Capítulo 6

La semana de convalecencia exasperó a Pip. Permanecía sentada en el sofá mirando la tele, leyendo y, cuando Ophélie tenía ganas, jugando a cartas. Sin embargo, Ophélie todavía solía estar demasiado distraída para jugar con ella. De vez en cuando, Pip dibujaba en papeles que encontraba por ahí, pero lo que más la impacientaba era no poder bajar a la playa y ver a Matt, porque no podía entrarle arena en la herida. Desde el día del accidente hacía un tiempo magnífico, lo que empeoraba aún más el encierro.

Llevaba tres días bajo arresto domiciliario cuando Ophélie decidió salir a dar un paseo por la playa. Sin pensarlo, se dirigió hacia el tramo público, y al cabo de un rato, para su sorpresa, divisó a Matt sentado ante su caballete. Trabajaba muy concentrado. Por un instante, Ophélie vaciló, como Pip en su día. Al poco, Matt percibió su presencia, se volvió y la vio allí de pie, titubeante, asombrosamente parecida a su hija. Le dedicó una sonrisa, y Ophélie decidió por fin acercarse.

– Hola, ¿cómo está? No quería interrumpirlo -explicó con una sonrisa tímida.

– No pasa nada -aseguró él con una sonrisa tranquilizadora-. Las interrupciones me vienen de perlas.

Llevaba camiseta y vaqueros, y Ophélie advirtió que estaba en forma. Brazos fuertes, hombros anchos y porte grácil.

– ¿Cómo está Pip?

– Aburridísima, la pobre. No poder apoyar el pie la está volviendo loca. Echa de menos no poder venir a verlo.

– Tendré que ir a visitarla, si le parece bien -propuso Matt con cautela, pues no quería imponer su presencia ni a la hija ni a la madre.

– A Pip le encantaría.

– Podría darle deberes.

Ophélie comprobó que estaba trabajando en una panorámica del mar embravecido, con imponentes olas de tempestad en un día tenebroso, y entre ellas un velero zarandeado por el viento. Era un cuadro poderoso y conmovedor a un tiempo; transmitía una sensación de soledad y aislamiento, así como la implacabilidad del mar.

– Me gusta su trabajo -dijo Ophélie, y lo decía en serio, pues la pintura era hermosa y muy buena.

– Gracias.

– ¿Siempre pinta acuarelas?

– No, de hecho prefiero el óleo y me encanta hacer retratos.

Eso le recordó el retrato que había prometido hacer de Pip como regalo de cumpleaños para su madre. Quería empezarlo antes de que se fueran de Safe Harbour, pero desde el accidente no había tenido tiempo de realizar los bocetos preliminares, aunque tenía muy claro cómo quería pintarla.

– ¿Vive aquí todo el año? -inquirió Ophélie, interesada.

– Sí, desde hace casi diez años.

– Debe de ser muy solitario en invierno -observó ella en voz baja.

No sabía si debía sentarse en la arena o permanecer de pie. De algún modo, le parecía que debía esperar una invitación, como si aquella parte de la playa fuera su dominio particular, una especie de despacho.

– Es muy tranquilo; por eso me gusta.

Casi todos los residentes de la playa eran veraneantes. Algunas personas vivían todo el año en la sección entre la playa pública y la urbanización privada, pero no muchas. La playa y el pueblo quedaban casi desiertos en invierno. Ophélie tenía la impresión de que Matt era un hombre solitario cuando menos, pero no parecía desgraciado, sino más bien tranquilo y en paz consigo mismo.

– ¿Va mucho a la ciudad? -siguió preguntando, deseosa de averiguar más cosas sobre él.

Ahora comprendía a la perfección por qué Pip le había cobrado tanto afecto. No era muy hablador, pero tenía el don de hacer que la gente se sintiera a gusto en su compañía.

– Casi nunca, ya no tengo motivos. Vendí mi negocio hace diez años, cuando me mudé aquí. En un principio me lo tomé como un descanso antes de volver al ruedo, pero acabé quedándome.

Vender la agencia de publicidad a precio de oro le había permitido dar aquel paso, incluso después de compartir los beneficios con Sally. Y una pequeña herencia que le dejaron sus padres le permitió quedarse. Lo único que quería en un principio era tomarse un año sabático antes de iniciar otro negocio, pero entonces Sally se fue a Nueva Zelanda con los niños, y él intentó viajar allí lo más a menudo posible para verlos. Cuatro años más tarde, cuando dejó de ir, había perdido todo interés por arrancar otra empresa, y lo único que le apetecía desde entonces era pintar. A lo largo de los años había montado algunas exposiciones en solitario, pero, en los últimos tiempos, ni eso. No tenía necesidad de exhibir su obra, solo de pintarla.

– Me encanta este lugar -suspiró Ophélie, sentándose en la arena a dos o tres metros de él.

Lo bastante cerca para ver lo que hacía y hablar con él, pero no para que ninguno de los dos se sintiera atosigado, invadido. Respetaban sobremanera el espacio del otro y, como Pip, Ophélie se dedicó a observarlo en silencio, hasta que por fin Matt habló de nuevo.

– Es un buen sitio para los niños -señaló mientras contemplaba el cuadro con ojos entornados antes de otear el mar-. Es bastante seguro, con mucho espacio para correr por la playa. Una vida mucho más sencilla que en la ciudad.

– Me gusta el hecho de que esté tan cerca. Puedo ir y venir en poco tiempo, y dejarla aquí. Y no hace falta ir a ninguna parte, tan solo estar aquí.

– Eso también me gusta a mí -convino él con una sonrisa.

Decidió intentar averiguar más cosas sobre ella, porque pese a lo que sabía, seguía intrigado. A todas luces era una mujer inteligente, pero al mismo tiempo se mostraba callada y parecía atormentada.

– ¿Trabaja?

No lo creía, porque no había mencionado ningún empleo durante el almuerzo, y Pip tampoco le había hablado de ello.

– No. Hace mucho tiempo sí, cuando vivíamos en Cambridge, antes de mudarnos aquí y de que nacieran los niños. Fue entonces cuando lo dejé, porque el sueldo no me habría llegado ni para pagar a la canguro. Trabajaba como técnica en el laboratorio de bioquímica de Harvard. Me encantaba.

Ted le había conseguido el empleo, y en aquel momento encajaba a la perfección con sus estudios preparatorios para la facultad de medicina, hasta que acabó por aparcar definitivamente sus sueños. Casi desde el principio, Ted había sido el único sueño que deseaba y necesitaba. Él y los niños eran su mundo.

– Suena muy importante. ¿Cree que algún día volverá? Me refiero a estudiar medicina.

Ophélie se echó a reír.

– Soy demasiado mayor. Entre los estudios, la residencia y los exámenes oficiales, tendría cincuenta años cuando por fin pudiera ejercer.

A los cuarenta y dos años, su sueño de estudiar medicina quedaba muy lejos.

– Algunas personas lo hacen. Podría ser divertido.

– Lo habría sido en su momento, supongo, pero me conformaba con ir a la zaga de mi marido.

En muchos sentidos seguía siendo muy francesa y no le había importado mantenerse en segundo plano. De hecho, ella no lo veía de ese modo, sino que se consideraba su sistema de apoyo, su animadora personal para ayudarlo a superar las épocas malas. Era la razón principal por la que su matrimonio había perdurado. Ted la necesitaba como nexo con el mundo real. Ophélie era lo único que lo alentaba a seguir cuando las cosas se ponían feas. Ahora no tenía a nadie que hiciera lo mismo por ella, a excepción de su hija.

– Últimamente he estado pensando en buscar trabajo… o, para ser sincera, otras personas lo han pensado por mí, sobre todo mis compañeros de la terapia de grupo y mi mejor amiga. Creen que necesito algo para mantenerme ocupada. Pip pasa el día entero en la escuela y no tengo mucho que hacer.

Sin Ted ni Chad, su trabajo parecía casi inexistente. Chad la había tenido más que ocupada con los desafíos y problemas que representaba. Ted, por su parte, también había requerido mucha atención. Pip era harina de otro costal, porque estaba ocupada durante el día, también después de la escuela y los fines de semana con sus amigos. De hecho, era una niña sorprendentemente ocupada y autosuficiente, y Ophélie se sentía como si aparte de media familia hubiera perdido también su misión en la vida.

– Pero no sé qué hacer, la verdad. No tengo formación académica.

– ¿Qué le gusta hacer? -preguntó él, curioso, mirándola de vez en cuando mientras trabajaba.

Por lo general hablaba sin dejar de pintar, lo cual le gustaba a Ophélie; podían conversar sin sentirse escudriñados, y sincerarse con él se le antojaba una especie de terapia, como le sucedía a Pip.

– La verdad es que me da un poco de vergüenza reconocerlo, pero no lo sé. Hace tanto tiempo que no hago nada por mí misma, nada que desee hacer, porque siempre estaba ocupada con mis hijos y mi marido… Y Pip parece necesitarme mucho menos que Ted y Chad.

– Yo no estoy tan seguro -advirtió Matt en voz baja.

Sentía deseos de decirle que la niña se sentía a todas luces sola, pero se contuvo.

– ¿Y algún tipo de voluntariado? -sugirió.

A juzgar por la casa que habían alquilado y el hecho de que su marido tuviera avión privado, no necesitaba el dinero.

– También lo he considerado -repuso ella con aire pensativo.

– Durante un tiempo di clases de dibujo en un hospital psiquiátrico. Fue maravilloso, una de las mejores cosas que he hecho en mi vida. De hecho, los pacientes me enseñaron más que yo a ellos, cosas sobre la vida, la paciencia, el valor. Eran fantásticos. Dejé de ir cuando me mudé aquí.

En realidad, el asunto era más complicado, porque lo había dejado cuando la depresión se apoderó de él, cuando dejó de ver a los niños. Y para cuando logró superar el bajón o, cuando menos, aprendió a sobrellevarlo, descubrió que se sentía mejor allí solo, de modo que raras veces iba a la ciudad.

– A veces, las personas con enfermedades mentales son extraordinarias -comentó ella en voz baja.

El tono con que pronunció aquellas palabras lo impulsó a mirarla. De inmediato advirtió que sabía bien lo que se decía. Sus miradas se encontraron un instante, y acto seguido Matt continuó pintando. Le daba miedo preguntarle por qué lo decía, pero Ophélie intuyó la pregunta.

– Mi hijo era maníaco-depresivo… bipolar… Una lucha terrible para él, pero era muy valiente. Intentó suicidarse en dos ocasiones el año antes de morir.

Revelar semejante información representaba un increíble gesto de confianza, pero Ophélie sabía por lo que había visto y lo que le había contado Pip que Matt era un hombre comprensivo y compasivo.

– ¿Lo sabe Pip? -preguntó Matt, trastornado.

– Sí, y fue durísimo para ella. La primera vez lo encontré yo; la segunda, ella. Fue muy traumático.

– Pobre niña… pobres los dos… ¿Cómo lo hizo? -preguntó, compadeciendo a Ophélie mientras la miraba y escuchaba.

– La primera vez se cortó las venas y lo hizo fatal, gracias a Dios. La segunda intentó ahorcarse, y Pip lo encontró porque fue a su habitación para preguntarle algo. Ya estaba cianótico, a punto de morir. Pero Pip fue a buscarme y entre las dos lo bajamos. El corazón se le paró, pero lo mantuve con vida gracias a los primeros auxilios hasta que llegaron los enfermeros y lograron salvarlo. Tuvieron que desfibrilar y estuvieron a punto de perderlo. Fue de un pelo, de un pelo. Espantoso -concluyó, casi sin resuello al rememorar el horror con el que aún soñaba de vez en cuando-. Justo antes de morir había mejorado mucho, por eso lo envié a Los Ángeles con su padre ese día. Ted tenía unas reuniones, y me pareció buena idea que Chad lo acompañara. No pasaban mucho tiempo juntos. Ted siempre estaba muy ocupado…

Entre otras cosas, negándose a aceptar los problemas de Chad, aunque eso no lo dijo. Aun después de los intentos de suicidio, Ted insistía sin descanso en que su hijo solo pretendía llamar la atención.

Pero Matt sabía mucho de hombres y niños.

– ¿Cómo se llevaba su marido con Chad? ¿Le costaba aceptar su enfermedad?

Ophélie titubeó un instante antes de asentir.

– Mucho. Ted estaba convencido de que se le pasaría con la edad. Se negaba a aceptar lo enfermo que estaba Chad, dijeran lo que dijesen los médicos. Cada vez que las cosas mejoraban, creía que la guerra estaba ganada. Y yo al principio también. De hecho, Ted ni siquiera creía que hubiera una guerra, sino que todo se debía a la adolescencia, a que yo lo malcriaba o a que necesitaba una novia. Supongo que a algunos padres les cuesta aceptar que tienen un hijo enfermo que jamás se curará ni mejorará. Los síntomas remiten durante un tiempo con la medicación apropiada, además de mucho trabajo y esfuerzo, pero no desaparecen jamás.

Por lo visto tenía el asunto bajo control, pero lo cierto era que había aprendido la lección a un precio muy elevado y nunca había negado la existencia del problema. Desde que Chad era muy pequeño había estado convencida de que el niño tenía problemas muy graves, por inteligente y encantador que fuera. Era brillante, como su padre, pero también estaba muy enfermo. Fue ella quien perseveró sin descanso hasta obtener un diagnóstico, pero, aun entonces, Ted se negó a creerlo. Dijo que los psiquiatras eran unos incompetentes, que las pruebas no eran concluyentes. Desde luego, los intentos de suicidio, los episodios maníacos, las noches insomnes y las depresiones paralizantes habían sido más que concluyentes. En su caso, la medicación y la terapia mitigaban un poco los síntomas, pero no llegaron a resolver el problema de forma adecuada. En el momento de su muerte, Ophélie ya se había reconciliado con el hecho de que Chad estaría siempre enfermo, pero Ted no. Él se resistió a afrontar el problema hasta el final. Tener un hijo mentalmente enfermo le parecía inaceptable.

Y la mayor desgracia de Ophélie, su peor pecado, por lo que a ella respectaba, era haberlo enviado a Los Ángeles con su padre. Quería un respiro, pasar unos días tranquilos con Pip, por una vez sin tener que preocuparse por Chad ni dedicarle toda la atención que necesitaba. Solo ella sabía que lo había enviado de viaje dos días no tanto para fomentar la relación entre Ted y él, sino sobre todo para tomarse un descanso. Sabía que, por muchos años que viviera y muchas terapias de grupo a las que asistiera, jamás se perdonaría por ello. Sin embargo, no dijo nada de todo eso a Matt. Tenía que aprender a vivir con ello, por mucho que le costara.

– Lo ha pasado usted muy mal, no solo por el accidente en sí. Debe de ser muy duro saber que salvó a su hijo en dos ocasiones para luego perderlo en un accidente.

– Es el destino -musitó Ophélie-. Todos estamos en manos del destino y no podemos hacer nada por controlarlo. Gracias a Dios que no envié a Pip con ellos.

Lo cierto era que no se había planteado la posibilidad en ningún momento. Ted ni siquiera quería llevarse a Chad, porque el muchacho lo irritaba y lo ponía nervioso, y tampoco a Chad le entusiasmaba la perspectiva. Los dos habían acabado cediendo a la insistencia de Ophélie, pero Ted jamás se habría llevado a Pip. En su opinión, era demasiado pequeña para acompañarlo a un viaje y rara vez le prestaba atención. Cuando eran pobres sí se ocupaba de ella, pero luego siempre estaba demasiado atareado. La única alternativa aceptable a lo que había sucedido, exceptuando que el accidente no hubiera ocurrido, lo cual habría sido ideal, por supuesto, habría sido que todos hubieran viajado en el avión y muerto juntos. En muchísimas ocasiones, Ophélie deseaba que hubiera sido así; todo habría resultado mucho más sencillo.

– ¿Le gustaría trabajar de voluntaria con niños enfermos mentales? -inquirió Matt con amabilidad.

Intentaba apartarla del tema del hijo y el esposo muertos, pues sus ojos revelaban que le resultaba terriblemente doloroso.

– No lo sé -repuso Ophélie mientras contemplaba el mar con las piernas extendidas sobre la arena y pensaba en ello-. Lo viví durante muchos años con Chad y fue tan intenso en según qué momentos que por un lado me gustaría aprovechar lo que aprendí, quizá ayudar a otros niños, pero, por otro lado, quizá lo mejor sería dedicarse a otra cosa. No quiero librar esa batalla toda la vida. Se acabó, al menos para mí. Puede que me convenga más hacer algo distinto. Supongo que sonará egoísta, pero lo pienso sinceramente.

Ophélie parecía sobre todo eso, sincera, además de sabia, afectuosa y herida. ¿Quién no lo estaría después de todo lo que había pasado? Matt no sentía más que compasión y respeto por ella, y ahora también más por Pip. Lo había pasado muy mal, sobre todo para una niña de su edad.

– Puede que tenga razón. Quizá necesite tomarse un descanso de ese mundo y hacer algo más alegre. ¿Qué me dice de trabajar con niños? Chicos que se escapan de casa, niños o familias sin techo… Hay mucho que hacer en ese campo.

– Sería interesante. Es increíble la cantidad de personas que se ven en la calle, también en Francia, no solo aquí. Es un problema global.

Durante un rato hablaron de las personas sin techo y de las causas políticas y económicas que en su opinión habían originado el problema. Parecía un problema imposible de resolver, al menos de momento, pero generó una conversación interesante y, sin lugar a dudas, mucho más adulta que los temas que solía comentar con Pip mientras le enseñaba a dibujar. Ambas le caían muy bien, y se consideraba afortunado por el hecho de que sus caminos se hubieran cruzado.

Al rato, Ophélie se levantó y anunció que tenía que volver a casa. Matt le pidió que saludara a Pip de su parte.

– ¿Por qué no la saluda usted mismo? -se le ocurrió a Ophélie con una sonrisa.

Había disfrutado del rato que había pasado con él y no lamentaba haberle hablado de Chad. Decía mucho de Pip y también de él que a la niña le gustara tanto el pintor, y a Ophélie le parecía importante contarle lo valiente que había sido su hija, lo mal que lo había pasado y cuánto había perdido. Era una carga muy pesada para una niña y no menos para Ophélie. También Matt llevaba su propio equipaje, mucho más pesado de lo que ella sabía. A cierta edad, todo el mundo cargaba equipaje, heridas y cicatrices, vidas que los habían lastimado o incluso roto. Nadie quedaba indemne, en ocasiones ni siquiera los niños de la edad de Pip. Ophélie se aferraba a la idea de que la experiencia fortalecería a Pip, que la convertiría en una persona más cálida, pero lo que ya no sabía era en qué lugar la dejaría a ella. El dibujo de cicatrices que cada uno llevaba en el alma definía la personalidad. El secreto de la vida parecía residir en sobrevivir al daño y llevar bien las cicatrices. Pero, en definitiva, ningún corazón eludía el dolor; la vida era demasiado real, y a fin de amar a alguien, fuera amante o amigo, no quedaba más remedio que ser real.

– La llamaré por teléfono -prometió Matt en respuesta a la sugerencia de Ophélie.

De hecho, se sentía culpable por no haberla llamado ya, pero no quería entrometerse en la vida de Ophélie.

– ¿Por qué no viene a cenar esta noche? Cocino fatal, pero sé que a Pip le encantará verlo, y a mí también.

Era la invitación más amable que había recibido en muchos años.

– Encantado -aceptó con una sonrisa-, si no le supone demasiadas molestias.

– Al contrario, nos gustaría mucho. De hecho, creo que le daré una sorpresa a Pip. ¿Le parece bien a las siete?

Era una invitación del todo inocente e ingenua. Disfrutaba conversando con él, al igual que Pip.

– Estupendo. ¿Quiere que lleve algo? ¿Lápices de colores? ¿Vino? ¿Una goma de borrar?

Ophélie se echó a reír, pero la pregunta dio una idea a Matt.

– No hace falta. Pip se alegrará mucho de verlo.

Matt no contestó que él también, aunque era cierto y la idea lo hacía sentir como un niño. Eran dos personas encantadoras en extremo que habían sobrevivido a una cantidad ingente de tragedia y dolor. Cuanto más sabía de ellas, más las respetaba, sobre todo después de ese día. Lo que Ophélie le había contado de su hijo se le antojaba una agonía insoportable.

– Pues entonces hasta luego -se despidió con una sonrisa.

Ophélie lo saludó con la mano mientras se alejaba por la playa, y al contemplarla Matt no pudo por menos de pensar lo mucho que le recordaba a Pip.

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