Capítulo 5

Al día siguiente, poco antes de mediodía, Pip anunció a Amy que bajaba a la playa a ver a un amigo. Esta vez llevaba bocadillos y una manzana en un intento de compensar el comportamiento de su madre. Amy le preguntó si Ophélie le había dado permiso, y Pip le aseguró que así era. Se marchó con su ofrenda en una bolsita marrón y la esperanza de que Matt estuviera en el lugar habitual tras su ausencia del día anterior. Se preguntaba qué le habría pasado, puesto que según él bajaba cada día, y esperaba que su ausencia no fuera culpa de su madre. Pero en cuanto lo vio y lo miró a los ojos, antes de que abriera la boca supo que así era. Aun dos días más tarde, parecía distante y dolido. Decidió ir al grano enseguida.

– Lo siento, Matt. Mi madre vino ayer para disculparse, pero usted no estaba.

– Qué amable de su parte -repuso él sin comprometerse y preguntándose qué la habría impulsado a ir.

Pip, sin duda. La niña estaba dispuesta a mover montañas por él y lo había hecho, lo cual lo conmovía.

– Siento que se alterara tanto. ¿Se enfadó mucho contigo cuando os fuisteis?

– Un rato -repuso Pip con sinceridad y experimentó un gran alivio al ver que Matt se relajaba un tanto-. Me dijo que podía venir a verle hoy y cuando quiera, pero que no vaya a su casa.

– Me parece perfecto. ¿Cómo conseguiste que te diera permiso? -quiso saber, interesado.

Sentado cómodamente en su taburete plegable, Matt se alegraba de verla. Había pasado la noche anterior sumido en la depresión ante la perspectiva de que Pip no pudiera volver a dibujar con él. Echaría de menos sus conversaciones, sus confidencias. La niña había llegado a significar mucho para él en un período muy corto de tiempo. Había aterrizado en su corazón como un pajarillo de plumas brillantes. Pero además, cada uno de ellos tenía profundos agujeros emocionales que el otro llenaba. Pip había perdido a su padre y a su hermano, él a sus dos hijos. Cada uno satisfacía una profunda necesidad del otro.

– Me encerré en mi habitación y me negué a salir -explicó Pip con una sonrisa-. Creo que al cabo de un rato empezó a sentirlo. Fue muy antipática con usted y lo siento… Antes no era así. Se preocupa por todo y a veces se enfada por las cosas más tontas. En cambio, a veces parece que todo le da igual. Creo que está confusa.

– O bien sufre estrés postraumático -añadió él en tono comprensivo.

Lo cierto era que el día anterior, Ophélie no le había caído demasiado bien por razones evidentes. Sin embargo, entendía su punto de vista, solo que consideraba que lo había expresado con excesiva estridencia. Había detectado cierto histerismo en su voz.

– ¿Qué es eso? -preguntó Pip mientras abría la bolsa de los bocadillos y le alargaba uno.

Se alegraba tanto de volver a estar con él. Le encantaba hablar con él y verlo pintar.

– Eso de la cosa postal que acaba de decir… ¿Qué es?

– Gracias -dijo Matt al coger el bocadillo cuidadosamente envuelto y antes de dar un bocado-. Estrés postraumático. Le pasa a algunas personas después de haber sufrido un golpe muy fuerte, como si estuvieran en estado de shock. Probablemente es lo que tiene tu madre. Sufrió un golpe terrible cuando tu hermano y tu padre murieron.

– ¿Y esas personas se ponen bien? ¿Se pueden curar?

Llevaba nueve meses preocupada por el asunto, pero no tenía a quien preguntar. Nunca se había sentido tan cómoda para hablar de ello con Andrea como con Matt. Él era su amigo, mientras que Andrea era la amiga de su madre.

– Creo que sí, aunque lleva tiempo. ¿Está mejor que al principio?

– Un poco -asintió Pip con aire pensativo y sin demasiada convicción-. Ahora duerme mucho más y no habla tanto como antes de que pasara. Casi nunca sonríe, pero tampoco se pasa el día llorando, como al principio… Yo también -añadió con timidez.

– Yo habría hecho lo mismo en tu lugar. Habría sido muy raro que no lloraras, Pip. Has perdido a la mitad de tu familia.

Y lo que le quedaba ya no parecía una familia, pero no lo dijo por lealtad a su madre.

– Mi madre siente mucho las cosas que le dijo el otro día -aseguró Pip, aún avergonzada por la actitud de su madre.

– No pasa nada -repuso él con calma-. En ciertos aspectos tenía razón. En realidad soy un desconocido, y no sabes mucho de mí. Podría haber intentado engañarte o hacerte algo malo, como dijo ella. Tenía razón en sospechar, y tú también deberías haber sospechado.

– ¿Por qué? Ha sido usted muy amable conmigo y me enseñó a dibujar las patas traseras de Mousse. Eso es algo bueno. Todavía tengo el dibujo en mi habitación.

– ¿Y qué te parece? -le preguntó Matt en tono bromista.

– Bastante bueno -replicó ella con una sonrisa.

Cuando Matt se terminó el bocadillo, Pip le alargó la manzana. Matt la dividió en dos y le devolvió la mejor mitad.

– Siempre he sabido que es usted buena persona, desde el primer momento en que lo vi.

– ¿Y cómo lo sabías? -inquirió él con expresión divertida.

– Pues lo sabía y ya está. Tiene ojos de buena persona.

No le dijo que se conmovía al verlo triste, cuando hablaba de sus hijos, que vivían tan lejos. También eso le gustaba de él. Habría sido terrible que no le importaran.

– Tú también tienes ojos de buena persona. Algún día me gustaría dibujarte o incluso pintarte. ¿Qué te parece?

Lo pensaba desde el día en que se conocieron.

– Creo que a mi madre le gustaría mucho. Podría regalarle el cuadro por su cumpleaños.

– ¿Y cuándo es?

Todavía no era un gran admirador de su madre, pero lo haría por Pip. Además, quería pintar un retrato de ella. Era una niña notable y además su amiga.

– El diez de diciembre -repuso la pequeña con solemnidad.

– ¿Y el tuyo? -preguntó Matt, interesado.

No se cansaba de averiguar cosas sobre ella. Le recordaba mucho a su hija Vanessa, y además la admiraba porque era una niña valiente, más aún de lo que había supuesto en un principio, si había conseguido convencer a su madre de que le permitiera bajar a la playa para verlo e incluso arrastrarla hasta allí para que se disculpara. Menudo logro. La mujer que había visto el domingo parecía de las que nunca se disculpaban, salvo quizá a punta de pistola. En aquel caso, era Pip quien la había apuntado.

– Mi cumpleaños es en octubre.

Poco después del día en que murieron su padre y su hermano.

– ¿Cómo pasaste el último? -inquirió Matt.

– Mi madre y yo salimos a cenar.

No le contó que fue espantoso. Su madre había estado a punto de olvidarse, y no hubo fiesta ni pastel. Fue el primer cumpleaños tras la muerte de su hermano y su padre, un día espeluznante que se le hizo eterno.

– ¿Salís mucho tu madre y tú?

– No… Antes sí, a mi padre le gustaba llevarnos a restaurantes. Pero siempre tardan mucho y me aburro -confesó sin ambages.

– Me cuesta creerlo; no pareces la clase de persona que se aburre.

– Nunca me aburro cuando estoy con usted -lo tranquilizó Pip-. Me gusta dibujar con usted.

– Y a mí me gusta dibujar contigo.

Dicho aquello le alargó lápiz y cuaderno. Pip decidió dibujar un pájaro, una de las osadas gaviotas que se posaban junto a ellos a la primera ocasión y levantaban el vuelo a toda prisa cuando Mousse se lanzaba en su persecución. Era difícil dibujar gaviotas, como averiguó Pip, de modo que al rato pasó de nuevo a las barcas. Su técnica había mejorado mucho en las pocas ocasiones que habían dibujado juntos, y lo cierto era que se estaba convirtiendo en una dibujante avezada, siempre y cuando le gustara lo que dibujaba, pero lo mismo le sucedía a él.

Permanecieron horas sentados al sol aquel día glorioso en Safe Harbour. Pip no tenía prisa por volver y se alegraba de no tener que seguir mintiendo. Podía contar la verdad, que había estado dibujando con Matt en la playa. Eran ya las cuatro y media cuando por fin se levantó. Por una vez, Mousse se había quedado tumbado junto a ella, pero en ese momento también se puso en pie.

– ¿Vuelves a casa? -preguntó Matt con una sonrisa cálida.

Al mirarlo, Pip reparó en que se parecía aún más a su padre cuando sonreía, algo que su padre no había hecho a menudo. Había sido un hombre muy serio, probablemente porque era muy inteligente. Todo el mundo afirmaba que fue un genio, y Pip sospechaba que era cierto. Ese rasgo impulsaba a la gente a aceptar su comportamiento, lo cual le venía al pelo. A veces Pip tenía la impresión de que a su padre se le había permitido decir y hacer cuanto le viniera en gana.

– Mi madre suele llegar hacia esta hora. Por lo general está bastante cansada después del grupo y se va derecha a la cama.

– Debe de ser muy duro.

– No sé, nunca habla de ello. Puede que la gente llore mucho. -Una idea deprimente-. Volveré mañana o el jueves, si le parece bien.

Nunca se lo había preguntado, pero ahora tenían más confianza.

– Me encantaría, Pip, ven cuando quieras. Y saluda a tu madre de mi parte.

Pip asintió, le dio las gracias, se despidió agitando la mano y salió volando como una mariposa. Matt siguió con la mirada a la niña y al perro, como solía hacer. Pip era como un regalo precioso que la vida le hacía, un pajarillo que iba y venía agitando las alas, con aquellos ojos enormes llenos de misterios. Al pensar en ella, no podía evitar preguntarse cómo era su madre en realidad. Según Pip, su padre había sido un genio. Se le antojaba un hombre difícil a juzgar por las cosas que le había contado, y algo tenebroso. Y el hermano tampoco parecía el típico adolescente. Una familia inusual, en suma. Tampoco Pip era una niña cualquiera. Sus hijos también eran especiales, magníficos, al menos la última vez que los había visto. Hacía ya tanto tiempo… Matt no se permitió seguir pensando en ello.

Mientras caminaba por las dunas hacia su casita se le ocurrió que le habría gustado llevar a Pip en barca e incluso enseñarle a navegar, como había hecho con sus hijos. A Vanessa le encantaba, a Robert no. Pero por respeto a la madre de Pip, Matt sabía que no la llevaría. No lo conocía lo suficiente, y siempre cabía la remota posibilidad de que algo fuera mal; no quería correr el riesgo.

Al llegar a casa, Pip vio que su madre acababa de entrar. Como de costumbre, parecía cansada al preguntar a su hija dónde había estado.

– He ido a ver a Matt y me ha dado saludos para ti. Hoy he dibujado barcas. He intentado hacer unos pájaros, pero es demasiado difícil.

Dejó varias hojas de papel sobre la mesa, y al echarles un vistazo, Ophélie reparó en que los dibujos eran buenos. La sorprendía comprobar cuánto había mejorado Pip. Chad también tenía talento, pero Ophélie intentaba no pensar en ello.

– Esta noche preparo yo la cena, si quieres -se ofreció Pip.

Y por una vez, su madre sonrió.

– Salgamos a cenar -propuso.

– No hace falta -aseguró Pip, sabedora de lo cansada que estaba su madre, aunque ese día tenía mejor aspecto.

– Podría ser divertido, ¿qué te parece? ¿Por qué no nos vamos ahora mismo?

Representaba un gran paso para Ophélie, Pip lo sabía y estaba agradecida.

– De acuerdo -accedió, complacida y sorprendida.

Al cabo de media hora estaban sentadas a una mesa para dos en el Mermaid Café, uno de los dos restaurantes que había en el pueblo. Las dos comieron hamburguesas y charlaron amigablemente. Era la primera vez que salían, y al volver a casa las dos estaban contentas, saciadas y cansadas.

Pip se acostó temprano aquella noche y al día siguiente volvió a ver a Matt. Su madre no puso objeciones cuando la vio marcharse y parecía relajada cuando Pip regresó. Como siempre, la niña dejó los dibujos sobre la mesa. A finales de semana formaban una colección considerable, casi todos ellos bastante buenos. Estaba aprendiendo mucho de Matt.

El viernes por la mañana fue a verlo de nuevo y le llevó el almuerzo. Al cabo de un rato se alejó con Mousse a buscar conchas, como hacía a veces, y de pronto Matt la vio retroceder de un salto en la orilla. Sonrió, creyendo que habría visto una medusa o un cangrejo, y esperó a oír los ladridos de Mousse. Sin embargo, al poco escuchó que el perro gemía y vio a Pip sentada en la arena, sujetándose el pie.

– ¿Estás bien? -le preguntó sin saber si lo oiría, porque estaba bastante lejos.

Pip negó con la cabeza, de modo que Matt dejó el pincel y la observó un instante. La niña no se levantó, sino que permaneció sentada sin soltarse el pie. Matt no le veía la cara. Había inclinado la cabeza para mirarse el pie, y el perro seguía gimoteando. Matt se acercó a ella para averiguar qué había sucedido, esperando que no hubiera pisado un clavo. Había muchos clavos oxidados en la playa, sueltos en la arena o bien clavados en trozos de madera que el mar arrastraba hasta la orilla.

En cuanto llegó junto a ella descubrió que no había pisado un clavo, sino un fragmento de vidrio que le había producido un feo corte en la planta del pie.

– ¿Cómo te lo has hecho? -le preguntó al sentarse junto a ella.

La arena estaba manchada de sangre, y el pie seguía sangrando profusamente.

– Estaba debajo de un alga que he pisado -explicó ella con valentía, aunque Matt reparó al instante en su palidez.

– ¿Te duele mucho? -inquirió, solícito, acercando la mano a su pie.

– No -mintió la niña.

– Seguro que sí. Deja que le eche un vistazo.

Quería cerciorarse de que no tenía ningún fragmento aún clavado en el pie. Parecía un corte limpio, pero profundo. Pip lo miró con expresión preocupada.

– ¿Está bien?

– Te pondrás bien en cuanto te ampute el pie. No lo echarás de menos.

A pesar del intenso dolor, Pip se echó a reír, pero también parecía asustada.

– Podrás seguir dibujando con un solo pie -siguió bromeando Matt al tiempo que la levantaba en volandas.

Era ligera como una pluma y aún más menuda de lo que parecía. Matt no quería que le entrara arena en la herida, aunque temía que ya fuera irremediable. Al instante recordó la prohibición de su madre de entrar en su casa, pero no podía dejarla volver a casa andando con un corte en la planta del pie; estaba casi seguro de que requeriría puntos, aunque no se lo mencionó a Pip.

– Es posible que tu madre se enfade con los dos, pero voy a llevarte a mi casa para limpiarte la herida.

– ¿Dolerá? -preguntó la niña en tono angustiado.

Matt le dirigió una sonrisa tranquilizadora mientras la llevaba hacia la casa y Mousse los seguía. Dejó los utensilios de pintura en la playa sin pensárselo dos veces.

– No tanto como los gritos de tu madre -repuso para hacerla reír.

Sin embargo, ambos advirtieron que estaban dejando un reguero de sangre en la arena mientras Matt caminaba por la duna con Pip en brazos. En pocos instantes llegó a la puerta principal y fue derecho a la cocina. También dejaron un rastro de sangre en el suelo de la casa. La sentó en una silla, le levantó el pie con cuidado y lo apoyó contra el fregadero. Al cabo de unos segundos había sangre por todas partes, incluido él mismo.

– ¿Tendré que ir al hospital? -inquirió Pip, nerviosa, los ojos enormes en el rostro pálido-. Una vez Chad se abrió la cabeza, sangró mucho y le tuvieron que poner muchos puntos.

No le contó que la causa había sido una rabieta que lo había impulsado a golpearse la cabeza contra la pared. Por aquel entonces tenía unos diez años, y ella seis, pero recordaba el episodio con toda claridad. Su padre había gritado a su madre por ello, y también a Chad. Y su madre había llorado. Una escena muy desagradable.

– Vamos a echar un vistazo.

La herida tenía tan mal aspecto como en la playa. Matt levantó a Pip, la sentó en el borde del fregadero y le mojó el pie con agua fría, lo que le sentó bien, aunque el agua se escurrió por el desagüe teñida de rojo brillante.

– Bueno, amiga mía, vamos a envolvértelo en una toalla.

Cogió un paño limpio de un colgador, y Pip reparó en que tenía una cocina cálida y acogedora; todo cuanto contenía parecía viejo y gastado, lo cual no hacía más que acentuar su encanto.

– Y después de envolverlo, creo que deberíamos volver a tu casa con tu madre. ¿Está en casa?

– Sí.

– Perfecto. Te llevaré en coche para que no tengas que ir a pie, ¿te parece bien?

– Sí… ¿Y luego tendremos que ir al hospital?

– A ver qué dice tu madre. A menos que quieras que te corte la pierna aquí mismo. Solo será un momento si es que Mousse no se mete en medio.

El perro estaba obedientemente sentado en un rincón, observándolos a los dos en silencio. Pip rió la broma de Matt, pero seguía muy pálida, y él estaba convencido de que el pie le dolía horrores. Tenía razón, pero la niña no quería reconocerlo; estaba procurando por todos los medios mostrarse valiente.

Matt le envolvió el pie en un paño tal como había prometido, volvió a alzarla en volandas, cogió las llaves del coche y salió por la puerta trasera seguido de Mousse, que saltó a la parte trasera del coche familiar en cuanto Matt abrió la puerta. Cuando acomodó a Pip en el asiento delantero, el paño ya estaba considerablemente empapado en sangre.

– ¿Está muy mal, Matt? -preguntó la niña durante el trayecto.

– No, pero tampoco muy bien -repuso él en un intento de parecer despreocupado-. La gente no debería dejar vidrios en la playa.

El cristal le había cortado la carne como un cuchillo y así era el dolor.

Llegaron a casa de Pip en menos de cinco minutos. Matt la llevó adentro, con Mousse pisándole los talones. Su madre estaba en el salón y se sobresaltó al ver a su hija en brazos de Matt.

– ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien, Pip? -exclamó Ophélie con expresión inquieta mientras se acercaba a ellos.

– Sí, mamá, pero me hecho un corte en el pie.

Las miradas de Matt y Ophélie se encontraron. Era la primera vez que la veía desde el día en que insinuara que era un pederasta.

– ¿Está bien? -le preguntó Ophélie, reparando en el cuidado que Matt ponía al depositarla en el sofá y quitarle el improvisado vendaje.

– Creo que sí, pero debería usted echarle un vistazo.

No quería decirle delante de Pip que creía que necesitaría puntos, pero en cuanto Ophélie vio la herida, llegó a la misma conclusión.

– Será mejor que vayamos al médico. Creo que tendrán que ponerte puntos, Pip -explicó Ophélie con calma.

Los ojos de Pip se inundaron de lágrimas, y Matt le dio una palmadita en el hombro.

– Puede que solo un par -la tranquilizó en voz baja, acariciándole con suavidad los sedosos rizos.

Pero en aquel momento, el suceso hizo por fin mella en Pip, que rompió a llorar pese a su voluntad de mostrarse valiente en presencia de Matt. No quería que la tomara por una cobardica.

– Primero te lo dormirán; a mí me pasó lo mismo el año pasado. No te dolerá.

– ¡Sí que me dolerá! -gritó Pip a ambos, sonando por primera vez como una niña de once años; tenía derecho a ello, pues era un corte profundo y había sangrado mucho-. ¡No quiero que me pongan puntos! -gimió mientras sepultaba el rostro entre los brazos de su madre.

– Después haremos algo divertido, te lo prometo -dijo Matt, mirando a Ophélie. Se preguntó si debía marcharse; no quería entrometerse en sus asuntos. Pero Ophélie parecía agradecida por su presencia, al igual que Pip. Matt ejercía una influencia tranquilizadora sobre ambas. Era un hombre paciente y sereno, rasgos que se ponían de manifiesto en situaciones como aquella.

– ¿Hay algún médico por aquí? -preguntó Ophélie con expresión preocupada.

– Detrás del supermercado hay un centro médico atendido por una enfermera. Fue ella quien me puso los puntos el año pasado. ¿Le parece bien? De lo contrario, podemos ir a la ciudad. No me importa llevarlas.

– ¿Por qué no la llevamos al centro médico, a ver qué opina la enfermera?

Pip se quejó un poco durante el trayecto, y Matt le contó historias graciosas para distraerlas a ambas, lo cual fue un alivio. En cuanto la enfermera examinó la herida, se mostró de acuerdo con Matt y Ophélie, e hizo exactamente lo que Matt había previsto. Administró una inyección a Pip para anestesiar el pie y suturó el corte con pulcritud. Le puso siete puntos y un vendaje enorme, con la indicación de no apoyarlo durante varios días y de volver para retirar los puntos al cabo de una semana. Matt la llevó en brazos al coche. La niña parecía exhausta por todo el episodio.

– ¿Puedo invitarlas a comer? -propuso Matt mientras atravesaban el diminuto pueblo.

Pero Pip musitó que sentía náuseas, por lo que decidieron volver a casa. Una vez allí, Matt la acomodó con cuidado en el sofá. Su madre encendió el televisor, y al cabo de cinco minutos la pequeña dormía a pierna suelta.

– Pobrecita… Es un corte tremendo, lo supe en cuanto lo vi. Ha sido muy valiente.

– Gracias por ser tan bueno con nosotras -dijo Ophélie, agradecida.

Matt pensó que resultaba difícil creer que fuera la misma mujer que le había echado una bronca tan monumental en la playa. Esta mujer era un alma bondadosa y tenía los ojos más tristes que había visto en su vida, muy parecidos a los de Pip. Asimismo, ambas poseían la misma cualidad de animalillos abandonados. Matt sintió el impulso de abrazarla, como le sucedía con Pip. Todo lo que había pasado y sufrido se reflejaba en sus ojos, en su rostro, pero a pesar de ello, no pudo por menos de reparar en que era una mujer hermosa y no aparentaba ni de lejos su edad.

– Debo confesar… -empezó algo preocupado.

Quería decírselo de inmediato para acabar cuanto antes con su enfado, si es que se enfadaba.

– La llevé a mi casa para limpiarle la herida. Solo estuvimos dentro cinco minutos antes de que la trajera aquí. En otras circunstancias no lo habría hecho, pero quería ponerle un poco de agua, y estaba sangrando mucho, así que necesitaba algo para envolverle el pie.

– Es una suerte que estuviera usted allí. Gracias por contármelo.

– Pensé en traerla directamente aquí porque sé lo que piensa usted, pero quería echar un vistazo al corte. Era peor de lo que había imaginado en un principio.

– Es cierto.

Ophélie también se había mareado mientras la enfermera suturaba la herida. Le había sucedido lo mismo cuando Chad se abrió la cabeza. Había sido un día tan espantoso… Lo de Pip había sido mucho menos traumático, y en buena parte gracias a Matt, que los había llevado al centro médico enseguida y distraído a Pip durante el camino. Ahora comprendía lo que su hija veía en él. Era un hombre amabilísimo.

– Gracias por su amabilidad. Ha hecho que todo esto fuera más fácil para ella, y también para mí.

– Siento que haya sucedido. Es muy peligroso dejar cristales en la playa. Yo recojo todos los que encuentro. Luego pasan cosas así.

Se volvió hacia Pip y la miró con una sonrisa.

– ¿Le apetece comer algo? -ofreció Ophélie, solícita.

Matt vaciló; ya habían ocurrido bastantes cosas por un día.

– Debe de estar cansada; siempre es duro cuando un niño se lastima.

También él estaba fatigado, pues había sido una mañana cargada de emociones.

– Estoy bien. ¿Qué tal si preparo unos bocadillos? Solo será un momento.

– ¿Está segura?

– Por supuesto. ¿Le apetece una copa de vino?

Matt declinó el ofrecimiento y se decantó por una Coca-Cola. Al poco, Ophélie llevó a la mesa un plato de bocadillos. Pese al constante letargo que parecía embargarla, se mostraba serena y eficiente.

– Pip me ha dicho que es usted francesa -comentó Matt cuando se sentaron uno frente al otro a la mesa de la cocina-, pero la verdad es que no se nota. Habla usted un inglés magnífico.

– Lo aprendí de pequeña en la escuela y además llevo más de media vida aquí. Vine como estudiante de intercambio y me casé con uno de mis profesores.

– ¿Qué vino a estudiar?

– Estudié en la escuela preparatoria de medicina, pero no llegué a ir a la facultad, porque me casé nada más licenciarme. -No mencionó que había asistido a la Universidad de Radcliffe, pues le parecía presuntuoso.

– ¿Lamenta no haber estudiado medicina? -preguntó Matt con interés, pues, al igual que Pip, aquella mujer lo intrigaba.

– En absoluto. No creo que hubiera sido una buena médica. Me he mareado con solo ver a la enfermera coser el pie de Pip.

– Es distinto cuando se trata de tus propios hijos. A mí me ha pasado lo mismo, y eso que Pip no es hija mía.

El comentario le recordó una de las pocas cosas que sabía de él.

– Pip me ha dicho que sus hijos viven en Nueva Zelanda -observó, pero en cuanto las palabras brotaron de su boca, supo que se trataba de un tema delicado, pues en los ojos de Matt se pintó una expresión afligida-. ¿Qué edad tienen?

– Dieciséis y dieciocho.

– Mi hijo habría cumplido dieciséis en abril -murmuró ella con tristeza.

Por el bien de los dos, Matt cambió de tema.

– Pasé un año en la escuela de bellas artes de París cuando iba a la universidad -explicó-. Es una ciudad espectacular. Hace años que no voy, pero antes iba en cuanto tenía ocasión. El Louvre es mi lugar favorito de la tierra.

– El año pasado llevé a Pip y lo detestó. Es un poco demasiado serio para ella. Pero le encantó el café internacional que hay en el sótano, casi más que el McDonald's.

Ambos se echaron a reír al pensar en las perversidades culinarias y culturales de los niños.

– ¿Visita París a menudo? -preguntó Matt, tan intrigado por ella como ella por él.

– Cada verano, si puedo, pero este año no me apetecía. Me parecía más sencillo y tranquilo venir aquí. De pequeña veraneaba en la Bretaña, y este lugar me recuerda un poco aquello.

Mientras charlaba con ella, Matt se sorprendió al comprobar que le caía bien. Parecía una persona sencilla, cálida y sincera, en absoluto la esposa de un hombre que había amasado una inmensa fortuna, hasta el punto de pilotar su propio avión. Una mujer normal, sin pretensiones, en suma. No obstante, no pudo evitar fijarse en los diminutos pendientes de diamantes que asomaban por entre la espesa melena rubia, así como el hermoso jersey de cachemira negra que llevaba. Pero en cualquier caso, aquellos toques lujosos carecían de importancia frente a su afabilidad y belleza. Era una mujer muy guapa, y Matt reparó en que aún llevaba la sencilla alianza de oro, detalle que lo conmovió. Sally había tirado la suya el día que lo abandonó, según le dijo. En aquel momento, ese dato estuvo a punto de acabar con él. Le gustaba que Ophélie todavía la llevara, pues le parecía un gesto de amor y respeto por su difunto esposo, un gesto que despertaba su admiración.

Siguieron conversando en voz baja mientras daban cuenta del almuerzo, y cuando Pip empezó a removerse en el sofá, ambos se sorprendieron del tiempo transcurrido. Pero la niña se limitó a gemir un poco y volverse de costado, con Mousse montando guardia a sus pies.

– El perro la adora, ¿verdad? -comentó Matt.

– Sí -asintió Ophélie-. Era de mi hijo, pero ahora ha adoptado a Pip, y ella también lo adora.

Al cabo de un rato, Matt se levantó, le dio las gracias por la comida y le propuso que bajara algún día a la playa con Pip. También le había hablado de su velero y sugerido llevarla a navegar en cuanto Ophélie le dijo que le encantaba el mar.

– No creo que pueda caminar hasta dentro de una semana -suspiró Matt, casi con tristeza, pues la echaría de menos.

– Puede venir a verla aquí si quiere. Sé que a ella le encantaría.

Resultaba difícil de creer que aquella fuera la misma mujer que casi dos semanas antes había prohibido a su hija que se acercara a él. Pero las cosas habían cambiado un tanto. Gracias a la obstinada lealtad de Pip, Ophélie había acabado por confiar en él. Y, después de la mañana que habían pasado juntos, le estaba agradecida e incluso le caía bien. Ahora comprendía por qué Pip había trabado amistad con él. Todo en él indicaba que era una persona decente y, al igual que Pip, advertía la semejanza con su marido. Se debía más a la constitución, la forma de moverse, el color de la tez y el cabello que a la similitud de las facciones, pero en cualquier caso, había algo en él que hacía a Ophélie sentirse a gusto.

– Gracias por el almuerzo -repitió Matt, cortés.

Ophélie le dio su número de teléfono, y él prometió llamar antes de pasar, añadiendo que daría a Pip unos días para reponerse antes de telefonear.

Pip experimentó una profunda decepción al despertar y ver que Matt se había ido sin darle ocasión de despedirse de él. Había dormido casi cuatro horas, y el efecto de la anestesia ya se había disipado. El pie le dolía horrores, tal como había advertido la enfermera. Ophélie le dio una aspirina y la arrebujó en una manta delante del televisor. Pip volvió a dormirse antes de la cena.

Seguía durmiendo cuando Andrea llamó y Ophélie le contó lo ocurrido, sin omitir la intervención de Matt.

– No parece la clase de hombre que abusa de los niños. A lo mejor tendrías que abusar tú de él -sugirió su amiga con una risita-. Y si tú no te lanzas, igual lo hago yo.

Andrea no salía con un hombre desde el nacimiento del bebé y empezaba a ponerse nerviosa. Le gustaba tener compañía masculina y tenía el ojo puesto en un padre separado del parque infantil. Siempre había salido con hombres del trabajo, muchos de ellos casados.

– ¿Por qué no lo invitas a cenar?

– Ya veremos -repuso Ophélie sin comprometerse.

Había disfrutado del almuerzo con él, pero no sentía el menor deseo de perseguirlo ni a él ni a nadie. Por lo que a ella respectaba, aún se sentía casada. Hablaba de ello a menudo en la terapia de grupo y no alcanzaba a imaginar sentirse de otro modo. La idea de volver a estar sola la estremecía. Había pasado veinte años enamorada de Ted, y ni siquiera la muerte había cambiado ese hecho. Pese a todo lo que había sucedido, su amor por él nunca había flaqueado.

– Iré a verte esta semana -prometió Andrea-. ¿Por qué no lo invitas a cenar cuando vaya yo? Quiero conocerlo.

– Eres un caso perdido -la acusó Ophélie con una carcajada.

Charlaron unos minutos más, y después de colgar Ophélie llevó a Pip a su dormitorio y la arropó. Mientras lo hacía se dio cuenta de que hacía siglos que no la arropaba. Tenía la sensación de empezar a despertar de un larguísimo sueño. Ted y Chad habían muerto diez meses atrás. Costaba de creer que hubiera transcurrido casi un año desde que su vida quedara hecha añicos del modo más inexorable y absoluto. Todavía no había recogido los fragmentos, pero muy despacio empezaba a encontrar algunos aquí y allá, y tal vez algún día fuera capaz de volver a llevar una vida normal. Sin embargo, todavía no había llegado ese momento, y sabía que le quedaba un largo camino por recorrer. Había sido agradable tener compañía y charlar con Matt, pero pese a ello seguía sintiéndose como una mujer casada recibiendo a un invitado. La idea de salir con un hombre se le antojaba inconcebible aunque a Andrea no le sucediera lo mismo.

Pero era precisamente aquella actitud lo que había impresionado a Matt durante su visita. Le gustaba su dignidad, sus modales tranquilos y gráciles. Ophélie carecía de asperezas, de agresividad. En la primera época tras su divorcio había pensado lo mismo que ella respecto a la idea de salir con mujeres. Le había llevado muchos años superar lo de Sally y sustituir los sentimientos por el entumecimiento. Ya no la quería ni la odiaba; no sentía nada por ella. Y en el lugar que antes ocupaba su corazón no había más que un hueco. Lo único de que se sentía capaz era de trabar amistad con una niña de once años.

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