad demasiado dura. Se encontraba en una encrucijada de su vida, no era ni joven ni vieja, pero sí demasiado mayor para conformarse con el hombre que no le convenía y demasiado joven para resignarse a estar sola el resto de su vida, pero había comprendido que esto último podía ocurrir. La asustaba un poco, pero también la asustaba otro desastre u otra tragedia. Trataba de vivir el día a día, razón por la que no había ningún hombre en su vida y viajaba con amigos. Se lo contó a Gray de la forma más sencilla posible, sin parecer desesperada, penosa, desamparada ni confusa. Simplemente era una mujer que intentaba resolver su vida, perfectamente capaz de valerse por sí misma. Gray se quedó largo rato mirándola mientras la escuchaba y movió la cabeza.
– ¿Parece demasiado terrible, o una locura? -preguntó Sylvia.
– A veces me lo planteo.
Era tan exasperantemente honrada con él, tan fuerte y vulnerable a la vez, que lo dejó sin defensas. Jamás había conocido a nadie como ella, ni hombre ni mujer, y lo único que deseaba era conocerla mejor.
– No, no parece demasiado terrible. Duro sí, pero real. La vida es dura y real. A mí me parece que estás muy en tus cabales. Más cuerda que yo, sin duda. Y no preguntes por las mujeres con las que he salido; están todas internadas en uno u otro sitio, donde deberían haber estado cuando las conocí. No sé por qué se me ocurrió creer que podía jugar a ser Dios y cambiar todo lo que les había ocurrido, que en la mayoría de los casos era obra suya. No sé por qué pensaba que merecía esa tortura, pero dejó de ser divertido hace tiempo. No puedo hacerlo más veces. Prefiero estar solo. Lo decía en serio, sobre todo después de lo que le había contado Sylvia. La soledad era infinitamente mejor que estar con las chifladas con las que se había relacionado. Era una vida solitaria, pero al menos con sentido. Admiraba a Sylvia por lo que estaba haciendo y aprendiendo, y quería seguir su ejemplo. Mientras la escuchaba, no sabía si quería que fuera la mujer para él o simplemente una amiga. Cualquiera de las dos cosas le parecía bien. Al mirarla se dio cuenta de lo guapa que era, pero por encima de todo valoraba su amistad.
– A lo mejor podríamos ir al cine cuando volvamos a Nueva York -propuso Gray con cierta reserva.
– Pues sí, me gustaría -repuso Sylvia sin problemas. -Pero te advierto que tengo un gusto espantoso para el cine. Mis hijos no quieren ir conmigo. Detesto las películas extranjeras, las de arte y ensayo, el sexo, la violencia, los finales tristes o las gilipolleces gratuitas. Me gustan las películas que entiendo, con final feliz, que me hagan reír, llorar y mantenerme despierta. Si quieres hablar sobre el significado a la salida, será mejor que vayas con otra persona.
– Estupendo. Podemos ver reposiciones de Yo quiero a Lucy en la tele y alquilar películas de Disney. Tú traes las palomitas y yo alquilo las películas.
– Trato hecho.
Sylvia le sonrió. Gray la acompañó hasta el hotel y al despedirse le dio un abrazo y las gracias por la maravillosa mañana que había pasado en su compañía.
– ¿De verdad te marchas mañana? -preguntó, con expresión preocupada.
Quería volver a verla antes de que los dos abandonaran Portofino. Y si no, en Nueva York. Estaba impaciente por llamarla cuando volviera. Jamás había conocido a una mujer como ella, a ninguna con la que hubiera sentido deseos de hablar. Había dedicado demasiado tiempo a rescatar mujeres para buscar a alguna que pudiera ser su amiga. Y Sylvia Reynolds era esa persona. Le parecía una locura, a los cincuenta años, en Portofino, pero le daba la impresión de que había encontrado a la mujer de sus sueños. No tenía ni idea de qué diría Sylvia si le contaba ese detalle. Probablemente saldría corriendo y llamaría a la policía. Se preguntó si alguna de las mujeres con las que había salido le habría contagiado la locura o si siempre había estado tan chiflado como ellas. Sylvia no estaba chiflada. Era guapa e inteligente, vulnerable, honrada, auténtica.
– Sí, nos marchamos mañana -contestó Sylvia tranquilamente, también triste por dejar a Gray, lo que la ponía un poco nerviosa. Aunque a su terapeuta le había dicho que estaba preparada para conocer a alguien, ahora que lo había conocido solo quería echar a correr antes de que volvieran a hacerle daño. Pero ella también quería volver a verlo antes de que eso sucediera. Le sonrió, con un extraño tira y afloja en su cabeza. -Vamos a pasar el fin de semana en Cerdeña, después tengo que ir a París a ver a unos pintores y la semana siguiente la pasaré con mis hijos, en Sicilia. Volveré a Nueva York dentro de dos semanas.
– Yo, dentro de tres -replicó Gray, mirándola radiante. -Creo que nosotros también iremos a Cerdeña este fin de semana. Si Charles y Adam estaban de acuerdo, él también quería marcharse de Portofino en cuanto se fuera Sylvia.
– Pues es una suerte -dijo Sylvia sonriente, sintiéndose joven de nuevo. -¿Por qué no venís los tres a cenar con nosotros en el puerto esta noche? Buena pasta y vino malo, no de la clase a la que vosotros estáis acostumbrados.
– No creas. Si vienes a cenar a mi casa, te serviré el matarratas que suelo beber yo.
– Yo llevaré el vino. -Volvió a sonreírle. -Tú puedes cocinar. Yo soy un desastre en la cocina.
– Bien. Me alegra que haya algo que no sepas hacer. Según dicen, cocino medianamente bien: pasta, tacos, burritos, estofado, carne rellena, ensaladas, crema de cacahuete y gelatina, tortitas, huevos revueltos, macarrones con queso… Eso es todo.
– Tortitas. Me encantan. A mí siempre se me queman y no hay quien se las coma.
Se echó a reír y Gray sonrió al pensar en cocinar para ella.
– Estupendo. Yo quiero a Lucy y tortitas. ¿Qué clase de helado para el postre? ¿De chocolate o de vainilla?
– De menta con trocitos de chocolate, de moras o de nueces con plátano -contestó Sylvia con firmeza.
Empezaba a gustarle cómo se sentía con Gray. Le daba miedo pero al mismo tiempo se sentía a gusto. La montaña rusa de la vida. No montaba en ella desde hacía tiempo, y de pronto se dio cuenta de lo mucho que la había echado en falta. Hacía años que no conocía a un hombre que la atrajera, y aquel sí la atraía.
– Vaya por Dios. Helado de diseño, ¿Qué tiene de malo el helado de vainilla?
– Si te vas a poner así, yo llevaré el helado y el vino.
– Y no te olvides de las palomitas -le recordó Gray. No sería nada de lujo, pero sabía que lo pasaría bien. Como con todo lo que hiciera con ella, como haber ido a San Giorgio aquel día. Había estado muy bien. -¿A qué hora es la cena de esta noche? -preguntó mientras volvía a abrazarla. Fue un gesto amistoso, nada que pudiera asustarla ni comprometerlos a algo más que una cena relajada en casa de Gray. Lo demás ya se descubriría y se decidiría más adelante, si a los dos les parecía bien. Gray así lo esperaba.
– A las nueve y media, en Da Puny. Hasta entonces. -Sylvia sonrió, se despidió con la mano y entró en el hotel. Gray bajó con brío hasta el puerto, donde lo esperaba la lancha con un miembro de la tripulación. Fue sonriendo todo el camino hasta el barco, y seguía sonriendo cuando Charlie lo vio subir a bordo. Era la una, y lo estaban esperando para comer.
– Mucho tiempo has pasado en una iglesia con una mujer que apenas conoces -comentó Charlie con gesto pícaro al ver a su viejo amigo. -¿Te has declarado?
– A lo mejor debería haberlo hecho, pero resulta que no. Además, tiene dos niños, y sabes que detesto a los niños.
Charlie se echó a reír ante semejante respuesta, y no pudo tomársela en serio.
– No son niños, son adultos. Además, Sylvia vive en Nueva York, y los chicos en Italia e Inglaterra. Creo que estás a salvo. -Sí, puede, pero los hijos siempre siguen siendo hijos, tengan la edad que tengan.
Los asuntos familiares no era precisamente lo que más le gustaba a Gray, y Charlie lo sabía. Gray les dijo lo de la invitación a cenar aquella noche, y a todos les pareció bien, pero Adam se puso más serio que Charlie con Gray.
– ¿Habéis empezado a enrollaros o algo? -le preguntó con aire suspicaz.
Gray hizo como si se lo tomara a broma. No estaba dispuesto a compartir sus sentimientos con ellos. Todavía no había pasado nada. Le gustaba Sylvia, y esperaba que también él a ella. No había nada que decir.
– Ojalá. Tiene unas piernas preciosas, pero un defecto imperdonable, desde mi punto de vista.
– ¿Y en qué consiste? -preguntó Charlie con mucho interés. Los defectos de las mujeres lo fascinaban, lo obsesionaban.
– Está cuerda. Me temo que no es mi tipo.
– Ya lo sabía yo -apostilló Adam.
Gray les dijo que el grupo de amigos de Sylvia salía hacia Cerdeña al día siguiente, algo que también les gustó. Portofino era muy agradable, pero todos coincidieron en que resultaría menos divertido cuando los demás se marcharan. Charlie propuso que zarparan aquella noche después de cenar. Si partían a medianoche, podían llegar a Cerdeña la noche siguiente, a la hora de cenar. Sería divertido volver a ver a aquel grupo en Porto Cervo y pasarían un fin de semana estupendo. Y, en caso de que cambiara de opinión, Adam tendría una oportunidad más de hacer otra intentona con la sobrina de Sylvia. Pero, aun sin eso, disfrutarían de la compañía del grupo. Encajaban estupendamente.
Charlie explicó los planes al capitán, quien accedió a organizar a la tripulación. Las travesías nocturnas eran más cómodas para los pasajeros, pero más duras para la tripulación, a pesar de lo cual las hacían con frecuencia. El capitán dijo que dormiría mientras Charlie y sus invitados cenaban y que zarparían en cuanto volvieran a bordo. Llegarían a Cerdeña al día siguiente, con tiempo de sobra para la cena.
Gray se lo contó a Sylvia aquella noche, y ella le sonrió, preguntándose qué les habría dicho a los demás y un poco avergonzada por la atracción que sentía hacía él. Hacía años que no sentía nada parecido, y no estaba dispuesta a que Gray se enterase, pero se daba cuenta de que sus sentimientos eran correspondidos, que a él también le gustaba. Volvía a sentirse como una niña.
Después de cenar pasaron un buen rato. Sylvia estaba sentada enfrente de Gray, pero nada de lo que dijo ni de lo que hizo desveló lo que sentía por él. Cuando se despidieron le dio un beso en ambas mejillas, como a los otros dos, y quedaron en verse para cenar en el Club Náutico de Porto Cervo la noche siguiente. Gray se volvió a mirarla mientras se alejaban, pero ella no. Iba hablando animadamente con su sobrina; se pararon a comprar un helado en la plaza, y Gray volvió a observar que Sylvia tenía un cuerpo precioso. Y además, un cerebro extraordinario. No sabía qué le gustaba más.
– Le gustas -comentó Adam mientras subían a la lancha.
Le recordaba la época del instituto, y Charlie se rió de los dos.
– A mí también me gusta -replicó Gray como sin darle importancia al sentarse y mirar hacia el Blue Moon, que los estaba esperando.
– Quiero decir que le gustas de verdad. Creo que quiere irse a la cama contigo.
– No es esa clase de mujer-replicó Gray impertérrito, queriendo proteger a Sylvia de los comentarios de Adam. De repente le parecieron irrespetuosos.
– A mí no me vengas con esas. Es una mujer muy guapa, y con alguien tendrá que acostarse. Podrías ser tú perfectamente. ¿O te parece demasiado mayor? -preguntó Adam, y Gray negó con la cabeza.
– No es que sea demasiado mayor, sino que está demasiado cuerda. Ya te lo he dicho.
– Sí, supongo que sí. Pero incluso a las mujeres cuerdas les gusta que se las tire alguien.
– Lo tendré en cuenta, por si acaso conozco a otra -repuso Gray, sonriendo a Charlie, que lo observaba con interés. También él empezaba a preguntarse si habría algo entre ellos.
– No te preocupes. No la vas a conocer.
Adam se echó a reír mientras los tres subían a bordo del Blue Moon. Después, Charlie les sirvió una copa de coñac antes de acostarse. Mientras estaban sentados en la popa, la tripulación levó anclas y zarparon. Gray se quedó un rato contemplando el rielar de la luna sobre el agua, pensando en Sylvia en su habitación del hotel y deseando estar allí. No creía que pudiera tener tanta suerte como para que le ocurriese una cosa así, pero a lo mejor algún día sí. En primer lugar habían quedado para tomar tortitas y helado en Nueva York. Y después… quién sabe. Antes, el fin de semana en Cerdeña. Por primera vez desde hacía mucho tiempo volvía a sentirse como un chaval. Un chaval de cincuenta y un años, con una chica de cuarenta y nueve absolutamente increíble.