Ophélie no sabía cómo había conducido de regreso a casa. Aparcó el coche en el sendero y entró. Pip seguía sentada donde la había dejado, aferrada al perro.
– ¿Qué ha pasado? ¿Dónde has estado?
Su madre ofrecía un aspecto aún peor que media hora antes si cabía y, mientras subía la escalera para dirigirse a su habitación con la mirada perdida, las náuseas volvieron a adueñarse de ella.
– No ha pasado nada -aseguró con expresión rota y el corazón roto por una sola carta.
Lo habían hecho juntos, él y Andrea. Les había llevado un año, pero por fin la habían matado. Ophélie miró a Pip como si no la viera, como si de repente se hubiera quedado ciega. La autómata había regresado, pero totalmente rota, echando chispas por todas partes, víctima de un cortocircuito autodestructivo.
– Me voy a la cama -se limitó a decir.
Apagó las luces y se tumbó en la cama con la mirada clavada en el techo. Pip habría gritado de haberse atrevido, pero temía que eso solo empeorara las cosas. Por fin corrió al estudio de su padre y marcó un número. Estaba llorando cuando él descolgó. Al principio no alcanzó a entenderla, y por su voz parecía inusualmente contento.
– Ha pasado algo… Mi madre está muy mal.
Matt se concentró de inmediato en la niña. Nunca la había oído así. Parecía presa del pánico y le temblaba la voz.
– ¿Está herida? Dime algo. ¿Necesitas una ambulancia?
– No lo sé, creo que se ha vuelto loca, pero no me habla.
Le explicó lo que había sucedido, y Matt pidió hablar con su madre. Pero cuando Pip fue a la habitación de Ophélie, la puerta estaba cerrada con llave, y su madre no contestaba. Pip lloraba con más fuerza cuando volvió a ponerse al teléfono. A Matt no le hacía ninguna gracia todo el asunto, pero temía empeorar las cosas si llamaba a la policía y les pedía que echaran la puerta abajo. Pidió a Pip que volviera a intentarlo y dijera a su madre que él estaba al teléfono.
Pip llamó durante largo rato y por fin oyó un sonido dentro de la habitación, como si se hubiera caído algo, una lámpara o tal vez una mesa. Al poco, su madre abrió la puerta. Tenía aspecto de haber llorado y, de hecho, seguía llorando, pero no parecía tan enloquecida como media hora antes.
Pip la miró con desesperación y le tocó la mano como si quisiera cerciorarse de que era real.
– Matt está al teléfono. Quiere hablar contigo -anunció con voz temblorosa.
– Dile que estoy cansada -musitó Ophélie, mirando a su ahora única hija como si la viera por primera vez-. Lo siento… lo siento tanto… -añadió, consciente al fin de lo que estaba haciendo a su hija, lo mismo que le habían hecho a ella-. Dile que ahora mismo no puedo hablar, que le llamaré mañana.
– Dice que si no te pones vendrá.
Ophélie sintió deseos de decirle que no debería haber llamado a Matt, pero sabía que Pip no tenía a nadie a quien recurrir aparte de él. Sin decir nada más, entró de nuevo en su dormitorio y descolgó el teléfono. La habitación estaba a oscuras, pero Pip alcanzó a distinguir la lámpara que había tirado al suelo. Ese era el ruido que había oído; Ophélie había tropezado en la penumbra.
– Diga -murmuró con una voz de ultratumba que preocupó a Matt tanto como a Pip.
– ¿Qué está pasando, Ophélie? Pip está muerta de miedo. ¿Quieres que vaya?
Ophélie sabía que lo haría, que no tenía más que pedírselo, pero no quería verlo a él ni a nadie, ni siquiera a Pip, todavía no, o quizá nunca. Jamás se había sentido tan sola en toda su vida, ni siquiera el día de la muerte de Ted.
– Estoy bien -aseguró sin convicción alguna-. No vengas.
– Cuéntame lo que ha pasado -insistió Matt con firmeza.
– No puedo -balbució ella con un hilo de voz-. Ahora no.
– Quiero que me digas qué pasa.
Ophélie negó con la cabeza, y Matt escuchó un sollozo.
– Iré ahora mismo.
– No vengas, por favor. Quiero estar sola.
Sonaba algo más cuerda. Por lo visto, estaba entrando y saliendo de alguna clase de histeria o de ataque de pánico, pero Matt no sabía a qué se debía.
– No puedes hacerle esto a Pip.
– Lo sé… lo sé… lo siento… -farfulló ella sin poder dejar de llorar.
– Quiero venir, pero no quiero entrometerme. Me gustaría saber qué demonios pasa.
– No puedo hablar de ello ahora mismo.
– ¿Te ves capaz de calmarte?
Daba la impresión de que había perdido el juicio, pero a aquella distancia no alcanzaba a calibrar la gravedad de la situación. Parecía bastante grave, y Matt no sabía a qué podía deberse. Quizá era por culpa de la festividad; tal vez Ophélie no podía soportar la realidad de su doble pérdida. Lo que no sabía era que se trataba en verdad de una triple pérdida, porque no solo había perdido a Ted y Chad, sino también todas las ilusiones acerca de su matrimonio. Era casi más de lo que podía soportar.
– No lo sé -confesó en respuesta a la pregunta de Matt.
– ¿Quieres que pida ayuda?
Seguía contemplando la posibilidad de llamar al número de urgencias. También pensó en telefonear a Andrea, porque vivía más cerca, pero un sexto sentido en el que no confiaba demasiado le aconsejaba no llamar a nadie.
– No. Me pondré bien; solo necesito tiempo.
– ¿Puedes tomarte algo para tranquilizarte? -preguntó Matt, aunque no le hacía gracia imaginar a Ophélie sedada y a solas con Pip; la niña se trastornaría muchísimo.
– No necesito nada para tranquilizarme. Estoy muerta. Ellos me han matado -sollozó Ophélie.
– ¿Quién te ha matado?
– No quiero hablar de ello. Ted se ha ido.
– Eso ya lo sé. Lo sé…
Estaba peor de lo que había creído, y por un instante se preguntó si habría bebido.
– Quiero decir que se ha ido de verdad. Para siempre. Y nuestro matrimonio también. De hecho, ni siquiera sé si existió alguna vez.
Las palabras de Andrea no significaban nada para ella.
– Lo comprendo -murmuró Matt en un intento de calmarla.
– No, no lo comprendes, y yo tampoco lo comprendía. He encontrado una carta.
– ¿De Ted? -exclamó Matt, atónito-. ¿Una nota de suicidio?
De pronto se preguntó si se habría suicidado, llevándose a Chad por delante. Eso habría explicado la histeria de Ophélie.
– Una nota de homicidio -puntualizó Ophélie.
Matt no entendía nada, pero a todas luces había ocurrido algo terrible.
– ¿Podrás arreglártelas esta noche, Ophélie?
– ¿Acaso tengo otra opción? -replicó ella sin energía alguna.
– No, sobre todo por Pip. La única opción que tienes es decidir si quieres que vaya a tu casa o no.
Pero, por una vez, no quería irse de la playa. Quería explicárselo, pero no en aquel momento; su historia tendría que esperar.
– Me las arreglaré -dijo Ophélie.
¿Qué importaba a esas alturas? Nada importaba desde su punto de vista.
– Quiero que tú y Pip vengáis mañana.
Era lo que habían planeado, y, más que nunca, quería verla en la playa, o de lo contrario iría él a la ciudad.
– No creo que pueda -contestó ella con sinceridad.
No se imaginaba conduciendo hasta Safe Harbour, y tampoco a él le gustaba la idea, a decir verdad. Ophélie no estaba en condiciones de conducir.
– Si no te sientes con ánimos, iré yo. Te llamaré mañana por la mañana y también dentro de una hora para ver cómo estás. Puede que esta noche debas dormir sola si estás demasiado alterada. Parece que necesitas estar sola, y todo esto puede resultar muy duro para Pip.
Ya era duro para Pip.
– Le preguntaré qué quiere hacer. Y no hace falta que me llames; estaré bien.
– No me convences -masculló él, preocupado por las dos-. Déjame hablar con Pip.
Ophélie llamó a Pip, que cogió el teléfono en el estudio. Matt le pidió que lo llamara si sucedía algo y que telefoneara a urgencias si la cosa se ponía demasiado fea.
– Tiene mejor aspecto -informó Pip.
Cuando regresó al dormitorio principal, su madre había encendido las luces. Aún estaba mortalmente pálida, pero al menos procuró tranquilizar a su hija.
– Lo siento. Es que… creo que me he asustado.
Era lo único que alcanzó a decir para explicar la situación. No tenía intención de contarle la historia jamás, ni tampoco que el bebé de Andrea era su hermanastro.
– Yo también -convino Pip en un murmullo antes de acurrucarse entre los brazos de su madre.
Ophélie estaba helada, y Pip la cubrió con una manta para abrigarla.
– ¿Quieres que te traiga algo, mamá?
Le llevó un vaso de agua, del que Ophélie bebió un sorbo para complacer a su hija. Se sentía muy culpable por haberla asustado de aquel modo. Sin lugar a dudas, había enloquecido durante un rato.
– Estoy bien. ¿Quieres dormir aquí esta noche?
Ophélie se desvistió y se puso el camisón, y al poco Pip volvió en pijama y acompañada del perro. Permanecieron abrazadas y despiertas durante largo rato. Cuando Matt llamó, Pip le aseguró que todo iba bien, y lo cierto era que tenía mejor voz, por lo que Matt supuso que era cierto. Antes de colgar prometió a la niña que de un modo u otro se verían al día siguiente. Por primera vez, le dijo que la quería. Sabía que Pip necesitaba oírlo y él necesitaba decírselo.
Pip se acurrucó de nuevo junto a su madre. Tardaron mucho en conciliar el sueño; Pip no cesaba de mirar a Ophélie para comprobar cómo estaba, y por fin se durmieron con las luces encendidas, para ahuyentar a los demonios.
Para Matt, el día de Acción de Gracias había sido todo lo contrario que para ellas. Había estado dispuesto a hacer caso omiso de la fiesta, como tenía por costumbre desde hacía seis años. Trabajó en el retrato de Pip, complacido con el resultado, y más tarde se preparó un bocadillo de atún. Le gustaba hacer cualquier cosa para demostrarse a sí mismo que aquel no era el día de Acción de Gracias; incluso un bocadillo de pavo habría constituido una ofensa. Mientras lavaba el plato llamaron a la puerta. No imaginaba quién podía ser, porque no esperaba a nadie, y los vecinos nunca iban a su casa. Debía de tratarse de un error. Contempló la posibilidad de ignorarlo, pero la llamada se repitió, de modo que por fin abrió la puerta y se quedó mirando un rostro desconocido. Era un hombre joven y alto, de ojos castaños, cabello oscuro y barba. Lo curioso era que aquel semblante le resultaba familiar; de repente, para consternación suya, comprendió que lo había visto en el espejo años antes. Fue una experiencia por completo surrealista, como mirarse a sí mismo. También él llevaba barba a aquella edad. Era como hallarse ante el fantasma de la Navidad pasada. Cuando el joven habló, Matt sintió un nudo en la garganta.
– ¿Papá?
Era Robert, el niño que contaba doce años la última vez que lo viera, su único hijo, resurgido de entre las cenizas de su vida. Sin decir palabra, Matt lo atrajo hacia sí y lo abrazó con tal fuerza que apenas podía respirar. No sabía cómo lo había localizado su hijo ni por qué había ido a verlo, pero sentía una profunda gratitud por ambas cosas.
– Dios mío -musitó al tiempo que se separaba un poco.
No podía creer que por fin hubiese sucedido. Siempre había pensado que algún día volverían a verse, aunque no sabía cómo ni cuándo.
– ¿Qué haces aquí?
– Estudio en Stanford. Llevo meses buscándote. Perdí tu dirección, y mamá dice que no la tiene.
– ¿Qué dice qué?
Seguían en el umbral, así que Matt lo hizo pasar con expresión perpleja.
– Siéntate -indicó señalando el gastado sofá de cuero.
Robert se sentó con una sonrisa; estaba tan contento como su padre. Se había prometido a sí mismo que lo encontraría y lo había conseguido.
– Dice que te perdió la pista cuando dejaste de escribir -murmuró.
– Me envía una postal navideña cada año; sabe muy bien dónde vivo -aseguró Matt.
Robert lo miró con expresión extrañada, y de repente Matt se sintió acometido por las náuseas.
– Mamá dice que hace años que no sabe nada de ti.
– Os seguí escribiendo durante tres años después de dejar de recibir vuestras cartas -explicó Matt, trastornado.
– No fuimos nosotros quienes dejamos de escribir, sino tú -exclamó Robert con idéntica expresión.
– No es verdad. Tu madre me dijo que ya no queríais saber nada de mí, que solo queríais estar con Hamish. Por entonces llevaba tres años escribiéndoos sin recibir respuesta. Un buen día me preguntó si permitiría que Hamish os adoptara, pero le dije que no. Sois mis hijos y siempre lo seréis. Pero después de tres años de silencio acabé por desistir. Desde entonces han pasado tres años más. Sin embargo, tu madre y yo siempre hemos estado en contacto. Siempre me decía que Vanessa y tú erais más felices sin mí, que eso es lo que queríais, así que os dejé en paz.
Tardaron toda la tarde en encajar todas las piezas del rompecabezas, pero una vez explicadas ambas partes de la historia, lo sucedido era evidente. Sally había interceptado sus cartas y contado a sus hijos que Matt había dejado de escribir, al tiempo que decía a Matt que sus hijos ya no querían saber nada de él. Se había asegurado de que Hamish lo sustituyera como padre y quizá incluso le había mentido al respecto. Había arrebatado los niños a Matt con gran astucia y malicia, pensando que sería para siempre, y así había sido durante seis años. Lo había hecho con una inteligencia rayana en la genialidad. Robert le contó que llevaba buscándolo desde septiembre y que por fin lo había localizado tres días antes, decidiendo que su regalo de Acción de Gracias consistiría en visitar a su padre. Tan solo temía que Matt no quisiera verlo. Nunca había entendido por qué su padre los había abandonado y tenía miedo de que no quisiera saber nada de él. No esperaba el recibimiento ni la historia que acababa de escuchar. Ambos lloraron al darse cuenta de lo que había sucedido, y se abrazaron una y otra vez en el sofá. Ya era noche cerrada cuando quedaron desentrañados todos los misterios. Robert le mostró una fotografía de Vanessa, una preciosa jovencita rubia de dieciséis años. Al cabo de unos minutos la llamaron; Robert sabía dónde estaba, y en Nueva Zelanda eran las tres de la tarde.
– Tengo una sorpresa para ti -anunció Robert a su hermana con aire misterioso, abrumado por lo que estaba a punto de hacer y aferrado a la mano de su padre con lágrimas en los ojos-. Tengo mucho que contarte. Ya hablaremos y te lo contaré todo, pero ahora mismo alguien quiere saludarte.
– Hola, Nessie -musitó Matt.
Por un instante reinó el silencio en el otro extremo de la línea. Las lágrimas rodaban por las mejillas de Matt.
– ¿Papá?
A sus oídos, todavía hablaba como una niña pequeña, casi como siempre, aunque un poco más adulta. Al poco, también ella rompió a llorar.
– ¿Dónde estás? No lo entiendo. ¿Cómo te ha encontrado Robert? Siempre he pensado que habías muerto y que nadie se había enterado. Mamá no sabía nada de ti. Siempre decía que habías desaparecido de la faz de la tierra.
Pero no lo suficiente para su gusto, pensó Matt. Qué traición tan malvada. Y durante todo ese tiempo, había seguido cobrando los cheques de la pensión y enviándole postales por Navidad.
– Ya te lo contaré en otro momento. No me he ido a ninguna parte. Creía que los que habíais desaparecido erais vosotros. Robert y yo te lo explicaremos todo. Solo quería decirte que te quiero… Llevo seis años queriendo decírtelo. Parece que mamá ha jugado con todos nosotros. Os escribí durante tres años sin obtener respuesta.
Quería que al menos supiera eso.
– Nunca recibimos tus cartas -exclamó Vanessa, desconcertada.
Era demasiada información para asimilarla de una sola vez. La madre en la que confiaban, la mujer a la que él había amado, había cometido un crimen terrible.
– Lo sé. No le digas nada a tu madre; quiero hablar con ella personalmente. Estoy muy contento de hablar contigo y tengo muchas ganas de verte -dijo con vehemencia-. Iré a verte pronto. Podríamos pasar juntos las Navidades.
– ¡Uau, eso sería genial!
Seguía hablando como una niña americana, una versión algo más madura de Pip. Quería que ella y Ophélie conocieran a sus hijos.
– Te llamaré dentro de unos días. Tenemos que recuperar el tiempo perdido. Estás preciosa en la foto que Robert me ha enseñado. Has heredado el pelo de mamá.
Pero no su corazón, por suerte, ni su mente retorcida. No podía creer que la mujer a la que había querido y con la que había estado casado le hubiera estafado a sus hijos durante seis años. No se le ocurría traición más espantosa. Ni siquiera alcanzaba a imaginar cómo se le habría ocurrido cometer semejante monstruosidad. Tenía muchas cosas que decirle, pero primero quería calmarse, ya que sabía que de lo contrario no podría mostrarse coherente. También llamaría a Hamish. Suponía que estaba metido en el ajo, pero Robert no parecía estar de acuerdo e insistía en que era un buen tipo; al menos se había portado bien con ellos. Pero lo que había hecho Sally era imperdonable. En cualquier caso, sabía que él nunca podría perdonárselo.
Matt y Vanessa hablaron unos minutos más, y luego su hija habló de nuevo con Robert, quien intentó explicarle cuanto sabía. También a ellos les resultaba increíble, pero Robert creía a su padre. Veía en sus ojos que decía la verdad y también comprendía el precio que había pagado. Matt sufría un dolor insondable que no era capaz de ocultar, ni siquiera ahora ante su hijo. Advertir ese dolor y saber lo que había pasado ponía en peligro la relación de Robert con su madre, lo cual también era duro para él.
Hablaron durante horas y seguían charlando cuando Pip llamó. Robert escuchó la conversación con atención.
– ¿Qué pasa? -preguntó, deseoso de saberlo todo sobre su padre, también quiénes eran sus amigos y qué clase de vida llevaba.
– Una viuda y su hija. Por lo visto ha pasado algo malo.
– ¿Es tu novia? -quiso saber Robert con una sonrisa.
– No, solo somos amigos. Lo ha pasado muy mal. Su marido y su hijo murieron el año pasado.
– Qué horror… ¿Tienes novia? -insistió su hijo con una sonrisa más amplia.
Se alegraba muchísimo de estar allí y quería asimilarlo todo. Matt le había preparado un bocadillo y servido una copa de vino, pero el joven estaba demasiado emocionado para comer o beber.
– No, no tengo novia -rió Matt-, ni tampoco esposa. Vivo como un ermitaño.
– Y todavía pintas -comentó Robert al ver los retratos de él, su hermana y Pip-. ¿Quién es?
– La niña que ha llamado.
– Se parece a Nessie -observó Robert, contemplando absorto la pintura.
Había algo fascinante en sus ojos, un matiz conmovedor en su sonrisa.
– Cierto. La he pintado como regalo sorpresa para su madre, que cumple años la semana que viene.
– Es bueno. ¿Y seguro que su madre no es tu novia?
Algo en su modo de hablar de ella suscitó las sospechas de Robert.
– Que no. ¿Y qué me dices de ti? ¿Tienes mujer o novia?
Robert se echó a reír y le habló de su amor actual, las clases en Stanford, los amigos, sus pasiones y su vida. Tenían que recuperar seis años perdidos, de modo que siguieron hablando durante casi toda la noche. Eran las cuatro de la madrugada cuando Robert se dejó caer en la cama de Matt, que se acostó en el sofá. Robert no tenía pensado pasar la noche en casa de su padre, pero no le apetecía marcharse.
A la mañana siguiente, nada más despertar, reanudaron la conversación. Matt le preparó huevos con beicon, y a las diez, Robert anunció que tenía que marcharse, aunque prometió que volvería la semana siguiente; tenía planes para el fin de semana. Matt anunció que iría a verlo a Stanford entre semana.
– No te librarás de mí -advirtió a su hijo, feliz por primera vez en muchos años, como Robert.
– Nunca ha sido mi intención -aseguró el joven-. Creía que nos habías olvidado. La única explicación que encontraba era que habías muerto. No imaginaba que pudieras haber dejado de escribirnos por ninguna otra razón. Sabía que no eras capaz de desaparecer sin más, pero tenía que cerciorarme.
Robert había recurrido a toda clase de estrategias ingeniosas para dar con él, y sus esfuerzos habían arrojado por fin frutos.
– Menos mal que me has encontrado. Tenía intención de ponerme en contacto con vosotros dentro de unos años para averiguar si habíais cambiado de opinión respecto a mí y queríais volver a verme. No había desistido; tan solo esperaba el momento adecuado.
Quedaba pendiente lo que le diría a Sally, pero lo que era aún más importante, ¿qué podía decirle ella para justificar lo que había hecho? ¿Y qué podía contarles a sus hijos? Los había privado de su padre, había mentido a todo el mundo. Era un pecado imperdonable, no solo a ojos de Matt, sino también de su hijo. Desde luego, Sally tenía mucho en que pensar, y ni que decir tenía que jamás volverían a confiar en ella.
Robert se marchó a regañadientes el viernes a las diez y media. Había sido el mejor día de Acción de Gracias de la vida de Matt y no veía el momento de contárselo a Ophélie y Pip. Sin embargo, primero tenía que averiguar qué le había sucedido a Ophélie y cómo estaba. Marcó su número en cuanto Robert se fue. Se sentía como un hombre nuevo o como el hombre que había sido en tiempos. Era una sensación incomparable, y sabía que Ophélie y Pip se alegrarían por él.
Pip contestó al segundo timbrazo. Parecía seria, pero no trastornada, y le contó en voz baja que su madre tenía mejor aspecto que la noche anterior. Al poco fue a decirle a Ophélie que Matt estaba al teléfono y quería hablar con ella.
– ¿Cómo estás? -preguntó con serenidad en cuanto Ophélie se puso.
– No lo sé. Aturdida, creo -repuso ella, concisa.
– Has pasado una noche tremenda. ¿Vais a venir?
– No estoy segura.
Parecía indecisa y aún alterada. Matt estaba dispuesto a ir a la ciudad si ella se lo pedía, algo que habría resultado más complicado con Robert en casa. Pero de todos modos, lo habría hecho en caso necesario, aunque hubiera significado llevar a su hijo consigo. Se moría de impaciencia por contar a sus amigas lo sucedido.
– ¿Quieres que vaya a tu casa? Aunque creo que te sentaría bien venir. Podemos ir a dar un paseo por la playa. En fin, lo que tú quieras.
Ophélie vaciló unos instantes, pero debía reconocer que la idea le resultaba tentadora. Tenía ganas de salir de casa, alejarse de cuanto le recordaba a él. Ni tan siquiera sabía qué le contaría a Matt. Todo el asunto era denigrante, vergonzoso, humillante. Ted la había traicionado con su mejor amiga. Era la más cruel de las maniobras, y Andrea había estado dispuesta a utilizar a Chad para destruirla. Ophélie sabía que nunca se recobraría del golpe, que jamás podría perdonarla. También sabía que Matt lo comprendería, pues pensaba lo mismo que ella acerca de la lealtad.
– Iré -accedió en voz baja-. No sé si quiero hablar, solo estar allí y respirar.
Tenía la sensación de no poder respirar en la casa, como si sus pulmones, su pecho entero estuvieran aplastados.
– No tienes que decir nada si no quieres. Estaré aquí. Conduce con cuidado, y cuando lleguéis tendré la comida preparada.
– No sé si podré comer.
– No importa, Pip sí comerá. Tengo mantequilla de cacahuete.
Y fotografías de sus hijos que mostrarles. Robert le había dejado todas las fotos que llevaba en la cartera. Eran los mejores regalos que Matt había recibido en muchos años. Se sentía como si le hubieran devuelto el alma que su ex mujer había intentado destruir. Pero no lo conseguiría, y para Matt, el proceso de curación ya había empezado. No veía el momento de ir a Stanford para volver a ver a su hijo.
Ophélie tardó más de lo habitual en vestirse y conducir hasta la playa. La embargaba la sensación de moverse bajo el agua, y ya era mediodía cuando Matt las oyó llegar. Las cosas iban peor de lo que había imaginado, o tal vez solo lo parecía. Pip ofrecía un aspecto solemne, y Ophélie estaba pálida y alterada. Por lo visto, ni siquiera había sido capaz de peinarse. Era el mismo aspecto que tenía justo después de la muerte de Ted, una apariencia que resultaba demasiado familiar a Pip, quien corrió a abrazar a Matt como si estuviera a punto de ahogarse.
– No pasa nada, Pip… tranquila… todo va bien.
La niña se aferró a él durante largo rato antes de entrar en la casa con el perro. Matt se volvió hacia Ophélie y se fijó en su mirada. Ella permaneció inmóvil, sin articular palabra. Matt se acercó, le rodeó los hombros con el brazo y entró con ella en la casa. Había escondido el retrato, y Pip miraba a su alrededor con una sonrisa tímida, preguntándose dónde estaría. Intercambiaron una mirada cómplice, y Matt asintió para indicarle que el cuadro estaba terminado.
Preparó bocadillos para los tres, y Ophélie no abrió la boca durante toda la comida. Al cabo de un rato, Matt intuyó que estaba preparada para hablar, de modo que sugirió a Pip que saliera a dar un paseo por la playa con Mousse. La niña captó la indirecta, se puso la chaqueta y se fue. En silencio, Matt alargó a Ophélie una taza de té.
– Gracias -musitó ella-. Lo siento, anoche estaba fatal. Fue horrible para Pip. Me sentía como si Ted hubiera vuelto a morir.
Era lo que Matt había supuesto, aunque ignoraba por qué había sucedido.
– ¿Fue por el día de Acción de Gracias?
Ophélie negó con la cabeza. No sabía qué contarle, pero sí que quería compartir la historia con él. Se acercó al bolso, sacó la carta de Andrea y se la alargó. Matt titubeó un instante con el papel en la mano, deseoso de preguntarle si estaba segura de que quería que la leyera, pero de inmediato comprendió que así era. Ophélie se sentó a la mesa frente a él y sepultó el rostro entre las manos mientras él leía. No tardó mucho.
Al acabar alzó la vista hacia ella sin decir palabra. Los ojos de Ophélie eran pozos insondables de dolor, y ahora entendía la razón. Alargó la mano para tomar la suya, y permanecieron en aquella posición largo rato. Al igual que ella, Matt había deducido al instante que la carta era de Andrea y el bebé de Ted. No era difícil inferirlo, aunque sí convivir con ello. Qué crueldad descubrir después de su muerte el engaño de Ted y el hecho de que Andrea hubiera utilizado a Chad para coaccionarlo, si es que necesitaba coacción.
– No sabes lo que habría hecho Ted -señaló Matt al cabo de largo rato-. La carta dice que no había tomado ninguna decisión.
Era un pobre consuelo habida cuenta de que Ted se había liado con su mejor amiga y era el padre de su hijo.
– Eso es lo que me dijo ella -replicó Ophélie, entumecida, como si su cuerpo se hubiera convertido en plomo.
– ¿Has hablado con ella? -exclamó él, atónito.
– Fui a verla. Le dije que no quería volver a verla en mi vida, y así es. Por lo que a mí respecta, está muerta, tan muerta como Ted y Chad. Y supongo que nuestro matrimonio también lo estaba, solo que yo no quería reconocerlo, como Ted no quería reconocer que Chad estaba enfermo. También yo vivía en un estado de negación. Todos fuimos estúpidos y ciegos, cada uno a nuestra manera.
– Tú le querías, eso no es malo. Y, a pesar de todo esto, lo más probable es que él también te quisiera a ti.
– Nunca lo sabré.
Eso era lo peor; la carta la había despojado de su fe en el amor de Ted. Qué crueldad.
– Tienes que creerlo. Un hombre no pasa veinte años con una mujer si no la quiere. Puede que fuera imperfecto, pero aun así estoy seguro de que te quería, Ophélie.
– Tal vez me habría dejado por ella.
Aunque conociendo a Ted, no estaba segura, no porque creyera que su marido la había querido, sino porque en realidad no quería demasiado a nadie salvo a sí mismo. Bien podría haber dejado a Andrea tirada con el bebé sin hacer nada por ella. Lo veía capaz de semejante negligencia. Sin embargo, ello no significaba que amara a su mujer. Quizá no quería a ninguna de las dos.
– Hace años tuvo otra aventura -confesó a Matt con voz ahogada.
Lo había perdonado por aquello. Le habría perdonado cualquier cosa. Pero ahora no podían arreglar las cosas ni hablar de ello. Esta vez, Ophélie se vería obligada a convivir con el engaño a solas. Esta vez no había posibilidad de redención. El tejido de su matrimonio había quedado hecho jirones en una sola noche, por culpa de una sola carta, por la traición de una amiga. Era un daño imposible de reparar.
– Tuvo una aventura cuando Chad enfermó. Creo que me odiaba por los problemas de Chad y aquella fue su venganza. O tal vez su forma de huir, o la única manera de afrontar la situación. Fue cuando yo estaba en Francia con Pip. No creo que le importara un comino aquella mujer, pero el asunto por poco acabó conmigo. Estaban ocurriendo demasiadas cosas a la vez. Sin embargo, dejó de verla, y lo perdoné, como siempre. Se lo perdonaba todo. Lo único que quería era amarlo y ser su mujer.
Y lo único que él había querido era a sí mismo. Matt lo veía con toda claridad, pero no lo expresó en voz alta. Ophélie tenía que llegar a sus propias conclusiones y aceptarlas. Matt no quería herirla aún más. Lo último que deseaba era hacerles daño a ella o a Pip.
– Creo que tendrás que dejar todo esto atrás -observó Matt con sabiduría-. Lo único que conseguirás es hundirte. Ted ya no está; este asunto ya no le concierne, solo te concierne a ti.
– Entre los dos lo han destruido todo. Ted ha conseguido destrozar mi vida incluso desde la tumba.
Había sido una imprudencia por su parte conservar la carta y dejarla en un lugar donde Ophélie pudiera encontrarla. Matt llegó a preguntarse incluso si querría que ella lo descubriera todo. Quizá contara con ello para que su mujer lo abandonara. Resultaba doloroso imaginar el drama que ello habría desencadenado y que, de hecho, había acabado desencadenando.
– ¿Qué le dirás a Pip?
– Nada, no tiene por qué saberlo. Esto es entre Ted y yo, incluso ahora. En algún momento le diré que no volveremos a ver a Andrea. Tendré que pensar en algún motivo o quizá me limitaré a decirle que ya se lo contaré más adelante. Sabe que anoche pasó algo terrible, pero no que tiene que ver con Andrea. No le dije adonde iba cuando salí.
– Fue una buena idea.
Todavía le sostenía la mano y deseaba abrazarla, pero temía que Ophélie no lo soportara. Parecía tan rota, tan frágil, como un pajarillo con las alas quebradas.
– Creo que ayer perdí la cabeza o estuve a punto. Lo siento, Matt, no pretendía cargarte con todo esto.
– ¿Por qué no? Ya sabes cuánto me importáis tú y Pip.
O quizá no lo sabía. De hecho, él empezaba a darse cuenta ahora, al mirarla. Nunca le había importado tanto nadie a excepción de sus hijos, lo que le recordó que aún no se lo había contado.
– Ayer me pasó algo -comenzó en voz baja sin soltarle la mano-, algo que me hizo descubrir otra traición. Tuve una visita. Fue el primer día de Acción de Gracias de verdad que he pasado en muchos años.
– ¿Quién era? -inquirió Ophélie, intentando aparcar su propia desgracia para escucharlo.
– Mi hijo.
Le contó lo sucedido mientras ella le atendía con los ojos cada vez más abiertos.
– No puedo creer que os hiciera esto a ti y a sus propios hijos. ¿Acaso creía que nunca lo descubrirían? -exclamó, horrorizada.
Ambos habían sufrido la terrible traición de personas a las que querían y en quienes confiaban. Era la peor clase posible de traición. No sabía quién había sufrido más; de hecho, le parecía que iban empatados.
– Por lo visto sí. Debía de pensar que me olvidarían o supondrían que había muerto. De hecho, estuvieron a punto de olvidarme. Tanto Robert como Vanessa dicen que me creían muerto. Él intentó localizarme para asegurarse y se quedó de piedra al encontrarme vivito y coleando. Es un chico estupendo. Quiero que Pip y tú lo conozcáis pronto. Podríamos pasar juntos las Navidades -propuso en tono esperanzado, forjando planes.
– ¿Has dejado de ser el típico aguafiestas? -bromeó ella con una sonrisa que hizo reír a Matt.
– Este año sí. Y pienso ir a Auckland a ver a Vanessa muy pronto.
– Me alegro tanto por ti, Matt -dijo Ophélie, oprimiéndole la mano.
En aquel instante entró Pip y sonrió al verlos cogidos de la mano, un gesto que tomó por lo que no era, pero que la complació mucho.
– ¿Puedo pasar? -preguntó mientras Mousse entraba dando saltos y llenaba de arena el salón de Matt, quien insistió en que no tenía importancia.
– Iba a proponer a tu madre que saliéramos a dar un paseo por la playa. ¿Nos acompañas?
– ¿Os importa si no voy? -replicó Pip mientras se instalaba en el sofá con aire cansado-. Tengo mucho frío.
– Vale, no tardaremos mucho.
Matt se volvió hacia Ophélie, y esta asintió. También a ella le apetecía dar un paseo.
Se pusieron los abrigos y salieron. Matt le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia sí. De repente se le antojaba aún más menuda de lo habitual, más frágil. Caminaron por la playa, Ophélie apoyada en él. Era el único amigo que le quedaba, la única persona en quien todavía confiaba sin reparo alguno. Ya no sabía qué creer acerca de su matrimonio ni de su difunto marido. De hecho, ya no sabía a qué atenerse respecto a nadie salvo Matt. Y estaba tan trastornada por todo lo ocurrido y su significado que recorrieron la playa entera sin mediar palabra, el brazo protector de Matt en torno a los hombros de Ophélie. Le bastaba estar con él.