El resto de la semana pasó volando para las dos. Pip se adaptó a la vida escolar, y Ophélie siguió trabajando en el centro Wexler. El viernes por la tarde ya no cabía ninguna duda, ni para ella ni para nadie, de que estaba preparada para trabajar de voluntaria tres días por semana.
Acudiría lunes, miércoles y viernes, y durante la semana siguiente la formarían, proceso que consistiría en seguir a diversos miembros del personal durante algunas horas cada uno. Tenía que presentar un certificado médico para demostrar que gozaba de buena salud, así como otro de antecedentes penales, que le ofrecieron tramitar en su nombre. El viernes le tomaron las huellas dactilares antes de que se fuera. Asimismo, necesitaban dos cartas de referencia. Andrea se comprometió a darle una, y Ophélie llamó a su abogado para pedirle que preparara la otra. Ya estaba todo listo. Todavía no sabía a ciencia cierta en qué consistiría su trabajo. Por lo visto, sería un batiburrillo de tareas, en las que actuaría de comodín los días que acudiera al centro. También le enseñarían a hacer ingresos. A decir verdad, todavía se sentía insegura en aquel aspecto, pero estaba más que dispuesta a aprender. Además, Miriam la recomendó encarecidamente al final de la semana. Ophélie se lo agradeció antes de irse.
– Bueno, he pasado la prueba -anunció Ophélie con orgullo cuando fue a buscar a Pip a la escuela el viernes por la tarde-. Quieren que me quede de voluntaria en el centro.
Estaba encantada; lo consideraba un logro y se sentía útil, quizá incluso capaz de marcar una diferencia aunque fuera mínima en el mundo.
– Genial, mamá. ¡Ya verás cuando se lo contemos a Matt mañana!
Su amigo se había ofrecido a ir a verla entrenar el sábado por la mañana, pero Pip prefería que fuera cuando tuvieran partido. El sábado solo entrenarían, y además era el primer día. Pip era menuda y delgada, pero también rápida, y jugaba bien. Llevaba dos años en el equipo, y le gustaba mucho más que el ballet.
Cuando terminó de hacer los deberes, llegó una amiga suya que se quedaría a dormir. Más tarde llegó Andrea para cenar con ellas. Al saber por Pip que Matt iría a verlas al día siguiente, se volvió hacia Ophélie con una ceja enarcada.
– Vaya, vaya, eres una caja de sorpresas, amiga mía. Así que el pederasta viene a veros -comentó con expresión divertida.
– Quiere ver a Pip -repuso Ophélie con mirada inocente.
Estaba convencida de ello, aunque también ella tenía ganas de verlo y lo consideraba un amigo.
– Quizá deberíamos dejar de llamarlo pederasta un día de estos…
– Creo que el término «novio» le sentaría mejor -replicó Andrea.
Pero Ophélie sacudió la cabeza al instante.
– Nada de eso. No me interesa tener novio, solo un amigo.
Y sabía por sus conversaciones con Matt que él era de la misma opinión. Ophélie había decidido dar carpetazo definitivo a su vida sentimental.
– Eso es lo que te interesa a ti, pero ¿qué me dices de él? Los tíos no vienen a la ciudad para invitar a una mujer a cenar solo porque quieren ver a su hija. Créeme, conozco a los hombres.
Era cierto, como ambas sabían.
– Puede que algunos sí -insistió Ophélie.
– Solo está esperando el momento adecuado -auguró Andrea-. En cuanto vea que te sientes a gusto, se lanzará.
– Espero que no -exclamó Ophélie con expresión sincera.
Para cambiar de tema, habló a Andrea de la semana que había pasado en el centro Wexler. Su amiga estaba impresionada y contenta de que Ophélie hubiera encontrado algo que hacer.
A la tarde siguiente, cuando sonó el timbre de la puerta, Ophélie acudió a abrir pensando en la evaluación de Andrea respecto a su amistad con Matt. Esperaba ardientemente que no fuera cierta.
Matt llevaba una chaqueta de cuero, pantalones grises, jersey de cuello alto del mismo color y zapatos relucientes. Era la clase de atuendo que Ted habría lucido, aunque mejor, porque Ted nunca se acordaba de lustrarse los zapatos; era un detalle que le traía sin cuidado, y Ophélie siempre lo hacía por él.
Matt sonrió al verla, y en cuanto Pip bajó la escalera y él la vio Ophélie supo que su amiga se equivocaba, por muy bien que conociera a los hombres. Sí, Andrea se equivocaba, no le cabía la menor duda, y la certeza la alivió sobremanera. Matt irradiaba afecto paternal hacia Pip y fraternal hacia ella. Después de que Pip le mostrara su habitación, todos sus tesoros y sus dibujos más recientes, y empezara a calmarse un poco, Ophélie le habló del centro Wexler. Matt parecía impresionado e interesado, sobre todo al oír hablar del equipo de asistencia nocturna.
– No tendrás intención de salir con ellos -murmuró con aire preocupado-. Seguro que es una parte muy importante de su trabajo, pero parece peligroso.
– Seguro que lo es, y todos saben muy bien lo que se hacen. La mujer era policía, uno de los hombres también, además de experto en artes marciales, como ella, y el tercero pertenecía a los cuerpos especiales de la Marina. Desde luego, no necesitan mi ayuda -aseguró Ophélie con una sonrisa.
En aquel momento, Pip se unió de nuevo a ellos. Estaba emocionada por la visita de Matt, y cuando su madre fue a la cocina en busca de una copa de vino para su amigo Pip le preguntó en un susurro por el retrato.
– ¿Qué tal está quedando? ¿Has avanzado algo esta semana?
Sabía que sería el mejor regalo que su madre recibiera jamás y se moría de impaciencia de verle la cara cuando se lo diera.
– Acabo de empezar -repuso Matt, sonriendo a su joven amiga.
Esperaba que Pip no quedara decepcionada ante el resultado, pero lo cierto era que le gustaba lo que había dibujado hasta entonces. Lo que sentía por Pip facilitaba la tarea de captar la esencia de su espíritu y de su alma además de reflejar sus relucientes rizos rojos y los amables ojos castaños con motas ambarinas. Le habría gustado pintar también un retrato de Ophélie, pero hacía mucho tiempo que no pintaba a un adulto. En cualquier caso, le gustaría intentarlo algún día.
Poco antes de las siete, se levantaron para salir a cenar, pero al llegar a la puerta principal Matt se detuvo en seco.
– Te has olvidado de una cosa -dijo a Pip, que lo miró sorprendida.
– No podemos llevar a Mousse a un restaurante -advirtió muy seria.
Llevaba una faldita negra y un jersey rojo, atuendo que le confería un aspecto muy adulto. Se había esmerado mucho al elegir la ropa en honor a él, y su madre la había peinado con un pasador nuevo.
– Solo podemos llevar a Mousse a los restaurantes de la playa.
– No me refería a él, aunque debería haberlo pensado. Le traeremos las sobras de la cena. Lo que quería decir es que no me habéis enseñado las zapatillas de Elmo y Grover -señaló con expresión de reproche.
– ¿Quieres verlas? -preguntó Pip con una carcajada.
Estaba contentísima. Matt recordaba todo lo que le decía; siempre lo recordaba.
– De aquí no salimos hasta que las haya visto -aseguró él con firmeza.
Retrocedió un paso, se cruzó de brazos y la miró con aire expectante mientras Ophélie sonreía a ambos. Al poco, Matt se volvió hacia ella.
– Lo digo en serio. Venga, quiero ver las zapatillas. Es más, creo que deberíais desfilar con ellas para mí.
A todas luces, hablaba en serio, de modo que Pip subió corriendo a buscarlas con cara de felicidad. Regresó al cabo de unos instantes con los dos pares y alargó las de Grover a su madre.
Sintiéndose un poco ridícula, Ophélie se las calzó mientras Pip hacía lo propio. Las dos se quedaron de pie con sus gigantescas zapatillas peludas, y Matt esbozó una sonrisa de aprobación.
– Son fantásticas, me encantan. Y me muero de envidia. ¿Seguro que no las hay en mi número?
– No lo creo -repuso Pip-. Mamá dice que le costó encontrar unas para ella, y eso que tiene los pies bastante pequeños.
– Estoy hundido -bromeó Matt.
Ophélie y Pip se cambiaron de zapatos, y Matt las siguió escalinata abajo hacia su coche.
Lo pasaron estupendamente durante la cena, charlando de esto y de aquello. Mientras lo observaba con Pip, Ophélie pensó de nuevo en el golpe que debía de haber representado para él perder el contacto con sus hijos. A todas luces adoraba a los niños y se le daban muy bien. Se entregaba mucho, era abierto y afectuoso, se interesaba por todo lo que decía Pip. Era un hombre irresistiblemente cálido y al mismo tiempo mostraba la medida justa de reserva respetuosa. Ophélie nunca se sentía presionada ni agobiada por él. Se acercaba lo justo para ser afable, pero nunca lo bastante para entrometerse. Era un hombre bondadoso y un gran amigo para ambas.
A las nueve y media, cuando regresaron a casa, todos estaban de excelente humor. Matt incluso había recordado pedir una bolsa de sobras para Mousse, que Pip llevó a la cocina para ponerlas en su cuenco.
– Eres demasiado bueno con nosotras, Matt -murmuró Ophélie cuando se sentaron en el salón.
Matt había encendido la chimenea, como hiciera en la casa de la playa. Pip volvió al cabo de unos instantes, y Ophélie la envió a ponerse el pijama, a lo que la niña protestó un poco, aunque con un bostezo que hizo reír a los dos adultos.
– Mereces que la gente sea buena contigo, Ophélie -sentenció Matt con sinceridad al tiempo que se acomodaba en el sofá junto a ella tras declinar el ofrecimiento de otra copa de vino.
En los últimos tiempos apenas bebía. Lo estaba pasando en grande con el retrato de Pip y le había encantado visitarlas en la ciudad. Era consciente de que bebía más cuando se sentía solo o deprimido, y gracias a ellas últimamente no se sentía así.
– Todos merecemos tener a buenas personas en nuestras vidas -prosiguió sin otra motivación que la de disfrutar de su amistad-. Tienes una casa preciosa -comentó.
Paseó la mirada por la estancia en que se encontraban y las hermosas antigüedades con que Ophélie la había decorado. Resultaba un poco demasiado formal para su gusto, aunque se parecía bastante al piso que él y Sally habían compartido en Nueva York. Se habían comprado un dúplex en Park Avenue, de cuya decoración se había encargado uno de los mejores interioristas de la ciudad. Matt se preguntó si Ophélie también habría recurrido a un decorador o si lo habría hecho ella misma, y tras echar otro vistazo al salón decidió preguntárselo.
– Me halaga que me lo preguntes -dijo Ophélie con una sonrisa agradecida-. Lo he ido comprando todo yo a lo largo de los últimos cinco años. Me encantan las antigüedades y la decoración. Es divertido, aunque a decir verdad esta casa es demasiado grande para nosotras solas. Pero no me veo con ánimos para venderla. Siempre nos ha gustado, pero ahora es un poco triste. Supongo que a la larga tendré que hacer algo.
– No te precipites. Siempre he pensado que Sally y yo nos precipitamos con la venta del piso de Nueva York. Pero, por otro lado, no tenía sentido conservarlo cuando Sally y los niños se fueron. La verdad es que teníamos cosas preciosas -murmuró, nostálgico.
– ¿Las vendiste? -preguntó Ophélie.
– No, se lo di todo a Sally, que se lo llevó a Auckland. Sabe Dios qué hizo con todo, porque se fue a vivir casi enseguida con Hamish. Por aquel entonces no me daba cuenta de que ese era el plan ni de que todo iría tan deprisa. Creía que se buscaría una casa y exploraría el terreno durante un tiempo, pero no. Así es Sally; en cuanto toma una decisión, la ejecuta de inmediato.
Eso la convertía en una excelente socia, pero en una mala esposa a fin de cuentas. Matt habría preferido que fuera a la inversa.
– En fin, da igual. -Se encogió de hombros con actitud sorprendentemente relajada-. Las cosas pueden sustituirse, las personas no. Y está claro que no necesito una casa llena de antigüedades en la playa. Llevo una vida muy sencilla, y eso es lo único que quiero.
Por lo poco que había visto de su casa, Ophélie sabía que era cierto, pero aun así se le antojaba muy triste. Había perdido tanto… Sin embargo, tenía que reconocer que, pese a todo, Matt parecía en paz consigo mismo. Le gustaba la vida que llevaba, en su casa no faltaban comodidades y disfrutaba de su trabajo. Lo único que parecía faltar en su vida era el contacto humano, que tampoco aparentaba echar demasiado de menos. Era un hombre muy solitario y, además, ahora tenía a Pip y Ophélie, a las que podía ver cuando quisiera.
Se quedó hasta las once, hora en la que comentó que más le valía marcharse. A menudo, la niebla se cernía sobre la carretera de la playa por la noche, y tardaría bastante en llegar a casa. Le aseguró que lo había pasado muy bien, como siempre, y antes de irse asomó la cabeza al dormitorio de Pip para darle de nuevo las buenas noches, pero la niña dormía a pierna suelta, con Mousse a los pies de la cama y las zapatillas de Elmo junto a él.
– Eres una mujer afortunada -comentó Matt con una cálida sonrisa mientras la seguía escalera abajo-. Es una niña estupenda. No sé cómo tuve la suerte de que me encontrara en la playa, pero me alegro muchísimo.
A aquellas alturas, no sabía qué habría hecho sin ella. Era como un regalo de Dios, y Ophélie era la bonificación especial añadida.
– Las dos tenemos suerte, Matt. Gracias por esta velada tan agradable.
Lo besó en ambas mejillas, y Matt sonrió, pues le recordaba el año que había pasado como estudiante en Francia hacía veinticinco años.
– Avísame cuando tenga partido de fútbol y vendré. De hecho, puedo venir cualquier día. No tenéis más que llamarme.
– Lo haremos -prometió Ophélie con una carcajada.
Ambos sabían que Pip lo llamaría al día siguiente, pero Ophélie no veía nada malo en ello. La niña necesitaba una figura masculina en su vida, y Ophélie no tenía otra que ofrecerle. Aquella amistad les sentaba bien a los tres, también a los dos adultos.
Ophélie lo siguió con la mirada mientras se alejaba en su viejo coche familiar. Luego cerró la puerta y apagó las luces. Pip se había acostado en su propia cama, lo cual era infrecuente en aquellos tiempos, y Ophélie se tumbó en la suya, demasiado grande, y permaneció largo tiempo despierta en la oscuridad, pensando en la velada y en el hombre que se había convertido en amigo de Pip y más tarde de ella. Sabía que eran afortunadas al tenerlo, pero pensar en él la hacía pensar en Ted. Los recuerdos que conservaba eran perfectos en algunos sentidos y perturbadores en otros. Cuando los tormentos del pasado se agolpaban en su mente, oía una especie de disonancia profunda y sorda, pero a pesar de ello aún lo echaba de menos muchísimo, y se preguntaba si siempre sería así. Su vida como mujer parecía haber tocado a su fin, e incluso su papel de madre tenía los días contados. Chad ya no estaba, y Pip no tardaría en hacer su propia vida. No alcanzaba siquiera a imaginar cómo sería su vida entonces y detestaba pensar en ello. Sin lugar a dudas, estaría sola y, pese a los amigos como Andrea y ahora Matt, en cuanto Pip se fuera a la universidad y emprendiera su propia vida, la existencia de Ophélie carecería de propósito y utilidad algunos. La idea la llenaba de pánico y nostalgia de Ted. El único rumbo que se sentía capaz de enfilar en noches como aquella era el del pasado, hacia una vida que ya era historia, mientras que al mirar hacia adelante el terror se apoderaba de ella. Era en momentos como aquel, cuando escudriñaba en su fuero interno, que comprendía a la perfección los sentimientos de Chad. Tan solo su responsabilidad para con Pip la impulsaba a seguir adelante y le impedía hacer cualquier tontería. Pero en ocasiones, envuelta en las tinieblas de la noche, no podía negar que la tentación existía. Por mucho que supiera que estaba mal, que se debía a Pip, la muerte se le antojaba la más dulce de las liberaciones.