Capítulo 15

Tres días después de su agradable cena con Matt, Ophélie se enfrentó a un desafío que había temido durante bastante tiempo. Tras cuatro meses de apoyo, la terapia de grupo tocaba a su fin. Se consideraba una especie de «graduación» y se hablaba de «entrar de nuevo» en el mundo al ritmo de cada uno. La última sesión tenía cierto aire festivo, pero la perspectiva de perder a los compañeros de grupo, el apoyo y la intimidad compartida durante tanto tiempo provocó el llanto de casi todos aquel último día, incluida Ophélie.

Se abrazaron y prometieron mantenerse en contacto, intercambiaron direcciones y números de teléfono, y cada uno habló de sus planes. El señor Feigenbaum salía con una mujer de setenta y ocho años a la que había conocido en clase de bridge, y estaba entusiasmado. Varios de los demás también habían empezado a tener citas, otros planificaban viajes, una mujer había decidido vender su casa tras una larga agonía de indecisión, otra había accedido a irse a vivir con su hermana, y un hombre que a Ophélie no le caía demasiado bien se había reconciliado por fin con su hija después de la muerte de su esposa y una guerra familiar de casi treinta años. Casi todos ellos tenían aún mucho camino por recorrer y muchos ajustes que hacer en sus vidas.

El mayor logro de Ophélie, al menos a primera vista, era su trabajo de voluntaria en el centro Wexler. Su actitud había mejorado, el agujero negro en el que aún caía a veces, el que todos comentaban y temían, ya no era tan profundo, los períodos de desesperación se acortaban… No obstante, sabía bien, al igual que todos los demás, que su lucha por adaptarse a la pérdida sufrida no había terminado. Tan solo se sentían mejor que al principio, y en concreto Ophélie había adquirido herramientas más eficaces para afrontar sus problemas. Era lo mejor que podía esperar, y en algunos aspectos le parecía suficiente.

A pesar de ello, se sintió abrumada por la tristeza y de nuevo por el sentimiento de pérdida al despedirse de Blake, y al recoger a Pip en la escuela se pintaba en su rostro la expresión más afligida.

– ¿Qué pasa, mamá? -preguntó Pip, angustiada.

Había visto aquella expresión demasiadas veces y constantemente tenía miedo de que la autómata volviera para sustituir a su madre, como había sucedido durante casi un año. No quería que eso sucediera, porque se había sentido abandonada durante diez meses tras la muerte de su padre y su hermano.

– Nada -aseguró Ophélie, pues le daba vergüenza reconocer su tristeza-. Supongo que es una tontería, pero la terapia ha terminado hoy y voy a echarla de menos. Algunos de mis compañeros eran muy simpáticos y, aunque siempre me quejaba, creo que me ha ayudado.

– ¿No podrías volver? -preguntó Pip, aún preocupada.

No le gustaba nada la expresión de su madre; le resultaba demasiado familiar. También recordaba las veces que había visto la misma mirada en los ojos de Chad, aquella aflicción vidriosa, oscura, vaga e innombrable que parecía no tener fondo y dejaba a su víctima paralizada por el letargo, la indiferencia y el dolor. Pip quería hacer algo para evitarla antes de que echara raíces en el alma de su madre, pero no se le ocurría nada, como siempre.

– Podría unirme a un grupo distinto si me hace falta, pero este se ha disuelto -comentó con voz desesperanzada mientras regresaban a casa.

– Pues quizá deberías hacerlo -insistió Pip, presa del pánico.

– Estaré bien, Pip, te lo prometo.

Su madre le dio una palmadita en la mano y siguió conduciendo en silencio. En cuanto llegaron a casa, Pip subió al despachito que ya nadie usaba y llamó a Matt. Aquel día llovía, por lo que estaba trabajando en su retrato en lugar de pintar en la playa. A medida que avanzara el invierno, pintaría en casa con mayor frecuencia, pero el tiempo seguía siendo bastante bueno, a excepción de ese día.

– Tiene un aspecto horrible -informó Pip en voz baja.

Rezó por que su madre no descolgara algún otro teléfono de la casa. Había pulsado el botón de confidencialidad, pero no sabía a ciencia cierta si funcionaba.

– Estoy asustada, Matt -reconoció, y él se alegró de que lo hubiera llamado-. El año pasado creía que… bueno, que… Algunos días, mamá ni siquiera se levantaba de la cama ni se peinaba… nunca comía… se pasaba la noche despierta, no me hablaba…

Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras hablaba con él, y sus palabras atravesaron el corazón de Matt como dagas. Las compadecía a ambas.

– ¿Y ahora también hace esas cosas? -inquirió, preocupado.

El sábado la había visto bien, pero nunca se sabía; a menudo la gente ocultaba sus sentimientos. A veces las personas más desesperadas silenciaban su dolor con consecuencias nefastas, y Matt no sabía si Ophélie pertenecía a ese grupo. Pip lo sabría mejor que él pese a su juventud.

– Aún no -repuso Pip, viendo catástrofes por todas partes-, pero está muy triste -añadió sin dejar de llorar.

– Probablemente le da un poco de miedo perder el apoyo del grupo. Despedirse de él le debe de resultar duro. Las dos habéis perdido mucho.

No le gustaba recordárselo, pero era cierto, y Pip parecía tan adulta que se sentía justificado al tomarse ciertas libertades con ella. En aquel momento sonaba más como una madre que como una hija. Era la clase de conversación que Matt habría esperado sostener con Ophélie acerca de Pip, no a la inversa. La niña había madurado mucho en el último año. Al mes siguiente se cumpliría el primer aniversario de la muerte de su padre y su hermano.

– Creo que debes estar atenta, pero me parece que se pondrá bien. La otra noche me pareció que estaba bien, al igual que las últimas veces en la playa. Probablemente es un proceso con muchos altibajos, pero seguro que pronto estará mejor. Si no es así, iré a veros para comprobar cómo se encuentra.

No creía poder hacer nada, pues en el contexto de su relación, no le correspondía ese papel, pero incluso como amigo tal vez pudiera ayudar o al menos dar apoyo moral a Pip. La niña no había tenido ni eso el año anterior y le estaba muy agradecida, más de lo que él imaginaba y más de lo que ella podía expresar.

– Gracias, Matt -musitó de todo corazón, convencida de que el mero hecho de llamarle ya la había ayudado.

– Llámame mañana para contarme cómo van las cosas. Por cierto, tu retrato está quedando muy bien -añadió con modestia.

– ¡Me muero de ganas de verlo! -exclamó Pip con una sonrisa.

Al cabo de unos minutos colgó. No tenían previsto verse de momento, pero sabía que Matt acudiría si lo precisaba, y ello le transmitía una profunda sensación de amor y apoyo. Era lo que necesitaba de él.

Aquella noche, mientras Ophélie preparaba la cena, aún triste por la pérdida del grupo, sonó el timbre de la puerta. Sobresaltada, se preguntó quién podría ser. No esperaban a nadie, y sabía que Matt no estaba en la ciudad y que Andrea nunca iba sin llamar antes. Se dijo que solo podía ser algún repartidor o quizá Andrea, que por una vez había decidido ir sin avisar. Al abrir la puerta, Ophélie vio a un hombre alto, calvo y con gafas al que no reconoció en un primer momento. Tardó un minuto entero en situarlo; se llamaba Jeremy Atcheson y era un integrante del grupo de terapia que había terminado aquella misma tarde. Fuera de contexto le costó localizar su rostro.

– ¿Sí? -dijo con expresión impasible mientras él miraba el interior de la casa por encima de su hombro.

Y entonces cayó en la cuenta de quién era. Parecía nervioso, y Ophélie no comprendía qué hacía allí. Era una de esas personas anónimas que hablaba poco, y en su opinión siempre había aportado menos al grupo que los demás. Nunca había sentido afinidad alguna hacia él y no recordaba haberle dirigido jamás la palabra, ni dentro ni fuera de la terapia.

– Hola, Ophélie -saludó con el labio superior perlado de sudor.

De repente, Ophélie olió alcohol en su aliento.

– ¿Puedo entrar? -pidió el hombre con una sonrisa nerviosa que a Ophélie se le antojó más bien lasciva.

– Estoy preparando la cena -farfulló Ophélie, consciente de que el hombre se tambaleaba un poco y sin saber qué podía querer de ella.

Sin embargo, sabía que había obtenido su dirección de la lista del grupo que habían distribuido ese mismo día a todos los que querían conservar el contacto con sus compañeros.

– Genial -exclamó Jeremy con osadía y una sonrisa desagradable-. Todavía no he comido. ¿Qué hay para cenar?

Ophélie abrió la boca de par en par ante tamaña grosería, y por un instante creyó que el hombre se limitaría a entrar sin más. Muy despacio, empezó a cerrar la puerta para estrechar la abertura por la que podía colarse. No tenía intención de invitarlo a pasar. Presentía que algo desagradable estaba a punto de ocurrir y quería evitarlo a toda costa.

– Lo siento, Jeremy, pero tengo que dejarte. Mi hija está muerta de hambre, y espero a un amigo de un momento a otro.

Siguió cerrando la puerta, pero Jeremy la detuvo con una mano, y Ophélie advirtió de inmediato que era más rápido y fuerte de lo que había esperado. No sabía si propinarle un puntapié o gritar, pero en la casa no había nadie salvo Pip para ayudarla. Por supuesto, había improvisado la visita del supuesto amigo para disuadirlo. Era una escena incómoda en todos los sentidos, una violación del respeto que el grupo siempre había fomentado.

– ¿A qué viene tanta prisa? -siseó él con expresión lujuriosa.

A todas luces, tenía ganas de empujarla a un lado para pasar, pero no acababa de atreverse. Por fortuna, el alcohol que había consumido ralentizaba sus reflejos, pero oler los vapores procedentes de su boca a escasos centímetros de ella no resultaba tranquilizador.

– ¿Tienes una cita?

– Pues sí.

Y mide metro noventa y cinco y es cinturón negro de kárate, sintió deseos de añadir, pero no se le ocurrió nadie lo bastante formidable ni veloz para detener a Jeremy. Al comprender la situación en que se encontraba, el corazón se le encogió de temor.

– No creo -replicó él-. En la terapia no parabas de decir que no querías salir con nadie nunca más. He pensado que podríamos cenar juntos, a ver si cambias de idea.

Era una presunción ridícula, por supuesto, y grosera en extremo. Además, la estaba asustando de verdad, y Ophélie no sabía cómo manejarlo. No se hallaba en una situación semejante desde la universidad; en cierta ocasión, un par de borrachos se habían colado en su residencia, y había pasado un miedo horroroso hasta que la encargada de planta los vio y llamó a seguridad para que los echara. Pero ahora no había encargada de planta que pudiera acudir en su ayuda, tan solo estaba Pip.

– Has sido muy amable al pasar por aquí -dijo en tono cortés mientras se preguntaba si tendría suficiente fuerza para cerrarle la puerta en las narices, aunque era consciente de que podía romperle el brazo en el intento-. Pero tendrás que marcharte.

– De eso nada, y además tú no quieres que me vaya, ¿verdad, cariño? ¿De qué tienes miedo? La terapia ha terminado, podemos salir con quien queramos. ¿O es que te asustan los hombres? ¿Eres bollera?

Estaba más borracho de lo que Ophélie había creído, y de repente comprendió que corría auténtico peligro. Si Jeremy entraba en la casa, podía hacerles daño a ella o a Pip. Esa idea le infundió la fuerza que necesitaba, y sin previo aviso lo empujó con una mano mientras con la otra cerraba la puerta de golpe. En aquel momento, Mousse apareció en lo alto de la escalera y empezó a bajar sin dejar de ladrar. No sabía qué sucedía, pero sí que no era nada bueno, y estaba en lo cierto. Ophélie puso la cadena de seguridad con dedos temblorosos. Al otro lado de la puerta, Jeremy la maldecía y gritaba obscenidades.

– ¡Maldita zorra! ¿Te crees demasiado buena para mí?

Ophélie permaneció junto a la puerta sin dejar de temblar, sintiéndose más atemorizada y vulnerable de lo que se había sentido en muchos años. De repente recordó que Jeremy iba a terapia por la muerte de su hermano gemelo y que por lo visto no lograba sobreponerse a la rabia. Su hermano había muerto atropellado por un conductor que se había dado a la fuga. Cuando le prestaba atención en las sesiones, algo poco habitual, Ophélie tenía la sensación de que la muerte de su gemelo lo había quebrado, y, desde luego, añadir el alcohol a la tragedia no le había ayudado. Tenía la impresión de que si hubiera logrado entrar en la casa, podría haberles hecho algo terrible a ella o a Pip.

Sin saber qué otra cosa hacer, tomó la misma decisión que Pip horas antes y llamó a Matt. Le contó lo sucedido y le preguntó si creía que debía llamar a la policía.

– ¿Sigue allí ese tipo? -preguntó Matt, muy alterado por el episodio.

– No, lo he oído marcharse en coche mientras marcaba tu número.

– Pues lo más probable es que no pase nada, pero yo que tú llamaría al conductor del grupo. A lo mejor puede llamar a ese hombre y decirle algo. Probablemente solo estaba borracho, pero lo que ha hecho está fatal. Parece un chiflado.

O peor aún, un violador, añadió mentalmente, aunque sin expresarlo.

– Solo es un borracho, pero me ha dado un susto de muerte. Pensaba que si entraba le haría daño a Pip.

– O a ti. Por el amor de Dios, no abras la puerta a ningún desconocido.

De repente, Ophélie le parecía extremadamente vulnerable y desamparada. Sin lugar a dudas, era una mujer capaz, como había demostrado durante el rescate del surfista, pero también era hermosa y vivía sola con una niña, lo cual ponía de relieve para ambos los peligros que entrañaba su situación.

– Que el director del grupo le cante las cuarenta y le diga que la próxima vez llamarás a la policía para que lo detengan por acoso. Y si vuelve esta noche, llama a la policía enseguida y luego a mí. Si estás muy preocupada puedo dormir en el sofá. No me importa venir.

– No -replicó ella, ya más serena-. Estoy bien. Es que ha sido muy raro y por un momento me he asustado. Ese tipo debe de haberse montado historias raras sobre mí durante toda la terapia. Es una sensación desagradable, por expresarlo con delicadeza.

Estar sola ya era duro, pero que personas como Jeremy intentaran irrumpir en su casa era más que inquietante. Su vulnerabilidad era uno de los males de su nueva situación, pero lo único que podía hacer al respecto era andarse con cuidado y estar alerta. Sabía que no podía esperar que Matt se convirtiera en su guardaespaldas, ni él ni nadie. Tenía que aprender a manejar sola aquellas situaciones. Lamentaba más que nunca que la terapia hubiera terminado. Le habría gustado comentar con sus compañeros el modo de afrontar aquellas cosas. Dio las gracias a Matt por su apoyo y sus buenos consejos, y en cuanto colgó llamó a Blake Thompson, que se alteró mucho. Prometió llamar a Jeremy al día siguiente, en cuanto se hubiera serenado, y echarle una bronca no solo por violar la confianza sagrada del grupo, sino también por abusar de ella. Ophélie parecía más calmada cuando Matt la llamó después de cenar para saber cómo estaba. No le había dicho nada a Pip que pudiera asustarla. Le había asegurado que el hombre era inofensivo y que aquel incidente no significaba nada, lo cual a buen seguro era cierto. Ophélie estaba convencida de que era un episodio aislado, aunque aun así la había trastornado. Pero incluso Pip experimentó alivio al comprobar que su madre estaba menos ausente durante la cena y que a la mañana siguiente, al salir de casa para llevarla a la escuela y luego ir al centro Wexler, parecía encontrarse bien.

Al cabo de un rato, Blake la llamó para contarle que había hablado con Jeremy para amenazarlo con una orden de alejamiento si volvía a acercarse a ella. Le dijo que Jeremy se había echado a llorar y reconocido que después de la última sesión había ido derecho a un bar, donde estuvo bebiendo hasta que apareció en su puerta. Haría unas cuantas sesiones de terapia individual con Blake y había pedido a este que se disculpara ante Ophélie en su nombre. El director señaló que no creía que el incidente se repitiera, pero en cualquier caso había sido una lección para ella; debía aprender a ser más cuidadosa y cauta con los desconocidos e incluso con personas a las que conocía tangencialmente. Había un mundo entero ahí fuera, un nuevo mundo poblado de males a los que jamás se había enfrentado como mujer casada. No era una perspectiva halagüeña.

Dio las gracias a Blake por encargarse de todo, volvió a concentrarse en el trabajo y al poco olvidó el asunto. Por la tarde, al volver a casa, encontró una carta de disculpa de Jeremy sobre el felpudo. En ella le aseguraba que no volvería a molestarla. Por lo visto, cada uno tenía un modo distinto de afrontar la desestabilización que suponía perder el apoyo del grupo, solo que el suyo daba un poco más de miedo que otros. En cualquier caso, todo el asunto le hizo ver que no era la única persona asustada y deprimida por el fin de la terapia. Dejar de contar con el grupo significaba un cambio importante, una pérdida. Ahora tenía que enfrentarse al mundo, como todos los demás, e intentar aplicar lo que había aprendido.

Ophélie olvidaba sus problemas en cuanto ponía los pies en el centro. Estaba tan ocupada hasta las tres de la tarde que apenas tenía tiempo de respirar. Le encantaba su trabajo y todo lo que aprendía. Aquel día en particular se encargó de dos ingresos. Uno de ellos era un matrimonio con dos hijos procedentes de Omaha que lo habían perdido todo. No tenían recursos suficientes para vivir, comer, pagar el alquiler ni cuidar de los niños, y ambos padres habían perdido sus empleos. No tenían a quien recurrir, pero luchaban con ahínco por salir a flote. El centro hacía cuanto podía con ellos, consiguiendo que les otorgaran cupones de alimentos, tramitándoles el paro y matriculando a sus hijos en la escuela. En el espacio de una semana se mudarían a un albergue permanente, y parecía que, con ayuda del centro, lograrían conservar a sus hijos, lo cual no era poco. A Ophélie le rompió el corazón escuchar su historia y hablar con su hija, que tenía la edad de Pip. Costaba imaginar cómo podía alguien llegar a aquellos extremos, pero su situación le recordó de nuevo cuan afortunadas eran ella y Pip. ¿Y si Ted las hubiera dejado en la calle al morir? No alcanzaba siquiera a imaginarlo.

El segundo ingreso fue el de una madre con su hija. La madre tenía treinta y tantos años y era alcohólica, mientras que la hija contaba diecisiete y era drogadicta. La hija sufría convulsiones, ya fuera a causa de las drogas o bien por otro motivo, y ambas vivían en la calle desde hacía dos años. La situación se veía empeorada aún más por el hecho de que la chica estaba embarazada de cuatro meses. Un cuadro sobrecogedor, en suma. Miriam y uno de los trabajadores sociales profesionales intervinieron para conseguirles un programa de desintoxicación, atención médica y cuidado prenatal para la hija. Aquella misma noche se trasladaron a otro centro, y a la mañana siguiente iniciarían la desintoxicación.

A finales de semana, Ophélie tenía la cabeza como un bombo, pero estaba encantada. Jamás se había sentido tan útil ni humilde. Estaba presenciando y aprendiendo cosas que resultaban difíciles de imaginar hasta que las veías u oías. Docenas de veces al día se sentía tentada de esconder el rostro entre las manos y romper a llorar, pero sabía que no podía hacerlo. No podías revelar a los clientes cuan trágica o desesperada te parecía su situación. En la mayoría de los casos costaba visualizar que algún día lograrían salir del pozo, pero algunos lo conseguían. Y salieran o no, Ophélie, como todos los demás en el centro, estaba allí para hacer cuanto estuviera en su mano para ayudarlos. La conmovía de tal modo todo lo que experimentaba que su mayor pena, cuando volvía a casa, era no poder compartirlo todo con Ted. Le gustaba pensar que habría reaccionado con fascinación. Lo que hacía en cambio era contar lo que le parecía razonable a Pip, sin asustarla indebidamente. Algunas historias eran demasiado deprimentes o escabrosas. Aquella semana, un indigente había muerto junto a la puerta del centro cuando se disponía a entrar, víctima del alcoholismo, insuficiencia renal y malnutrición. Tampoco eso se lo contó a Pip.

El viernes por la tarde, Ophélie ya estaba convencida de que había tomado la decisión acertada, una opinión avalada por sus consejeros, supervisores y compañeros. A todas luces sería un activo para el centro, y por primera vez en un año la embargaba la sensación de que su vida tenía sentido.

Cuando estaba a punto de marcharse, Jeff Mannix, del equipo de asistencia nocturna, pasó junto a ella para tomarse un café.

– ¿Qué tal estás? ¿Has tenido una semana muy ocupada? -le preguntó con una sonrisa.

– Pues sí, aunque no tengo con qué compararlo. Pero si la cosa se anima aún más, puede que tengamos que cerrar las puertas para evitar una avalancha.

– Cierto -convino Jeff antes de tomar un sorbo de café humeante.

Se disponía a verificar el material, pues habían añadido varios productos médicos y de higiene a los que solían ofrecer en la calle. Por regla general, no llegaba al centro hasta las seis y trabajaba hasta las tres de la madrugada. Era evidente que adoraba su trabajo.

Hablaron unos instantes del hombre que había muerto delante del centro el miércoles. Ophélie aún no se había sobrepuesto.

– Detesto reconocerlo, pero veo cosas así tan a menudo en la calle que ya no me sorprende. No te imaginas la cantidad de veces que intento despertar a alguien y cuando le doy la vuelta… ya se ha ido. Y no solo hombres, también mujeres.

Pero lo cierto era que en las calles vivían más hombres que mujeres. Las mujeres eran más proclives a acudir a los albergues, si bien Ophélie también había escuchado historias de terror al respecto. Dos de las mujeres cuyo ingreso había tramitado aquella semana le contaron que las habían violado en sendos albergues, lo que al parecer no era infrecuente.

– Crees que acabarás acostumbrándote -masculló Jeff con aire sombrío-, pero no es así -aseguró antes de mirarla con interés, pues llevaba toda la semana oyendo hablar bien de ella-. Bueno, ¿cuándo saldrás con nosotros? Has trabajado con todo el mundo menos con nosotros. Tengo entendido que eres un genio con los ingresos y el abastecimiento, pero no habrás visto nada hasta que no salgas con Bob, Millie y conmigo. ¿O es demasiada realidad para ti?

Era un desafío, y a todas luces esa era la intención de Jeff. Respetaba a todos sus compañeros, pero tanto él como los otros dos integrantes del equipo consideraban que su misión era la más importante del centro. Corrían un gran riesgo y prestaban más ayuda inmediata en una sola noche que el centro en una semana entera, y Jeff estaba convencido de que Ophélie debía ver lo que hacían.

– No sé si sería de mucha utilidad -confesó Ophélie-; soy bastante cobarde. Dicen que sois los héroes del lugar. Probablemente estaría demasiado asustada para salir de la furgoneta.

– Puede que durante los primeros cinco minutos, pero luego te olvidas y haces lo que tienes que hacer. A mí me parece que los tienes bien puestos.

Corría el rumor de que Ophélie tenía dinero, aunque nadie lo sabía con seguridad. En cualquier caso, sus zapatos parecían caros, llevaba ropa muy pulcra, limpia y bien cortada, y además vivía en Pacific Heights. No obstante, trabajaba de firme como los demás, incluso más, según Louise.

– ¿Qué haces esta noche? -insistió Jeff, y Ophélie se sintió algo atosigada e intrigada a un tiempo-. ¿Tienes una cita? -preguntó sin rodeos.

Pero pese a su agresividad, Ophélie lo apreciaba. Era joven, sano y fuerte, y sin lugar a dudas le apasionaba su trabajo. Alguien le había contado que en cierta ocasión habían estado a punto de apuñalarlo en la calle, pero que no dudó en salir otra vez al día siguiente. Temerario quizá pero también admirable, en su opinión. Estaba dispuesto a jugarse la vida por lo que hacía.

– No tengo citas -repuso con sinceridad-. Vivo con mi hija y estaré en casa con ella. De hecho, le he prometido llevarla al cine.

Aquel fin de semana no tenían otros planes, salvo el primer partido de fútbol de Pip, que se disputaba al día siguiente.

– Pues llévala mañana. Quiero que nos acompañes esta noche. Ayer Millie y yo hablamos del tema. Deberías ver lo que hacemos, al menos una vez. Tu vida cambiará para siempre.

– Sobre todo si resulto herida -replicó Ophélie sin ambages-, o si me matan. Soy la única persona que mi hija tiene en el mundo.

– Vaya -masculló él con el ceño fruncido-. Pues a mí me parece que tú necesitas algo más en la vida, Opie.

Su nombre le parecía bonito, pero imposible de pronunciar, tal como había bromeado al conocerla.

– Venga, cuidaremos de ti. ¿Qué me dices?

– No tengo con quien dejarla -dijo Ophélie, tentada, pero también asustada, porque el desafío era difícil de resistir.

– ¿Con once años? -exclamó Jeff con aire exasperado.

Le dedicó una sonrisa de oreja a oreja que le iluminó el oscuro rostro. Era un hombre extremadamente apuesto, de metro noventa, que había pasado nueve años en los cuerpos especiales de la Marina.

– Joder, yo a su edad cuidaba de mis cinco hermanos y me dedicaba a sacar a mi vieja de la cárcel cada semana. Era prostituta.

Sonaba a estereotipo, pero era cierto. Lo que Jeff no le mencionó, aunque Ophélie lo sabía por otras personas, era su extraordinaria calidad humana y la familia que había criado. Uno de sus hermanos había estudiado en Princeton gracias a una beca, otro en Yale. Ambos eran abogados, su hermano menor estudiaba medicina, otro era un activista dedicado a la violencia urbana y el quinto tenía cuatro hijos y estaba a punto de presentarse al Congreso. Jeff era un hombre excepcional y muy persuasivo. Ophélie contempló muy en serio la posibilidad de acompañarlos pese a que había jurado no hacerlo nunca; le parecía demasiado peligroso.

– Venga, guapa, danos una oportunidad. Después de salir una noche con nosotros no querrás volver a sentarte a tu mesa nunca más. Nosotros somos lo más guay de este sitio, la razón de ser del centro. Salimos a las seis y media; no faltes.

Era más una orden que una invitación, de modo que Ophélie prometió que haría lo que pudiera. Seguía pensando en ello media hora más tarde, al recoger a Pip de la escuela, y durante el trayecto a casa estuvo muy callada.

– ¿Estás bien, mamá? -inquirió Pip con su habitual preocupación.

Ophélie le aseguró que sí y, tras observarla con mayor detenimiento, Pip concluyó que era cierto, porque a aquellas alturas ya conocía todas las señales de alarma. Ahora tan solo parecía distraída, no deprimida ni retraída.

– ¿Qué has hecho hoy en el centro?

Como de costumbre, Ophélie le dio la versión abreviada y luego subió a hacer una llamada desde su dormitorio. La mujer que limpiaba la casa varias veces por semana dijo que podía cuidar de Pip aquella noche, y Ophélie le pidió que fuera a las cinco y media. No sabía cómo reaccionaría Pip y no quería desilusionarla, pero Pip prefería ir al cine el sábado, porque al día siguiente tenía partido y no quería estar demasiado cansada. Ophélie le explicó que el centro organizaba una actividad en la que le apetecía participar, y la niña respondió que le parecía estupendo. Se alegraba de que su madre hiciera algo que le gustaba; era infinitamente mejor que quedarse encerrada en su habitación el día entero o pasar las noches en vela deambulando por la casa con expresión angustiada, como el año anterior.

Tal como había prometido, Alice, la señora de la limpieza, se presentó a las cinco y media en punto, y cuando Ophélie salió Pip estaba mirando la tele. Ophélie llevaba téjanos, un jersey grueso, un anorak de esquí que había encontrado en el fondo de su armario y botas de senderismo que no se había puesto en varios años. Asimismo, cogió una gorra de punto y un par de guantes por si hacía mucho frío, tal como le había advertido Jeff. Las noches de San Francisco eran frías en cualquier época del año, a veces sobre todo en verano, y el tiempo había refrescado en las últimas semanas. Sabía que el equipo llevaba rosquillas, bocadillos y termos de café, y que a veces paraban en McDonald's a media noche para repostar. Estaba preparada para cualquier eventualidad, pero cuando aparcó cerca del centro, advirtió que el corazón le latía desbocado. Cuando menos, la noche sería interesante, quizá la más interesante de su vida, y sabía que si Matt, Andrea o Pip estuvieran al corriente habrían intentado disuadirla o se habrían muerto de miedo por ella. También Ophélie estaba asustada, a decir verdad.

Al entrar en el garaje situado detrás del centro vio a Jeff, Bob y Millie cargando las furgonetas. Ponían cajas y bolsas de lona en la caja de una de ellas, mientras que en la otra iban los sacos de dormir y la ropa donada. Jeff sonrió complacido al verla.

– Vaya, vaya, vaya… Hola, Opie, bienvenida al mundo real.

Ophélie no sabía si se trataba de un cumplido o de una mofa, pero, en cualquier caso, el joven parecía contento de verla, y también Millie le sonrió.

– Me alegro de que hayas podido venir -la saludó en voz baja antes de seguir cargando.

Tardaron media hora más en acabar de cargar, ayudados por Ophélie. Resultaba muy cansado, y eso que el trabajo auténtico aún no había empezado. En cuanto terminaron, Jeff le dijo que fuera con Bob en la segunda furgoneta.

El alto y callado asiático le indicó el asiento del acompañante, porque había desmontado todos los demás para dar cabida a los suministros.

– ¿Estás segura de que quieres hacer esto? -le preguntó con calma mientras arrancaba.

Conocía a Jeff y su modo de persuadir a la gente, y admiraba a Ophélie por acompañarlos; desde luego, tenía redaños. No tenía por qué unirse al equipo, no tenía nada que demostrar a nadie. Parecía proceder de una vida distinta, pero la respetaba por presentarse, por estar dispuesta a exponerse e incluso a arriesgar la vida.

– No tienes ninguna obligación, ¿sabes? Nos llaman los vaqueros del centro y estamos un poco locos. Nadie te considerará cobarde si te rajas.

Le estaba brindando la oportunidad de dejarlo correr antes de que fuera demasiado tarde; le parecía justo, porque Ophélie no sabía lo que le depararía la noche.

– Jeff sí me considerará cobarde -puntualizó ella con una sonrisa.

– Puede -convino Bob con una carcajada-, pero ¿qué más da? A quién coño le importa. ¿Qué, Opie, te vienes o te quedas? Decidas lo que decidas, no pasa nada.

Ophélie meditó unos instantes y miró a Bob de hito en hito. Por fin respiró hondo, a punto de dar marcha atrás, y al mirarlo de nuevo se dio cuenta de que se sentía a salvo con él. No lo conocía de nada, pero presentía que podía confiar en él, y estaba en lo cierto. En aquel momento sonó el claxon de la otra furgoneta. Jeff empezaba a impacientarse y no entendía a qué se debía la demora.

– ¿Vienes o te quedas? -insistió Bob.

Ophélie espiró despacio sin apartar la vista de él.

– Voy -brotó de sus labios.

– ¡Genial! -exclamó Bob con una sonrisa de oreja a oreja. Pisó el acelerador, y las dos furgonetas cargadas hasta los topes salieron del garaje. Eran las siete de la tarde.

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