CAPÍTULO 08

– Ya he vuelto. ¿Estás bien? -Charlie llamó a Gray a su estudio el lunes, y parecía preocupado. -Hace semanas que no sé nada de ti. Te he llamado vanas veces después de volver, pero siempre salta el contestador, a todas horas -se quejó, y Gray cayó en que probablemente estaba con Sylvia, pero no le dijo nada.

Sylvia y él habían pasado un fin de semana muy feliz, y Charlie no tenía ni idea de lo que había ocurrido desde su vuelta a Nueva York. Cayó en la cuenta de que no tenía noticias de Gray desde poco después de su vuelta a casa. Había recibido un par de correos electrónicos mientras estaba en el barco, pero nada más desde entonces. Por lo general, si todo iba bien en su mundo, Gray avisaba, pero en esta ocasión no lo había hecho. -Estoy bien -respondió Gray, muy contento. -Es que he estado trabajando mucho.

No le dijo nada de Sylvia, a pesar de que los dos habían decidido durante el fin de semana que ya era hora de que Gray les contara a sus amigos lo que había entre ellos. Sylvia quería esperar un poco para contárselo a sus hijos. Llevaban viéndose casi un mes, y a los dos les parecía que iba en serio. A Sylvia le preocupaba un poco que Charlie y Adam sintieran celos, incluso rencor. Con una relación seria, Gray sería menos accesible, e intuía que no se lo tomarían bien. Gray le aseguraba que no sería así, pero ella no estaba muy convencida.

Gray le contó a Charlie lo de la nueva galería, y Charlie soltó un silbido.

– ¿Cómo ha sido? No puedo creer que por fin hayas movido el culo para buscar una galería donde vender tus cuadros. Ya iba siendo hora.

Charlie se alegró enormemente.

– Pues sí, eso mismo pensé yo.

No se lo atribuyó a Sylvia, pero pensaba hacerlo en cuanto viera a Charlie. No quería hablar del asunto por teléfono.

– ¿Y si nos vemos para comer un día de estos? No sé nada de ti desde que estuviste en el barco -dijo Charlie. Iba a quedar con Adam aquella misma semana, pero con Gray resultaba más difícil, porque cuando se metía de lleno en su trabajo se aislaba durante semanas enteras. Pero parecía de buen humor, y si había firmado un contrato con una galería importante, las cosas debían de irle bien.

– Estupendo -replicó Gray. -¿Cuándo te viene bien?

Raramente se mostraba tan dispuesto a quedar con alguien. En la mayoría de las ocasiones había que sacarlo a rastras de su guarida para apartarlo del caballete. Charlie no hizo ningún comentario, pensando que Gray estaba eufórico por su nuevo contrato.

Charlie consultó rápidamente su agenda. Tenía una abrumadora cantidad de reuniones de la fundación, muchas de ellas con almuerzo incluido, pero al día siguiente tenía un hueco a la hora de comer.

– ¿Qué te parece mañana?

– A mí me va bien.

– ¿En el Club Náutico? -Era el sitio favorito de Charlie para comer, además de otros clubes de los que era miembro. A Gray le parecía un ambiente muy estirado, y también a Adam, pero le seguían la corriente a Charlie.

– De acuerdo -aceptó Gray, un tanto pensativo.

– Pues allí a la una -dijo Charlie, y cada cual volvió a su trabajo.

Gray le dijo a Sylvia a la mañana siguiente que iba a almorzar con Charlie, y ella lo miró por encima del montón de tortitas que Gray acababa de hacer.

– ¿Y eso es bueno o malo? -preguntó nerviosa.

– Pues claro que es bueno.

Estaba sentado frente a ella, con su plato de tortitas. Le encamaba cocinar para Sylvia. Él era el jefe de cocina para el desayuno, y Sylvia cocinaba por la noche, cuando no salían a cenar fuera. Todo empezaba a aclararse y a seguir una rutina cotidiana. Gray se iba a su estudio, pero ya no dormía allí. Sylvia se iba a la galería y volvían a verse en su casa alrededor de las seis. Gray solía llevar una botella de vino y algo de comer. El fin de semana había comprado langosta, y les recordó los maravillosos momentos que habían pasado en el barco. No se había mudado oficialmente a casa de Sylvia, pero se quedaba allí todas las noches.

– ¿Le vas a contar lo nuestro? -preguntó Sylvia con recelo.

– Pues creo que sí. ¿Te parece bien?

Como sabía que Sylvia era tan independiente, no quería ofenderla.

– Claro que me parece bien -contestó con calma Sylvia. -Lo que no tengo tan claro es que él se lo tome bien. A lo mejor se asusta. Seguramente le caí bien en Portofino, como algo pasajero, pero puede que no le entusiasme la idea de que esto vaya en serio.

Era lo que estaba ocurriendo desde el regreso de Gray, durante las últimas cuatro semanas, y a ellos les iba muy pero que muy bien.

– No digas tonterías. Se alegrará. Siempre ha mostrado interés por las mujeres con las que yo estaba. Sylvia le puso un café, riéndose.

– Sí, claro, porque no representaban ninguna amenaza para él. Seguro que pensaba que acabarían en la cárcel o en cualquier centro de acogida antes de que causaran demasiados problemas entre vosotros dos.

– ¿Qué pasa? ¿Tú quieres causar problemas? -preguntó Gray con curiosidad, casi riéndose.

– Claro que no, pero a lo mejor Charlie lo percibe así. Vosotros tres sois inseparables desde hace diez años.

– Pues sí, y tengo intención de seguir viéndolos. No hay ninguna razón para que no los vea contigo.

– Bueno, a ver qué dice Charlie. Podríamos invitarlo a cenar. La verdad es que ya se me había ocurrido, y también invitar a Adam, si quieres -a pesar de que le caía mucho peor que Charlie. -Lo que pasa es que no me fascina la idea de cenar con mujeres de la edad de mis hijos, o más jóvenes, en el caso de Adam. Pero si a ti te parece buena idea, pues lo hacemos.

Sylvia había adoptado una actitud diplomática.

– ¿Y si invitamos a Charlie solo, en principio? -sugirió Gray. Sabía que a Sylvia no le caía bien Adam, y no quería forzar las cosas, al menos de momento, pero sí le gustaba la idea de incluirla en su pequeño grupo de amigos. Formaban una parte importante de su vida, y Sylvia también.

Ambos sabían que incorporar amigos a su mundo privado a la larga redundaría en beneficio de la relación. No podían estar toda la vida solos, viendo películas en la televisión cogidos de la mano o pasando los fines de semana en la cama, aunque a los dos les encantaba y se divertían. Pero necesitaban más personas en su vida. Añadir amigos a la mezcla suponía un paso más hacia una cierta estabilidad entre ellos. Sylvia siempre tenía la sensación de que existía un manual de normas sobre las relaciones y que los demás conocían su contenido mejor que ella, En primer lugar acostarse juntos, después que él pasara la noche contigo, cada vez con mayor frecuencia. En un momento dado, la pareja necesitaba espacio en el armario y en los cajones. Ellos no habían llegado aún a ese punto, y la ropa de Gray estaba colgada en el lavadero. Sylvia sabía que tendría que hacer algo al respecto un día de estos. Después venía la fase de darle la llave, una vez que una está segura de que no quiere salir con nadie más, con el fin de evitar situaciones incómodas si llega en un momento inoportuno. Ya le había dado una copia de la llave, porque no había nadie más en su vida, y a veces Gray entraba en su casa antes de que ella volviera de la galería. Era absurdo hacerlo esperar a la entrada. No tenía muy claro qué venía después de eso. Comprar cosas de comer: Gray ya lo hacía. Compartir los gastos de los recibos. Contestar al teléfono. Desde luego, aún no habían llegado a esa etapa, por si acaso la llamaban sus hijos, que no sabían de la existencia de Gray. Preguntarle si quería vivir con ella, cambiar de dirección, poner su nombre en el buzón y en el timbre. Los amigos formaban parte de todo eso. Era muy importante que les gustaran las mismas personas, al menos algunas. Y, con el tiempo, también tendrían que gustarle sus hijos. Sylvia quería que los conociera, pero sabía que se sentía un poco incómodo con el asunto, porque ya se lo había dicho. También sabía que eso sería lo más fácil. Sus hijos eran estupendos, y estaba segura de que Gray llegaría a quererlos. Lo único que deseaban Emily y Gilbert era la felicidad de su madre. Sí veían que Gray se portaba bien con ella y que se querían, se tomarían a Gray como uno más de la familia. Sylvia conocía muy bien a sus hijos.

Aún íes quedaba mucho camino por recorrer, pero ya lo habían iniciado. A Sylvia la asustaban algunos de los obstáculos, y todavía no estaba preparada para superarlos, ni tampoco Gray. Pero también sabía que contarle lo suyo a Adam y Charlie supondría un gran avance para Gray. No tenía ni idea de cómo reaccionarían ante la noticia de que entre ellos había algo serio. Confiaba en que Charlie no desanimara a Gray ni lo pusiera en guardia contra sus hijos. Sabía que ese era el talón de Aquiles de Gray. Lo suyo era auténtica fobia a los niños, no solo a tenerlos, sino a mantener una relación con los hijos de otra persona. No parecía comprender que sus hijos ya no eran niños, sino adultos. Le daba auténtico pánico relacionarse con nadie hasta ese punto. A un hombre que se había pasado toda la vida cuidando cíe algunas de las mujeres con mayores desequilibrios del planeta, lo único que lo aterrorizaba era conocer a sus hijos o relacionarse con ellos. Para Sylvia era un temor totalmente irracional, pero para Gray era algo real, auténtico.

Gray la ayudó a recoger los platos del desayuno y se fue a su estudio. Sylvia tenía que hacer varias llamadas antes de ir a la galería. Quería llamar a Emily y a Gilbert. Con la diferencia horaria, muchas veces era demasiado tarde para llamarlos cuando volvía del trabajo. Todavía no les había contado nada sobre Gray. Ninguno de los dos iba a volver a Estados Unidos hasta las Navidades. Pensaba que había tiempo de sobra, nada menos que tres meses, para ver cómo iban las cosas con Gray. Los dos estaban fuera cuando los llamó aquel día, y les dejó mensajes cariñosos en sus respectivos contestadores. Siempre se mantenía en estrecho contacto con sus hijos.

Cuando Sylvia salió de casa para ir a la galería, Gray ya estaba en el Club Náutico, Les dieron la mesa favorita de Charlie. Era un comedor enorme, muy elegante, con techos abovedados, retratos de los anteriores presidentes y maquetas de barcos protegidos con cristal. A Gray le pareció que Charlie estaba estupendo, bronceado, en forma y relajado.

– Bueno, ¿cómo terminó el viaje? -preguntó Gray para entablar conversación, después de que los dos hubieron pedido ensaladas del chef.

– Bien, pero en realidad no fuimos a ningún sitio después de que tú te marcharas. Yo tenía trabajo, y la tripulación se puso a hacer unas reparaciones. Pero se estaba mejor en el barco que aquí, en mi apartamento. -Últimamente le había resultado deprimente, y se sentía solo e inquieto. -Bueno, cuéntame lo de la galería con la que has firmado el contrato. Es Wechsler-Hinkley, ¿no? -El nombre de la galería impresionaba en el mundo artístico de Nueva York. -¿Cómo ha sido? ¿Te llamaron o algo? ¿O los llamaste tú? -Charlie estaba muy contento por Gray. Nadie se lo merecía más que él, con su enorme talento. Le dirigió una amplia sonrisa, deseoso de saber lo ocurrido.

– Bueno, me recomendó una persona -repuso Gray con cautela. Sylvia lo había puesto nervioso sobre la posible reacción de Charlie. Sabía que era una tontería, pero lo cierto es que estaba nervioso y que lo parecía.

– ¿Quién? -preguntó Charlie con interés. Sin saber por qué, la historia le sonaba un poco rara.

– Pues una persona… bueno, una amiga, una mujer -respondió Gray, sintiéndose como un colegial que tuviera que darle explicaciones a su padre.

– Ah, eso cambia las cosas-dijo Charlie, divertido-.¿Qué clase de mujer? ¿La conozco? ¿Tienes un nuevo pájaro herido en tu nido íntimamente? ¿Que trabaja en una galería y tiene buenos contactos? Si es así, eres muy listo -añadió, lisonjero. Pero no era eso lo que pensaba. Gray no era capaz de salir con una secretaria que le hubiera pedido a su ¡efe que lo viera. En el nido de Gray no había un pájaro herido, sino una auténtica luchadora que lo había acogido bajo su ala y echado a volar como un águila.

– No ha sido por listo, sino por suerte.

– No hay suene que valga en esto, y tú lo sabes -replicó Charlie, como un eco de las palabras de Sylvia. -Tienes un talento extraordinario. Amigo mío, si alguien ha tenido suerte, han sido los de la galería. Pero no has contestado a mi pregunta. -La mirada de Charlie se cruzó con la de Gray y la mantuvo. -¿Quién es la mujer en cuestión? ¿O es un secreto? -A lo mejor estaba casada. Gray también había pasado por eso, con esposas fugitivas que aseguraban estar separadas y no lo estaban o que tenían un «arreglo», y de repente se presentaba el marido y quería matarlo. Había desempeñado todos los papeles posibles en los escenarios más desastrosos durante sus años de eterna soltería. A veces Charlie se preocupaba por él. Cualquier día le pegaría un tiro el ex novio de una de sus chifladas. -Espero que no te hayas metido en otro lío, ¿eh? -Charlie parecía preocupado, y Gray se echó a reír, como arrepentido.

– No, qué va, pero vaya fama que tengo, ¿no? Supongo que la tengo merecida. Sí, he salido con unas cuantas majaras. -Suspiró, volvió a mover la cabeza y decidió que tenía que capear el temporal. -Pero esta vez no. Y sí, estoy saliendo con alguien, pero es completamente distinta -añadió con orgullo.

– ¿Quién es? ¿La conozco? -Charlie sentía una enorme curiosidad por saber quién era la mujer del momento; pero, fuera quien fuese, Gray parecía feliz, relajado, contento de la vida, incluso encantado. Daba la impresión de estar tomando tranquilizantes o algo parecido, pero Charlie sabía que no era así, a pesar de que estaba casi eufórico.

– Bueno, la has visto -contestó Gray, enigmático, intentando ganar tiempo al recordar las advertencias de Sylvia.

– Bueno, venga. ¿Vas a anunciarlo con redobles de tambor? -La conociste en Portofino -le soltó al fin Gray, aún nervioso.

– ¿Ah, sí? ¿Cuándo? -A Charlie de repente se le había quedado la mente en blanco. No recordaba a nadie que hubiera salido con Gray durante el viaje. El único que se había marcado unos tantos era Adam, en Saint Tropez, Córcega y Capri; pero, que él recordara, ni Gray ni él habían hecho nada.

– Sylvia Reynolds -contestó Gray con calma. -Del grupo de personas con el que estuvimos en Portofino y Cerdeña.

– ¿Sylvia Reynolds, la galerista? -Charlie se quedó de piedra. Recordaba que a Gray le caía bien y que Adam le tomaba el pelo por eso y le decía que era su tipo, que no estaba lo suficientemente loca o más bien que no estaba loca en absoluto. Charlie se acordaba muy bien de ella, y le caía bien, como a Gray, al parecer. Pero no podía creer que hubieran cometido ninguna locura. -¿Y cuándo pasó eso? -preguntó, atónito. Durante el viaje había sospechado que se caían bien, pero no hasta el extremo de volver a verse más adelante.

– Pues cuando volví. Llevamos viéndonos casi un mes. Es una mujer maravillosa. Me presentó a los de la Wechsler-Hinkley, y a los de otras dos galerías en cuanto vio mi obra, Y sin más, ya había firmado. Ella no pierde el tiempo -dijo Gray con admiración, sonriendo a su amigo.

– Pues la verdad es que pareces muy contento -comentó Charlie, intentando adaptarse a la nueva situación, porque Gray jamás había hablado de ninguna mujer en esos términos. -Lo siento, pero estoy de acuerdo con Adam. No pensaba que fuera tu tipo.

– Y no lo es -replicó Gray, como arrepentido otra vez. -Supongo que eso es bueno. No estoy acostumbrado a una mujer capaz de valerse por sí misma y que no me necesite para nada más que pasar un buen rato y un revolcón.

– ¿Es solo eso? -preguntó Charlie con expresión de curiosidad. Tendría mucho que contarle a Adam cuando lo viera la noche siguiente.

– Pues no. Francamente, es mucho más que eso. Paso todas las noches con ella.

Charlie se quedó pasmado.

– ¿Llevas un mes viéndola y ya vives en su casa? ¿No te parece que vas un poco deprisa?

Charlie pensó que Gray había intercambiado los papeles con los pobres pajaritos de alas rotas.

– No vivo en su casa -contestó Gray tranquilamente. -Lo que he dicho es que me quedo a dormir allí.

– ¿Todas las noches?-insistió Charlie, y Gray volvió a sentirse como un colegial travieso. -¿No crees que las cosas van demasiado deprisa? No irás a dejar tu estudio, ¿no?

– Claro que no. Lo estoy pasando bien con una mujer maravillosa, nada más. Es una mujer increíble, inteligente, competente, normal, decente, divertida, cariñosa… No sé dónde se había metido durante todos estos años, pero lo cierto es que en las últimas tres semanas y media mi vida ha cambiado por completo.

– ¿Y eso es lo que quieres? -preguntó Charlie muy serio. -Me da la impresión de que estás metido en esto hasta el cuello, y eso puede ser peligroso. A lo mejor ella empieza a hacerse ilusiones.

– ¿Qué quieres decir? ¿Que espera venir a vivir a la mierda de casa que tengo? ¿O llevarse mis maletas, que tienen más de treinta años? Sylvia tiene unos libros de arte increíbles, mucho mejores que los míos. Claro, podría robar mis cuadros. Mi sofá está hecho polvo, y el suyo me parece estupendo. Mis plantas se secaron mientras estaba en Europa, y por no tener, no tengo ni una toalla decente. Tengo dos sartenes, seis tenedores y cuatro platos. No sé qué crees que podría sacarme, pero sea lo que sea, yo se lo daría con sumo gusto. Las relaciones pueden resultar difíciles, pero puedes creerme, Charlie: Sylvia es la primera mujer con la que salgo que no me parece peligrosa. Las demás sí lo eran, sin duda.

– No quiero decir que vaya detrás de tu dinero, pero sé cómo se ponen las mujeres. Se hacen muchas ilusiones e interpretan las cosas de una manera distinta. Las invitas a cenar y acto seguido ya están probándose un vestido de boda e inscribiéndose en Tiffany. No quiero ver cómo te arrastran a una cosa así. -Charlie, te aseguro que nadie me está arrastrando a ninguna parte. No sé adonde llegará esto, pero si me he subido a ese tren, voy muy a gusto.

– ¡Por Dios! ¿Vas a casarte con ella? -Charlie se quedó mirándolo con los ojos abiertos de par en par.

– No lo sé -contestó Gray con franqueza. -Llevo años sin pensar en el matrimonio. Creo que ella no quiere casarse. Ya ha estado casada, y me da la impresión de que no fue una buena experiencia. Su marido se largó con una chica de diecinueve años, tras veinte de matrimonio. Tiene hijos, y dice que es demasiado mayor para tener más. Su galería funciona a las mil maravillas, y tiene mucho más dinero de lo que yo tendré jamás. No me necesita para eso. Y yo no tengo el menor interés en aprovecharme de ella. Los dos podemos mantenernos por nuestra cuenta, aunque ella mucho mejor que yo. Tiene un loft increíble en el SoHo, y le encanta su trabajo. Desde que se divorció solo ha habido otro hombre en su vida, y se suicidó hace tres años. Desde entonces yo soy el primer hombre con el que mantiene una relación. Creo que ninguno de los dos quiere más de lo que tenemos ahora. ¿Que si me casaría con ella un día de estos? A lo mejor. Si ella estuviera dispuesta, cosa que dudo, yo estaría chiflado si no lo intentara. Pero de momento, la decisión más importante que tenemos que tomar es dónde cenar o quién prepara el desayuno. Y no conozco a sus hijos -concluyó tranquilamente Gray.

Charlie seguía mirándolo, sin dar crédito a sus oídos. No veía a Gray desde hacía poco más de tres semanas, y su amigo no solo estaba viviendo con una mujer sino que contemplaba la posibilidad de casarse con ella. Tenía una expresión como si acabaran de pegarle un tiro, y, al mirarlo, Gray comprendió que Sylvia podía tener razón. Saltaba a la vista que a Charlie no le gustaba el giro que había tomado su vida.

– Pero si ni siquiera te gustan los niños, los hijos de nadie y de ninguna edad. ¿Por qué crees que los de Sylvia van a ser diferentes? -le recordó Charlie.

– A lo mejor no lo son. A lo mejor eso es lo que rompe el trato. O a lo mejor ella se cansa de mí antes. Viven a cinco mil kilómetros de aquí y ya son adultos. Y a esa distancia, a lo mejor puedo soportar a sus hijos. Lo mínimo que puedo hacer es intentarlo. Es posible que funcione, o no. Lo único que sé es que de momento funciona, y que lo pasamos muy bien juntos. A partir de ahí, Dios sabe. Podría estar muerto la próxima semana, pero mientras tanto estoy pasándolo divinamente, como no lo había pasado en toda mi vida.

– Espero que no -replicó Charlie, sombrío, refiriéndose a que Gray estuviera muerto dentro de una semana. -Pero es posible que desees estar muerto si Sylvia resulta ser de otra forma y tú ya has caído en la trampa.

Hablaba con tono ominoso, y Gray le sonrió. Charlie estaba asustado, y Gray no sabía si por él o por sí mismo. En cualquier caso, no había motivo alguno. Se sentía cualquier cosa menos atrapado. De momento era un esclavo del amor más que voluntario en el elegante loft de Sylvia.

– No he caído en ninguna trampa -dijo con suavidad. -Ni siquiera vivo en su casa. Me quedo en su casa. Estamos probando, y si no funciona, vuelvo a mi estudio y se acabó.

– Nunca funciona así -sentenció Charlie. -Algunas mujeres se cuelgan de ti, te acusan, te hacen reproches, se ponen histéricas, llaman a un abogado. Se empeñan en que has hecho promesas que no has hecho. Te aferran entre sus garras, y sin darte cuenta, piensan que les perteneces.

Charlie parecía realmente aterrorizado por Gray. En el transcurso de los años había visto a muchos hombres en esas circunstancias y no quería que le pasara lo mismo a su amigo. Sabía lo inocente que podía llegar a ser.

– Te aseguro que ni Sylvia ni yo tenemos ese sentimiento de propiedad. Somos demasiado mayores para eso. Y ella está mucho más cuerda de lo que crees. Si se alejó del hombre con el que llevaba casada veinte años sin mirar atrás, no se va a colgar de mi cuello como un albatros ni me va a clavar las garras. Si alguien se marcha, lo más probable es que sea ella quien lo haga primero. -¿Tiene fobia al compromiso? Porque, en ese caso, podría hacerte mucho daño.

– ¿Acaso no me han hecho daño ya? Vamos, Charlie, sé un poco serio. Así es la vida. Nos hacen daño todos los días, incluso cuando personas que apenas conocemos no contestan a nuestras llamadas. Probablemente me han dejado más mujeres que a ningún otro tío de Nueva York, y he sobrevivido. Y si vuelve a pasar, volveré a sobrevivir. Sí, probablemente tiene fobia al compromiso, como yo. Por Dios, si ni siquiera quiero conocer a sus hijos. Tengo pánico a que me hagan daño o a encariñarme demasiado, pero es la primera vez que pienso que algo es tan bueno que merece la pena un poco de dolor, o incluso un gran riesgo. Nadie ha hecho promesas, nadie ha hablado de matrimonio. De momento, lo único que nos planteamos es dónde queremos cenar cada noche. De momento los dos estamos a salvo.

– En cuanto te metes en una relación dejas de estar a salvo -dijo Charlie, frunciendo la frente con preocupación, -Es que no quiero que te hagan daño.

Pero en realidad se le había escapado lo que pensaba sobre las relaciones. No era solo por el defecto imperdonable de las jóvenes con las que salía, sino por el dolor que intentaba evitar desde la muerte de toda su familia. Lo aterrorizaba correr riesgos, mientras que a Gray ya no. Para él suponía un hito muy importante en su vida, y este hecho suponía una terrible amenaza para Charlie, como si hubiera saltado una alarma. Había desertado uno de los miembros del Ejército de los Solteros.

Gray vio en los ojos de Charlie lo que Sylvia temía: no solo desconfianza y rechazo, sino auténtico pánico. Era más lista de lo que Gray pensaba, al menos con la gente, y había calado a Charlie. Quizá también a Adam. Lo que no le gustaba a Gray era que la reacción de Charlie ante la situación con Sylvia lo hacía sentirse no solo desleal hacia él, sino un perfecto imbécil por sentir lo que sentía. Le resultaba muy desagradable, y mientras Charlie firmaba la cuenta le dio la impresión de que su amistad se empañaba. Desde su punto de vista, el almuerzo no había sido precisamente relajado.

– A Sylvia y a mí nos gustaría que vinieras a cenar un día al loft.

Charlie dejó la pluma y se quedó mirándolo.

– ¿Te das cuenta de lo que pareces? -dijo Charlie con mirada sombría, y Gray negó con la cabeza. No estaba seguro de querer saberlo. -Pues un hombre casado, por todos los santos. Y no te olvides de que no estás casado.

– ¿Y eso es lo peor que me podría pasar? -le espetó Gray, Le había decepcionado la reacción de Charlie, terriblemente. No quería que Sylvia tuviera razón, pero la tenía. Toda la razón del mundo. -No sé por qué, pero creo que sería peor un cáncer de colon.

– A veces no hay mucha diferencia -replicó cínicamente Charlie. -Comprometerte hasta ese extremo puede ser muy engañoso. Tienes que renunciar a quien eres y transformarte en alguien que ningún hombre en su sano juicio querría ser.

Lo dijo con absoluta convicción, y Gray lo miró, suspirando, ¿En quiénes se habían convertido durante todos aquellos años? ¿Qué precio habían pagado por la libertad a la que tan desesperadamente se aferraban? Quizá un precio demasiado elevado. Al final, tras toda una vida defendiendo su independencia, iban a acabar todos solos. Y, desde que Gray conocía a Sylvia, había empezado a pensar que aquel objetivo no merecía tanto la pena. Se lo había dicho a Sylvia hacía unos días. Al fin había comprendido que un día, cuando llegara el momento, no quería morir solo. Un día dejarían de rondar a las mujeres chifladas, necesitadas, las debutantes y las jovencitas tontas, incluso desaparecerían. Se quedarían en casa, con otros. El paraíso de la libertad no tenía tan buena pinta como hasta entonces.

– ¿De verdad quieres pasar la vejez conmigo? -le preguntó a Charlie, mirándolo a los ojos. -¿Es eso lo que quieres? ¿O preferirías unas piernas más bonitas que las mías al otro lado de la mesa cuando viajes por esos mundos en el Blue Moon. Porque si no te paras a pensarlo un día de estos, acabarás conmigo. Te quiero mucho, eres mi mejor amigo, pero cuando sea viejo y esté enfermo, cansado y solo, aunque me encantaría ver tu vieja cara al otro lado de la mesa, podría ser que prefiriese arrastrarme hasta la cama con una persona que me cogiera de la mano. Y, a menos que quieras acabar con Adam o conmigo, quizá deberías empezar a pensar en esto.

– ¿Se puede saber qué te pasa? ¿Qué te da esa mujer? ¿Éxtasis? ¿A qué viene preocuparse ahora por la vejez? Tienes cincuenta años. No tienes que preocuparte de eso hasta dentro de treinta, y sabe Dios qué nos pasará hasta entonces.

– Quizá esa sea la cuestión. Tengo cincuenta años. Tú cuarenta y seis. Quizá vaya siendo hora de que crezcamos. Adam puede seguir como está. Es mucho más joven que nosotros. Yo no sé sí quiero seguir viviendo así. ¿A cuántas mujeres más puedo salvar? ¿Cuántas órdenes de alejamiento más puedo ayudarles a conseguir? ¿Cuántas operaciones de tetas más quiere pagar Adam? ¿Y en cuántas debutantes más quieres tú encontrar defectos? Si no te convienen, al diablo con ellas, pero quizá vaya siendo hora de que encuentres a alguien que sí te convenga.

– Así habla un auténtico traidor -replicó Charlie brindando con lo que le quedaba de vino. Vació la copa y la dejó sobre la mesa. -No sé tú, pero yo encuentro esta conversación de lo más deprimente. Es posible que tú ya notes el tiempo pisándote los talones, cosa que me parece ridícula, si quieres mi opinión. Pero a mí no me pasa lo mismo, y no estoy dispuesto a meterme en una relación de mierda con ninguna mujer por miedo a morir solo. Preferiría matarme esta misma noche. No pienso sentar la cabeza, ni siquiera planteármelo, hasta que encuentre a la persona adecuada.

– Nunca la encontrarás -dijo Gray con tristeza. También a él lo había deprimido la conversación. Esperaba que Charlie compartiera su alegría; por el contrario, estaba actuando como si él hubiera traicionado la causa. Y así era a ojos de Charlie. -¿Por qué dices eso? -le preguntó Charlie, molesto. -Porque no quieres. Y, mientras no quieras, ninguna mujer dará la talla. Tú no lo consentirás. No quieres encontrar a la mujer adecuada. Yo tampoco quería. Y de repente Sylvia entró en mi vida y todo cambió,

– Me parece a mí que lo que ha cambiado es tu cabeza. Quizá deberías tomar antidepresivos y analizar la relación desde otro punto de vista.

– Sylvia es el mejor antidepresivo que conozco. Es un auténtico torbellino, y es una alegría estar con ella.

– En ese caso me alegro por ti y espero que dure, pero hasta que lo averigües no intentes convertirnos a los demás, hasta que sepas si la teoría funciona. Yo no estoy muy convencido.

– Ya te informaré -repuso Gray con calma mientras se levantaban.

Salió del Club Náutico detrás de Charlie, y se quedaron mirándose unos momentos en la acera. Ambos lo habían pasado mal durante la comida, y Gray además estaba decepcionado. Esperaba más de su amigo: apoyo, alegría, entusiasmo, todo menos el cinismo y los ásperos comentarios que habían intercambiado.

– Cuídate -dijo Charlie, dándole una palmadita en el hombro a Gray al tiempo que hacía una señal con la otra mano para parar un taxi. Estaba deseando marcharse. -Ya te llamaré. ¡Ah, y enhorabuena por lo de la galería! -gritó mientras subía al taxi.

Gray se quedó mirándolo en la calle, lo saludó con la mano y se alejó de allí con la cabeza gacha. Había decidido volver a su estudio andando. Necesitaba tomar el aire, y tiempo para pensar. Nunca había visto a Charlie tan cínico y categórico, y sabía que estaba juzgando correctamente la situación de su amigo. Charlie no quería encontrar a «la mujer adecuada», pero hasta entonces no lo había considerado desde ese punto de vista. Ahora lo veía con toda claridad. Y, al contrario de lo que creía Charlie, Sylvia no le había hecho un lavado de cerebro; le había abierto los ojos y había llenado su vida de luz. A su lado había llegado a comprender lo que siempre había deseado pero no se había atrevido a buscar. Sylvia le infundía la valentía necesaria para ser el hombre que siempre había querido ser pero siempre había temido ser. Charlie aún tenía miedo, como desde hacía tiempo, desde la muerte de Ellen y sus padres. A pesar de la terapia a la que se sometía, y Gray sabía hasta qué punto había llegado esa terapia, Charlie seguía aterrorizado, huyendo, y quizá seguiría así para siempre. A Gray le entristecía que eso fuera a ocurrir. Le parecía una verdadera lástima. Conocía a Sylvia desde hacía solo seis semanas, pero ahora que empezaba a conocerla de verdad y a abrirle su corazón, le había cambiado la vida por completo. Lo había herido en lo más vivo que, en lugar de alegrarse, Charlie lo hubiera tachado de traidor. Lo había percibido como un golpe físico, y aquellas palabras aún resonaban en su cabeza cuando sonó el móvil.

– Hola. ¿Qué tal te ha ido? -Era Sylvia, muy animada, desde su despacho. Había llegado a la conclusión de que Gray conocía a Charlie mejor que ella y que probablemente se había equivocado al juzgar su reacción ante el romance que estaban viviendo. Se dijo que Gray tenía razón y que ella se había vuelto paranoica. -¿Se lo has contado? ¿Qué ha dicho?

– Ha sido espantoso -reconoció Gray con franqueza. -Una mierda. Me ha llamado traidor, entre otras cosas. El pobre desgraciado se muere de miedo ante la idea de un compromiso o una relación. Nunca lo había visto tan claro. Me da rabia tener que reconocerlo, pero tú tenías razón. Ha sido una comida de lo más deprimente.

– Vaya. Lo siento. Me habías llegado a convencer de que estaba equivocada.

– Pues no.

Gray estaba aprendiendo que Sylvia raramente se equivocaba. Tenía buen ojo para la gente y sus reacciones, y aguantaba extraordinariamente bien sus manías.

– Cuánto lo siento. Debes de haberte llevado un buen disgusto. Gray, no eres un traidor. Yo sé que quieres a tus amigos. No hay razón alguna para que no sigan formando parte de tu vida mientras mantienes una relación con alguien.

Sylvia no intentaba apartar a Gray de sus amigos, pero estaba casi convencida de que Charlie sí, si Gray se lo consentía.

– Eso si me dejan seguir participando. He sido muy inocente al decir lo que he dicho. -¿Sobre nosotros?

– Y también sobre él. Le he dicho que está desperdiciando su vida y que se va a morir solo.

– Es posible que tengas razón -dijo Sylvia con dulzura, -pero tiene que descubrirlo él mismo. A lo mejor eso es lo que quiere, y está en su perfecto derecho. Por lo que me has contado, ha sufrido terribles abandonos desde que murió su familia, y eso es muy difícil de superar. Todos sus seres queridos de cuando era niño han muerto. Es difícil convencer a alguien que ha pasado por eso de que la siguiente persona a la que vaya a querer no lo va a abandonar ni se va a morir. Así que él se adelanta.

– Es más o menos lo que le he dicho yo.

Los dos sabían que era la verdad, y también Charlie, si hubiera podido librarse de sus defensas.

– Supongo que no le haría mucha gracia.

– No, me parece que no -dijo Gray con tristeza. -Pero tampoco me ha gustado a mí lo que ha dicho sobre nosotros.

– Bueno, esperemos que lo supere. Si quiere, lo invitamos a cenar un día de estos. Deja que se tranquilice. Ha sido demasiado de golpe, y demasiada sinceridad.

– Sí, eso supongo. Lo nuestro le ha impresionado mucho. La última vez que nos vimos en el barco, yo gozaba de buena posición en el Club de Chicos, y en cuanto volvió la espalda deserté. Bueno, así lo ve él.

– ¿Y cómo lo ves tú? -preguntó Sylvia con preocupación.

– Pues que soy el hombre más afortunado del mundo. También le he dicho eso, pero me temo que no lo cree. Piensa que me estás atiborrando a drogas. -Se echó a reír. -Bueno, si es así, no me desintoxiques de momento. Me encanta. -Parecía más contento.

– A mí también. -Sonrió pensando en él, y Gray se dio cuenta por su tono de voz. Sylvia tenía un cliente esperando, y le dijo a Gray que lo vería en el apartamento cuando acabara el trabajo. -Intenta no preocuparte demasiado -insistió. -Charlie te quiere, y ya se tranquilizará.

Gray no lo tenía tan claro. Mientras se dirigía a su casa fue pensándolo. Aquella comida había supuesto un duro golpe no solo para Charlie; también para él. «Así habla un auténtico traidor…» Esa frase seguía resonando en sus oídos, una calle tras otra.

Charlie fue pensando en lo que había dicho Gray todo el camino hacia el norte de la ciudad. Tuvo tiempo de sobra para pensar hasta su cita en el centro de acogida infantil que acababan de fundar, en el corazón mismo de Harlem. Aún no daba crédito a las palabras que había pronunciado Gray, y muchas de ellas habían dado en el blanco más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Últimamente tenía las mismas preocupaciones y las mismas dudas que Gray ante la posibilidad de morir solo, pero no era capaz de hablar sobre esos temores con nadie, salvo con su terapeuta. Adam era demasiado joven para eso, pero Gray no, A sus cuarenta y un años, Adam aún estaba cimentando su carrera y apostando fuerte. Charlie y Gray ya habían llegado a la cúspide e iban cuesta abajo. Charlie ya no se sentía tan seguro de querer descender él solo. Al final, quizá no tuviera otra opción. Envidiaba a Gray más de lo que quería reconocer, por haber encontrado a una mujer dispuesta a acompañarlo en la etapa final del viaje, pero ¿y si no duraba? Probablemente no. Nada dura para siempre.

En eso iba pensando con expresión afligida, recordando la conversación para contársela a su terapeuta, cuando el taxi se detuvo en la dirección que había dado.

– ¿Seguro que es aquí? -preguntó el taxista, preocupado. Charlie iba vestido como para la Quinta Avenida, no para el corazón de Harlem. Llevaba corbata de Hermés, reloj de oro y un traje carísimo, pero no le gustaba ir al Club Náutico hecho un asco.

– Sí, no se preocupe -contestó. Sonrió al taxista y le dio una buena propina.

– ¿Quiere que lo espere? ¿O que vuelva? -No le gustaba la idea de dejarlo allí.

– Muchas gracias, no hace falta.

Volvió a sonreír e intentó quitarse de la cabeza la conversación con Gray mientras miraba el edificio. Necesitaba reparaciones con urgencia. El millón de dólares de la fundación podía servir de mucho, o eso esperaba.

Muy a su pesar siguió pensando en Gray mientras se dirigía a la puerta. Lo peor era que tenía la sensación de estar perdiéndolo en manos de Sylvia. No soportaba tener que reconocer que sentía celos de ella, pero en el fondo lo sabía. No quería perder a su mejor amigo y que quedara en manos de una mujer que era como un torbellino arrollador, como Gray la había definido -el torbellino, no lo de arrollador, -simplemente porque tuviera contactos para encontrarle una galería. Saltaba a la vista que le estaba dorando la píldora y que algo quería de él. Y si era lo bastante manipuladora, aunque Charlie esperaba que no fuera así, podía reventar su amistad, hacer que Charlie desapareciera para siempre. Lo que más temía era perder a su amigo. Muerte por matrimonio, o cohabitación, o por pasar las noches en su casa, o lo que demonios hubiera dicho Gray. No se fiaba de Sylvia. Gray ya daba la impresión de estar poseído. Ella le estaba lavando el cerebro, y lo peor era que algunas cosas que le había dicho Gray tenían sentido, incluso demasiado, sobre todo lo referente a él. Eso tenía que haber salido de ella. Gray jamás le habría hablado en esos términos por sí mismo. Jamás. Ella lo había puesto patas arriba, y a Charlie no le gustaba un pelo.

Se quedó un buen rato ante la puerta del centro infantil después de haber llamado al timbre. Al fin fue a abrir un joven con barba, vaqueros y camiseta. Era afroamericano, con una amplia sonrisa blanca y aterciopelados ojos de color chocolate. Hablaba en el tono cantarín del Caribe.

– Hola. ¿Qué desea?

Miró a Charlie como si fuera un marciano. Al centro nunca llegaba nadie vestido así. El joven consiguió disimular su regocijo y lo invitó a entrar.

– Tengo una cita con Carole Parker -le explicó Charlie. Era la directora del centro. Charlie solo sabía de ella que era trabajadora social y que tenía excelentes referencias. Había estudiado en Princeton, se había licenciado por Columbia y estaba haciendo el doctorado. Su especialidad y campo de trabajo eran los niños maltratados.

El centro era una casa de acogida para niños maltratados y sus madres; pero, a diferencia de otras fundaciones, giraba en torno a los niños más que a las madres. Allí no se podían quedar mujeres maltratadas sin hijos ni mujeres cuyos hijos no hubieran sufrido malos tratos. Charlie sabía que estaban realizando un estudio, conjuntamente con la Universidad de Nueva York, para la prevención del maltrato infantil en lugar de limitarse a aplicar un bálsamo a las consecuencias. Había diez personas que ' trabajaban a tiempo completo, seis a tiempo parcial, casi siempre en el turno de noche y en su mayoría titulados universitarios, dos psiquiatras que colaboraban estrechamente con ellas y multitud de voluntarios, muchos de ellos adolescentes de zonas deprimidas que habían sufrido abusos. Era un nuevo concepto para que los supervivientes de abusos ayudaran a quienes aún los soportaban. A Charlie le gustaba todo lo que había leído al respecto. Parker había abierto el centro hacía tres años, cuando había obtenido la licenciatura. Tenía pensado ser psicóloga y especializarse en problemas urbanos y niños de las zonas deprimidas. Había iniciado el programa con muy poco dinero tras haber recaudado por su cuenta más de un millón de dólares para comprar la casa y ponerla en funcionamiento, y la fundación de Charlie había hecho una donación de la misma cantidad. Por lo que había leído sobre ella, era una joven impresionante, y además de eso solo sabía que tenía treinta y cuatro años. No tenía ni idea de qué aspecto tenía y solo había hablado con ella por teléfono. Entonces le pareció profesional, pero también amable y cálida. Lo había invitado a ir a ver el centro y le había prometido enseñárselo ella misma. Todo lo escrito sobre el papel cuadraba de momento, incluyendo a la directora. Era joven, pero al parecer muy competente. Las referencias que había enviado al consejo directivo de la fundación eran extraordinarias, algunas de ellas de las personalidades más importantes de Nueva York. Aparte de su formación y su profesionalidad, tenía contactos muy importantes. Hasta el propio alcalde daba buenas referencias de ella. Conocía a muchas personas, a quienes había impresionado favorablemente mientras iba organizando el centro.

El joven llevó a Charlie hasta una pequeña sala de espera destartalada y le ofreció una taza de café, pero Charlie declinó la invitación. Ya había bebido bastante con Gray durante la comida, y aún lo tenía casi todo atragantado, pero mientras esperaba a la directora se obligó a sí mismo a quitárselo de la cabeza.

Miró a la gente que pasaba por delante de la puerta de la sala de espera, que había quedado abierta. Eran mujeres, niños, adolescentes con camisetas que los identificaban como voluntarios. En el patio estaban jugando al baloncesto, y se fijó en un cartel en el que se invitaba a las mujeres del barrio a asistir a una reunión dos veces a la semana para hablar sobre la prevención de los malos tratos a los niños. No sabía qué incidencia habría tenido en la comunidad hasta entonces, pero al menos en el centro estaban haciendo lo que decían que iban a hacer. Mientras observaba a los niños lanzar el balón por el aro se abrió una puerta y entró una mujer alta y rubia que se quedó mirando a Charlie. Llevaba vaqueros, zapatillas de deporte y la camiseta del centro. Al levantarse para estrecharle la mano, Charlie se dio cuenta de que era casi tan alta como él. Era escultural, de más de metro ochenta y rostro aristocrático. Parecía más una modelo que una trabajadora social. Sonrió al saludarlo, pero con una actitud formal y un tanto distante. Necesitaban el dinero que les había dado la fundación, pero iba contra sus principios arrastrarse ante nadie, aun sabiendo que eso podría servir de ayuda. No le gustaba estar a las órdenes de nadie, y no sabía qué esperaba Charlie de ella. Parecía un poco desconfiada y a la defensiva cuando lo invitó a entrar en su despacho.

Había carteles y calendarios, notas, anuncios y advertencias al personal por todas partes, números de teléfono para ayuda a suicidas, para intoxicaciones, un diagrama que mostraba cómo hacer la maniobra de Heimlich para evitar asfixias. Había una estantería repleta de libros de consulta, y al menos la mitad estaban en el suelo. Tenía la mesa atestada, la bandeja de asuntos pendientes llena a rebosar, y fotografías enmarcadas de los niños que habían pasado por el centro en un momento dado. Desde luego, en aquel despacho se trabajaba. Charlie sabía que Parker dirigía personalmente todos los grupos comunitarios e infantiles. El único que no dirigía era el de madres maltratadas. Había una mujer de la comunidad que había recibido formación adecuada y se dedicaba a eso. Carole Parker se encargaba prácticamente de todo lo demás, salvo fregar el suelo y cocinar. En su curriculum decía que estaba dispuesta a hacerlo en cualquier momento, y lo había hecho. Era una de esas mujeres sobre las que resultaba interesante leer cosas, pero que podía intimidar. Charlie aún no había llegado a ninguna conclusión al respecto. Impresionaba, desde luego, pero cuando se sentó le sonrió con expresión cálida. Tenía ojos azules grandes y penetrantes, como los de una muñeca.

– Así que ha venido a comprobar qué tal vamos, señor Harrington.

Pero tenía que reconocer que por un millón de dólares tenía derecho a hacerlo. La fundación les había dado exactamente 975.000 dólares, la cantidad que ella había pedido. No había tenido valor para pedir un millón entero. Les había pedido que igualaran la cantidad reunida por ella durante los últimos tres años. Se quedó pasmada cuando la fundación le notificó que su solicitud había sido aprobada. Se había dirigido al menos a otras seis fundaciones al mismo tiempo, y todas habían rechazado su solicitud, diciendo que querían comprobar la marcha del centro durante un año antes de hacer donaciones al proyecto. Así que estaba agradecida a Charlie, pero siempre se sentía como un mono de feria cuando la gente que daba dinero iba a echar un vistazo. Su tarea consistía en salvar vidas y recomponer niños perjudicados. Eso era lo único que le interesaba. Recaudar fondos era un mal necesario, pero no le hacía ninguna gracia. Detestaba tener que conquistar a la gente para sacarles dinero. A ella siempre le había resultado suficientemente convincente la acuciante necesidad de las personas a cuyo servicio estaba. Detestaba tener que convencer a otros que llevaban una vida fácil. ¿Qué podían ellos saber de una niña de cinco años a quien le habían echado lejía en los ojos y habían dejado ciega para toda la vida o de un chico a quien su madre le había puesto la plancha caliente en la cara o de la niña de doce años a quien su padre violaba constantemente y le apagaba cigarrillos en el pecho? ¿Qué hacía falta para convencer a la gente de que esos niños necesitaban ayuda?

Charlie no sabía qué iba a decirle Carole Parker, pero vio la pasión en sus ojos y cierta censura cuando miró de pasada su traje bien cortado, la corbata cara y el reloj de oro. La cantidad que había gastado en todo aquello podría haberse utilizado con más provecho. Charlie le leyó el pensamiento y se sintió como un imbécil por haber ido allí de tal guisa.

– Siento no haber venido vestido para la ocasión, pero es que tenía un almuerzo de trabajo en el centro.

No era verdad, pero no podía ir al Club Náutico vestido como ella, en vaqueros, camiseta y zapatillas de deporte. Mientras se lo explicaba se quitó la chaqueta, se desabotonó los puños y se subió las mangas de la camisa, se quitó la corbata y se la guardó en un bolsillo. No mejoró mucho, pero al menos lo había intentado, y ella sonrió.

– Perdone -dijo Carole Parker. -Las relaciones públicas no son mi fuerte. No se me da bien ponerle la alfombra roja a los vips. Para empezar, no tenemos, y si la tuviéramos, yo no tendría tiempo de desenrollarla.

Tenía el pelo largo y lo llevaba recogido en una gruesa coleta que le colgaba por la espalda. Parecía casi una vikinga, allí sentada, con las largas piernas estiradas bajo la mesa. Parecía cualquier cosa menos una trabajadora social, pero eso decían sus credenciales. Y entonces Charlie recordó que había ido a Princeton, y esperando romper el hielo le dijo que él también.

– A mí me gustó más Columbia -replicó ella con naturalidad, sin importarle que hubieran estudiado en el mismo sitio. -Había más honradez. En Princeton hay demasiadas tonterías para mi gusto. Allí la gente no piensa más que en la historia de la institución. A mí me dio la impresión de que les interesaba mucho más el pasado que el futuro.

– No me lo había planteado -dijo Charlie con prudencia, pero impresionado por las palabras de Carole Parker. En cierto sentido, era tan seria e intimidatoria como se temía, pero en otros aspectos no. -¿Pertenecía usted a algún club gastronómico? -preguntó, aún con la esperanza de marcarse un tanto ante ella o de descubrir algo en común.

– Sí -contestó Carole, avergonzada. -Estaba en el Cottage. -Hizo una pausa y le sonrió con complicidad. Conocía a aquella clase de hombres aristocráticos que tanto abundaban en Princeton. -Y usted en el Ivy.

En ese club no aceptaban a las mujeres cuando ella estaba allí. Entonces detestaba a los chicos que pertenecían al Ivy, pero ahora simplemente le parecía inmaduro y absurdo. Sonrió cuando Charlie asintió con la cabeza.

– No voy a decir una estupidez como «¿Cómo lo ha adivinado?» -Saltaba a la vista que conocía a los hombres de su clase, pero no sabía nada más de él. -¿Hay alguna posibilidad de que me perdone?

– Sí -contestó ella riendo, y de repente pareció más joven. No llevaba maquillaje, de hecho nunca se molestaba en maquillarse en el centro infantil. Tenía demasiadas cosas que hacer para preocuparse de detalles y vanidades. -Por 975.000 dólares de su fundación puedo perdonarle prácticamente cualquier cosa, siempre que no maltrate a sus hijos.

– No tengo hijos. Así que al menos no soy culpable de eso. Notaba que no le caía bien, e inmediatamente se tomó como un reto cambiar aquello. Al fin y al cabo, era una mujer muy guapa, por muchos títulos universitarios que tuviera. Y pocas mujeres se resistían a los encantos de Charlie cuando decidía sacarlos a relucir. Todavía no estaba seguro de que Carole Parker mereciera la pena el esfuerzo. En cierto sentido parecía una persona endurecida. Era políticamente correcta, hasta la médula, y notaba que él no. Carole se sorprendió de que no tuviera hijos y recordó vagamente haber oído que no estaba casado. Se preguntó si sería gay. Si Charlie hubiera sabido lo que pensaba, se habría hundido. A ella le daban igual sus preferencias sexuales. Lo único que quería era su dinero, para los niños del centro.

– ¿Le gustaría dar una vuelta por el edificio? -le preguntó cortésmente, levantándose y mirándolo a los ojos.

Con zapatos de tacón debía de ser tan alta como él. Charlie medía uno noventa y dos, y tenía los ojos del mismo color que ella, así como el pelo. Se quedó helado unos segundos al darse cuenta de lo mucho que se parecía a su hermana, e hizo un gran esfuerzo para olvidarlo. Era demasiado perturbador.

Carole no vio la expresión de Charlie cuando este salió del despacho detrás de ella, y durante la hora siguiente lo llevó por todas las habitaciones, todos los despachos, todos los pasillos. Le enseñó el jardín que habían hecho los niños en la azotea, y le presentó a muchos de ellos. Le presentó a Gabby y a su perro lazarillo, y le dijo que su fundación había adquirido el perro, al que estaban adiestrando. Gabby había puesto al gran labrador negro el nombre de Zorro. Charlie le dio unas palmaditas agachando la cabeza, para que Carole no viera las lágrimas en sus ojos. Las historias que Carole le contó cuando no estaban los niños eran desgarradoras. Escucharon unos minutos a un grupo en plena reunión y a Charlie le impresionó profundamente lo que oyó. Normalmente Carole dirigía el grupo, pero se había tomado la tarde libre para acompañar a Charlie, algo que casi siempre le parecía una pérdida de tiempo. Pensaba que era mejor dedicar todo su tiempo a los niños.

Le presentó a los voluntarios, que trabajaban a fondo en terapia ocupacional con los niños más pequeños y en un programa de lectura para quienes habían llegado al instituto sin saber leer ni escribir. Charlie recordó haber visto algo del programa en el folleto del centro, y también que Carole había ganado un premio nacional por los resultados obtenidos hasta entonces. Todos los niños en régimen externo salían alfabetizados del centro al cabo de un año, y se invitaba a los padres a que participaran en el programa de lectura para adultos. También ofrecían orientación y terapia para niños y adultos.

Carole lo llevó hasta el último rincón, le presentó a todo el mundo, incluyendo a su ayudante, Tygue, el joven que le había abierto la puerta. Carole le dijo que tenía un préstamo de Yale para el programa de doctorado. Había reunido a personas increíbles para que trabajaran con ella, a muchas de las cuales conocía de antes, mientras que a otras las había encontrado sobre la marcha. Le contó que Tygue y ella habían realizado el máster de trabajo social juntos. Después ella abrió el centro y él fue a Yale a continuar con sus estudios. Tygue había nacido en Jamaica, y a Charlie le encantaba oírlo hablar. Tras charlar con él, Carole lo acompañó a su despacho. Charlie parecía agotado.

– No sé qué decirle -dijo con expresión humilde. -Es un sitio extraordinario. Ha hecho un trabajo maravilloso. ¿Cómo ha organizado todo esto?

Estaba conmovido por lo que Carole había conseguido, y aunque al principio se hubiera puesto de mal genio y hubiera tenido una actitud despectiva con él por lo del club gastronómico, no cabía duda de que era un ser humano excepcional. Mucho más que él, pensó. A los treinta y cuatro años había creado un lugar que literalmente cambiaba de arriba abajo la vida de la gente y suponía una gran mejora para los seres humanos, jóvenes y viejos. El estuvo tan pendiente de todas y cada una de las palabras de Carole durante la visita que se olvidó por completo de conquistarla. Por el contrario, ella lo dejó patidifuso, no por sus encantos ni su extraordinaria belleza, sino por su incansable trabajo y sus logros. El centro que había creado, por destartalado que estuviera aún, era asombroso.

– Ha sido mi sueño desde pequeña -dijo Carole con sencillez. -Empecé a ahorrar cada centavo que ganaba desde los quince años. Cuando era adolescente servía mesas, cortaba el césped, vendía revistas, daba clases de natación, hacía todo lo posible para que este lugar llegara a existir, y al final lo conseguí. Ahorré unos tres mil dólares, incluyendo el dinero que gané en la bolsa más adelante. Lo demás se lo saqué a la gente, hasta que reuní suficiente para dar una entrada por el edificio. Al principio nos llegaba el dinero por los pelos, pero ya no va a ser así, gracias a su fundación -añadió agradecida. -Siento no haber sido muy amable al principio. Detesto tener que justificar lo que hacernos. Sé que estamos realizando una gran labor, pero a veces la gente que viene aquí no lo ve, o no comprende el valor de lo que hacemos. Al ver el traje y el reloj -dijo avergonzada, -supuse que usted no lo entendería. Ha sido una estupidez. Me temo que tengo prejuicios contra las personas que han ido a Princeton, incluida yo. Somos unos privilegiados y no nos damos cuenta. Lo que veo aquí es la realidad. Lo demás no es real, o al menos no para mí.

Charlie asintió. No sabía qué decir ante una mujer que imponía tanto, que inspiraba tanto respeto. No se sentía intimidado ni acobardado, pero sí le inspiraba un gran respeto. De repente también se avergonzó del traje y el reloj, y lo señaló como excusándose.

– Le prometo que voy a tirarlo por la ventanilla cuando vaya hacía casa.

– No hace falta. -Carole se rió con franqueza. -Probablemente se lo quitará de la muñeca uno de nuestros vecinos. Le diré a Tygue que lo acompañe. Si no, no llegaría ni al bordillo de la acera.

– Soy más duro de lo que parezco -dijo Charlie, sonriéndole.

Carole tenía una actitud mucho más cálida. Al fin y al cabo, a pesar del club gastronómico al que había pertenecido, Charlie le había dado casi un millón de dólares, y ella le estaba agradecida. Pensó si no habría estado un poco dura con él al principio, y llegó a la conclusión de que sí. Detestaba a los tipos como él, que jamás habían visto el otro lado de la vida. Por otra parte, Charlie dirigía una fundación que financiaba varias causas importantes, de modo que no podía ser tan mala persona, por muy malcriado que estuviera. Le habrían dado ganas de vomitar si se hubiera enterado de que Charlie tenía un yate de setenta metros, pero él no se lo había dicho.

– Yo también soy más dura de lo que parezco -dijo con franqueza, -pero en este barrio hay que andarse con cuidado. SÍ vuelve, venga en camiseta y zapatillas de deporte.

Se había fijado en los carísimos zapatos John Lobb, que le habían hecho a medida a Charlie en Hermés.

– Por supuesto -prometió Charlie, y lo dijo en serio, aunque solo fuera para no enfadarla. Prefería sentir que ella lo aceptaba, como parecía en aquel momento. La expresión de sus ojos cuando había entrado era glacial. Ahora las cosas iban mejor, y le gustaba la idea de volver al centro. Así se lo dijo a Carole, que lo acompañó hasta la puerta con Tygue.

– Vuelva cuando quiera -le dijo ella con una cálida sonrisa. Y justo en ese momento Gabby bajó con gran segundad la escalera con Zorro. Iba aferrada al arnés del perro, y reconoció la voz de Carole y de Tygue.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó Carole, sorprendida. Los niños no solían bajar, salvo para comer y jugar en el jardín. Todos los despachos estaban en la planta baja, algo más que sensato, sobre todo si a los padres maltratadores les daba por ir a buscar a sus hijos o volver a agredirlos cuando ya estaban bajo la custodia de Carole por orden del juez, como en el caso de Gabby. Arriba estaban más seguros.

– He bajado a ver al señor de la voz tan bonita. Zorro quería decirle adiós.

En aquella ocasión Carole vio las lágrimas en los ojos de Charlie. Por suerte, Gabby no las vio, y Carole le puso una mano en el brazo a Charlie para animarlo. La niña era encantadora, y Charlie se deshizo cuando se aproximó a ellos con una amplia sonrisa.

– Adiós, Zorro -dijo Charlie; le dio unas palmaditas al perro y después acarició delicadamente el pelo de la niña. La miró, sonriendo, pero ella no pudo apreciar la sonrisa, Y nada de lo que Charlie pudiera hacer por ella cambiaría lo que le había pasado, ni el recuerdo ni los resultados. Lo único que había podido hacer era pagar de una forma indirecta por su perro lazarillo. No le parecía en absoluto suficiente, que es lo que normalmente sentía Carole por lo que ella misma hacía. -Cuídalo mucho, Gabby. Es un perro precioso.

– Lo sé -repuso la niña, con una sonrisa que no iba dirigida a nadie en concreto, y se agachó para darle un beso a Zorro en el hocico. -¿Va a volver a vernos? Es usted muy simpático.

– Gracias, Gabby. Tú también eres simpática, y muy guapa. Te prometo que volveré.

Miró a Carole mientras pronunciaba estas palabras, y ella asintió con la cabeza. A pesar de los prejuicios que tenía contra él al principio, empezaba a caerle bien. Seguramente era un ser humano decente; lo malo era que estaba malcriado y tenía mucha suerte. Carole llevaba toda la vida evitando a los hombres como él, pero al menos Charlie se tomaba la molestia de ser un poco diferente, con una diferencia por valor de un millón de dólares. Y también se había tomado la molestia de ir a ver el centro. Y además, a Carole le gustó cómo hablaba a la niña. Era una lástima que no tuviera hijos.

Tygue ya le había encontrado un taxi a Charlie y entró para decirle que estaba esperando fuera.

– Póngase la armadura y esconda el reloj -dijo Carole burlonamente.

– Creo que me las puedo arreglar yo solo de aquí al taxi. Volvió a sonreír a Carole y le dio las gracias por haberlo acompañado en la visita al centro. No solo le había alegrado el día, sino posiblemente el año entero. Volvió a despedirse de Gabby y antes de salir se dio la vuelta para mirarla a ella y el perro. Le estrechó la mano a Tygue y, con la chaqueta encima de los hombros y las mangas subidas, se metió en el taxi y le dio su dirección al taxista. Fue todo el camino en silencio, pensando en todo lo que había visto, con un nudo en la garganta cada vez que recordaba a Gabby y su perro.

Nada más entrar en su casa fue directamente al teléfono. Llamó a Gray al móvil. Aquella tarde se le habían aclarado un montón de cosas, lo que era importante y lo que no lo era.

Gray contestó el móvil al segundo timbrazo. Estaba con Sylvia, haciendo la cena, y le sorprendió que la llamada fuera de Charlie. Le había contado a Sylvia lo del almuerzo y lo disgustado que se sentía por la reacción de Charlie cuando le dijo que estaba con ella.

– Perdóname. He sido un autentico gilipollas -dijo Charlie sin más preámbulos. -Ni yo mismo puedo creerlo, pero he de reconocer que estaba un poco celoso. -Gray se quedó con la boca abierta, mientras Sylvia lo observaba. No tenía ni idea de con quién estaba hablando ni de qué, pero Gray se había quedado mudo de asombro. -No quiero perderte, colega. Creo que me asusté, pensando que las cosas eran distintas, pero qué leches, si la quieres, supongo que también me puedo acostumbrar a ella.

Charlie estaba llorando otra vez al pronunciar aquellas palabras. Había sido un día muy emotivo, y lo último que quería era perder a un amigo como Gray. Se querían como hermanos.

– No vas a perderme -replicó Gray con voz entrecortada.

No daba crédito a sus oídos. Era Charlie, el amigo de siempre. Al final iba a resultar que Sylvia se había equivocado.

– Ya lo sé -dijo Charlie, con su habitual tono de seguridad. -Lo he comprendido esta tarde. Y después me he enamorado.

– Déjate de gilipolleces -contestó Gray. -¿De quién?

– De una niña ciega de seis años que va con un perro lazarillo que se llama Zorro. Es la criatura más mona que he visto en mi vida. Su madre le echó lejía en los ojos y no recuperará jamás la vista. Y al parecer nosotros pagamos el perro.

Los dos guardaron silencio unos momentos, mientras a Charlie le corrían las lágrimas por las mejillas. No podía quitarse de la cabeza a aquella niña, y sabía que jamás podría. Sabía que siempre que pensara en el centro de acogida recordaría a Gabby y a Zorro.

– Charlie Harrington, eres una buena persona -dijo Gray, embargado por la emoción. Llevaba toda la tarde pensando que iba a perder a su amigo. Charlie estaba tan enfadado, tan amargado, sobre todo cuando lo había llamado traidor… Pero parecía que al cabo de pocas horas lo había perdonado.

– Y tú también eres buena persona -repuso Charlie mirando a su alrededor, aquel apartamento que parecía más vacío que nunca. Y de repente pensó en Gray y Sylvia. -¿Me invitáis a cenar un día de estos? Espero que Sylvia cocine mejor que tú. La última vez que cené algo que habías preparado tú por poco me muero. Por lo que más quieras, que no sea tu receta secreta del estofado.

– Pues mira por dónde, ahora mismo está en la cocina, y yo le estoy enseñando a hacerlo.

– Un consejo: tíralo por el váter, o tu historia de amor se acabará. A mí casi tuvieron que hacerme un lavado de estómago. Que os lleven algo de un chino.

– Ah, hombre de poca fe… Ya lo ha probado y le gusta. -Pues está mintiendo. Fíate de mí. Es imposible que a nadie le guste tu estofado. O está loca o te quiere.

– Pues a lo mejor las dos cosas. Casi mejor así. -Que conste que no lo digo por mí, sino por ti, pero al fin y al cabo, también por mí-reconoció Charlie. -Te mereces a alguien como es debido, y supongo que yo también, si es que llego a encontrarla. -Vaciló unos momentos y después añadió: -Hay mucha verdad en algunas de las cosas que me has dicho hoy. No sé lo que quiero, ni si lo quiero, ni a quién. Mi vida es mucho más sencilla así.

Sí, más sencilla, pero solitaria, y lo había notado recientemente, más que nunca en su vida, tras volver a Nueva York.

– Encontrarás a alguien, si quieres. Charlie, lo comprenderás cuando haya llegado el momento. Eso me pasó a mí. Un día, de repente, se mete en tu vida y te das cuenta. -Eso espero.

Siguieron hablando unos minutos más y cuando Gray dijo que el estofado se estaba quemando colgaron. Charlie dijo que era una suerte.

Tras haber colgado el teléfono, Charlie se sumergió en el silencio de su apartamento, pensando en la visita al centro de acogida. Al principio le vinieron a la cabeza Gabby, Zorro… después Tygue, el estudiante de doctorado de Jamaica, y a continuación Carole Parker. Eran un grupo increíble. Y de repente se quedó mirando al vacío, pensando en cómo lo había mirado ella la primera vez. Carole había sentido asco solo con ver su traje y su reloj. Y, a pesar de todo eso, a Charlie le gustaba Carole. Le gustaba lo que había hecho, las cosas en las que creía, lo mucho que se había esforzado por llevarlas adelante. Carole era una mujer impresionante, extraordinariamente inteligente y valiente. Charlie no sabía ni cómo ni cuándo ni por qué, pero sí sabía que quería volver a verla. Quería saber mucho más de ella, y no solo a qué dedicaba el dinero que él había donado al centro, sino aprender sobre la vida. Y confiaba en que algún día, a pesar del traje y el reloj de oro, pudieran ser amigos.

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