Capítulo 7

Pip estaba tumbada en el sofá con expresión aburrida y el pie apoyado sobre un almohadón cuando sonó el timbre. Ophélie acudió a abrir, sabedora de quién se trataba. Matt llegaba puntual, y cuando abrió, el pintor apareció ante ella ataviado con jersey gris de cuello alto y vaqueros. En la mano llevaba una botella de vino. Ophélie se llevó un dedo a los labios y señaló hacia el sofá. Matt entró en la casa con una sonrisa de oreja a oreja. Cuando Pip lo vio, profirió un grito de alegría y saltó del sofá a la pata coja.

– ¡Matt! -exclamó mientras paseaba la mirada entre él y su madre, encantada de la vida y sin saber a qué se debía aquella sorpresa-. ¿Cómo…? ¿Qué…? -farfulló, jubilosa y desconcertada a un tiempo.

– Hoy me he topado con tu madre en la playa, y ha tenido la amabilidad de invitarme a cenar. ¿Qué tal el pie?

– Una pesadez. Es un pie idiota y estoy harta de él. Echo de menos dibujar contigo.

Había dibujado muchas cosas sola, pero también empezaba a cansarse de eso y tenía la sensación de que su destreza recién descubierta remitía. Aquella misma tarde le había costado horrores dibujar las patas traseras de Mousse.

– He olvidado cómo se hacen las patas traseras.

– Te lo volveré a enseñar.

Acto seguido le tendió un cuaderno de dibujo nuevo y una caja de lápices que había encontrado en un cajón. Era justo lo que había prescrito el médico, y Pip se abalanzó sobre el regalo con fruición.

Mientras charlaban, Ophélie puso la mesa para los tres y abrió la botella del excelente vino francés que Matt había llevado. Si bien apenas bebía, aquel vino le gustaba y le recordaba a Francia.

Había asado un pollo en el horno y en un santiamén preparó espárragos, arroz salvaje y salsa holandesa. Era la comida más elaborada que había cocinado en un año, y lo cierto era que había disfrutado preparándola.

Matt se mostró impresionado cuando se sentaron a la mesa, al igual que Pip, que se echó a reír.

– ¿Esta noche no comemos pizza congelada?

– Pip, por favor, no reveles todos mis secretos -bromeó Ophélie con una sonrisa.

– La pizza también es la base de mi dieta, junto con las sopas instantáneas -confesó Matt.

Ofrecía un aspecto agradable y pulcro sentado a la mesa con ellas. Despedía un leve olor a colonia masculina y, por encima de todo, producía una impresión fresca, saludable y auténtica. Ophélie se había peinado para la ocasión y lucía un jersey de cachemira negra con vaqueros. Llevaba un año sin maquillarse ni llevar ropa de color, y esa noche no fue una excepción. Hasta entonces había llevado luto riguroso por Ted y Chad, pero por primera vez se preguntó si debería haberse pintado los labios al menos. Ni siquiera tenía lápiz de labios en la casa de la playa; todos sus cosméticos se habían quedado en un cajón de casa. Hacía diez meses que no se molestaba por su aspecto, pero esta noche era distinta. No era que tuviera intención de ligar con él, pero sí tenía ganas de volver a parecer una mujer. La autómata en que se había convertido el último año empezaba a recobrar vida.

Durante la cena sostuvieron una conversación muy animada, hablando de París, de arte y de la escuela. Pip declaró que no tenía ganas de volver. En otoño cumpliría doce años y empezaría séptimo. Cuando Matt le preguntó por sus amigos, respondió que tenía muchos, pero que se sentía extraña con ellos. Los padres de muchos de ellos estaban divorciados, pero ninguno había perdido a su padre. No quería que la gente la compadeciera y sabía que era así en algunos casos. Decía que no quería que se mostraran demasiado «amables» porque la entristecía. No quería sentirse diferente. Sin embargo, Matt sabía que era inevitable.

– Ni siquiera puedo ir a la cena de padres e hijas -se quejó la pequeña-. ¿A quién podría llevar?

Su madre también había pensado en el asunto sin que se le ocurriera ninguna solución. En cierta ocasión, Chad había acompañado a Pip porque su padre no podía ir, pero ya no podía hacerlo.

– Podría acompañarte yo, si quieres -se ofreció Matt con sinceridad antes de mirar a Ophélie y añadir-: Y si tu madre no se opone, claro. No veo por qué no puedes llevar a un amigo, a menos que pueda acompañarte tu madre. También podrías hacer eso, no tienes por qué seguir las reglas. Una madre vale tanto como un padre.

– No nos dejan, ya lo intentó alguien el año pasado.

A Matt se le antojaba una norma ridículamente rígida, pero, por otro lado, Pip parecía encantada ante la perspectiva de que la acompañara Matt, y Ophélie se mostró de acuerdo.

– Sería muy amable por su parte, Matt -murmuró antes de ir en busca del postre.

Solo tenían helado, de modo que Ophélie vertió chocolate fundido sobre el helado de vainilla que tanto le gustaba a Pip y que también había sido el predilecto de Ted. En cuanto a ella y Chad, eran adictos al Rocky Road. Qué curioso que algo tan banal como los gustos en materia de helado se transmitieran genéticamente. No era la primera vez que lo observaba.

– ¿Cuándo es la cena de padres e hijas? -preguntó Matt.

– Justo antes de Acción de Gracias -repuso Pip con expresión risueña.

– Pues avísame, y te acompañaré. Incluso me pondré traje para la ocasión.

Hacía años que no se ponía un traje. Se pasaba la vida en vaqueros y jerséis viejos, además de alguna americana de tweed que conservaba de los viejos tiempos. Ya no necesitaba ningún traje. Nunca salía, hacía años que no tenía ni quería vida social alguna. De vez en cuando, algún viejo amigo de la ciudad iba a cenar a su casa, pero cada vez menos. Llevaba mucho tiempo fuera de órbita y se sentía cómodo así; le gustaba ser un recluso. Ya nadie intentaba convencerlo de lo contrario; todo el mundo había llegado a la conclusión de que él era así, de que se había convertido en un ermitaño.

Pip se quedó hablando con ellos hasta muy tarde y por fin empezó a bostezar. Estaba impaciente por que le quitaran los puntos a finales de semana, pero molesta por la perspectiva de tener que ir a la playa con zapatos durante una semana más.

– Podrías montar a Mousse -bromeó Matt.

Al poco, Pip regresó en pijama para darles las buenas noches. Ambos estaban sentados en el sofá, y Matt había encendido el fuego. Era una escena cálida y acogedora, y Pip fue a acostarse con expresión radiante, más feliz de lo que se había mostrado en mucho tiempo. Lo mismo le ocurría a Ophélie. Resultaba reconfortante tener a un hombre cerca. Su presencia masculina parecía llenar la casa entera. Incluso Mousse alzaba la cabeza de vez en cuando y meneaba el rabo desde su posición junto a la chimenea.

– Es usted muy afortunada -murmuró Matt a Ophélie en cuanto ella cerró la puerta de Pip para que pudiera dormir tranquila.

La casa constaba tan solo del espacioso salón, una cocina abierta con zona de comedor y los dos dormitorios. Todas las estancias parecían fundirse unas en otras; nadie quería intimidad ni grandeza en la playa. No obstante, la decoración era exquisita. Los dueños poseían objetos magníficos y algunas pinturas modernas excelentes que gustaron mucho a Matt.

– Es una niña estupenda.

Estaba loco por ella, y le recordaba mucho a sus hijos. Sin embargo, ni siquiera sabía a ciencia cierta si sus hijos eran tan abiertos, sabios y adultos como ella. Ya no sabía quiénes eran. Ahora pertenecían a Hamish, ya no eran suyos. Sally se había encargado de ello.

– Sí que lo es. Somos muy afortunadas de tenernos la una a la otra.

De nuevo dio gracias a Dios por que Pip no hubiera viajado en aquel avión.

– Es lo único que tengo. Mis padres murieron hace tiempo, al igual que los de Ted; los dos éramos hijos únicos. Lo único que me queda son unos primos segundos en Francia y una tía que nunca me ha caído bien y a la que llevo años sin ver. Me gusta llevar a Pip a Francia para que no pierda el contacto con sus raíces francesas, pero ya no tenemos una relación estrecha con nadie de allí; estamos solas.

– Puede que eso baste -aventuró él en voz baja.

Matt no tenía ni eso. Al igual que ella, era hijo único y se había convertido en un hombre solitario con los años. Ni siquiera tenía ya amigos íntimos. Durante los años oscuros siguientes al divorcio, le había resultado demasiado difícil conservar las amistades y, al igual que Pip, no quería que la gente lo compadeciera. Ya había tenido suficiente con lo de Sally.

– ¿Tiene usted muchos amigos, Ophélie? Quiero decir en San Francisco.

– Algunos. La verdad es que Ted no era muy sociable. Era un solitario y vivía inmerso en su trabajo. Además, esperaba que yo siempre estuviera a su disposición. Y yo quería hacerlo, pero por otro lado hacía que fuera muy difícil conservar las amistades. Ted nunca quería ver a nadie, solo trabajar. Tengo una amiga íntima, pero aparte de eso he perdido el contacto con mucha gente a lo largo de los años por causa de Ted. Además, Chad me ocupaba todo el tiempo en los últimos años. Nunca sabía qué podía pasar, si empezaría a darse de cabezazos contra las paredes o estaría demasiado deprimido para dejarlo solo. Era un trabajo a tiempo completo.

Había estado ocupadísima entre Chad, Ted y Pip. Ahora en cambio, tenía más tiempo libre que hacía muchos años, y Pip no necesitaba gran cosa de ella. Y lo poco que necesitaba, Ophélie no había sido capaz de proporcionárselo. Ahora se encontraba un poco mejor después de haber pasado el verano en la playa, y esperaba mejorar más en los meses venideros. Durante diez meses se había sentido del todo desconectada, pero las conexiones empezaban a formarse de nuevo. El robot en que se había convertido ya era casi humanoide, aunque no del todo. No obstante, existían indicios claros de vida incipiente, y el mero hecho de que hubiera invitado a Matt a cenar y estuviera dispuesta a trabar amistad con él ya era buena señal.

– ¿Qué me dice de usted? -le preguntó con curiosidad-. ¿Tiene muchos amigos en la ciudad?

– Ninguno -reconoció él con una leve sonrisa-. En los últimos diez años se me ha dado fatal conservar amistades. Dirigía una agencia publicitaria con mi mujer en Nueva York, pero acabamos divorciándonos de forma bastante desagradable. Vendimos la empresa, y yo decidí venir aquí. Por entonces vivía en la ciudad y alquilé una casita en la playa para venir a pintar los fines de semana. Entonces, cuando ya creía que las cosas no podían empeorar, empeoraron. Mi mujer vivía en Nueva Zelanda, y yo intentaba ir a menudo para ver a mis hijos, lo cual no es fácil precisamente. No tenía casa allí, de modo que me alojaba en un hotel e incluso llegué a alquilar un piso en un momento dado. Pero la verdad es que sobraba. Sally se casó con un tipo estupendo, un amigo mío que adoraba a mis hijos, hace unos nueve años, y mis hijos también lo adoraban a él. Es un hombre muy carismático, con mucho dinero, muchos juguetes y artilugios, cuatro hijos propios, dos más con mi mujer… Mis hijos quedaron totalmente inmersos en la combinación de las dos familias y estaban encantados. No los culpo; resultaba muy atractivo. Con el tiempo, cada vez que iba a Auckland, no tenían tiempo para verme y preferían estar con sus amigos. Como dicen ustedes en su país, me sentía como un pelo en la sopa.

Ophélie sonrió al escuchar aquella expresión conocida.

De hecho, se identificaba con la sensación; también ella se había sentido a veces como un pelo en la sopa cuando se trataba de la ajetreada vida científica de Ted. Fuera de lugar, superflua, una posesión de la que era dueño pero que no necesitaba. Obsoleta.

– Debía de ser muy duro para usted -musitó en tono comprensivo, conmovida por la expresión perdida que se pintaba en su mirada.

Era un hombre que había conocido el dolor y sobrevivido a él. Se había reconciliado con su situación, pero como todo el mundo, a un precio elevado.

– Sí -reconoció-, mucho. Seguí insistiendo durante cuatro años. Las últimas veces que fui, apenas los vi, y Sally me explicó que les alteraba la vida. Consideraba que solo debía visitarlos cuando ellos quisieran verme, lo que por supuesto era casi nunca. Los llamaba cada dos por tres, pero siempre estaban ocupados. Al final me limitaba a escribirles, pero no contestaban. Solo tenían siete y nueve años cuando Sally volvió a casarse, y tuvo a los otros dos niños en los dos primeros años de su matrimonio. Mis hijos quedaron absorbidos por su nueva familia. En cierto modo, tenía la sensación de que no hacía más que complicarles la existencia. Reflexioné mucho y, aunque probablemente fue una estupidez, les escribí para preguntarles qué querían. Nunca me contestaron. No supe nada de ellos durante un año, pero seguí escribiendo. Me decía que si querían verme me pedirían que fuera. Y debo confesar que ese año bebí mucho. Les escribí durante tres años más sin obtener respuesta. Por fin, Sally me dijo a las claras que no querían verme y que les daba miedo decírmelo. Eso fue hace tres años, y desde entonces no he vuelto a escribirles. Acabé por tirar la toalla. Hace seis años que no los veo ni he hablado con ellos. Mi único contacto con ellos son los cheques de la pensión que todavía le paso a Sally y las felicitaciones navideñas que me envía cada año. Nunca he querido forzarlos a verme. Ya saben dónde estoy. Pero a veces pienso que debería haber ido a visitarlos para hablar de ello. No sé, no quería ponerlos en una situación incómoda. Solo tenían diez y doce años la última vez que los vi, más o menos la edad de Pip; es una edad difícil para hacer acopio de valor suficiente para decirle a tu padre que se vaya a la porra. Su silencio se encargó de transmitirme el mensaje. Lo comprendo, así que me mantengo al margen. Antes de desistir me pasé unos cuantos años escribiéndoles cartas patéticas, pero nunca contestaron. Aún ahora escribo de vez en cuando, pero no llego a enviar las cartas. No me parece justo presionarlos. Los echo de menos horrores, pero creo que para ellos ya no existo. Sally me asegura que son felices y que no me quieren en su vida. Desde mi punto de vista, no he hecho nada malo; tan solo es que ya no me necesitan. Su padrastro es un tipo estupendo, a mí también me cae bien… o al menos me caía bien. Fuimos amigos durante años antes de que él y Sally se liaran… En fin, esta es la historia de mis hijos y de los últimos diez años, seis de ellos sin mi familia. Sally me envía fotos con las felicitaciones para que sepa qué aspecto tienen. A veces me pregunto si no es peor. Depende, supongo. Me siento como esas pobres mujeres que tienen un hijo, por la razón que sea tienen que renunciar a él y lo único que les queda es una foto anual. Sally me envía fotos de los ocho niños, los de él, los nuestros y los de ellos dos. Suelo llorar cuando las miro -admitió sin apenas vergüenza, pues ya sabían mucho el uno del otro-. Pero me he alejado de ellos. Creo que es lo que necesitan o quieren, o al menos eso es lo que dice Sally. Robert tiene dieciocho años. Pronto irá a la universidad, probablemente allí. Llevan una vida estupenda en Auckland. Hamish es dueño de la agencia publicitaria más importante de esa parte del mundo. Sally la dirige con él, como hacía con la nuestra. Es una mujer muy competente; no tiene precisamente un gran corazón, pero es muy creativa. Y también es buena madre, creo. Sabe lo que necesitan los chicos, con toda probabilidad mejor que yo. Ya ni siquiera los conozco; ni siquiera estoy seguro de poder reconocerlos si los viera por la calle, lo cual me resulta durísimo de admitir. Eso es lo peor, aunque intento no pensar en ello. Me he apartado por su bien. Hace unos años, Sally me escribió para preguntarme qué me parecería si Hamish adoptaba a mis hijos. Fue un golpe terrible. Por mucho que no me quieran en sus vidas, siguen siendo mis hijos y siempre lo serán. Me negué. Desde entonces apenas sé nada de ella, solo por Navidad. Antes de eso, hablábamos de vez en cuando. Creo que les gustaría que desapareciera sin hacer ruido, y más o menos es lo que he hecho. Vivo al margen de ellos y de todo el mundo. Aquí llevo una vida muy tranquila y he tardado mucho tiempo en superar lo que fue mal entre Sally y yo, y, por supuesto, el hecho de ceder mis hijos a Hamish.

Era una historia terrible, pero le hizo comprender muchas cosas mientras la escuchaba, y también le decía mucho de él. Al igual que ella, Matt había perdido casi todo cuanto le importaba en la vida, la empresa, su mujer y sus hijos. Como consecuencia de ello, se había convertido en un ermitaño. Al menos ella tenía a Pip y se sentía agradecida por ello. No alcanzaba a imaginar la vida sin ella.

– ¿Por qué se rompió el matrimonio?

Sabía que era una pregunta impertinente, pero era la pieza que le faltaba para forjarse la imagen completa, y era consciente de que, si Matt no quería explicárselo, no lo haría. Después de todo lo que se habían confiado, ya podían considerarse amigos.

Matt suspiró antes de responder.

– Pues es una historia bastante típica. Hamish y yo hicimos el máster juntos. Después él volvió a Auckland, mientras que yo me quedé en Nueva York. Ambos fundamos agencias publicitarias y creamos una especie de alianza entre nosotros. Compartíamos algunos clientes de alcance internacional, nos pasábamos trabajo y llevábamos juntos las grandes cuentas. Hamish venía a Nueva York varias veces al año, y nosotros íbamos a Auckland. Sally era la directora creativa de nuestra agencia, el cerebro de la empresa, y también se encargaba de la parte comercial y captaba a casi todos los clientes. Yo era el director artístico. Formábamos un equipo bastante imbatible y teníamos algunos de los clientes más importantes del sector. Hamish y yo conservamos la amistad; él, su mujer, Sally y yo pasábamos muchas vacaciones juntos, casi siempre en Europa, y una vez de safari en Botswana. Aquel verano fatídico, alquilamos un castillo en Francia. Yo tuve que volver a casa antes de lo previsto, y la suegra de Hamish murió de repente, por lo que su mujer regresó a Auckland. Hamish se quedó en Francia, al igual que Sally y los niños. En resumidas cuentas, se enamoraron. Al cabo de cuatro semanas, Sally volvió a casa y me anunció que me dejaba. Estaba enamorada de él y quería ver adonde llevaba su relación. Necesitaba distanciarse de mí para aclararse. Necesitaba espacio y tiempo. Esas cosas pasan, supongo, a alguna gente. Me dijo que nunca había estado enamorada de mí, que solo formábamos un gran equipo profesional, que había tenido los hijos porque eso era lo que se esperaba de ella. Me pareció muy fuerte que dijera eso de los niños y de mí, pero lo cierto es que creo que hablaba en serio. No se distingue por su sensibilidad hacia los sentimientos de los demás, lo que seguramente es la clave de su éxito. En fin, Hamish volvió a su casa y le dio la misma noticia a su esposa, Margaret. Sally se fue del piso de Nueva York con los niños y se instaló en un hotel. Se ofreció a venderme su mitad de la empresa, pero no tenía ningunas ganas de llevarla sin ella ni de encontrar un socio nuevo; no me veía capaz. Sally me había destrozado, y me llevó mucho tiempo recomponerme. Vendimos todo el tinglado a un importante grupo. Representó el negocio del siglo para los dos, pero lo único que me quedó tras quince años de matrimonio fue un montón de dinero, una vida sin mujer, sin trabajo y con unos hijos a trece mil kilómetros de distancia. Sally me dejó el día del Trabajo, y los tres se mudaron a Auckland el día después de Navidad. Se casaron en cuanto firmamos los papeles del divorcio. Hasta entonces había esperado que si la dejaba en paz, si no la presionaba, volvería conmigo. Fue una locura pensar eso. Pero, en fin, todos nos volvemos locos y estúpidos de vez en cuando. Se marchó tan deprisa que no me dio ni tiempo a reaccionar. Supongo que eso responde a su pregunta sobre mi matrimonio, amiga mía. Lo peor de todo es que aún considero que Hamish Greene es un gran tipo. No un gran amigo, eso no, pero sí un hombre inteligente y divertido. Y por lo que sé, son muy felices juntos, además de que el negocio les va de maravilla.

Desde fuera, lo único que Ophélie veía era que a Matt le habían jorobado bien la vida su mujer, su mejor amigo y tal vez incluso sus hijos. No era la primera vez que oía una historia como aquella, pero nunca había topado con un caso tan cruel. Matt lo había perdido todo excepto el dinero, que no parecía importarle mucho. Lo único que parecía desear era llevar una vida tranquila en su casita de la playa de Safe Harbour. Salvo eso y su talento, no tenía nada más en la vida. Lo que le habían hecho era una vergüenza. La mera idea la dejaba petrificada de asombro y dolor por él.

– Es una historia espantosa -sentenció con el ceño fruncido-. Horrible. Con solo oírla ya los odio a los dos. A los niños no, claro; es evidente que son víctimas de todo el asunto, como usted. A todas luces los han manipulado para que lo aparten de sus vidas y lo olviden. Era responsabilidad de su mujer cerciorarse de que mantenían el contacto con usted -señaló con sensatez.

Matt no discrepó de ella. Nunca había culpado a sus hijos de su deserción. Eran demasiado pequeños para saber lo que hacían, y Matt sabía cuan convincente podía ser Sally cuando se lo proponía. Podía darle la vuelta a cualquier situación en un santiamén y confundirte para siempre.

– Sally no es así. Quería separarse del todo de mí y lo consiguió. Sally siempre consigue lo que quiere, incluso de Hamish. No sé a ciencia cierta de quién fue la idea de tener otros dos hijos, pero, conociendo a Sally, seguro que le pareció buena idea tener a Hamish bien atado. Hamish es un poco ingenuo en algunos aspectos, lo cual es uno de los rasgos que siempre me gustaron de él. Sally no; tiene las cosas muy claras, es calculadora en extremo y siempre hace lo mejor para ella.

– Parece una mujer malvada -exclamó Ophélie con una lealtad que lo conmovió.

Hablarle de su vida había sido una batalla de emociones para él, y ambos guardaron silencio mientras reavivaba el fuego.

– ¿Y desde entonces no ha habido nadie importante en su vida?

Habría sido el único consuelo posible, pero no existían indicios de que hubiera una mujer en su vida. Parecía llevar una existencia muy solitaria, o al menos esa impresión producía.

– A decir verdad, no. Los primeros años tras la marcha de Sally, no estaba en condiciones de entablar una relación con nadie. Estaba hecho polvo. Y después empecé a viajar mucho a Auckland y no estaba de humor. No confiaba en nadie, no quería confiar en nadie, y de hecho me juré a mí mismo que jamás volvería a hacerlo. Hace tres años conocí a una mujer que me gustaba mucho, pero era mucho más joven que yo, quería casarse y tener hijos. No me veía capaz de volver a empezar; no quería casarme, tener hijos y arriesgarme a divorciarme de nuevo y perderlos. No tenía sentido. Aquella mujer tenía treinta y dos años, yo cuarenta y cuatro, y me puso un ultimátum. No se lo reprocho, pero tampoco podía comprometerme con ella. Me alejé con toda la elegancia que pude, y al cabo de seis meses se casó con un buen tipo. El verano pasado nació su tercer hijo. No fui capaz de hacerlo. Espero recuperar el contacto con mis hijos algún día, cuando sean mayores, pero no siento ningún deseo de formar otra familia ni exponerme a otra decepción tan inmensa. Me basta con haberlo pasado una vez en la vida.

Ophélie tenía que reconocer que muy pocas personas habrían sobrevivido a semejante sufrimiento. Y en ciertos aspectos, no había sobrevivido. Era un hombre amable y afectuoso, pero emocionalmente bloqueado y nada dispuesto a volver a abrirse, pero no se lo echaba en cara. Su historia también explicaba por qué se había abierto tanto a Pip; a fin de cuentas, tenía más o menos la edad de sus hijos cuando los vio por última vez; y, a todas luces, Matt anhelaba entablar alguna clase de contacto humano, aunque fuera con una niña de once años. Una niña que no entrañaba peligro alguno para él, porque lo único que podía unirlo a ella era la amistad. Su relación no tenía nada de malo y además también satisfacía las necesidades presentes de Pip. No obstante, sin duda no bastaba como sustento emocional para un hombre de cuarenta y siete años. Merecía mucho más, al menos en opinión de Ophélie, pero de momento carecía del valor suficiente para compartir más de lo que compartía en la playa con aquella niña, a la que enseñaba a dibujar un par de veces por semana. Para un hombre de su calibre y talento, se le antojaba una existencia algo pobre, pero era evidente que no ambicionaba más.

– ¿Qué me dice de usted, Ophélie? ¿Cómo era su matrimonio? Tengo la impresión de que su marido no era una persona fácil. Los genios no suelen serlo, al menos eso dicen.

Ophélie le parecía una persona afable y dócil, y, a juzgar por lo que le había contado de la relación de su esposo con su hijo enfermo, Matt tenía la sensación de que su difunto marido no le había puesto las cosas fáciles. Estaba en lo cierto, aunque Ophélie no lo reconocía con frecuencia; de hecho, no lo había hecho casi nunca, ni siquiera en su fuero interno.

– Era un hombre brillante, de increíble visión. Siempre supo lo que quería hacer en la vida, desde el principio. Era un hombre tenaz y no permitía que nada lo detuviera, absolutamente nada. Ni siquiera yo ni los niños, que por cierto no teníamos ninguna intención de interponernos en su camino. Por fin consiguió lo que quería, lo que siempre había soñado. Los últimos cinco años de su vida fue un hombre de gran éxito. Fue una época maravillosa para él.

Pero no necesariamente para ella y los niños, salvo en el terreno material.

– ¿Y cómo se comportaba con usted? -insistió Matt.

Pese a lo poco que sabía de él, le resultaba evidente que Ted había sido un hombre de éxito, una eminencia en su campo. Pero la verdadera pregunta residía en qué clase de ser humano y marido era. Ophélie parecía eludir la cuestión.

– Siempre lo quise, desde el momento en que lo conocí. Ya de estudiante estaba enamoradísima de él. Admiraba su mente brillante, su tenacidad… Era un hombre que jamás perdía de vista sus sueños, una persona imposible de no admirar, vamos.

Nunca se había detenido a pensar si era un hombre difícil; se limitaba a aceptar ese rasgo de su personalidad y consideraba que tenía derecho a ser así.

– ¿Y con qué soñaba usted?

– Con estar casada con él -repuso ella con una sonrisa triste-. Era lo único que siempre había querido. Cuando se casó conmigo, creí que había muerto y subido al cielo. Desde luego, a veces las cosas fueron difíciles. Durante unos años estuvimos sin blanca. Pasamos quince años muy duros, y de repente empezó a ganar tanto dinero que no sabíamos qué hacer con él. Pero el dinero nunca nos importó, al menos a mí. Lo quería igual cuando éramos pobres. Jamás le di importancia a su dinero; solo me importaba él.

Ted y los niños lo significaban absolutamente todo para ella.

– ¿Les dedicaba tiempo a usted y los niños? -preguntó Matt en voz baja.

– A veces, cuando podía. Siempre estaba muy ocupado en cosas mucho más importantes.

Era evidente que lo adoraba, probablemente mucho más de lo que merecía.

– ¿Qué puede ser más importante que tu esposa y tus hijos? -se limitó a inquirir.

Pero Matt era muy distinto de Ted, y también era evidente que Ophélie estaba a años luz de Sally; de hecho, era todo lo que Sally no era. Afable, bondadosa, decente, honesta, compasiva… En esos momentos vivía encerrada en su propia desgracia, pero aun así, se apreciaba que no era una persona egoísta. Estaba perdida y afligida, lo cual era muy distinto. Matt conocía bien la sensación, pues también él la había experimentado. El dolor puede absorberte por completo cuando estás inmerso en él, razón por la que Ophélie prestaba menos atención que antes a Pip. Sin embargo, era lo bastante consciente de ello para recriminárselo.

– Los científicos son muy peculiares -explicó Ophélie con actitud tolerante-. Tienen necesidades distintas, percepciones distintas, capacidades emocionales distintas del resto de la gente. No era una persona corriente.

Pero pese a las justificaciones de Ophélie, a Matt no le gustaba nada lo que estaba oyendo. Sospechaba que el difunto doctor Mackenzie había sido narcisista y egocéntrico, posiblemente además un padre nefasto. Y tampoco estaba convencido de que hubiera sido un buen marido para Ophélie. Pero, en cualquier caso, Ophélie no estaba preparada para verlo o al menos reconocerlo ante Matt. También sabía que la muerte era distinta del divorcio, y que era muy fácil santificar a un cónyuge fallecido. Por lo visto, costaba recordar los defectos de un ser amado que había muerto. En caso de divorcio, lo único que uno recordaba eran los problemas y, con el tiempo, los defectos recordados no hacían más que agravarse. Cuando el cónyuge moría, lo único que recordabas eran las cosas buenas, que con el tiempo no hacían más que mejorar, lo cual acentuaba en gran medida la crueldad de la ausencia. Matt compadecía a Ophélie.

Aquella noche hablaron durante largo rato acerca de sus respectivas infancias, sus matrimonios y sus hijos. A Ophélie se le encogía el corazón cada vez que pensaba en la distancia de Matt respecto a sus hijos, y al oírlo hablar de ello y ver la expresión de sus ojos comprendía a la perfección el precio que había pagado. El riesgo de perder la cordura en un momento dado y, más adelante, la fe en la raza humana, el deseo de estar con gente, sobre todo con una mujer. Era un precio muy alto por dos hijos y un matrimonio que se había roto diez años antes. Ophélie sospechaba que su ex mujer le había robado a los niños, con toda probabilidad mediante una hábil manipulación. Costaba creer que sin su insistencia y sus prejuicios, unos niños de esa edad pudieran haber decidido no ver a su padre. Tenía que haber juego sucio, aunque Matt no habló más de ello ni parecía en guerra con su ex. Por lo que a él respectaba, había perdido esa guerra y, al menos de momento, no había nada que hacer. Solo le cabía esperar volver a ver a sus hijos algún día. Era una esperanza vaga en la que a veces pensaba, pero que ya no determinaba su vida. Vivía al día y se conformaba con su espartana existencia en la playa. Safe Harbour era su refugio.

A punto ya de marcharse, Matt le hizo una pregunta que había querido formularle toda la velada.

– ¿Le gusta navegar, Ophélie? -inquirió con cautela y expresión esperanzada.

Aparte del arte, la navegación siempre había sido una de sus pasiones, y además casaba a la perfección con su naturaleza solitaria.

– Hace años que no navego, pero antes me encantaba. De niña navegaba cada verano en la Bretaña, y también en Cape Cod cuando iba a la universidad.

– En la laguna tengo anclado un pequeño velero con el que salgo de vez en cuando. Me encantaría que me acompañara algún día si le apetece. Es un barco muy sencillo de madera que yo mismo restauré cuando me trasladé aquí.

– Me gustaría verlo y también salir a navegar con usted algún día -aseguró Ophélie con entusiasmo.

– La llamaré la próxima vez que salga -prometió Matt, complacido al saber que le gustaba navegar.

Ya tenían otra cosa en común, e intuía que sería divertido salir en barco con ella. Era una mujer vivaz, inteligente y enérgica, y su mirada se había iluminado cuando mencionó el velero.

Ophélie y Ted habían salido a navegar un par de veces por la bahía con amigos, pero a su marido nunca le había hecho demasiada gracia. Siempre se quejaba del frío y de la humedad, además de que se mareaba. No era el caso de Ophélie y, aunque no se lo comentó a Matt, era una marinera avezada.

Pasaba la medianoche cuando Matt se marchó. Había sido una velada muy agradable para ambos. Los dos necesitaban con desesperación contacto humano, si bien no eran conscientes de ello. Los dos necesitaban un amigo y lo habían encontrado en el otro. Era la única clase de relación en la que aún confiaban, la amistad. Pip les había hecho un gran favor al presentarlos.

En cuanto Matt se fue, Ophélie apagó las luces, entró sin hacer ruido en la habitación de Pip y sonrió al verla en su cama. Mousse dormía al pie de la cama y ni se movió siquiera cuando Ophélie se acercó. Alisó los suaves rizos rojizos de su hija y se inclinó para besarla. Aquella noche había quedado desmantelada otra pieza del robot, y muy despacio resurgía la mujer que había sido.

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