La mano de Dios

Siempre con una sensación

de inquietud,

entusiasmo,

miedo,

llega el día

en que salimos a buscar

a las almas perdidas de Dios,

olvidadas, yertas,

quebrantadas, sucias y,

en ocasiones,

aunque rara vez,

acabadas de llegar a las calles,

con los cabellos aún limpios,

trenzados,

o con los rostros

bien afeitados.

Solo un mes después,

veremos los estragos de los días:

las caras han cambiado,

las ropas hechas andrajos,

las almas empiezan

a desgastarse,

como sus camisas

y zapatos,

y los ojos…

Voy a la iglesia

y rezo por ellos

antes de salir,

como toreros

entrando en el ruedo,

sin saber nunca qué traerá

la noche,

si calor o desesperación,

peligro o muerte a ellos

o a nosotros.

Mis plegarias son silenciosas

y sinceras,

y al fin salimos,

y la risa nos acompaña

como un repique de campanas.

Buscamos las caras,

los cuerpos,

los ojos que nos buscan.

Ya nos conocen

y acuden corriendo.

Saltamos

una y otra vez,

arrastrando pesados sacos,

para comprarles un día más,

una noche más bajo la lluvia,

una hora más… en el frío.

Recé por ti…

¿Dónde estabas?

¡Sabía que vendrías!

Las camisas se les pegan

al cuerpo por la lluvia,

su dolor y su alegría

se mezclan con los nuestros.

Somos los camiones

cargados de esperanza

en un grado que

no alcanzamos a medir.

Sus manos tocan las nuestras,

sus ojos taladran

los nuestros.

Dios os bendiga,

cantan las voces quedas

mientras se alejan.

Durante un momento

en las calles, comparten

una pierna, un brazo,

un instante, una vida.

Seguimos adelante

con su recuerdo grabado

en nuestras memorias:

la chica con el rostro

cubierto de costras,

el muchacho con una sola pierna

de pie bajo la lluvia,

cuya madre lloraría al verlo,

el hombre que agacha la

cabeza y solloza,

demasiado frágil para coger

el saco que le tendemos;

y luego los otros,

los que nos asustan,

que se acercan

y merodean

tratando de decidir

si golpean o participan,

si atacan o dan las gracias.

Sus ojos buscan nuestros ojos,

sus manos tocan las mías,

sus vidas se entrelazan

con las nuestras,

como las otras.

Irrevocablemente,

sin medida.

Y al fin,

la confianza es el único

vínculo que nos une,

la única esperanza

a para ellos, para nosotros,

el único escudo

cuando los tenemos delante.

La noche avanza,

el desfile de rostros

no tiene fin.

La aparente inutilidad

de nuestra acción

se ve interrumpida

apenas un momento

por la esperanza

cuando un saco lleno de ropa

abrigada y alimentos,

una linterna, un saco de dormir,

una baraja de cartas

y unas tiritas

les devuelven la dignidad

de una humanidad

igual a la nuestra.

Y finalmente,

un rostro de mirada

desolada y desoladora

te para el corazón,

quiebra el tiempo

en pequeños fragmentos,

hasta que al fin estamos

quebrantados como ellos,

o tan enteros.

Ya no hay diferencia entre

nosotros.

Somos uno y, mientras

sus ojos buscan los míos,

me pregunto si me permitirá

reclamarlo

como uno de los nuestros

o se adelantará

para matarme.

Pues hace tiempo que toda

esperanza terminó para él.

¿Por qué hacen esto por

nosotros?

Porque les quiero, me gustaría

contestar,

pero raramente encuentro

las palabras

mientras les tiendo el saco

junto con mi corazón,

mi esperanza y mi fe,

que apenas alcanzan para tantos.

Y como siempre, la peor cara

para el final,

después de algunas alegres

y otras tan próximas

a la muerte

que no pueden hablar.

El rostro que me acompaña

a casa en el corazón,

con su corona de espinas

sobre la cabeza

y la cara devastada,

es el más sucio

y el más terrible de todos.

Allí de pie, me mira

manteniendo las distancias;

su mirada me taladra

con una expresión

a veces desolada

y al mismo tiempo ominosa

y desesperanzada.

Lo veo venir

derecho hacia mí.

Quiero escapar,

pero no puedo hacerlo

ni me atrevo.

Saboreo el miedo.

Nos encontramos

frente a frente,

paladeando el terror mutuo

como lágrimas

que se mezclan en una cara.

Y de pronto recuerdo

y pienso:

si esta fuera mi última

oportunidad

de tocar a Dios,

de tender la mano

y ser tocada por Él

a su vez,

si esta fuera mi última

oportunidad

de demostrar mi valor

y mi amor por Él,

¿echaría a correr?

Permanezco en mi sitio,

recordándome

que Él se manifiesta

de muchas maneras,

con distintos rostros,

con malos olores

y quizá incluso

con la mirada airada.

Tiendo la bolsa,

sin osadía ninguna;

simplemente respiro,

pues he recordado por qué

salí en esta

oscura noche

y para quiénes…

Estamos frente a frente,

iguales y solos,

y la muerte planea

sobre nosotros.

Al fin, mientras coge la bolsa,

susurra Dios te bendiga

y se aleja,

mientras regresamos

a casa,

en silencio y victoriosos,

tengo la certeza de que,

una vez más,

hemos sido tocados

por la mano de Dios.

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