Capítulo 4

El jueves volvió a amanecer brumoso, y Pip todavía estaba medio dormida cuando su madre se fue a la ciudad. Ophélie tenía que ir a ver al abogado antes de la terapia de grupo, por lo que debía salir antes de las nueve. Amy preparó el desayuno para Pip y luego se colgó del teléfono, como de costumbre, mientras Pip miraba dibujos animados en la tele. Era casi la hora de comer cuando decidió bajar a la playa. Llevaba toda la mañana impaciente por ir, pero temía que si iba demasiado temprano no vería a Matthew. Le parecía más probable que el pintor bajara por la tarde.

– ¿Adónde vas? -preguntó Amy, responsable por una vez, al ver que Pip bajaba a la arena desde la terraza.

Pip se volvió hacia ella con expresión inocente.

– A la playa con Mousse.

– ¿Quieres que te acompañe?

– No, gracias -repuso Pip.

Amy volvió a concentrarse en el teléfono, convencida de haber cumplido con su obligación para con Ophélie. Al cabo de unos instantes, la niña y el perro corrían por la playa.

Había corrido largo rato cuando por fin lo divisó. Estaba en el mismo lugar, sentado en el taburete plegable y trabajando ante el caballete. Oyó a Mousse ladrar a lo lejos y se volvió para mirarla. La había echado de menos el día anterior y sintió un gran alivio al ver su carita morena y sonriente.

– Hola -lo saludó Pip como si fueran viejos amigos.

– Hola, ¿cómo estáis tú y Mousse?

– Bien. Quería venir antes, pero tenía miedo de no encontrarlo si venía demasiado pronto.

– Llevo aquí desde las diez.

Al igual que Pip, Matt había temido no encontrarla. Había esperado aquella mañana con tanta impaciencia como ella, pese a que ninguno de los dos había prometido acudir. Sencillamente querían estar, que era la mejor opción.

– Ha pintado otra barca -observó Pip, escudriñando detenidamente el cuadro-. Me gusta, es bonita.

Era una barquita de pesca roja navegando a lo lejos, cerca del horizonte, que confería vida a la pintura. Le gustó de inmediato, y Matthew se sintió satisfecho.

– ¿Cómo consigue imaginarlas tan bien? -inquirió Pip con admiración mientras Mousse desaparecía entre la maleza de las dunas.

– He visto muchas barcas -explicó Matt con una sonrisa cálida.

El pintor le caía bien. Muy bien, de hecho, y no le cabía la menor duda de que era su amigo.

– Tengo un pequeño velero en la laguna. Algún día te lo enseñaré.

Era una embarcación pequeña y vieja, pero Matt la adoraba, una antigua barca de madera con la que salía a navegar solo siempre que tenía ocasión. Le gustaba navegar desde que tenía la edad de Pip.

– ¿Qué hiciste ayer?

Le gustaba saber cosas de ella, mirarla. Tenía cada vez más ganas de dibujarla, pero también le gustaba hablar con ella, lo que no era típico de él.

– Vino a vernos mi madrina con su hijo. Tiene tres meses, se llama William y es una monada. Mi madrina me deja cogerlo en brazos, y se ríe mucho. No tiene padre -anunció en tono prosaico.

– Qué lástima -repuso Matthew con cautela, interrumpiendo su trabajo para disfrutar de la conversación-. ¿Qué pasó?

– No está casada. Sacó el bebe de un banco de algo, no sé, algo muy complicado. Mi madre dice que no tiene importancia. Simplemente no tiene padre y ya está.

Matthew comprendía el asunto mejor que ella y quedó intrigado. Le parecía algo muy moderno. Él aún creía en el matrimonio tradicional, en la estructura de padres y madres, si bien era muy consciente de que la vida no siempre iba por aquellos derroteros. Pero por lo general, era un buen punto de partida. Se preguntó de nuevo qué sucedería con el padre de Pip, pero tenía la sensación de que no vivía con él, y lo cierto era que le daba miedo preguntárselo. No quería trastornarla de forma innecesaria ni inmiscuirse en sus asuntos. Su amistad en ciernes parecía basarse en cierta discreción o delicadeza que casaba con el carácter de ambos.

– ¿Te apetece dibujar? -le preguntó mientras la observaba.

Era como un duendecillo tan esbelto y liviano que a veces daba la impresión de que sus pies flotaban sobre la arena de la playa.

– Sí, por favor -asintió con su cortesía habitual.

Matthew le alargó cuaderno y lápiz.

– ¿Qué vas a dibujar hoy? ¿Otra vez a Mousse? Ahora que ya sabes dibujar las patas traseras, te resultará más fácil -comentó Matthew con espíritu práctico.

Pip se quedó mirando el cuadro con aire pensativo.

– ¿Cree que podría dibujar una barca? -preguntó, dubitativa, pues se le antojaba muy osado.

– No veo por qué no. ¿Quieres intentar copiar las mías? ¿O prefieres dibujar un velero? Puedo dibujarte uno si quieres.

– Puedo copiar las barcas de su cuadro, si no le importa.

Como era habitual en ella, no quería ocasionar molestias. Estaba acostumbrada a no remover las cosas ni causar problemas. Siempre había sido cautelosa con su padre, lo cual la había beneficiado, porque nunca se enfadaba con ella tanto como con Chad. Aunque a decir verdad, en la mayoría de los casos, sobre todo cuando se mudaron a una casa más grande, apenas le prestaba atención. Por aquel entonces trabajaba en un despacho, volvía a casa tarde y viajaba mucho. Incluso había aprendido a pilotar un avión. La había llevado a dar una vuelta en su avioneta varias veces en los primeros tiempos e incluso le había permitido llevarse al perro con el permiso de Chad. Mousse siempre se había portado muy bien.

– ¿Ves bien desde ahí? -le preguntó Matthew.

Pip asintió desde donde estaba sentada, cerca de sus pies. Matthew llevaba un bocadillo; ese día había decidido comer en la playa por si Pip se presentaba a la hora del almuerzo, porque quería verla. Sin levantarse del taburete, le ofreció la mitad del bocadillo.

– No, gracias, señor Bowles, y sí, veo bien.

– Llámame Matt -pidió Matthew, sonriendo ante la cortesía que demostraba la pequeña-. ¿Has comido ya?

– No, pero no tengo hambre, gracias.

Al cabo de unos instantes, mientras dibujaba, un dato sorprendente asaltó la mente de Pip. Le resultaba más fácil hablar con él si no lo miraba y se concentraba en dibujar la barca.

– Mi madre nunca come… o muy pocas veces. Ha adelgazado mucho.

A todas luces, Pip estaba preocupada por ella, y Matt se sintió intrigado.

– ¿Cómo es eso? ¿Ha estado enferma?

– No, solo triste.

Siguieron dibujando un rato en silencio, pues Matt se negaba a insistir. Imaginaba que la niña le contaría lo que quisiera cuando estuviera preparada y no tenía intención alguna de presionarla. Su amistad parecía flotar en el espacio, ajena al tiempo, y se sentía como si la conociera desde hacía mucho. Por fin se le ocurrió formular la pregunta evidente.

– ¿Tú también has estado triste?

Pip asintió sin decir nada y sin alzar la mirada del dibujo. Esta vez, Matt renunció adrede a preguntarle la razón. Percibía que la atormentaban recuerdos dolorosos y tuvo que contener el impulso de alargar la mano para tocarle el cabello o la mano. No quería asustarla ni dar la impresión de que se tomaba libertades inapropiadas.

– Y ahora ¿cómo estás? -inquinó en cambio, pues le parecía la alternativa más inocua.

Esta vez, Pip sí levantó la mirada hacia él.

– Mejor. Se está bien aquí en la playa, y creo que mi madre también está mejor.

– Me alegro. Puede que pronto vuelva a comer.

– Es lo que dice mi madrina. También está muy preocupada por mi madre.

– ¿Tienes hermanos, Pip? -le preguntó Matt.

Parecía una pregunta inofensiva, por lo que no estaba preparado para la expresión que se dibujó en el rostro de Pip cuando lo miró. La pena reflejada en aquellos ojos se le clavó en el alma y estuvo a punto de derribarlo del taburete.

– Esto… sí… -balbuceó ella.

Se interrumpió, incapaz de articular palabra por unos instantes, y luego siguió hablando mientras lo miraba con aquellos ojos ambarinos y tristes que parecían arrastrarlo hacia su mundo.

– No… bueno, más o menos… en fin, es difícil de explicar. Mi hermano se llamaba Chad. Tiene quince años… bueno… los tenía… tuvo un accidente en octubre…

Dios mío, Matt se odiaba por haber preguntado, y ahora comprendía por qué su madre estaba tan destrozada y no comía. No alcanzaba a imaginarlo siquiera, pero no podía haber nada peor que perder a un hijo.

– Lo siento muchísimo, Pip… -musitó sin saber qué otra cosa decir.

– No pasa nada. Era muy inteligente, como mi padre.

Lo que dijo a continuación estuvo a punto de acabar con Matt y lo explicaba todo.

– El avión de mi padre se estrelló, y los dos… los dos murieron. Explotó -murmuró con un nudo en la garganta, aunque se alegraba de habérselo contado, porque quería que lo supiera.

Matt se la quedó mirando durante un momento interminable antes de poder seguir hablando.

– Qué tragedia tan espantosa para todos vosotros. Lo siento muchísimo. Tu madre es muy afortunada al tenerte.

– Supongo que sí… -repuso Pip sin convicción-, pero está muy triste y apenas sale de su habitación.

En ocasiones, Pip se había preguntado si su madre estaba aún más triste porque era Chad y no Pip quien había muerto. No había forma de saberlo, pero era inevitable que la asaltara la duda. Su madre se llevaba muy bien con Chad y ahora estaba destrozada por su muerte.

– Yo también estaría muy triste.

Su propia pérdida había estado a punto de asfixiarlo, pero no podía compararse con la de ella. Su situación era mucho más corriente, la clase de circunstancia con la que uno tiene que aprender a vivir. Perder a un marido y a un hijo era un desafío mucho mayor que cualquiera de los que él había afrontado, y no podía imaginar el golpe que habría representado para Pip, sobre todo si su madre estaba deprimida y distante, lo que parecía ser el caso a juzgar por lo que contaba la niña.

– Va a un grupo en la ciudad para hablar de ello, pero no estoy segura de que le sirva de nada. Dice que todos están muy tristes.

A Matt se le antojaba una actividad morbosa, pero sabía que estaba muy en boga eso de acudir a terapias de grupo para superar los problemas. En cualquier caso, la idea de un grupo de personas inmersas en el duelo le resultaba espeluznante, algo que difícilmente podía contribuir a animarte.

– Mi padre era una especie de inventor, hacía cosas con energía. No sé exactamente qué, pero era muy bueno. Al principio éramos pobres, pero cuando yo tenía seis años nos mudamos a una casa muy grande, y él se compró un avión.

Era un resumen conciso e informativo, aunque no daba pistas sobre la profesión de su padre.

– Chad era muy inteligente, como él. Yo me parezco más a mi madre.

– ¿Qué quieres decir con eso? -exclamó Matt, escandalizado por lo que implicaban aquellas palabras, pues Pip era una niña excepcionalmente lista y madura-. Tú también eres inteligente, Pip, y mucho. Seguro que lo has heredado tanto de tu padre como de tu madre.

Daba la impresión de que la niña había quedado relegada a segundo término por un hermano mayor, inteligente y quizá más interesado en la profesión de su padre, fuera la que fuese. Le parecía una actitud clasista y no le gustaba la huella que a todas luces había dejado en ella, la convicción de ser una persona de segunda clase.

– Mi padre y mi hermano se peleaban mucho -añadió Pip sin que viniera a cuento.

Por lo visto, tenía necesidad de hablar con él, aunque si su madre estaba deprimida, lo más probable era que no tuviera en quien confiar, excepción hecha quizá de su madrina.

– Chad decía que lo odiaba, pero no era verdad. Solo lo decía cuando se enfadaba con papá.

– Parece típico de un chico de quince años -observó Matt con una sonrisa afable.

A decir verdad, no tenía experiencia en el asunto, pues llevaba seis años sin ver a su hijo. La última vez que había visto a Robert, el muchacho contaba doce años, y Vanessa diez.

– ¿Tiene usted hijos? -preguntó Pip como si le hubiera leído el pensamiento.

Había llegado el momento de corresponder a su sinceridad con la misma moneda.

– Sí -asintió, aunque sin añadir que llevaba seis años sin verlos, pues le habría resultado demasiado duro explicar el motivo-. Vanessa y Robert. Tienen dieciséis y dieciocho años, y viven en Nueva Zelanda.

Hacía más de nueve años que se habían trasladado. Matt había tardado tres años en desistir; su silencio había acabado por convencerlo.

– ¿Dónde está eso? -inquirió Pip con expresión perpleja.

Nunca había oído hablar de Nueva Zelanda, o quizá alguna vez, pero no recordaba dónde estaba. Quizá en África o algo así, pero no quería parecer ignorante delante de Matt.

– Muy lejos de aquí, se tarda casi veinte horas en avión. Viven en un lugar llamado Auckland. Creo que son bastante felices allí.

Más felices de lo que él podía tolerar o de lo que podía reconocer ante Pip.

– Debe de ser triste para usted tenerlos tan lejos. Seguro que los echa de menos. Yo echo de menos a papá y a Chad -aseguró al tiempo que se enjugaba una lágrima, un gesto que le partió el corazón.

Habían compartido muchas confidencias en su segunda tarde, y llevaban más de una hora sin dibujar nada. A Pip no se le ocurrió en ningún momento preguntarle con cuánta frecuencia los veía, aunque daba por sentado que los veía. No obstante, lamentaba que los tuviera tan lejos.

– Yo también los echo de menos.

Dicho aquello se bajó del taburete para sentarse junto a ella en la arena. Los piececitos de Pip estaban enterrados en ella, y la niña lo miró con una sonrisa triste.

– ¿Qué aspecto tienen? -inquirió, tan intrigada por él como él por ella.

– Robert tiene el pelo oscuro y los ojos castaños como yo, y Vanessa es rubia con ojos azules muy grandes, como su madre. ¿Alguien más en tu familia es pelirrojo como tú?

Pip sacudió la cabeza con una sonrisa tímida.

– Mi padre tenía el pelo oscuro como usted y los ojos azules, igual que Chad. Mi madre es rubia. Mi hermano siempre me llamaba Zanahoria porque tengo las piernas flacas y el pelo rojo.

– Qué simpático -exclamó Matt al tiempo que le alborotaba con delicadeza los cortos rizos rojos-. No tienes aspecto de zanahoria.

– Que sí -replicó ella, orgullosa.

Ahora le gustaba el mote porque le recordaba a Chad. Incluso añoraba sus insultos y su mal genio, al igual que Ophélie añoraba incluso los días más tenebrosos de Ted. Qué curioso las cosas que uno echaba de menos de las personas que se iban.

– Bueno, ¿vamos a dibujar o qué? -preguntó Matt, concluyendo que ya habían intercambiado demasiadas confidencias tristes y que ambos necesitaban un respiro.

Pip adoptó una expresión aliviada. Había querido hablar con él, pero lo cierto era que desahogarse en exceso la entristecía.

– Sí, tengo muchas ganas -aseguró mientras cogía el cuaderno y Matt volvía a sentarse en el taburete.

Durante la siguiente hora, tal vez su conversación se limitó a unos cuantos comentarios agradables e inocuos. Se sentían cómodos en mutua compañía, sobre todo ahora que sabían más el uno del otro, información en buena parte importante.

Mientras Pip se afanaba con su dibujo y Matt continuaba trabajando en su cuadro, el sol se abrió paso entre las nubes, y el viento amainó. Al poco hacía una tarde espléndida, hasta el punto de que dieron las cinco antes de que ambos repararan en lo tarde que era. El tiempo pasado en mutua compañía había volado. Pip pareció muy preocupada cuando Matt le dijo que eran más de las cinco.

– ¿Tu madre ya habrá vuelto? -le preguntó, inquieto.

No quería que la regañaran por una tarde inocente pero productiva. Se alegraba de que hubieran hablado y esperaba haberla ayudado en algún sentido.

– Probablemente. Será mejor que vuelva; puede que se enfade.

– O que se preocupe -añadió Matt.

No sabía si acompañarla para tranquilizar a su madre o si el hecho de que Pip apareciera en casa con un desconocido empeoraría las cosas. En aquel momento echó un vistazo al dibujo de Pip y quedó impresionado.

– Has hecho un trabajo estupendo. Y ahora vuelve a casa. Nos veremos pronto.

– A lo mejor vuelvo mañana si mamá hace la siesta. ¿Estará aquí, Matt?

Se dirigía a él con gran familiaridad, como si en verdad fueran viejos amigos. Lo cierto era que ambos se sentían así después de las confidencias que habían intercambiado. Los pensamientos que habían compartido los había acercado, como debía ser.

– Vengo todas las tardes. Y ahora vete, no sea que te metas en un lío, pequeña.

– No me meteré en ningún lío -aseguró ella.

De repente se detuvo y le sonrió, quieta como un abejorro suspendido en el aire, y acto seguido lo saludó con la mano y echó a correr con Mousse pisándole los talones. Al poco se había alejado mucho, y en una ocasión se volvió para volver a saludarlo con la mano, Matt la siguió con la mirada durante largo rato, hasta que se convirtió en una figura diminuta en el otro extremo de la playa, hasta que por fin solo alcanzaba a distinguir a Mousse correteando de un lado a otro.

Pip llegó a la casa sin aliento, pues había corrido durante todo el camino. Su madre estaba sentada en la terraza, leyendo, y no había ni rastro de Amy. Ophélie alzó la mirada con el ceño fruncido.

– Amy me ha dicho que habías bajado a la playa, pero no te veía por ninguna parte, Pip. ¿Dónde estabas? ¿Has hecho algún amigo?

No estaba enfadada con su hija, pero sí se había inquietado y obligado a no perder la calma. No quería que fuera a casa de desconocidos, una regla que Pip conocía y obedecía. No obstante, Pip también sabía que su madre se preocupaba más ahora que antes.

– Estaba en la otra punta -explicó, extendiendo el brazo con gesto vago hacia el trozo de playa donde había pasado la tarde-. Estaba dibujando una barca y no sabía qué hora era. Lo siento, mamá.

– No vuelvas a hacerlo, Pip. No quiero que vayas tan lejos ni que te acerques a la playa pública. Nunca se sabe quién es esa gente.

Pip sintió ganas de decirle a su madre que algunos eran muy simpáticos, al menos Matt, pero le daba miedo hablar con su madre de su nuevo amigo. Intuía que su madre no lo entendería y estaba en lo cierto.

– La próxima vez quédate más cerca.

Se daba cuenta de que su hija tenía ganas de explorar. Con toda probabilidad, pasar el día entero en casa o pasear sola con el perro por la playa la aburría, pero de todos modos Ophélie estaba preocupada. No pidió ver el dibujo, ni se le pasó por la cabeza siquiera. Pip fue a su habitación y lo colocó sobre la mesa junto al que había hecho del perro. Eran recuerdos de tardes que guardaba como un tesoro y le recordaban a Matt. No estaba encaprichada de él, pero no podía negar que los unía un vínculo especial.

– ¿Qué tal te ha ido el día? -preguntó Pip a su madre al volver a la terraza.

Pero lo cierto era que ya lo sabía. Ophélie parecía cansada, como sucedía a menudo después de las sesiones.

– Bien.

Había ido a ver al abogado para hablar de los bienes de Ted. Todavía quedaban impuestos por pagar, y además había llegado el resto del importe del seguro. Pasaría un tiempo antes de que el patrimonio quedara desbloqueado, quizá mucho. Ted había dejado sus asuntos en orden, y Ophélie disponía de más dinero del que jamás necesitaría. Esperaba que algún día fuera a parar a manos de Pip. Ophélie nunca había sido extravagante; de hecho, en ciertos aspectos siempre se había considerado más feliz cuando eran pobres. El éxito de Ted había provocado muchos quebraderos de cabeza, un estrés sin precedentes, por no hablar del avión que había acabado con su vida y con la de Chad.

Todos los días Ophélie pasaba horas luchando contra los recuerdos, sobre todo los de aquel último día, aquella horrible llamada que había cambiado su vida para siempre, así como el hecho de que fue ella quien obligó a Ted a llevarse a Chad. Tenía unas reuniones en Los Ángeles y quería ir solo, pero Ophélie consideró que a los dos les convenía pasar un tiempo juntos. Chad estaba mejor de lo que había estado en mucho tiempo, y Ophélie creía que ambos estaban en condiciones de afrontarlo. Sin embargo, ninguno de los dos se mostró entusiasmado ante la perspectiva de viajar juntos. Además, Ophélie se sentía culpable por lo que consideraba su egoísmo. Su hijo requería tanta atención y había pasado meses en un estado tan precario que su madre quería un respiro para poder pasar una tarde a solas con Pip. Al tener que volcarse tanto en Chad, nunca tenía la impresión de dedicar suficiente tiempo a su hija. Era la primera oportunidad que se les brindaba en mucho tiempo. Y ahora era lo único que tenían, solo se tenían la una a la otra. Su vida, su familia, su felicidad habían quedado hechas añicos. La fortuna que Ted le había dejado no significaba nada para Ophélie. De buen grado habría renunciado a ella a cambio de poder pasar el resto de sus días con Ted y devolver a Chad a la vida.

Cierto era que Ted y ella habían pasado épocas malas, pero ni siquiera entonces había flaqueado su amor por él. No obstante, era innegable que habían atravesado momentos peliagudos, más de una vez por causa de Chad. Pero todo aquello había terminado. Su atribulado hijo descansaba por fin en paz. Y Ted, con su inteligencia, su torpeza, su química y su encanto, se había esfumado de su vida. Por las noches, Ophélie pasaba horas rebobinando mentalmente la película de su vida en común, intentando comprenderla, intentando comprender cómo había sido en realidad, saboreando los buenos momentos y tratando de pasar por alto los malos. En el proceso se dedicaba a introducir algunos tijeretazos, de modo que lo que quedaba al final era el recuerdo de un hombre al que había amado con toda su alma pese a sus defectos. Lo había querido con un amor incondicional, aunque eso ya no importaba.

Sortearon el dilema de la cena con sendos bocadillos, a pesar de que Pip apenas había probado bocado en todo el día. El silencio reinante en la casa resultaba ensordecedor. Nunca ponían música y apenas hablaban. Mientras comía el bocadillo de pavo que su madre le había preparado, Pip pensó en Matt. De nuevo se preguntó dónde estaría Nueva Zelanda y se compadeció de él por vivir tan lejos de sus hijos. Imaginaba lo duro que debía resultarle. Se alegraba de haberle hablado de su padre y de Chad, aunque había omitido la grave enfermedad de Chad. Pero le habría parecido desleal revelárselo. Sabía que la enfermedad de Chad era un secreto de familia y no tenía sentido hablar de eso ahora, porque Chad ya no estaba.

La enfermedad de su hermano había hecho profunda mella en ella, en todos ellos. Vivir con él era difícil, traumático y, al igual que Chad conocía el resentimiento que su padre albergaba hacia él y la enfermedad mental que se negaba a nombrar, Pip era consciente de ello. En cierta ocasión se lo mencionó a su padre cuando Chad estaba en el hospital. Ted le había gritado que no sabía lo que se decía, pero Pip lo sabía muy bien. Entendía muy bien, quizá mejor que su padre, la gravedad del estado de Chad. Y Ophélie también. Solo Ted se aferraba a la negación porque le resultaba esencial. No importaba lo que la gente le dijera, lo que le explicaran los médicos. Ted siempre insistía en que si Ophélie tratara a Chad de un modo distinto y le impusiera reglas más estrictas, todo iría como una seda. Siempre echaba la culpa a Ophélie y se aferraba a la convicción de que Chad no estaba enfermo. Por muy concluyentes que fueran las pruebas, Ted se empeñaba en cerrar los ojos a la evidencia.

El fin de semana transcurrió sin sobresaltos. Andrea había prometido volver a verlas, pero al final llamó para decir que el bebé estaba resfriado. El domingo por la tarde, Pip ardía en deseos de ver a Matt. Su madre se pasó la tarde durmiendo en la terraza y, después de observarla en silencio durante una hora, Pip bajó a la playa con Mousse. No tenía intención de llegar hasta la playa pública, pero caminó en aquella dirección, y sin darse cuenta echó a correr con la esperanza de verlo. Estaba donde lo había visto las dos veces anteriores, pintando tranquilamente, en esta ocasión una nueva acuarela. Era otra puesta de sol, pero con una niña. Tenía el cabello rojo, era muy menuda y vestía bermudas blancas y camiseta rosa. A lo lejos se veía un perro marrón oscuro.

– ¿Somos Mousse y yo? -preguntó en voz baja.

Matthew se sobresaltó. No la había oído acercarse y se volvió para mirarla con una sonrisa. No esperaba verla hasta después del fin de semana, cuando su madre volviera a la ciudad, pero a todas luces estaba contento de verla.

– Puede ser, amiga mía. Qué sorpresa tan agradable.

– Mi madre está dormida, y yo no tenía nada que hacer, así que he decidido venir a verle.

– Me alegro. ¿No se preocupará cuando se despierte?

Pip meneó la cabeza, y Matthew sabía lo suficiente de su historia para comprender.

– A veces duerme todo el día. Creo que se siente mejor así.

No cabía duda de que la madre de Pip estaba deprimida, pero a Matthew ya no le extrañaba. ¿Quién no estaría deprimido después de perder a su marido y a su hijo? El único problema más grave que veía era el hecho de que la depresión de la madre dejaba a la niña sola, sin nadie con quien hablar salvo su perro.

Pip se sentó en la arena junto a él y lo observó un rato mientras pintaba. Luego se acercó a la orilla para buscar conchas seguida de Mousse. Al poco, Matthew interrumpió su trabajo para observarla. Le gustaba mirarla. Era tan dulce y a veces ofrecía un aspecto tan sobrenatural, como un duendecillo danzando en la playa. La observaba con tal detenimiento que no se fijó en la mujer que se acercaba. Estaba a escasos metros de él, con una expresión muy seria dibujada en el rostro, cuando por fin se volvió y reparó en su presencia con un respingo. No tenía idea de quién era.

– ¿Por qué está mirando a mi hija? ¿Y por qué aparece en su cuadro?

Ophélie había asociado al instante al artista con los dibujos que Pip había llevado a casa. Había bajado a la playa pública para averiguar a qué se dedicaba Pip en sus largas excursiones. No sabía cómo ni por qué, pero estaba convencida de que aquel hombre formaba parte de ellas y, al ver a su hija y al perro en el cuadro, cualquier duda que pudiera quedarle se disipó.

– Tiene una hija encantadora, señora Mackenzie. Debe de estar muy orgullosa de ella -señaló Matthew con una calma mayor de la que sentía.

Lo cierto era que la mirada penetrante de la mujer lo incomodaba. Intuía lo que estaba pensando y sentía deseos de tranquilizarla, pero al mismo tiempo temía que ello despertara sospechas aún más tenebrosas.

– ¿Sabe usted que solo tiene once años? -espetó Ophélie.

Resultaría difícil echarle más, pues en todo caso parecía más pequeña, pero Ophélie no imaginaba qué podía querer aquel hombre de Pip y de inmediato sospechó que albergaba malas intenciones. Aquel cuadro en apariencia inocente bien podía ser la tapadera de algo mucho más escabroso. Podría haberla raptado o algo peor, y Pip era demasiado inocente para entenderlo.

– Sí -asintió Matthew en voz baja-, me lo dijo ella.

– ¿Por qué habla con ella? ¿Y por qué dibuja con ella?

Matthew quería contarle que su hija se sentía terriblemente sola, pero guardó silencio. Por entonces, Pip ya había visto a su madre hablando con él y se acercó a toda prisa con un puñado de conchas. De inmediato escudriñó el rostro de su madre para averiguar si se había metido en un lío, y enseguida comprobó que no era así, pero que Matt sí estaba en un apuro. Su madre parecía asustada y enfadada, y Pip sintió el impulso de proteger a su amigo.

– Mamá, este es Matt -lo presentó como si pretendiera conferir cierta formalidad y respetabilidad a la situación.

– Matthew Bowles -añadió este, al tiempo que tendía la mano a Ophélie.

Sin embargo, ella no se la estrechó, sino que se limitó a mirar de hito en hito a su hija con una expresión incendiaria en los ojos ambarinos. Pip sabía bien lo que significaba aquella cara. Su madre casi nunca se enfadaba con ella, sobre todo últimamente, pero ahora lo estaba.

– Te tengo dicho que no hables nunca con desconocidos, ¡nunca! ¿Me has entendido? -espetó antes de volverse hacia Matt con ojos llameantes-. Este tipo de comportamiento tiene varios nombres -lo increpó-, y ninguno de ellos agradable. Es una vergüenza que aborde a una niña en la playa y se haga amigo de ella, utilizando su supuesto arte para atraerla. Si vuelve a acercarse a ella, llamaré a la policía, ¡lo digo en serio! -gritó.

Matthew adoptó una expresión dolida. Pip, por su parte, estaba indignada y resuelta a defenderlo.

– ¡Es mi amigo! Lo único que hemos hecho es dibujar juntos. No ha intentado llevarme a ninguna parte. He bajado a la playa para verlo.

Pero Ophélie sabía la verdad o al menos eso creía. Sabía que un hombre como aquel conseguiría que Pip se sintiera a gusto con él para luego hacer con ella Dios sabe qué o llevársela a Dios sabe dónde.

– No volverás a bajar aquí, ¿me has entendido? Tu entends? Je t'interdis!

Te lo prohíbo. La furia hacía aflorar su lengua materna. Ophélie ofrecía un aspecto extremadamente galo mientras descargaba su enojo contra ambos, un enojo nacido del miedo, algo que Matt comprendía bien.

– Tu madre tiene razón, Pip, no deberías hablar con desconocidos -comentó antes de girarse hacia Ophélie-. Le pido disculpas. No pretendía trastornarla y le aseguro que nuestra relación es del todo respetable. Comprendo su inquietud; tengo hijos solo un poco mayores que ella.

– ¿Y dónde están? -replicó Ophélie con suspicacia e incredulidad.

– En Nueva Zelanda -respondió Pip por él, lo cual no contribuyó precisamente a mejorar la situación, pues Matthew veía a las claras que Ophélie no los creía.

– No sé quién es usted ni por qué ha estado hablando con mi hija, pero espero que entienda que hablo en serio. Llamaré a las autoridades y lo denunciaré si la anima a volver a venir a verlo.

– Ha quedado muy claro -repuso Matt con cierta sequedad.

En otras circunstancias, le habría hablado con mayor dureza, porque Ophélie se estaba mostrando más que insultante, pero no quería trastornar a Pip siendo grosero con su madre. Además, merecía cierta indulgencia en atención a todo lo que había pasado, aunque la había agotado casi toda con sus últimas palabras. Nadie lo había acusado jamás de semejante vileza. Sin lugar a dudas, era una mujer furiosa.

En aquel momento, Ophélie señaló hacia su casa, y Pip miró por encima del hombro con los ojos inundados de lágrimas que empezaron a rodar por sus mejillas. Matt ardía en deseos de abrazarla, pero no podía.

– No pasa nada, Pip, lo entiendo -la tranquilizó en voz baja.

– Lo siento -sollozó ella mientras su madre seguía señalando.

Incluso Mousse parecía abatido, como si intuyera que se había producido una situación incómoda. Acto seguido, Ophélie cogió a Pip de la mano y echó a andar con firmeza mientras Matt las seguía con la mirada. Compadecía a la niña a la que había cobrado afecto en tan poco tiempo, y por un instante experimentó el impulso de zarandear a su madre. Comprendía su preocupación, pero era infundada, y era evidente que Pip necesitaba a alguien con quien hablar. Quizá su madre no había comido mucho en los últimos meses, pero era Pip quien se estaba muriendo de hambre.

Guardó las pinturas y el cuadro, plegó el taburete y el caballete, y se dirigió hacia su casita cabizbajo y ceñudo para dejar allí los utensilios. Al cabo de cinco minutos salió en dirección a la laguna para sacar la barca. Sabía que necesitaba navegar para despejarse. Navegar siempre lo había apaciguado.

En el trayecto de vuelta al tramo de playa perteneciente a la urbanización, Ophélie interrogó a su hija.

– ¿Es eso lo que has estado haciendo cada vez que desaparecías? ¿Cómo lo conociste?

– Lo vi pintar -repuso Pip sin dejar de llorar-. Es una buena persona, lo sé.

– No sabes nada de él, es un desconocido. No sabes si lo que te ha contado es verdad, no sabes nada. ¿Te ha pedido alguna vez que fueras a su casa? -le preguntó con expresión aterrada, apenas capaz de imaginar las posibilidades que ello implicaba.

– Claro que no. No tenía intención de matarme ni nada. Me enseñó a dibujar las patas traseras de Mousse, nada más. Y luego una barca.

A Ophélie no le preocupaba la posibilidad de que la matara. Pip era una niña inocente a la que un hombre podía fácilmente violar, raptar o torturar. Una vez se hubiera granjeado la confianza de Pip, podría haberle hecho cualquier cosa. La idea aterrorizaba a Ophélie, y las protestas de Pip no significaban nada para ella. Solo tenía once años y no comprendía los peligros potenciales que entrañaba trabar amistad con un desconocido del que no sabía nada.

– Quiero que te mantengas alejada de él -le ordenó de nuevo-. Te prohíbo que salgas de casa sin un adulto, y si no lo entiendes volveremos a la ciudad.

– Has sido muy antipática con mi amigo -señaló Pip, de repente enfadada, no solo triste.

Había perdido a tantas personas a las que quería, y ahora también a su nuevo amigo. Era el único amigo que había hecho en todo el verano y, de hecho, desde hacía mucho tiempo.

– No es amigo tuyo, es un desconocido, no lo olvides. Y no discutas más.

Recorrieron el resto del camino en silencio, y cuando llegaron a casa Ophélie envió a Pip a su habitación y llamó a Andrea. Su amiga escuchó su trastornada explicación, y después de oír la historia empezó a hacer preguntas en tono de abogada.

– ¿Vas a llamar a la policía?

– No lo sé, ¿crees que debería? Parecía un tipo respetable e iba bien vestido, pero eso no significa nada. Podría ser un asesino en serie. ¿Podría obtener una orden de alejamiento contra él?

– No tienes razones suficientes para hacerlo. No la ha amenazado, no ha abusado de ella ni la ha obligado a ir a ninguna parte, ¿verdad?

– Pip dice que no, pero puede que haya estado preparando el terreno para hacerle algo horrible más adelante.

Le costaba creer que las intenciones de Matthew Bowles fueran honorables. A pesar de todo lo que le había contado Pip, o quizá precisamente por ello, intuía alguna clase de peligro. ¿Por qué iba aquel hombre a trabar amistad con una niña?

– Espero que no -comentó Andrea en tono pensativo-. ¿Qué te hace pensar que no es un asunto del todo inocente? ¿Parecía un tipo raro?

– ¿Qué aspecto tienen los tipos raros? No… la verdad es que parecía bastante normal. Y dice que tiene hijos, aunque podría ser mentira.

Ophélie estaba convencido de que era un pederasta.

– Puede que solo sea un hombre amable.

– No tiene por qué mostrarse amable con una criatura de esa edad, especialmente una niña. Tiene la edad perfecta para que esa clase de hombres la persigan y es totalmente inocente, que es como les gustan.

– Es cierto, claro, pero puede que no sea un pederasta. ¿Es guapo? -preguntó Andrea con una sonrisa.

– ¡Eres incorregible! -exclamó Ophélie, indignada.

– Y lo que es más importante, ¿lleva anillo de casado? Puede que sea soltero…

– No pienso seguir escuchándote. Ese hombre se ha hecho amigo de mi hija. Le cuadriplica la edad y no debería hacer algo así. Si es un tipo decente, debería saberlo, sobre todo si tiene hijos. ¿Qué pensaría él si un hombre hiciera lo mismo con su hija?

– No lo sé. ¿Por qué no vas y se lo preguntas? La verdad es que empieza a parecerme un tipo interesante. Puede que Pip te haya hecho un favor.

– Ni hablar. Lo que ha hecho es exponerse a un gran riesgo, y no pienso permitir que salga de casa sin mí, lo digo en serio.

– Dile que no vuelva a verlo y te obedecerá.

– Ya se lo he dicho. Y a él le he advertido que llamaría a la policía si se acercaba a ella.

– Si no es un violador, si es un hombre decente, seguro que ha quedado encantado. Me parece que tendríamos que cortarte un poco las garras. No sé muy bien si estás preparada para la reincorporación.

Matt cada vez sonaba mejor. No sabía a ciencia cierta por qué, pero el instinto le decía que bien podía ser un hombre como Dios manda. En tal caso, a buen seguro le habría sentado como una patada la arenga de Ophélie.

– No tengo ninguna intención de «reincorporarme», sino de quedarme aquí, pero tampoco quiero que le suceda nada malo a Pip. No podría soportarlo -musitó con voz temblorosa y los ojos arrasados en lágrimas de terror.

– Lo entiendo -aseguró Andrea con delicadeza-. Cuida de ella, puede que se sienta sola.

Se hizo el silencio al otro lado de la línea; Ophélie estaba llorando.

– Lo sé -sollozó por fin-, pero no me veo capaz de hacer nada al respecto. Chad se ha ido, su padre se ha ido, y yo estoy como un cencerro. Apenas consigo funcionar, y ni siquiera nos dirigimos la palabra.

Ophélie era consciente de ello, pero no lograba salir de su agujero negro para mejorar las cosas.

– Pues puede que esa sea la razón por la que ha decidido abordar a un desconocido -señaló Andrea en tono comprensivo.

– Por lo visto dibujan juntos -explicó Ophélie con desesperación, pues el episodio la había trastornado sobremanera.

– Cosas peores se me ocurren. Quizá deberías invitarlo a tomar una copa en casa para echarle un vistazo. Puede que sea un tipo honrado y que incluso te caiga bien.

Ophélie escuchaba meneando la cabeza.

– No creo que vuelva a dirigirme la palabra después de lo que le he dicho.

Sin embargo, no lamentaba haberle hablado en aquel tono, porque no sabían nada de él.

– Podrías volver mañana y disculparte, decirle que estás pasando un mal momento y estás un poco nerviosa.

– No digas tonterías, no puedo hacer eso. Además, ¿y si tengo razón? Puede que sea un pederasta.

– En tal caso, no te disculpes. Pero intuyo que no es más que un tipo que pinta en la playa y al que le gustan los niños. Y además parece que fue Pip quien lo abordó.

– Precisamente por eso la he mandado a su habitación.

– Pobrecita, no lo ha hecho con mala intención, seguro que solo quería distraerse un poco.

– Bueno, pues a partir de ahora tendrá que quedarse cerca de casa y distraerse aquí.

Pero después de colgar, Ophélie reparó en las escasas distracciones que proporcionaba a su hija. No conocía a otros niños con los que jugar, no había actividades y ya nunca hacían nada juntas. La última vez que habían ido a alguna parte juntas fue el día de la muerte de Ted y Chad. Desde entonces, Ophélie no la había llevado a ninguna parte.

Tras hablar con Andrea, Ophélie llamó a la puerta de la habitación de Pip. Estaba cerrada, y cuando intentó abrirla se dio cuenta de que su hija había echado el pestillo.

– Pip…

No obtuvo respuesta, de modo que volvió a llamar.

– Pip, ¿puedo entrar?

Otro silencio prolongado, y por fin una vocecilla ahogada por las lágrimas.

– Has sido muy antipática con mi amigo, te has portado de una manera horrible. Te odio. Vete.

Ophélie permaneció inmóvil ante la puerta, sintiéndose impotente, pero no culpable. Tenía la obligación de proteger a su hija, aun cuando esta no estuviera de acuerdo o no lo entendiera.

– Lo siento, pero no sabes quién es -insistió con firmeza.

– Sí que lo sé. Es una buena persona y tiene hijos en Nueva Zelanda.

– Puede que sea mentira -perseveró Ophélie.

Sin embargo, empezaba a sentirse como una tonta al intentar convencer a Pip a través de la puerta, y a todas luces la niña no tenía intención de dejarla entrar ni de salir.

– Sal y habla conmigo.

– No quiero hablar contigo. Te odio.

– Cenemos y hablemos de ello. Podemos cenar fuera si quieres.

En el pueblo había dos restaurantes, a los que nunca habían acudido.

– No quiero ir a ninguna parte contigo, nunca más.

Ophélie no lo dijo en voz alta, pero se sintió tentada de recordar a Pip que su madre era lo único que le quedaba, al igual que la niña era lo único que le quedaba a ella. No tenían a nadie más en el mundo y no podían permitirse el lujo de ser enemigas ni de pelearse constantemente. Se necesitaban demasiado.

– ¿Por qué no abres la puerta? No entraré si no quieres, pero no hace falta que tengas el pestillo echado.

– Sí que hace falta -replicó Pip, obstinada.

Sostenía en la mano el dibujo de Mousse que había hecho con ayuda de Matt y seguía llorando. Ya lo echaba de menos, y no permitiría que su madre la alejara de él. Lo iría a ver los días que se quedara con Amy. Detestaba las cosas que su madre le había dicho y se sentía mortificada por él.

Ophélie siguió intentando hacerla salir durante un rato, pero por fin desistió y fue a su propio dormitorio. Aquella noche ninguna de las dos cenó, y fue el hambre lo que por fin hizo salir a Pip de su cuarto a la mañana siguiente. Se preparó una tostada y un cuenco de cereales antes de regresar a su habitación sin dirigir una sola palabra a su madre.

Mientras, en su casa, Matt había pasado la noche en vela, pensando en ella, preocupado por ella. Ni siquiera sabía dónde vivía, lo que le habría permitido presentar una disculpa formal a su madre con la esperanza de ablandarla un poco. Odiaba la perspectiva de que Pip desapareciera de su vida. Apenas la conocía, pero ya la echaba mucho de menos.

La guerra entre Pip y su madre continuó hasta primera hora de la tarde. Sobrellevaron otra de sus comidas calladas y dolorosas. Fue la expresión que mostraba el rostro de Pip lo que por fin desquició a Ophélie.

– Por el amor de Dios, Pip, ¿qué tiene de especial ese hombre? Si ni siquiera lo conoces.

– Sí que lo conozco, y me gusta dibujar con él. Me deja sentarme a su lado, y a veces hablamos y a veces no. Me gusta estar con él.

– Eso es lo que me preocupa, Pip. Podría ser tu padre. ¿Por qué quiere estar contigo? No es sano.

– Puede que eche de menos a sus hijos, no lo sé. O puede que le caiga bien. Creo que se siente solo o algo.

Como ella, añadió mentalmente, aunque sin expresarlo en voz alta. Era una niña obstinada y estaba resuelta a defender su causa.

– Quizá podría acompañarte algún día si realmente quieres dibujar con él. Aunque no creo que se alegre mucho de verme.

Después de todo lo que le había dicho, sería un milagro que no le arrojara el caballete a la cabeza. A decir verdad, no se lo reprochaba del todo. Empezaba a preguntarse si tal vez no se habría excedido un poco en su postura, o al menos en el modo de expresarla. Prácticamente lo había acusado de ser un pederasta. Sin embargo, en aquel momento se había asustado al verlos juntos y había temido por su hija. Era una reacción normal hasta cierto punto, aunque la había exteriorizado de un modo exagerado.

– ¿Podré volver a verlo, mamá? -inquirió Pip, contenta y esperanzada-. Te prometo que nunca iré a su casa, y además nunca me lo ha pedido.

Y tenía razón al intuir que no lo haría. Jamás la habría puesto ni se habría puesto a sí mismo en semejante situación.

– Ya veremos. Dame un poco de tiempo para pensarlo. Puede que no quiera que vuelvas -observó con realismo -, después de todo lo que le dije. Estoy segura de que le sentó mal.

– Le diré que lo sientes -prometió Pip con una sonrisa radiante.

– Quizá debería acompañarte Amy. Más tarde bajaré a la playa para disculparme. Espero que se lo merezca.

– Gracias, mamá -exclamó Pip con ojos radiantes.

Había ganado una gran batalla, el derecho a ver a su único amigo.

Aquella tarde bajaron juntas a la playa, Pip apenas capaz de contenerse mientras corría por la orilla junto a Mousse. Ophélie la seguía de lejos, intentando decidir qué le diría. Lo hacía por Pip.

Pero cuando llegaron al punto donde Pip siempre se reunía con él, no vieron a nadie. No había rastro de Matt, del caballete ni del taburete plegable. El episodio del día anterior lo había descorazonado tanto que había decidido quedarse en casa a pesar del radiante día y leer un libro. Ni siquiera estaba de humor para salir a navegar, algo impropio de él. Ophélie y Pip permanecieron sentadas en la arena durante largo rato, hablando de él, y por fin emprendieron el regreso cogidas de la mano. Por primera vez en mucho tiempo, Pip volvía a sentirse cerca de su madre y se alegraba de que al menos hubiera intentado disculparse ante Matt.

De pie en el salón de su casa, Matt miró por la ventana durante mucho rato. Vio pájaros, un barco de pesca y varios troncos nuevos que el mar había arrastrado hasta la playa. En ningún momento vio a Pip y su madre sentadas en la arena y caminar cogidas de la mano. Por entonces ya se habían ido, y la playa aparecía vacía y desierta, como su vida.

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