Capítulo 26

Matt pasó por casa de Ophélie y Pip tras llevar a Vanessa al aeropuerto. Estaba triste por su marcha y agradecido por la oportunidad de tomar una taza de té antes de regresar a su solitaria vida en la playa. Más que nunca, se daba cuenta de que la semana que habían pasado juntos era lo que quería para siempre. Estaba cansado de su existencia solitaria, pero de momento no tenía alternativa. Ophélie no estaba preparada para más de lo que compartían en ese momento, es decir, amistad con la promesa de una futura relación amorosa. No estaba lista en modo alguno para nada más. A Matt no le quedaba más remedio que esperar y ver qué sucedía entre ellos, si es que llegaba a suceder algo. Y si no era así, si Ophélie no llegaba a ser capaz de acercarse a él, al menos podía seguir siendo amigo de ella y de Pip. Sabía que cabía esa posibilidad. La vida no ofrecía garantías; ambos habían tenido ocasiones más que suficientes para comprobarlo.

Al entrar en la casa, le complació observar que los retratos de Pip y Chad colgaban en los lugares de honor del salón.

– Son preciosos, ¿verdad? -comentó Ophélie con una sonrisa de orgullo antes de volver a darle las gracias por ellos-. ¿Qué tal estaba Vanessa al irse?

Le había cobrado muchísimo afecto, como también a Robert. Al igual que su padre, eran dos personas estupendas, de buenos modales, buen corazón y buena escala de valores. Los apreciaba sinceramente.

– Triste -repuso Matt al tiempo que pugnaba por desterrar de su mente el recuerdo de la noche que había pasado desnudo con Ophélie en su cama.

Ojalá hubiera sido capaz de confiar en él, pero no le quedaba otro remedio que esperar que llegara a ese punto algún día, si era afortunado.

– La veré dentro de unas semanas. Pip y tú le habéis caído muy bien.

– Y ella a nosotras -aseguró Ophélie con calor.

Cuando Pip subió a hacer los deberes, se volvió hacia él con expresión compungida.

– Siento lo que pasó en Tahoe -se disculpó.

Era la primera vez que sacaban el tema a colación, porque Matt no quería incomodarla ni presionarla. Le parecía mejor silenciarlo.

– No debería haberlo hecho. En francés, a eso se le llama ser una allumeuse. Creo que en inglés se emplea una palabra mucho más desagradable. Pero en cualquier caso, no está bien. No pretendía tomarte el pelo ni engañarte. Creo que, si acaso, me engañé a mí misma. Creía estar preparada, pero no era cierto.

A Matt no le hacía gracia hablar del tema con ella, pues temía que incluso eso pudiera empujarla a adoptar conclusiones drásticas. No quería cerrar ninguna puerta entre ellos, sino dejarlas todas abiertas de par en par, dar a Ophélie la oportunidad de cruzarlas cuando estuviera preparada. Cuando eso ocurriera, si es que ocurría, él la estaría esperando. Entretanto, solo podía amarla tanto como supiera, aun cuando su relación fuera limitada.

– No engañaste a nadie, Ophélie. El tiempo es un fenómeno extraño. Es imposible definirlo, comprarlo o predecir el efecto que provocará en las personas. Algunas personas necesitan más, otras menos. Tómate todo el que necesites.

– ¿Y si nunca llego a estar preparada? -preguntó ella con tristeza.

Temía que pasara eso. La intensidad de sus temores y su efecto paralizante la habían asustado.

– Si nunca llegas a estar preparada, te querré igual -le aseguró Matt.

Era cuanto Ophélie necesitaba oír. Como siempre, Matt la hacía sentir a salvo, sin presiones, sin agobios. Estar con él era como dar un largo y pacífico paseo por la playa; apaciguaba el alma.

– No te atormentes, tienes otras muchas cosas de que preocuparte. No me añadas a la lista. Te aseguro que estoy bien.

Le dedicó una sonrisa y se inclinó sobre la mesa para besarla en los labios. Ophélie no se resistió, sino que más bien aceptó el gesto con alegría. En el fondo de su corazón, lo amaba, solo que aún no sabía qué hacer al respecto. Si algún día se permitía volver a vivir y a amar, sabía que el elegido sería Matt. Pero, por otro lado, la torturaba la posibilidad de que Ted hubiera acabado con su existencia como mujer. No merecía ejercer semejante poder sobre ella, pero, por mucho que detestara reconocerlo, aún lo ejercía. Había destruido una parte esencial de ella, una parcela que ya no encontraba, como un calcetín extraviado, un calcetín lleno de amor y confianza. No tenía ni idea de dónde se encontraba. Por lo visto, había desaparecido. Ted lo había tirado a la basura, sin molestarse siquiera en llevarlo consigo. Ophélie se preguntaba una y otra vez qué habría significado para su marido, si la amaba cuando murió, si la habría amado alguna vez. Nunca conocería las respuestas; lo único que le quedaba eran preguntas.

– ¿Qué haces esta noche? -quiso saber Matt antes de irse.

Ophélie abrió la boca para contestar, pero titubeó cuando sus miradas se encontraron. Matt leyó la respuesta en sus ojos y se exasperó.

– ¿El equipo?

– Sí -asintió ella mientras llevaba las tazas al fregadero, reacia a hablar del tema con él.

– Madre mía, cuánto me gustaría que lo dejaras. No sé qué tengo que hacer para convencerte. Un día de estos, Ophélie, pasará algo terrible, y no quiero que te suceda nada. Hasta ahora han tenido suerte, pero la suerte no puede durarles siempre. Te arriesgas demasiado, y ellos también. Sales dos veces por semana, lo que significa que las probabilidades son cada vez más altas.

– No me pasará nada -intentó tranquilizarlo Ophélie, pero como de costumbre Matt no quedó convencido.

Se fue a las cinco, y al cabo de unos minutos llegó Alice para quedarse con Pip, una rutina ya consolidada. Ophélie salía con el equipo desde septiembre y se sentía completamente segura en el trabajo, a diferencia de Matt, que siempre barruntaba catástrofes, temor que Ophélie no compartía. Conocía bien a sus compañeros y sabía cuan competentes eran. Siempre se comportaban con sensatez y cautela. Eran vaqueros, como se llamaban ellos mismos, pero vaqueros que sabían moverse por las calles, cuidaban de sí mismos y de ella. Además, también ella había aprendido mucho; ya no era una novata.

A las siete estaba en la furgoneta, sentada junto a Bob, mientras Jeff y Millie los seguían en la otra. Habían añadido más suministros para la ruta, tales como alimentos, más medicamentos, ropa de abrigo y preservativos. Asimismo, un mayorista donaba anoraks de plumón al centro con regularidad. Las furgonetas iban cargadas hasta los topes, y esa noche hacía un frío espantoso. Bob le comentó con una sonrisa maliciosa que debería haberse puesto calzoncillos largos.

– Bueno, ¿y cómo estás? -le preguntó con su habitual afabilidad-. ¿Qué tal las Navidades?

– Bastante bien. El día en sí fue duro.

Ambos habían pasado por ello, de modo que Bob asintió.

– Pero al día siguiente fuimos a esquiar con unos amigos a Tahoe. Estuvo muy bien.

– Sí, nosotros fuimos a Alpine el año pasado. Me encantaría llevar a los niños otra vez este año, pero es muy caro.

El comentario hizo recordar de nuevo a Ophélie lo afortunada que era al no tener problemas económicos. Bob tenía tres bocas que alimentar y muy pocos recursos, pero hacía cuanto estaba en su mano por sus hijos.

– ¿Y qué tal tu vida amorosa, por cierto?

Al pasar tantas horas juntos en la furgoneta, se hacían muchas confidencias, y además tenían en común el hecho de ser viudos y tener hijos. Intercambiaban gran cantidad de información y consejos, y hablaban más de lo que habrían hablado en un despacho. Aquello no era un trabajo de oficina.

– ¿Qué vida amorosa? -replicó ella con expresión inocente.

Bob le propinó un empujoncito cariñoso.

– Venga ya, no te hagas la tonta. Hace un par de meses estabas en las nubes, como si Cupido te hubiera clavado la flecha en el culo, así que… ¿qué ha pasado?

Apreciaba a Ophélie. Era una mujer de gran corazón y, a juzgar por lo que había observado trabajando con ella en las calles, los tenía bien puestos, como decía a menudo a Jeff. Casi nada la asustaba. Nunca se cortaba, nunca se quedaba rezagada, estaba siempre ahí, noche tras noche, ayudando como los demás, y los otros tres la adoraban.

– Vamos, cuenta -insistió.

Tenían tiempo para charlar antes de llegar al barrio de la Misión.

– Pues que estoy asustada. Supongo que parece una tontería. Es un hombre maravilloso y lo quiero, pero no puedo, Bob, al menos de momento. Creo que me han pasado demasiadas cosas.

No tenía sentido hablarle del bebé de Ted y Andrea, ni de las barbaridades que su antigua amiga decía de Ophélie y Chad en su carta, que insinuaba que Ted estaba de acuerdo con ella, que Ophélie era una incompetente y trataba a su hijo enfermo mental de forma abominable, causándole los problemas que tenía. La inmensa crueldad de su comportamiento aún podía con ella. Incluso había llegado a preguntarse si Andrea tendría razón, si ella habría exacerbado los problemas de Chad. Aun cuando su amiga hubiera manipulado a Ted, tal vez sus palabras encerraran algo de verdad. Ophélie se había atormentado lo indecible por la carta hasta que por fin la había quemado para que Pip nunca la encontrara y la leyera, como le había sucedido a ella.

– Lo sé, lo sé. A mí también me pasaron muchas cosas cuando murió mi mujer. Cuesta creerlo, pero al final lo superas, al menos lo suficiente para rehacer tu vida. Y por cierto -comentó con fingida indiferencia mientras miraba por la ventanilla y no a «Opie», como la llamaban, un apodo que le gustaba-. Voy a casarme.

Ophélie profirió una exclamación de alegría.

– ¡Me alegro mucho por ti! Es genial. ¿Qué les parece a tus hijos?

– Les cae bien… De hecho la adoran… desde siempre.

Ophélie sabía que su prometida era la mejor amiga de su mujer, circunstancia que se daba con frecuencia entre los viudos. A menudo se casaban con las hermanas o las mejores amigas de sus esposas porque ya las conocían y las apreciaban.

– ¿Cuándo es la boda?-le preguntó, complacida.

– Bueno, joder, no lo sé… Ella nunca ha estado casada, así que quiere una boda a lo grande. Por mi parte, preferiría ir al ayuntamiento y tenerlo zanjado en cinco minutos.

– No seas aguafiestas y limítate a pasarlo bien. Con un poco de suerte, es la última vez que te casas.

– Eso espero. Es una buena mujer y mi mejor amiga.

– Es la mejor manera.

Como ella y Matt. Lástima que no consiguiera sobreponerse a sus temores lo suficiente para entablar una auténtica relación con él. Casi envidiaba a Bob. Pero, por otro lado, su mujer llevaba muerta más tiempo que Ted. Quizá algún día, al menos eso esperaba, lograra desterrar sus temores y cautelas para lanzarse a la piscina.

Al poco rodearon el barrio de la Misión e hicieron una parada sin contratiempos en Hunters Point. En un momento dado pensó en el miedo infundado de Matt respecto a su trabajo en la calle. Se sentía del todo tranquila, y cuando se detuvieron a tomar café y comer algo no paró de bromear con Millie y Jeff. Hacía un frío espantoso, y los moradores de la calle lo estaban pasando muy mal, por lo que agradecían cualquier cosa que el equipo les proporcionara.

– Madre mía, qué frío hace -exclamó Bob cuando volvieron a ponerse en marcha.

Cubrieron los muelles de carga, las vías del tren, los pasos subterráneos y los callejones, como de costumbre. Peinaron la Tercera, la Cuarta, la Quinta y la Sexta, aunque Bob comentó que nunca le habían gustado. En esas calles había demasiado tráfico de drogas y personas que podían sentirse amenazadas por ellos, creyendo que pretendían inmiscuirse en sus asuntos. Nunca era buena idea interrumpir una transacción callejera. Aquellos a los que querían atender eran los que se limitaban a intentar sobrevivir, no los que abusaban de estos. En cambio, a Jeff le gustaba el barrio y a veces estaba en lo cierto, porque encontraban a numerosos indigentes tendidos en portales y callejones, abrigados con andrajos y lonas en las cajas que denominaban «cunas».

Enfilaron un callejón llamado Jesse, situado entre la Quinta y la Sexta, porque Millie indicó a Jeff que había visto a un par de personas en el otro extremo. Ambos se apearon de su furgoneta mientras Bob y Ophélie permanecían en la suya, convencidos de que al tratarse de tan solo un par de indigentes, los otros dos podrían arreglárselas. Sin embargo, al poco Jeff les pidió por señas sacos de dormir y abrigos, material que llevaban en la furgoneta de Bob y Ophélie. Ella fue la primera en apearse.

– Ya los llevo yo -dijo por encima del hombro.

Bob titubeó un instante, pero Ophélie actuó tan deprisa que ya se encontraba a medio callejón con los sacos y los abrigos antes de que su compañero tuviera ocasión de apearse.

– ¡Espera! -gritó Bob antes de seguirla.

Pero el callejón parecía desierto a excepción de una cuna en el extremo más alejado. Jeff y Millie ya estaban allí, y Ophélie estaba a punto de alcanzarlos cuando un hombre alto y flaco salió de un portal y la agarró. Bob lo vio alargar el brazo hacia ella y echó a correr. El hombre sujetaba a Ophélie por el brazo, pero por extraño que pareciera, no estaba asustada. Tal como había aprendido a hacer por instinto, lo miró a los ojos y le sonrió.

– ¿Quiere un saco de dormir y un abrigo?

Enseguida advirtió que iba drogado, probablemente con speed o metanfetaminas, pero con una mirada firme quiso transmitirle que no le tenía miedo ni pretendía hacerle daño.

– No, cariño. ¿Qué más tienes? ¿Tienes algo que pueda interesarme?

El hombre la miraba con ojos enloquecidos que no paraban de moverse en todas direcciones.

– Comida, medicamentos, chaquetas de abrigo, algunos chubasqueros, sacos de dormir, bufandas, gorros, bolsas, lonas, lo que quiera.

– ¿Y vendes toda esa mierda? -espetó el tipo, enojado, en el momento en que Bob los alcanzaba y se forjaba una idea de la situación.

– No, es gratis -repuso ella con calma.

– ¿Por qué? -replicó el hombre en tono hostil y nervioso.

Bob permaneció inmóvil. Presentía dificultades y no quería perturbar el frágil equilibrio existente entre ellos.

– Pues porque imagino que pueden hacerle falta esas cosas.

– ¿Quién es él? -preguntó el hombre, oprimiéndole el brazo con más fuerza-. ¿Es poli?

– No. Somos del centro Wexler. ¿Qué necesita?

– Una mamada, zorra. No quiero nada de vosotros.

– Ya basta -intervino Bob mientras Jeff y Millie se acercaban despacio desde el otro lado.

Sabían que algo pasaba, pero aún no distinguían de qué se trataba, aunque oían sus voces.

– Suéltala, tío -ordenó Bob en voz baja, pero firme.

– ¿Qué eres, su chulo?

– Ni tú ni nosotros queremos problemas. Déjalo ya, hombre, suéltala -repitió Bob.

Lamentaba no llevar arma, porque sacarla habría disuadido al hombre. Por entonces, Jeff y Millie llegaron junto a ellos, y el hombre que sujetaba a Ophélie se enfadó y la atrajo hacia sí.

– ¿Qué sois? ¿Polis de paisano? Tenéis pinta de polis.

– No somos polis -aseguró Jeff con claridad-, pero antes estaba en los cuerpos especiales de la Marina y te voy a dar una buena paliza si no la sueltas ahora mismo.

El hombre había arrastrado a Ophélie callejón abajo, hacia un portal donde Bob vio a otros dos tipos esperándolo impacientes. Era la situación que más detestaban; habían interrumpido una venta de droga.

– Nos importa un bledo lo que estéis haciendo. Traemos medicamentos, comida y ropa para la gente de la calle. Si no queréis nada, perfecto, pero tenemos mucho trabajo, así que ya podéis seguir con lo vuestro; a mí me la suda.

Su única opción cuando las cosas se ponían feas era hacerse los duros, porque no tenían otros recursos. El tipo que agarraba a Ophélie no parecía tragarse su historia.

– ¿Y ella qué? También tiene pinta de poli -dijo al tiempo que señalaba a Millie.

Ophélie guardó silencio. A su juicio, Millie tenía en efecto pinta de poli.

– Antes lo era, pero la echaron del cuerpo por prostituta -espetó Jeff con bravuconería, pero el tipo no se lo creyó.

– Y una mierda. Apesta a poli, y esta también.

Dicho aquello soltó a Ophélie y la empujó hacia ellos. Ophélie dio un traspié y estuvo a punto de caer. Cuando recobró el equilibrio y se irguió, todos oyeron unos disparos. Ni siquiera lo habían visto sacar el arma. De repente, giró sobre sus talones a velocidad de vértigo, dio un salto de bailarín y echó a correr.

Jeff salió en su persecución, y Bob le gritó algo mientras los dos tipos del portal se esfumaban por una puerta que se cerró tras ellos. Todo sucedió muy deprisa. Jeff perseguía al hombre al tiempo que Millie apretaba el paso y le gritaba algo. No iban armados, de modo que no tenía sentido perseguir al hombre. Si lo alcanzaban, se arriesgaban a recibir un balazo mientras intentaban reducirlo. No eran policías, y lo único que Bob quería era salir de ahí. Se volvió hacia Ophélie para decirle que corriera hacia la furgoneta, pero entonces vio que se había desplomado y yacía en un charco de sangre. El tipo de la pistola le había disparado.

– Joder, Opie, ¿qué has hecho? -musitó, cayendo de rodillas para intentar levantarla.

Quería sacarla de allí, deseó con todas sus fuerzas que fuera una herida superficial, pero de inmediato vio que estaba demasiado malherida para moverse y que estaban atrapados en aquel callejón. Había sido una idea fatídica meterse en aquel callejón infestado de traficantes.

Bob gritó a pleno pulmón, y Millie fue la primera en oírle. Bob la llamó por señas, y ella a su vez llamó a Jeff. Al poco vieron a Ophélie en brazos de Bob y apretaron el paso para llegar junto a ellos cuanto antes. Jeff tenía el móvil a mano y ya estaba llamando a una ambulancia. En cuestión de segundos alcanzaron a Bob y Ophélie. Bob parecía hallarse en estado de shock, y Ophélie había perdido el conocimiento. Tenía el pulso muy débil y apenas respiraba.

– Mierda -masculló Jeff al tiempo que se arrodillaba junto a ella y Millie corría hasta la boca del callejón para que la ambulancia los localizara-. ¿Saldrá de esta?

– No parece probable -repuso Bob con los dientes apretados.

Estaba cabreado con Jeff; entrar en el callejón había sido una pésima decisión. Era la primera tontería que cometían en mucho tiempo. Y estaba todavía más cabreado consigo mismo por permitir que Ophélie se apeara de la furgoneta sin seguirla más de cerca. Pero en cualquier caso, sin armas apenas podían hacer nada para protegerse unos a otros en situaciones como aquella. En un momento dado habían comentado la posibilidad de llevar chalecos antibalas, pero decidieron que no los necesitaban, y de hecho no los habían necesitado hasta esa noche.

– Es viuda y tiene una hija -dijo Bob a Jeff mientras ambos la observaban.

– Ya lo sé, tío… ya lo sé. ¿Dónde coño está la ambulancia?

– Ya oigo la sirena.

Sin dejar de mirarla, le controlaba el pulso en el cuello. El latido era cada vez más débil, y aunque los disparos se habían producido tan solo unos minutos antes, tenía la sensación de que había transcurrido toda una vida. Al cabo de unos instantes, entre el aullido de la sirena, Jeff vio a Millie agitar los brazos, y al poco acudieron los enfermeros a la carrera.

Sin perder un segundo, colocaron a Ophélie sobre una camilla mientras uno de ellos le ponía una vía.

– ¿Cuántos disparos ha recibido? -preguntó uno de los enfermeros a Jeff, que corría a su lado.

Bob volvió a la furgoneta para seguir a la ambulancia hasta el Hospital General, que contaba con la mejor unidad de trauma de la ciudad. Se oyó rezar mientras ponía la furgoneta en marcha y daba media vuelta.

– Tres -repuso Jeff mientras los enfermeros subían la camilla a la ambulancia a toda prisa.

Los dos hombres cerraron las puertas del vehículo al tiempo que este se ponía en marcha. Jeff regresó corriendo a su furgoneta, donde Millie ya estaba al volante. Ambas furgonetas siguieron a la ambulancia a toda velocidad. Era el primer incidente que tenían, pero eso no les proporcionaba consuelo alguno.

– ¿Crees que se pondrá bien? -inquirió Millie, sorteando el tráfico sin apartar la mirada de la calzada y pisando el acelerador a fondo.

Jeff respiró hondo y negó con la cabeza. Detestaba decirlo, pero no lo creía, y Millie tampoco.

– No -dijo con sinceridad-. Le han disparado tres tiros a quemarropa. A menos que fueran balas de fogueo, no sobrevivirá. Nadie puede sobrevivir a eso, y menos una mujer.

– Yo sobreviví -masculló Millie.

El ataque había acabado con su carrera policial, le había proporcionado una pensión de invalidez y había tardado mucho tiempo en reponerse, pero lo consiguió, a diferencia de su compañero, al que dispararon en el mismo tiroteo. A veces todo era cuestión de suerte.

Llegaron al hospital en siete minutos. Los tres saltaron de las furgonetas y siguieron la camilla. Los enfermeros habían cortado la ropa de Ophélie, que yacía medio desnuda, expuesta y tan cubierta de sangre que resultaba imposible discernir lo sucedido. Al cabo de unos segundos desapareció en la unidad de trauma, inconsciente y con el rostro cubierto por una mascarilla de oxígeno. Sus tres compañeros se sentaron en silencio, sin saber a quién llamar ni si debían llamar siquiera. Les parecía un pecado llamar a una niña y suponían que estaba con alguna canguro. Tenían que comunicárselo a alguien.

– ¿Qué os parece, chicos? -preguntó Jeff.

Era el jefe del equipo, pero la decisión no era fácil.

– Mis hijos querrían saberlo -aseguró Bob en voz baja.

Los tres estaban muy pálidos, y Jeff se volvió hacia Bob antes de ir al teléfono público situado en el vestíbulo.

– ¿Cuántos años tiene su hija?

– Doce. Se llama Pip.

– ¿Queréis que la llame yo o hable con la canguro? -se ofreció Millie.

Quizá se asustarían menos si oían la noticia de labios de una mujer. ¿Pero qué podía dar más miedo que enterarse de que tu madre había recibido dos disparos en el pecho y uno en el estómago? Jeff sacudió la cabeza y se dirigió al teléfono. Los otros dos esperaron apoyados contra la pared, cerca de la puerta de urgencias. Al menos nadie había salido a comunicarles que había muerto, aunque Bob sospechaba que no tardarían en hacerlo.


El teléfono de la casa de Safe Harbour sonó poco después de las dos de la madrugada. Matt llevaba dormido casi dos horas y despertó con un sobresalto. Ahora que volvía a tener a sus hijos en su vida, nunca desconectaba el teléfono y se preocupaba si lo llamaban a una hora inusual. Se preguntó si sería Robert o tal vez Vanessa desde Auckland. Esperaba que no fuera Sally.

– ¿Diga? -murmuró soñoliento al descolgar.

– Matt.

Era Pip, y con aquella única palabra advirtió que le temblaba la voz.

– ¿Pasa algo?

Pero Matt lo supo antes de que ella se lo dijera, y una oleada de terror se adueñó de él.

– Es mi madre. Le han disparado y está en el hospital. ¿Puedes venir?

– Ahora mismo.

Matt apartó las sábanas y se levantó sin soltar el teléfono.

– ¿Qué ha pasado?

– No lo sé. Han llamado a Alice y he hablado con ellos. El hombre dice que le han disparado tres veces.

– ¿Está viva? -preguntó Matt con voz ahogada.

– Sí -asintió la niña con un hilo de voz, llorando.

– ¿Te han dicho cómo ha sido?

– No. ¿Vendrás?

– Lo antes posible.

No sabía si ir al hospital o a casa de Pip. Quería estar con Ophélie, pero Pip lo necesitaba.

– ¿Puedo acompañarte?

Matt vaciló una fracción de segundo mientras cogía unos tejanos.

– De acuerdo. Vístete. Llegaré lo antes que pueda. ¿Dónde está?

– En el Hospital General. Acaba de llegar. Le dispararon hace unos minutos, no sé nada más.

– Te quiero, Pip. Adiós.

No quería perder tiempo hablando con ella ni intentando tranquilizarla. Se vistió, cogió la cartera y las llaves del coche, y corrió hacia él. Ni siquiera se molestó en cerrar la puerta con llave. Desde el coche llamó al hospital. No había novedades; Ophélie se encontraba en estado crítico y no sabían nada más.

Matt condujo por la montaña tan deprisa como se atrevió, y al llegar a la autopista pisó el acelerador a fondo. Cruzó el puente a toda velocidad y arrojó las monedas a la mujer del peaje. Llegó a casa de Pip y Ophélie veinticuatro minutos después de recibir la llamada. No se molestó en entrar, sino que tocó el claxon. Pip salió corriendo vestida con tejanos y el anorak de esquí, que había encontrado en el armario del vestíbulo. Estaba muy pálida y parecía aterrorizada.

– ¿Estás bien? -le preguntó Matt.

La niña meneó la cabeza, pero estaba demasiado asustada para llorar siquiera. Parecía a punto de desmayarse, y Matt rezó por que aguantara. También rezó por su madre y no comentó a Pip la locura que había cometido Ophélie al trabajar en la calle por la noche con el equipo. Había sucedido lo que había temido y augurado desde el principio. Sin embargo, no era ningún consuelo tener razón. No veía cómo Ophélie podía salir de aquella. Ni tampoco Pip. Tres balas parecían más de lo que podía soportar un ser humano, aunque Matt sabía que algunos lo habían conseguido.

Se dirigieron al hospital en angustiado silencio. Matt aparcó en una de las plazas para vehículos de emergencia, y él y Pip se apearon de un salto. Jeff, Bob y Millie los vieron en cuanto entraron en el vestíbulo, y al instante supieron quiénes eran, al menos la niña. Era clavada a su madre salvo por la melena roja.

– ¿Pip? -preguntó Bob al tiempo que se acercaba a ella y le daba una palmadita en el hombro-. Soy Bob.

– Lo sé.

Pip los había reconocido a todos por la descripción de su madre.

– ¿Dónde está mi madre? -preguntó, nerviosa, pero notablemente entera.

Matt se presentó con el ceño fruncido. No podía culparlos por la temeridad de Ophélie, pero aun así estaba furioso.

– Le están extrayendo las balas -explicó Millie.

– ¿Cómo está? -quiso saber Matt, mirando de hito en hito a Jeff, que le parecía el jefe.

– No lo sabemos. No nos han dicho nada.

Permanecieron de pie durante lo que se les antojó una eternidad y por fin se sentaron.

Bob fue a buscar café, y Millie cogió de la mano a Pip, que se aferraba a Matt con la otra. Guardaba silencio, pues ninguno de ellos podía decir nada para justificar, explicar ni consolar. No abrigaban demasiadas esperanzas, ni siquiera Pip, y nadie quería mentirle. Las probabilidades de que Ophélie sobreviviera eran casi nulas.

– ¿Han cogido al tipo que le disparó? -preguntó por fin Matt.

– No, pero pudimos verlo bien. Si la policía tiene fotos de él, lo cogeremos. Lo perseguí, pero no lo alcancé, y no quería dejarla sola -explicó Jeff.

Matt asintió. Aun cuando le echaran el guante, ¿qué más daba, si Ophélie moría? A él no le importaba, desde luego, ni tampoco a Pip. Nada lograría devolverla a la vida si moría. Pero de momento seguía viva.

Matt acudió varias veces a recepción para preguntar por su estado, pero lo único que supieron decirle era que continuaba en el quirófano. Allí pasó siete horas, al término de las cuales seguía con vida.

Para entonces, Jeff ya había llamado al centro, y varios periodistas habían telefoneado al hospital, aunque por fortuna todavía no se había presentado ninguno. Por fin, a las nueve de la mañana salió un cirujano para hablar con ellos. Matt estaba aterrado, al igual que Pip. Matt no le había soltado la mano en ningún momento, y todo lo hacía con la otra mano. La niña se aferraba a él, y él a ella.

– Está viva -los tranquilizó el cirujano-. Todavía no sabemos cómo evolucionará. La primera bala le atravesó el pulmón y salió por la espalda. La segunda le atravesó el cuello, aunque no ha tocado la columna. Dadas las circunstancias, ha tenido bastante suerte, pero aún no está fuera de peligro. La tercera le ha destrozado un ovario y el apéndice, además de dañarle bastante el estómago y los intestinos. Hemos pasado las últimas cuatro horas de la operación en esa zona. La hemos operado entre cuatro cirujanos; es la mejor atención que se puede recibir aquí.

– ¿Podemos verla? -musitó Pip con un hilo de voz, después de pasar toda la noche en silencio.

– Todavía no -dijo el cirujano-. Está en la UCI de cirugía. Pero dentro de un par de horas, si sus constantes se mantienen estables, podrás subir. Aún no ha recobrado el conocimiento, pero debería despertar dentro de unas horas. Estará bastante aturdida y así la mantendremos durante un tiempo.

– ¿Se va a morir? -inquirió Pip, oprimiendo la mano con tal fuerza que parecía un yunque.

Matt contuvo la respiración para escuchar la respuesta del cirujano.

– Esperamos que no -contestó este, mirándola de hito en hito-. Podría suceder, porque está muy, muy malherida. Pero ha sobrevivido a la operación y el trauma, de modo que es fuerte, y estamos haciendo todo lo que podemos.

– Eso espero -masculló Bob, deseando con todas sus fuerzas que Ophélie viviera.

Pip volvió a sentarse y quedó inmóvil como una estatuilla de madera. No tenía intención de ir a ninguna parte, ni tampoco Matt y los demás. Se sentaron a esperar, y a mediodía una enfermera les dijo que podían subir a la UCI. Era un lugar espeluznante, y el cubículo acristalado donde se encontraba Ophélie estaba lleno de máquinas, monitores y cables. Tres personas supervisaban sus constantes vitales, y cada centímetro de su cuerpo parecía surcado de agujas, vendajes y tubos. Estaba mortalmente pálida y tenía los ojos cerrados cuando Matt y Pip entraron.

– Te quiero, mami -murmuró la niña, de pie junto a la cama.

Junto a ella, Matt pugnó por contener el llanto para que Pip no lo viera llorar. Sabía que debía ser fuerte por el bien de ella, pero lo único que ansiaba era tocar a Ophélie para insuflarle su propia vida. Por lo visto, los médicos hacían cuanto podían por ella. Durante todo el rato que estuvieron junto a su lecho, Ophélie no se movió. Cuando se disponían a salir, acudió una enfermera para anunciarles que se había acabado el tiempo. Ophélie solo podía recibir visitas durante cinco minutos cada hora. Gruesas lágrimas rodaban por las mejillas de Pip. La aterraba la perspectiva de perder también a su madre, lo único que le quedaba en el mundo, la única familia que tenía. Como si percibiera su consternación, Ophélie abrió los ojos y la miró un instante antes de volverlos hacia Matt. Esbozó una sonrisa como si quisiera animarlos y al instante volvió a cerrarlos.

– ¿Mamá? -llamó Pip en el diminuto cubículo acristalado-. ¿Me oyes?

Ophélie asintió con la cabeza, la única parte del cuerpo que no le dolía. Una mascarilla de oxígeno le cubría el rostro.

– Te quiero, Pip -musitó antes de mirar a Matt, sabedora de lo que él habría querido decirle.

Fue lo último que pensó antes de sumirse de nuevo en la negrura, que Matt había tenido razón. Temía que estuviera furioso con ella. Se alegraba de que cuidara de Pip y se preguntó cómo habría sucedido. Pip debía de haberlo llamado.

– Hola, Matt -murmuró antes de dormirse.

Matt y Pip salieron de la unidad con lágrimas en los ojos, pero eran lágrimas de alivio más que de tristeza. Ophélie parecía tener posibilidades de salir de aquella, aunque ambos sabían que aún no había garantías.

– ¿Cómo está? -preguntaron los demás en cuanto los vieron.

Habían esperado ansiosos en la sala de espera de la UCI y se inquietaron sobremanera al ver llorar a Matt y Pip, temerosos de que Ophélie hubiera muerto.

– Nos ha hablado -anunció Pip mientras se enjugaba las lágrimas.

– ¿En serio? -exclamó Bob, atónito y emocionado-. ¿Qué ha dicho?

– Que me quiere -repuso Pip con expresión complacida.

No obstante, todos sabían que los esperaba un largo y arduo camino. Ophélie no estaba en modo alguno fuera de peligro.

Aquella tarde, los compañeros de Ophélie regresaron al centro, pero prometieron pasar aquella noche durante su ruta. Tenían que ir a casa y dormir unas horas. Además, el centro había organizado una reunión para debatir la seguridad del equipo de asistencia. Bob y Jeff ya habían anunciado que a partir de entonces llevarían armas, puesto que aún tenían licencia, y Millie se mostró de acuerdo con ellos. Asimismo, se planteaba la cuestión de si el equipo era un lugar adecuado para voluntarios. A todas luces, no era así, pero para Ophélie la duda llegaba demasiado tarde.

Matt se quedó en el hospital con Pip toda la tarde. Volvieron a ver a Ophélie dos veces. En la primera visita la encontraron dormida, y en la segunda parecía sufrir muchos dolores. En cuanto se fueron le administraron morfina. Matt intentó persuadir a Pip para que fuera a casa un rato a fin de descansar, asearse y comer algo. Después de que los médicos administraran la morfina a su madre, la niña accedió, si bien a regañadientes. Matt la acompañó a casa, donde los recibió Mousse, y fue derecho a la cocina para preparar huevos revueltos y tostadas. En el contestador había dos mensajes de la escuela de Pip. Por lo visto, Alice había llamado por la mañana, antes de irse, y dejado una nota sobre la mesa de la cocina para que Pip la llamara si necesitaba algo. Más tarde había dejado otra nota para explicar que había sacado a Mousse de paseo por la tarde.

Matt llevó al perro a dar un paseo antes de comer. A continuación, él y Pip se sentaron a la mesa de la cocina con aspecto de náufragos. La niña estaba tan cansada que apenas logró probar bocado, y Matt tampoco se sentía capaz de comer.

– ¿No crees que debemos volver ya? -inquirió Pip, nerviosa.

No quería que sucediera nada, ni bueno ni malo, durante su ausencia, y como un resorte a punto de saltar, esperaba a que Matt terminara.

– ¿Qué tal si nos damos una ducha primero? -propuso él con paciencia.

Ambos tenían un aspecto desastroso, por no mencionar que necesitaban descansar. En algún momento dado tendrían que dormir, de modo que intentó convencer a Pip de que echaran una siesta antes de regresar al hospital.

– No tengo sueño -aseguró Pip con valentía.

Matt no la presionó. Acordaron darse una ducha, pero después Pip quiso regresar al hospital enseguida. Matt no intentó disuadirla, porque también él quería ir. Sacó a Mousse una vez más, y luego volvieron al hospital y se instalaron juntos en el sofá de la sala de espera de la UCI.

La enfermera les dijo que sus amigos habían pasado a preguntar por Ophélie, que estaba dormida, como ahora. Cuando Matt se interesó por su estado, le comunicaron que seguía en estado crítico. En cuanto se sentó en el sofá, Pip se quedó dormida, y Matt experimentó un profundo alivio. La contempló mientras dormía, preguntándose qué sería de ella si su madre moría. No soportaba la idea, pero cabía la posibilidad. Si se lo permitían, la llevaría a vivir con él o bien se compraría un piso en la ciudad. En su mente bullían toda suerte de perspectivas nefastas cuando la enfermera se acercó a él a las dos de la madrugada con expresión seria. A Matt se le aceleró el pulso al verla.

– Su esposa quiere verlo -musitó.

Matt no se molestó en corregirla, sino que soltó la mano de Pip con delicadeza y siguió a la enfermera al interior de la UCI. Ophélie estaba despierta y parecía ansiosa por hablar con él. Le indicó por señas que se acercara, y Matt temió que presintiera su propia muerte. En cuanto llegó junto a ella, Ophélie le acarició la mejilla y empezó a hablar en susurros. A todas luces le costaba respirar.

– Lo siento tanto, Matt… Tenías razón… Lo siento mucho… ¿Cuidarás de Pip?

Era lo que Matt se había temido. Ophélie estaba convencida de que iba a morir y quería dejar resuelto el futuro de su hija. Matt sabía que apenas tenía familia, tan solo unos primos lejanos en París. No tenía con quien dejarla salvo él.

– Sabes que sí… Ophélie, te quiero… no te vayas, cariño… quédate con nosotros… te necesitamos… Tienes que ponerte bien -le suplicó.

– Lo haré -prometió ella antes de dormirse de nuevo. La enfermera le pidió que saliera.

– ¿Cómo está? -le preguntó Matt en el mostrador-. ¿Ha cambiado algo?

– Va aguantando -lo tranquilizó la enfermera.

La impresionaba que el hombre y la niña apenas se hubieran movido del lado de la paciente. Aquellos detalles marcaban la diferencia, y siempre la sorprendía constatar cuántas personas no se molestaban en hacerlo. En cambio, Pip y Matt solo se habían ausentado menos de dos horas para ir a casa. A la mañana siguiente, en el cambio de turno, seguían allí, y Ophélie había experimentado una ligera mejoría.

Matt llevó a Pip a casa y le explicó que o bien tenía que volver a la playa a recoger algo de ropa o bien tendría que comprar algunas cosas. Comentaron el asunto durante el desayuno y por fin decidieron pasar por Macy's de camino al hospital para comprar algunas prendas. Era evidente que Pip no quería que se fuera, de modo que se quedó.

Por fin encontró un momento para llamar a Robert y darle la noticia. Luego quedó con Alice para que sacara a pasear al perro con regularidad y telefoneó a la escuela de Pip. Le aseguraron que Pip no tenía que ir y expresaron la esperanza de que la señora Mackenzie se repusiera pronto. Había varios mensajes preocupados del centro Wexler, pero Matt no tenía ganas de hablar con ellos, así que no devolvió las llamadas.

Tras una parada rápida en Macy's regresaron al hospital y reanudaron su vigilia en la sala de espera. Aquella noche, Ophélie experimentó una leve mejoría. Bob, Jeff y Millie habían ido a verla, y también se dieron cuenta. Cuando se fueron, Matt arropó a Pip con una manta que la enfermera les había proporcionado. De repente, Pip alzó la mirada hacia él.

– Te quiero, Matt.

– Yo también te quiero, Pip -repuso él.

Había comprado suficiente ropa para una semana. Tarde o temprano tendría que volver a la playa, pero pensaba quedarse con Pip mientras esta lo necesitara. Por lo visto, tardaría bastante en volver a su casa.

– ¿Y también quieres a mi madre?

La niña nunca había sabido qué había entre ellos; ambos se habían comportado siempre con suma discreción.

– Sí -asintió Matt con una sonrisa que Pip le devolvió.

– ¿Te casarás con ella cuando se ponga bien?

A Matt le gustó que dijera «cuando» y no «si».

– Te necesita, Matt, y yo también.

Al escuchar aquellas palabras le entraron ganas de llorar y no supo qué decirle. Antes de recibir los disparos, Ophélie no sabía a ciencia cierta qué sentía por él ni qué quería de su relación, mientras que Matt sí sabía sin lugar a dudas lo que sentía por ella.

– Me gustaría, Pip -repuso con sinceridad-, pero creo que tendríamos que preguntárselo a ella, ¿no te parece?

– Lo que me parece es que ella también te quiere, pero tiene miedo. Mi padre no siempre era amable con ella. Le gritaba mucho, sobre todo por Chad. Chad estaba bastante enfermo y hacía cosas bastante malas, como intentar suicidarse. Y mi padre no creía que estuviera enfermo, así que gritaba a mi madre y pensaba que era muy rara.

Era un resumen muy preciso de la historia tal como la conocía Matt, aunque expresada en los términos de Pip.

– Creo que le da miedo que tú también seas malo con ella, aunque nunca has sido malo con nosotras, pero puede que crea que lo serás si se casa contigo. Mi padre era muy cascarrabias y muy inteligente, y a lo mejor no era tan bueno con ella como tendría que haberlo sido… y puede que mamá también tenga miedo de que te mueras, porque quería mucho a mi padre a pesar de que era un cascarrabias y muy antipático y casi no nos hablaba. Siempre estaba ocupado, pero creo que nos quería… ¿Y si le dijeras que te portarás bien con nosotras? Seguro que entonces dirá que sí. ¿Qué te parece?

Matt no sabía si echarse a llorar o a reír mientras la escuchaba. Por fin se inclinó hacia ella y la besó en la frente.

– Pues que si ella no se casa conmigo, tendré que casarme contigo. Eres una niña muy sensata, Pip, eso es lo que me parece.

Tumbada en el sofá de la sala de espera desierta, Pip hizo una mueca. Eran los únicos acompañantes aquella noche.

– Eres demasiado mayor para mí, Matt -replicó con una sonrisa-, aunque la verdad es que bastante guapo para ser tan mayor… quiero decir, como padre.

– Tú también eres bastante guapa.

– ¿Se lo pedirás? -insistió Pip con expresión ansiosa y la mente ocupada en mil pensamientos.

– Haré lo que pueda, pero creo que deberíamos esperar hasta que se encuentre un poco mejor.

Pip meditó unos instantes y por fin frunció el ceño.

– Pues yo no creo que debas esperar demasiado. Además, quizá pedirle que se case contigo la haga encontrarse mejor. ¿Qué te parece? Puede que la haga sentirse mejor y concentrarse en el futuro.

– Es una posibilidad.

La otra era que Ophélie se llevara un susto de muerte. Sabía que eso también podía suceder, lo sabía mejor que Pip. Recordaba muy bien la noche en Tahoe, cuando Ophélie se asustó demasiado para hacer el amor con él. Tal vez el matrimonio no fuera la solución que Pip esperaba, pero Matt lo deseaba tanto como ella. Al poco, la niña se durmió, complacida de haber hablado con él, y Matt permaneció largo rato sentado, contemplándola con una sonrisa.

Más tarde llamó de nuevo a Robert, tal como le había prometido, para ponerlo al corriente de la situación. Su hijo se había ofrecido a ir a verle aquella mañana, pero Matt le explicó que de todos modos no podría verla, así que le prometió que lo llamaría cuando supiera cómo estaba Ophélie. Robert experimentó un profundo alivio al saber que cuando menos seguía viva. La noticia de los disparos lo había dejado petrificado.

Las noticias de las once hablaron largo y tendido del incidente, pero el hospital había mantenido alejados a los periodistas, que se limitaron a informar con expresión sombría que la voluntaria del centro Wexler seguía ingresada en estado crítico en el Hospital General de San Francisco.

Jeff se presentó a medianoche para anunciar a Matt que el delincuente había sido detenido. Hablaron en susurros mientras Pip dormía, y Jeff estaba encantado de poder darle tan buena noticia. Él y sus compañeros habían acudido a la comisaría para identificar al tirador mediante las fotos de su ficha, y la policía lo había detenido mientras realizaba una venta de droga a tan solo tres manzanas de Jesse, el callejón donde había disparado contra Ophélie. El detenido aún llevaba el arma encima. Al día siguiente intentarían identificarlo en una rueda de reconocimiento, pero no les cabía duda de que lo conseguirían. El tipo pasaría muchos años en la cárcel, pues además tenía numerosos antecedentes penales. Todo eran buenas noticias, salvo el estado de Ophélie. Su vida aún pendía de un hilo.

Pero a la mañana siguiente, Ophélie les sonrió a ambos y preguntó cuándo podía volver a casa. Pasó de estado crítico a grave, y el cirujano encargado del caso señaló que evolucionaba favorablemente. Nadie sintió más alivio que Pip, excepto tal vez Matt. Ophélie les ordenó que fueran a casa a descansar. Estaba pálida, pero más lúcida que el día anterior y a todas luces con menos dolores. Matt le dijo que llevaría a Pip a casa, pero prometieron volver por la tarde. Al salir de la UCI, Pip le lanzó una mirada cómplice y le preguntó si quería entrar a hablar con ella de inmediato para comentar el asunto que habían tratado la noche anterior.

– ¿Ahora? -exclamó Matt, sobresaltado-. ¿No crees que deberíamos esperar hasta que ella se encuentre un poco mejor? Puede que se muestre más receptiva cuando no tenga tantos dolores.

– Quizá sería mejor hablar con ella ahora que todavía está aturdida y drogada -replicó Pip, dispuesta a recurrir a cualquier medio para obtener los resultados deseados.

Matt se echó a reír mientras salían del hospital y se dirigían a su coche.

– Así que crees que tiene que estar drogada para acceder a casarse conmigo -comentó, sintiéndose más alegre de lo que se había sentido desde la noche fatídica.

La situación empezaba a mejorar, al igual que la paciente, aunque Matt seguía nervioso y preocupado por ella.

– Bueno, podría ayudar -insistió Pip-. Ya sabes lo tozuda que es, y además le da miedo volver a casarse. Me lo ha dicho.

– Bueno, al menos yo no le dispararé. Eso debería facilitar la decisión -masculló Matt con expresión sombría.

– Es posible -dijo Pip con una carcajada.

Cuando llegaron a casa, Mousse los recibió extasiado. No entendía por qué todo el mundo lo había abandonado. Matt cocinó para los tres y se tumbó un rato; llevaba dos noches enteras sin dormir. Pip se movía por la casa de mucho mejor humor; le encantaba tener allí a Matt, quien le había prometido quedarse hasta que Ophélie regresara a casa.

Volvieron al hospital más tarde de lo que habían previsto. Ophélie estaba pasando una noche difícil. La enfermera les explicó que era de esperar a causa de la operación y del trauma sufrido. Tenía muchos dolores, de modo que le habían administrado una dosis bastante alta de morfina. Pese a ello, su estado había pasado de grave a estable. Para asombro de todos, se recuperaba de forma notable, y aquella noche Matt decidió llevar a Pip a casa. Le dijo que a ambos les sentaría bien dormir en una cama de verdad, y la niña acabó accediendo a regañadientes. Besó a su madre antes de irse, pero Ophélie estaba profundamente dormida. A las nueve llegaron a casa, y media hora más tarde Pip dormía a pierna suelta en su cama, mientras que Matt se dejó caer exhausto en la de Ophélie.

Ninguno de los dos despertó hasta la mañana siguiente. Desayunaron antes de volver al hospital, y cuando vieron a Ophélie, ambos suspiraron aliviados. Había recuperado algo de color, y el tubo nasogástrico que tanto la molestaba había desaparecido. Continuaba en estado estable y se quejaba de todo, lo cual la enfermera consideraba buena señal. Al ver entrar a Pip y Matt esbozó una sonrisa.

– ¿Qué tal estáis? -preguntó como si la hubieran ingresado para una cura de descanso en lugar de por tres disparos.

Los dos visitantes la miraron con expresión radiante.

– Matt ha preparado tostadas francesas, mamá, y dice que hace unas tortitas buenísimas.

– Vale, traedme unas cuantas la próxima vez -pidió Ophélie.

Sin embargo, sabían que recibiría una dieta líquida durante mucho tiempo, y además todavía no le habían retirado el intravenoso. Al poco, Ophélie se volvió hacia Matt con expresión seria.

– Gracias por cuidar de Pip, Matt.

No tenía a nadie más a quien recurrir y ambos lo sabían. El tiempo, las circunstancias y Ted la habían alejado de mucha gente. No tenía más familia que a Pip.

– Siento lo que ha pasado. Fue una estupidez por mi parte.

Aunque, por otro lado, le encantaba trabajar con el equipo.

– No voy a decir que ya te lo había advertido, pero ya sabes lo que pienso del asunto. Jeff me ha dicho que no volverán a admitir a voluntarios en el equipo, lo cual me parece muy sensato. Es un trabajo maravilloso, pero demasiado peligroso.

– Lo sé. La situación se descontroló en un santiamén aquella noche. Ni siquiera me enteré de lo que me había pasado.

Resultaba insoportable pensar en lo que podría haber sucedido, y hablaron de ello un rato mientras Pip miraba a Matt con intención y este procuraba mantenerse impasible. Volvieron a abordar el tema durante el almuerzo.

– No puedo pedirle que se case conmigo contigo al lado.

– Bueno, pues más vale que te des prisa -lo amenazó Pip.

– ¿Por qué? -rió Matt-. Tu madre no va a ir a ninguna parte. ¿A qué vienen tantas prisas?

– A que quiero que os caséis -insistió Pip con cara de pataleta.

– ¿Y si no acepta?

– Pues entonces me casaré yo contigo, aunque seas demasiado viejo. Huy, nunca había visto a nadie tan lento -lo regañó.

Después de comer, Pip lo hizo entrar solo con una mirada severa.

– No te prometo nada -señaló Matt-. A ver cómo se encuentra.

Lo cierto era que no quería decepcionar a Pip ni a sí mismo. No quería presionar a Ophélie, pensara lo que pensase la niña. Tenía que confiar en sus propios instintos, no en los de una niña de doce años, aunque lo cierto era que iba bien encaminada y también la quería a ella.

– ¡Eres el mayor cobardica que he conocido en mi vida! -lo acusó Pip.

Con una carcajada, Matt entró en la habitación, donde Ophélie yacía con una expresión apacible que se trocó en otra de preocupación al no ver a su hija.

– ¿Dónde está Pip?

– Dormida en el sofá de la sala de espera -mintió, sintiéndose ridículo.

Sin embargo, de repente se preguntó si Pip tendría razón. Tal vez aquel trance lo cambiaba todo. La vida era corta y real, y se amaban. Quizá había llegado el momento de entregarle su corazón. Merecía la pena correr el riesgo.

– Siento haberos hecho pasar por esto -se disculpó Ophélie, compungida-. Nunca imaginé que sucedería algo así.

Estaba exhausta. Le quedaba un largo camino por recorrer, y los médicos decían que la recuperación llevaría mucho tiempo, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta las heridas ocasionadas por las balas. Sin embargo, podría haber sido mucho peor.

– Yo siempre temí que pasara-observó Matt con sinceridad.

– Lo sé, y tenías razón -repuso ella al tiempo que le cogía la mano.

De pie junto a ella, Matt le acariciaba el cabello.

– A veces tengo razón en algunas cosas y otras no.

– Pues a mí no me parece que te equivoques mucho -comentó ella con una mirada de agradecimiento que le caldeó el corazón.

– Me alegro de que pienses así.

– Gracias a Dios que Pip te encontró en la playa -exclamó Ophélie, y ambos se echaron a reír.

– Si no recuerdo mal, en aquel momento no te hizo demasiada gracia.

– Creía que eras un pederasta -se justificó ella-. Me equivoqué otra vez.

Le sonrió, cerró los ojos un instante y al poco volvió a abrirlos. Parecía en paz consigo misma pese a todo lo sucedido. Era una mujer muy valiente, y Matt la amaba de todo corazón.

– ¿Y ahora qué crees? -le preguntó en voz baja.

– ¿Sobre ti? Pues que eres el mejor amigo que he tenido en mi vida… y que te quiero… -añadió con cautela, mirándolo a los ojos-. Mucho, de hecho.

Más de lo que habría imaginado jamás. Matt casi era más de lo que ella merecía, al menos eso pensaba, sobre todo después de todos los problemas que se había causado a sí misma y a Pip. Había sido un golpe tremendo para todos.

– Yo también te quiero, Ophélie…

Le daba miedo preguntárselo, pero pensó en la insistencia de Pip, y la idea lo hizo sonreír y seguir adelante.

– ¿Me quieres lo suficiente para casarte conmigo? -se lanzó.

Ophélie lo miró con los ojos abiertos de par en par.

– ¿Acabas de decir lo que creo que has dicho o estoy alucinando por los medicamentos?

– Podrían ser ambas cosas. ¿A ti qué te parece?

Los ojos de Ophélie se llenaron de lágrimas. Aún estaba asustada, pero ya no tanto. Había estado a punto de perderlo todo cuando aquel hombre le disparó. ¿Cuánto más podía perder? En cambio, con él tenía mucho que ganar.

– Pues me parece muy bien -respondió en un susurro mientras una lágrima le rodaba por la mejilla-. Pero no te me mueras, Matt, por favor. No soportaría volver a pasar por eso.

– No me moriré -prometió él antes de inclinarse para besarla-. Al menos hasta dentro de mucho tiempo. Y te agradecería que procuraras que no te volvieran a disparar. No soy yo quien ha estado a punto de morir -señaló antes de añadir con seriedad-: Me moriría si te perdiera, Ophélie… Te quiero tanto…

– Yo también -dijo ella.

Matt la besó, y en aquel instante apareció la enfermera para indicarle que saliera. Los pacientes de la UCI no podían recibir visitas durante más de cinco minutos, diez a lo sumo, pero les había bastado para averiguar lo que ambos necesitaban saber.

– Entonces, ¿es oficial? -preguntó Matt antes de irse-. ¿Te casarás conmigo? -insistió, deseoso de oírlo de sus labios.

– Sí -asintió Ophélie en voz baja.

Lo decía de todo corazón. Estaba preparada. Había llegado el momento.

– ¿Puedo decírselo a Pip? -pidió Matt mientras la enfermera le ordenaba por señas que saliera.

– Sí -repuso ella con una sonrisa de oreja a oreja-. Acabamos de prometernos -explicó a la enfermera en cuanto Matt se fue.

– Creía que ya estaban casados -se sorprendió la enfermera.

– Bueno, yo sí… pero no… bueno, antes sí… casi… lo estaré -farfulló Ophélie.

Estaba mareada de emoción. Solo habían hecho falta tres disparos para darse cuenta de lo que deseaba, un precio muy bajo.

– Felicidades -dijo la enfermera antes de tomarle la temperatura.

Matt salió a la sala de espera, y Pip le escudriñó el rostro para descubrir si había seguido sus instrucciones.

– ¿Te has rajado? -preguntó en tono acusatorio y preocupado.

Matt negó con la cabeza, procurando disimular la emoción que lo embargaba.

– No.

– ¿Se lo has pedido? -susurró la niña con los ojos muy abiertos.

– Sí.

Pip apenas podía contener la impaciencia, al igual que Matt.

– ¿Y qué te ha dicho?

Esperó conteniendo el aliento, y Matt la abrazó con una sonrisa. Pip casi era hija suya.

– Que sí -repuso, de nuevo con lágrimas en los ojos, pues había sido un día muy emotivo.

– ¿En serio? ¡Dios mío! ¡Nos vamos a casar contigo! ¡Dios mío, Matt!

Le devolvió el abrazo, y Matt la alzó en volandas y bailó con ella por toda la estancia.

– ¡Lo has hecho! ¡Lo has hecho!

– Lo hemos hecho los dos. Gracias por darme la idea, el valor y el empujón que necesitaba. De no ser por ti, probablemente habría esperado un año más.

– Puede que sea bueno que le dispararan, bueno… ya me entiendes… -musitó Pip, pensativa.

– No, no te entiendo. Si vuelve a hacer una cosa así, la mato yo mismo.

– Y yo -corroboró Pip mientras se sentaban juntos en el sofá, compañeros en el delito.

Todo había salido como habían planeado gracias a Pip. Lo único que les quedaba por hacer era elegir la fecha.

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