Durante las ocho horas siguientes, Ophélie vio cosas cuya existencia jamás habría soñado siquiera, y menos aún tan cerca de su casa. Fueron a barrios que no conocía, entraron en callejones que la hicieron estremecer y vieron a personas cuya situación le resultaba tan incomprensible que apenas si pudo soportarlo. Personas con el rostro cubierto de llagas y costras, con los pies envueltos en andrajos en lugar de zapatos, o descalzos y a veces semidesnudos en la oscuridad. También vio a indigentes limpios y de aspecto corriente ocultos en rincones bajo los puentes, o durmiendo al abrigo de cajas de cartón en medio de la suciedad. Dondequiera que iban, la gente les daba las gracias y los bendecía. Fue una noche larga, lenta y atormentadora, pero al mismo tiempo Ophélie nunca había experimentado tanta paz, tanto gozo, tanta sensación de utilidad, a excepción tal vez de las noches en que diera a luz a Chad y Pip.
Durante casi toda la noche, Bob y ella trabajaron como un solo hombre. No hacía falta que Bob le dijera lo que debía hacer; no había más que seguir el dictado del corazón, y el resto venía por sí solo. Cuando alguien necesitaba un saco de dormir, se lo daban, o bien ropa de abrigo. Jeff y Millie se encargaban de los suministros médicos y de higiene. En un momento dado encontraron un campamento de chicos fugados cerca de los muelles de carga al sur de Market, y Bob anotó la dirección antes de explicar a Ophélie que disponían de otro programa de ayuda para chicos fugados. A la mañana siguiente les daría la dirección para que acudieran a buscarlos. Solo un puñado de ellos se mostraban dispuestos a dejar las calles; en mayor medida aún que los adultos, desconfiaban de los albergues y los programas, y no querían que los enviaran a casa. En la mayoría de los casos, las situaciones de las que huían eran peores que lo que vivían en la calle.
– Muchos de ellos llevan años en la calle; a menudo es más seguro para ellos que volver al lugar del que proceden. Los programas intentan reunirlos con sus familias, pero con frecuencia no le importan a nadie. A sus padres les importa un comino dónde han estado. Llegan aquí de todo el país y deambulan por las calles hasta que se hacen mayores.
– ¿Y luego qué? -preguntó Ophélie con expresión desesperada.
Nunca había visto a tantas personas tan necesitadas y con tan pocos recursos para sobrevivir. Eran o parecían ser una causa perdida. Los olvidados, como los llamaba Bob. Y nunca había visto a personas tan agradecidas por la escasa ayuda que recibían. Algunos incluso se echaban a llorar.
– Te entiendo -murmuró Bob una vez que Ophélie regresó a la furgoneta con lágrimas en las mejillas-. Yo también lloro a veces. Con los más jóvenes apenas puedo… y los ancianos… No puedes evitar saber que no vivirán mucho tiempo, pero no podemos hacer más por ellos, y tampoco ellos quieren más. No quieren ir al albergue. Puede que no tenga sentido para nosotros, pero para ellos sí. Están demasiado perdidos, o demasiado enfermos, o demasiado rotos. No pueden sobrevivir en ningún otro lugar. Desde que el gobierno recortó los fondos hace unos años, ya no quedan hospitales psiquiátricos donde atenderlos, e incluso los que parecen estar más o menos en condiciones seguramente no lo están. Hay muchos enfermos mentales ahí fuera. En eso suele consistir el abuso de narcóticos, en un montón de automedicación para sobrevivir. ¿Y quién puede reprochárselo? Joder, si yo viviera en la calle, seguro que también tomaría drogas. No tienen nada más.
Aquella noche, Ophélie aprendió más de la especie humana que en toda su vida junta. Era una lección que jamás olvidaría. Cuando pararon en McDonald's a medianoche para tomar unas hamburguesas, se sintió culpable, apenas capaz de tragarse la comida y el café caliente, a sabiendas de que estaban rodeados de gente que pasaba hambre y frío, que habrían dado cuanto tenían por una taza de café y una hamburguesa.
– ¿Qué tal estás? -le preguntó Jeff mientras Millie se quitaba los guantes.
Hacía frío, y Ophélie también se había puesto los suyos.
– Es increíble; desde luego, estáis haciendo una labor divina -exclamó Ophélie, impresionada por los tres.
Jamás se había sentido tan conmovida. Lo cierto era que también Bob estaba impresionado. Ophélie se mostraba bondadosa y compasiva, nunca condescendiente ni paternalista. Trataba a cuantas personas veían con humanidad y respeto, y trabajaba de firme. Bob se lo comentó a Jeff cuando salían del restaurante, y su compañero asintió. Sabía muy bien lo que se hacía al pedirle que los acompañara. Todo el mundo aseguraba que era genial, y Jeff la quería en el equipo antes de que quedara sepultada bajo una montaña de burocracia en el centro. Nada más conocerla había percibido que sería un miembro muy valioso del equipo si conseguía convencerla. Los riesgos a los que se enfrentaban cada noche y el horario eran los motivos que disuadían a casi todo el mundo. Además, la mayoría de los voluntarios e incluso de los empleados tenían demasiado miedo, incluso los hombres.
Tras el descanso se dirigieron a Potrero Hill y más tarde a Hunters Point. La última parada sería la Misión. Cuando se acercaban, Bob le advirtió que se quedara detrás de él y tuviera cuidado, contándole que, entre los más agresivos y hostiles las jeringuillas contaminadas eran las armas más comunes. Ophélie solo podía pensar en Pip; no podía permitirse resultar herida o morir. Durante un instante se dijo que estaba loca por haber acompañado al equipo, pero estar allí era como una droga a la que se enganchó aun antes de que terminara la primera noche. Lo que hacían era la obra más caritativa que había visto en su vida. Aquellas personas se jugaban la vida cada noche, sin ayuda, sin armas, sin apoyo alguno, consagraban su vida a una misión de caridad que ponía en peligro su integridad. Pero todo tenía sentido. Se sorprendió al comprobar que ni siquiera estaba cansada cuando por fin aparcaron las furgonetas en el garaje del centro. Se sentía pletórica de energía y muy viva, más que nunca, tal vez.
– Gracias, Opie -dijo Bob al apagar el motor-. Lo has hecho muy bien -aseguró con sinceridad.
– Gracias a ti -repuso ella con una sonrisa.
Viniendo de él, era un gran elogio. Le gustaba aún más que Jeff; era callado, trabajador y amable con las personas a las que atendían, además de muy respetuoso con ella. En las horas que habían pasado juntos había averiguado que su mujer había muerto de cáncer cuatro años antes, y que él criaba a sus tres hijos con ayuda de su hermana. Trabajar de noche le permitía estar con los niños durante el día. Por lo visto, los riesgos no lo inquietaban, ya que eran más graves cuando trabajaba de policía. Recibía una pensión del cuerpo, por lo que podía permitirse el lujo de cobrar el ínfimo salario que le pagaban en el centro. Por encima de todo, adoraba su trabajo y era menos agresivo que Jeff. Se había mostrado extremadamente amable con ella toda la noche, y Ophélie quedó trastornada al advertir que entre los dos habían dado cuenta de casi una caja entera de rosquillas. Se preguntó si la tensión le habría abierto el apetito, o quizá se debía a la actividad frenética. En cualquier caso, había sido una de las noches más importantes y excepcionales de su vida, y sabía que en aquellas horas mágicas entre las siete de la tarde y las tres de la madrugada, Bob y ella se habían hecho amigos. Le dio las gracias de todo corazón.
– ¿Nos vemos el lunes? -le preguntó Jeff en el garaje, mirándola de hito en hito.
– ¿Queréis que vuelva a acompañaros? -replicó Ophélie, sorprendida.
– Queremos que formes parte del equipo.
Lo había decidido a medianoche sobre la base de lo que había observado y lo que Bob le había contado de ella.
– Tendré que pensármelo -advirtió Ophélie con cautela, pero halagada de todos modos-. No podría salir cada noche.
Y de hecho, no debería salir ninguna noche; no era justo para Pip, pero todas aquellas personas, aquellas almas perdidas durmiendo junto a las vías del tren, bajo pasos elevados y en muelles de carga… Se sentía como si hubiera escuchado una llamada y sabía que era lo que debía hacer, por muchos riesgos que entrañara.
– No podría salir más de dos veces por semana. Tengo una hija pequeña.
– Si tuvieras novio, saldrías más que eso, y, según dices, no tienes.
No iba desencaminado; desde luego, Jeff no se andaba con rodeos.
– ¿Puedo pensármelo un poco? -pidió, sintiéndose algo presionada.
Pero eso era lo que él pretendía; la quería en el equipo.
– ¿Y eso? Creo que sabes muy bien lo que quieres.
Era cierto, pero no quería tomar decisiones precipitadas ni estúpidas movida por las emociones de la noche. Y sin lugar a dudas, emociones no habían faltado, sobre todo para ella, ya que todo era nuevo.
– Vamos, Opie, ríndete a la evidencia. Te necesitamos… y ellos también… -insistió Jeff con mirada implorante.
– Vale -balbució ella-. Vale… dos veces por semana.
Significaba que trabajaría martes y jueves por la noche en lugar de lunes, miércoles y viernes durante el día.
– Genial -exclamó Jeff con una sonrisa de oreja a oreja al tiempo que entrechocaba la mano con la de ella.
– Eres irresistible.
– Y que lo digas… Y no lo olvides. Buen trabajo, Opie, nos vemos el martes por la noche.
La saludó con la mano y se fue. Mille subió a un coche aparcado junto al garaje, y Bob la acompañó hasta el suyo, donde Ophélie volvió a darle las gracias.
– Puedes dejarlo cuando quieras -le recordó él con gentileza-. Esto no es ningún pacto de sangre.
Sus palabras tranquilizaron un poco a Ophélie. Acababa de contraer un compromiso muy serio y no alcanzaba a imaginar siquiera qué diría la gente si se lo explicaba. No sabía si lo haría, al menos de momento.
– Gracias por la salida.
– Cualquier cosa que hagas y durante el tiempo que la hagas será bienvenida. Todos seguimos mientras podemos, y cuando ya no lo soportamos más, tampoco pasa nada. Cuídate, Opie -se despidió cuando Ophélie subió al coche-. Hasta la semana que viene.
– Buenas noches, Bob -repuso ella en voz baja, empezando a notar por fin el cansancio.
El subidón de la noche empezaba a disiparse, y se preguntó cómo estaría a la mañana siguiente.
– Gracias de nuevo…
Bob la saludó con la mano, bajó la cabeza y se dirigió hacia su furgoneta. Fue entonces cuando Ophélie comprendió con una oleada de euforia que ahora formaba un equipo con ellos. Era una vaquera, como ellos.
¡Uuau!