La noche anterior a Nochebuena, Matt cenó en casa de Pip y Ophélie para intercambiar regalos de Navidad. Habían decorado el árbol, y Ophélie insistió en preparar pato porque era la tradición francesa. Pip detestaba el pato y comería una hamburguesa, pero Ophélie quería pasar unas Navidades agradables con Matt, y de hecho nunca lo había visto con tan buen aspecto.
Aquella semana, ambos estuvieron muy ocupados y apenas si hablaron. Matt no le comentó lo sucedido entre Sally y él, y no sabía si llegaría a decírselo. Le parecía un asunto privado y no estaba preparado para compartirlo. Pero, sin lugar a dudas, la conversación lo había liberado, y si bien Ophélie ignoraba qué había ocurrido, también ella lo percibía. Como de costumbre, Matt se mostró extraordinariamente delicado y afectuoso con ella.
Tenían intención de intercambiar los regalos aquella noche, pero Pip no podía esperar hasta después de la cena e insistió en darle el suyo antes. Matt amenazó con dejarlo cerrado hasta la mañana de Navidad, pero Pip lo instó a que lo abriera de inmediato.
– ¡No, no, ahora! -exclamó dando saltitos de emoción mientras lo observaba rasgar el papel.
En cuanto Matt vio el contenido del paquete, se echó a reír. Eran unas zapatillas peludas amarillas de Paco Pico en su número.
– ¡Me encantan! -exclamó antes de abrazarla.
Se las puso y no se las quitó durante toda la cena.
– Son perfectas. Ahora los tres podremos llevarlas en Tahoe. Tú y tu madre tenéis que traer a Grover y Elmo.
Pip se lo prometió. Al poco estaba abrumada por la hermosa bicicleta que Matt le había comprado. Montó por el comedor y el salón, estuvo a punto de derribar el árbol y luego salió a dar una vuelta a la manzana mientras Ophélie ultimaba la cena.
– ¿Y tú qué? -preguntó Matt a Ophélie mientras ambos tomaban una copa de vino blanco-. ¿Estás preparada para recibir tu regalo?
Sabía que su regalo era un arma de doble filo y que cabía la posibilidad de que la trastornara, pero creía que a la larga le gustaría.
– ¿Puedes concederme unos instantes?
Ophélie asintió, y ambos se sentaron mientras Pip seguía fuera, probando la bicicleta nueva. Matt se alegró de poder pasar unos momentos a solas con su madre. Le alargó el regalo envuelto, y Ophélie no adivinó de qué se trataba. Era una caja grande y plana que no emitía sonido alguno cuando la agitó.
– ¿Qué es? -inquirió, conmovida aun antes de abrirlo.
– Ya lo verás.
Ophélie rasgó el papel y abrió la caja. Era un objeto plano protegido con plástico de burbujas; lo fue abriendo con cuidado y al apartar los últimos restos de papel, profirió una exclamación mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Se llevó una mano a la boca y cerró los ojos. Era Chad, un retrato magnífico de Chad que Matt había pintado para acompañar al de Pip que le había regalado por su cumpleaños. Por fin abrió los ojos, lo miró y se arrojó entre sus brazos sin poder contener el llanto.
– Dios mío, Matt… gracias… gracias…
Volvió a contemplar el retrato. Era como volver a ver a su hijo. De nuevo comprendió cuánto lo echaba de menos, pero al mismo tiempo el cuadro actuaba de bálsamo sobre sus heridas. Era perfecto.
– ¿Cómo lo has hecho?
Era Chad, sin lugar a dudas, incluso la sonrisa era idéntica.
En aquel momento, Matt se sacó algo del bolsillo y se lo alargó. Era la fotografía enmarcada de Chad que se había llevado del salón.
– Te pido disculpas; soy un cleptómano.
Ophélie se echó a reír.
– ¿Sabes que la estaba buscando? No entendía dónde podía haberse metido. Creía que Pip la habría cogido, pero no quería disgustarla preguntándoselo. Suponía que la tenía escondida en su habitación, en algún cajón… pero, en cualquier caso, me pasé semanas buscándola. -Dejó la fotografía sobre la mesa de la que Matt la había cogido para pintar el retrato-. ¿Cómo podré agradecértelo?
– No tienes por qué hacerlo. Te quiero y quiero que seas feliz.
Quería continuar, pero en aquel momento Pip irrumpió en la casa, con Mousse pisándole los talones y ladrando después de acompañarla en el paseo.
– ¡Me encanta la bici! -gritó la niña al pasar a escasos centímetros de una mesilla del vestíbulo y luego de otra. Por fin se detuvo ante ellos entre el chirrido de los frenos. Era una bicicleta de adulto, y a todas luces le gustaba muchísimo. Cuando Ophélie le mostró el retrato de Chad, Pip guardó silencio.
– Vaya… se parece mucho a él…
Se volvió hacia su madre y la cogió de la mano. Ambas contemplaron el cuadro durante largo rato. Los tres tenían lágrimas en los ojos. Fue un momento muy tierno hasta que Ophélie percibió un olor sospechoso procedente de la cocina. El pato no solo estaba asado, sino casi quemado.
– ¡Qué asco! -masculló Pip cuando su madre lo sirvió.
Disfrutaron de una cena y una velada deliciosas. Ophélie esperó a que Pip se acostara para darle su regalo. Era especial e importante para ella, y esperaba que le gustara. La expresión de Matt al abrir el paquete reflejó la misma emoción que el de ella al ver el retrato. Era un antiguo reloj Breguet de los años cincuenta que había pertenecido al padre de Ophélie. Una pieza hermosa que no tenía a quien regalar, ni marido, ni hijo, ni hermano. Lo había guardado para Chad, pero ahora quería que lo tuviera Matt. Éste se lo puso con actitud respetuosa, tan complacido como ella con el retrato de su hijo.
– No sé qué decir -musitó mientras contemplaba el bello reloj-. Te quiero, Ophélie -declaró antes de besarla.
Lo que compartían era lo que deseaba, tan distinto a lo que había compartido con Sally. Era una relación tranquila, poderosa y auténtica entre dos buenas personas que establecían entre ellos un vínculo sólido y sin prisas. Matt habría hecho casi cualquier cosa por Ophélie y por Pip, y ella lo sabía. Era una buena mujer, una mujer magnífica, y Matt se sentía muy afortunado. Se sentía a salvo en su compañía, como ella en la suya. Nada podía herirlos cuando se encontraban dentro del círculo de fuerza que compartían.
– Yo también te quiero, Matt. Feliz Navidad -susurró antes de devolverle el beso.
Aquel beso encerraba cuanto Ophélie sentía por él, toda la pasión contenida en su ser.
Aquella noche, al marcharse, Matt llevaba el reloj de su padre. Ophélie se tumbó en la cama, contemplando el retrato de Chad con una sonrisa en los labios. La bicicleta roja de Pip estaba apoyada contra la cama de la niña, donde está la había dejado.
Fue una Navidad mágica.
La «verdadera» Nochebuena que Ophélie y Pip pasaron a solas resultó mucho más difícil y, como era de esperar, dolorosa. Pese a todos sus esfuerzos por crear un ambiente más distendido, sus pensamientos giraron más en torno a los ausentes que los presentes. Ambas eran conscientes de la ausencia de Andrea, y la falta de Ted y Chad era como un chiste malo que no se acababa nunca. A mediodía, Ophélie sintió deseos de levantar los brazos y gritar: «¡Vale, ya basta! ¡Podéis salir de vuestro escondite!». Pero no salieron de su escondite, nunca saldrían. Además de su ausencia, la abrumaba el conocimiento de que los recuerdos de su matrimonio que antes conservaba como oro en paño habían quedado mancillados para siempre por lo sucedido con Andrea y el bebé.
Fue un día complicado, y ambas se alegraron cuando tocó a su fin. Aquella noche se acostaron en la cama de Ophélie, y lo único que les levantó un poco el ánimo fue la perspectiva de viajar a Tahoe al día siguiente para ver a Matt y su familia. Fiel a su promesa, Pip puso en la maleta las zapatillas de Elmo y Grover. A las diez de la noche dormía a pierna suelta entre los brazos de su madre, quien permaneció despierta largo rato, abrazando a su pequeña.
Las fiestas habían resultado menos duras que el año anterior, sobre todo porque empezaban a acostumbrarse a la nueva situación, a la realidad de que la mitad de su familia había desaparecido. Pero en ciertos aspectos, también era más difícil, porque empezaban a darse cuenta de que las cosas nunca cambiarían. La vida familiar tal como la conocían y amaban había pasado a la historia. Quizá algún día volverían a ser felices, pero nunca sería lo mismo. Tanto Ophélie como Pip lo comprendían.
A las dos les había resultado de gran ayuda tener noticias frecuentes de Matt. Ophélie no había sabido nada de Andrea ni sentía deseo alguno de hablar con ella. Andrea había desaparecido de sus vidas para siempre. Pip le había preguntado por ella en cierta ocasión, pero al ver la expresión de su madre, enmudeció y jamás la volvió a mencionar. Andrea ya no existía en su mundo.
Tumbada en la cama, Ophélie pensó en todo aquello, en Ted, en Chad y por fin en Matt. Le encantaba el retrato que había pintado y el modo en que se comportaba con Pip. Su amabilidad había sido inconmensurable desde el principio. Percibía que se estaba enamorando de él, que cada vez se sentía más atraída por él, pero no sabía qué quería hacer, si estaba preparada para otro hombre ni si lo llegaría a estar jamás. No solo porque había estado enamorada de Ted, sino también porque desde Acción de Gracias había perdido toda fe en lo que podía significar el amor entre dos personas. Ahora ya solo significaba dolor, decepción y traición, la pérdida de todo lo que había amado y en lo que había confiado. No quería volver a pasar por ello, con nadie, por muy amable y afectuoso que fuera Matt. A fin de cuentas, era humano, y los seres humanos se hacían cosas terribles, a menudo en nombre del amor. Pedirle a alguien que volviera a creer, que volviera a arriesgarlo todo, se le antojaba demasiado. Estaba convencida de que jamás podría confiar en alguien como había confiado, ni siquiera en Matt, y él se merecía algo más, sobre todo después de lo que había sufrido con Sally.
Pese a todo, tanto ella como Pip estaban de muy buen humor cuando se pusieron en marcha al día siguiente. Ophélie llevaba cadenas por si encontraban nieve en la carretera, pero se hallaban despejadas hasta Truckee, y gracias a las indicaciones de Matt, no le resultó difícil llegar a Squaw Valley. Matt había alquilado una casa espectacular, con dos dormitorios para ella y Pip además de los tres que ocupaban él y sus hijos.
Vanessa y Robert estaban esquiando cuando llegaron a la casa. Matt las esperaba en el salón con un fuego chisporroteante en la chimenea, chocolate caliente y una bandeja de bocadillos. Era una casa elegante y lujosa. Matt llevaba pantalones de esquí negros y un grueso jersey gris; su aspecto era tan apuesto y curtido como siempre. Ophélie lo hallaba muy atractivo, pero tenía miedo. Todavía estaban a tiempo de dar media vuelta, aunque sabía que Matt sufriría una profunda decepción. Sin embargo, tal vez la decepción fuera mejor para ambos que la eventual desesperación futura, la destrucción total. Los riesgos de dejarse llevar le parecían peligrosamente elevados, aunque al mismo tiempo se sentía muy tentada de intentarlo. Matt le provocaba un conflicto constante, pero al mismo tiempo se sentía cada vez más próxima a él. Ya no podía imaginar la vida sin su presencia, y, pese a sus temores, sabía que lo quería.
– ¿Habéis traído las zapatillas de Elmo y Grover? -preguntó Matt a Pip casi de inmediato, a lo que la niña asintió con una sonrisa.
– Yo también he traído a Paco Pico.
Antes de que los chicos regresaran, los tres se pusieron las zapatillas y se sentaron riendo junto al fuego después de que Matt pusiera música. Al poco, Vanessa y Robert entraron en la casa. Eran dos muchachos muy guapos, y a Vanessa le hizo mucha ilusión conocer a Ophélie y Pip. La afinidad entre ambas niñas fue inmediata, y Vanessa lanzaba tímidas miradas de admiración a Ophélie. Ésta poseía una delicadeza que la atraía, una amabilidad casi tangible. Veía en ella las mismas cualidades que Matt, tal como comentó a su padre mientras lo ayudaba a preparar la cena, y Pip y Ophélie deshacían las maletas en sus dormitorios.
– No me extraña que te guste, papá. Es una buena persona, un sol. A veces parece muy triste, incluso cuando sonríe. Te entran ganas de abrazarla. -Lo mismo que le sucedía a él-. Y me encanta Pip. ¡Es monísima!
Al caer la noche, las dos chicas ya eran amigas íntimas, y Vanessa invitó a dormir en su habitación a Pip, que aceptó emocionada. Consideraba que Vanessa era fabulosa, guapísima y muy, muy guay, como confesó a su madre mientras se ponía el pijama. En cuanto los jóvenes se acostaron, Ophélie y Matt permanecieron sentados junto al fuego durante horas, hasta que las brasas quedaron casi extinguidas. Hablaron de música, arte, política francesa, sus hijos, sus padres, los cuadros de Matt y los sueños de ambos. Hablaron de personas a las que habían conocido y de perros que habían tenido cuando eran niños, conociéndose cada vez mejor, sin dejar tema por tocar, deseosos de saberlo todo el uno del otro. Antes de subir a sus respectivos dormitorios, Matt la besó, y tardaron siglos en separarse. Lo que sabían el uno del otro constituía una poderosa fuerza que los unía.
A la mañana siguiente, los cinco salieron juntos de la casa e hicieron cola para tomar los remontes. Robert quería esquiar con unos amigos de la universidad con los que había topado. Vanessa se alejó con Pip, y Matt se ofreció para quedarse con Ophélie.
– No lo hagas por mí -replicó ella con cautela.
Llevaba un mono de esquí negro que tenía desde hacía años y que le confería un aspecto de sencilla elegancia. Lo complementaba con un voluminoso gorro de pieles y estaba magnífica, pero insistía en que sus dotes de esquiadora no estaban a la altura del atuendo.
– No lo hago solo por ti -la tranquilizó él-. Hace cinco años que no esquío y he venido por los chicos. De hecho, me harás un favor si esquías conmigo e incluso puede que tengas que rescatarme.
Resultó que ambos esquiaban más o menos igual, y pasaron la mañana disfrutando en las pistas intermedias. No aspiraban a más, y a mediodía entraron en el restaurante para esperar a los chicos, que llegaron al cabo de unos minutos con los rostros enrojecidos y aspecto de haber hecho mucho ejercicio. Pip se quitó el gorro y los guantes con expresión extasiada. Lo estaba pasando en grande, y Vanessa también parecía contenta. Había visto a unos chicos muy guapos que la habían seguido por varias pistas, pero más que nada le pareció gracioso y divertido; no parecía fuera de control como su madre a su edad.
Los chicos esquiaron toda la tarde, mientras que Matt y Ophélie se limitaron a una sola bajada larga. Regresaron a casa cuando empezó a nevar. Matt encendió el fuego y puso música mientras Ophélie preparaba unas copas de ron caliente. Se acomodaron en el sofá con un montón de revistas y libros, y de vez en cuando levantaban la mirada para sonreírse. A Ophélie la impresionaba cuán fácil resultaba estar en su compañía. Ted siempre había sido mucho más complicado, exigente, nervioso y ansioso por discutir acerca de casi todo. Comentó a Matt las diferencias entre ellos. La relación que los unía era una combinación de comodidad, pasión apenas contenida y profundo afecto. Además, eran amigos.
– Yo también estoy muy a gusto -aseguró él antes de decidir contarle el encuentro con Sally.
– ¿Y no sentiste nada por ella? -inquirió Ophélie al tiempo que tomaba un sorbo de ron caliente y lo observaba en busca de pistas, pues Sally la preocupaba, sobre todo desde que había enviudado.
– Mucho menos de lo que esperaba o temía. Me daba miedo la perspectiva de tener que luchar contra ella, aunque solo fuera en mi cabeza. Pero no fue así. Fue una situación triste y rara, reflejo de todo lo que salió mal entre nosotros y, en lugar de estar enamorado de ella, me di cuenta de que solo la compadecía. Es una mujer muy desgraciada, y no lo digo precisamente porque su marido lleve muerto menos de un mes. La verdad es que la lealtad nunca ha sido uno de sus puntos fuertes.
– Ya veo -musitó Ophélie, algo escandalizada por el descaro con que había actuado Sally, después de todo el daño que le había hecho.
Pero, por lo visto, no era una persona proclive a los sentimientos de culpabilidad. Por encima de todo, Ophélie experimentaba un gran alivio.
– ¿Por qué no me dijiste que la habías visto? -quiso saber.
Matt le había contado tantas cosas de su vida que le parecía algo extraño que se lo hubiera callado.
– Creo que después de verla necesitaba tiempo para reflexionar. Pero te aseguro que salí de aquella suite convertido en un hombre libre por primera vez en diez años. Ir a verla fue una de las mejores decisiones que he tomado en mi vida.
Parecía muy complacido al mirar a Ophélie, que le correspondió con una sonrisa.
– Me alegro -murmuró, deseando que los sentimientos que ella albergaba hacia su matrimonio fueran tan fáciles de resolver.
Pero Ophélie no tenía nadie a quien ir a ver, nadie con quien hablar del tema, nadie a quien gritar, con quien discutir, a quien llorar ni que le explicara por qué había sucedido todo. La única alternativa que le quedaba era resolverlo por sí sola, con el tiempo, en soledad y silencio.
Cuando los chicos volvieron de esquiar, Ophélie preparó la cena, y más tarde los cinco se sentaron junto al fuego para conversar. Vanessa habló de sus numerosos novios en Auckland mientras Pip la contemplaba con admiración y Robert les tomaba el pelo a ambas. Era una acogedora escena familiar que conmovió a los dos adultos, lo que Matt había anhelado durante los largos años que había pasado separado de sus hijos, lo que Ophélie echaba tanto de menos ahora que Ted y Chad ya no estaban. Experimentaban una sensación de integridad, la normalidad de ser dos adultos rodeados de tres hijos, riendo junto al fuego. Era algo que ninguno de los dos había tenido nunca y que ambos siempre habían deseado.
– Agradable, ¿verdad? -dijo Matt con una sonrisa cuando se encontraron en la cocina, ella a fin de preparar un plato de galletas para los chicos, él para servir un par de copas de vino para ellos.
– Mucho -asintió Ophélie, devolviéndole la sonrisa.
Era un sueño hecho realidad para casi todo el mundo y también para ellos, y lo único que Matt anhelaba era que durara para siempre. Sabía que Ophélie tenía cosas que procesar, temores que superar, como él, pero quería que ambos llegaran a la misma conclusión y acabaran encontrándose. Sin embargo, se mostraba en todo momento cuidadoso con ella, porque sabía tan bien como ella lo que Ted le había hecho. Era como si le hubiera lanzado una maldición, como si la hubiera condenado a la desconfianza para siempre jamás. Y nadie sabía mejor que Matt lo que esa maldición significaba. Pero por el momento se habían librado de ella en su protegido mundo de Tahoe.
En Nochevieja cenaron en un restaurante cercano, y más tarde pasaron por un hotel para echar un vistazo al jolgorio. Casi todos los presentes llevaban atuendos de esquí y gruesos jerséis de colores; solo unos pocos, como Ophélie, llevaban abrigos de pieles. Estaba muy elegante con un mono de terciopelo negro completado con una chaqueta de zorro negro y gorro a juego.
– Pareces una seta negra, mamá -se quejó Pip con expresión desaprobadora.
Sin embargo, Vanessa declaró que la indumentaria era «guay». En cualquier caso, Ophélie no se habría cambiado. Era inmune a los gustos más conservadores de Pip, y a Matt le encantaba su aspecto. Ophélie siempre ofrecía una apariencia muy francesa. Fuera por el pañuelo, los pendientes o el viejo bolso Hermès que tenía desde los diecinueve años, tanto los accesorios que desenterraba del armario como su forma de llevarlos delataban su procedencia.
En atención a sus orígenes y el ambiente que los rodeaba, permitió a Pip tomar una copa de champán para celebrar la Nochevieja. Matt hizo lo propio con Vanessa, y aunque no tenía la edad legal para beber alcohol, ofreció a su hijo una copa de vino porque Robert no conducía esa noche. El muchacho bebió con cierta soltura, lo que convenció a Matt de que, fuera legal o no, sin duda se tomaba más de una copa en Stanford como todo el mundo. Era un joven normal y corriente.
Se encontraban en el vestíbulo del hotel cuando dieron las campanadas y se besaron en las mejillas al estilo francés mientras se deseaban feliz Año Nuevo. No fue hasta una hora después, ya en casa y después de que los chicos se acostaran, que Matt besó a Ophélie con más pasión. Estaban solos en el salón, acurrucados junto a las llamas moribundas del fuego, aunque la habitación seguía caldeada. Había sido una velada encantadora, sobre todo para los chicos, que parecían llevarse de maravilla. Por su parte, Matt nunca había sido tan feliz, y Ophélie se sentía inundada de paz. Pese a todo lo sucedido en los últimos meses, en el último año, percibía que las cargas que acarreaba sobre los hombros empezaban a desaparecer una por una.
– ¿Feliz? -preguntó Matt, estrechándola contra sí.
Hablaban en susurros en la estancia iluminada tan solo por el fuego, seguros de que por entonces los chicos ya se habrían dormido. Pip pasaría de nuevo la noche en la habitación de Vanessa; las dos se habían convertido en grandes amigas. Pip consideraba a la hija de Matt la hermana mayor que nunca había tenido y siempre había deseado. Y para Vanessa, cuyos hermanos eran todos varones, también resultaba agradable.
– Mucho -aseguró Ophélie en voz baja.
Siempre se sentía feliz con él, protegida, segura y querida. Tenía la sensación de que nada malo podía ocurrirle mientras se hallara en su compañía. Por su parte, lo único que Matt quería era protegerla de todos los males que había sufrido, untar con bálsamo sus heridas, una tarea que no lo abrumaba.
Volvió a besarla, y al poco empezaron a explorarse el uno al otro como nunca habían hecho hasta entonces. Al sentir las caricias de Matt, Ophélie comprendió cuánto lo deseaba. Era como si toda su esencia de mujer hubiera muerto catorce meses antes, junto con Ted, y ahora resucitara lentamente entre las manos de Matt, que también se sentía abrumado por el deseo. Permanecieron sentados en el sofá durante largo rato, hasta que por fin se tendieron en él con los cuerpos entrelazados.
– Nos vamos a meter en un lío si seguimos aquí demasiado rato -susurró Matt por fin.
Ophélie soltó una risita ahogada, sintiéndose como una chiquilla por primera vez en muchos años. Matt hizo acopio de todo su valor para formularle la siguiente pregunta, pero tenía la sensación de que había llegado el momento para ambos.
– ¿Quieres subir a mi habitación?
Ophélie asintió con la cabeza, y el corazón de Matt casi estalló de alivio. Hacía tanto que lo deseaba, más de lo que se había atrevido a reconocer, aun ante sí mismo.
Ambos se levantaron. Matt la cogió de la mano y la llevó a su habitación de puntillas. Ophélie estuvo a punto de echarse a reír porque le parecía gracioso esconderse de sus hijos, pero lo cierto era que todos dormían. En cuanto entraron en el dormitorio de Matt, este cerró la puerta con llave, la alzó en volandas y la llevó hasta la cama, donde la depositó con suavidad antes de tenderse junto a ella.
– Te quiero tanto, Ophélie -susurró.
La luz de la luna bañaba la estancia. Envueltos por la calidez de la habitación, se besaron y se desvistieron uno a otro. Al poco yacían bajo las sábanas. Matt la acarició con suma delicadeza. Percibía su temblor, y lo único que deseaba era lograr que se sintiera feliz y amada.
– Yo también te quiero, Matt -repuso ella con voz temblorosa.
Matt advirtió su temor, y durante largo rato se limitó a abrazarla con fuerza.
– No pasa nada, cariño… conmigo estás a salvo… Te prometo que no te pasará nada malo…
Notó lágrimas saladas en sus mejillas al besarla.
– Tengo tanto miedo, Matt…
– No, por favor… Te quiero muchísimo… nunca te haría daño, te lo prometo.
Ophélie le creía, pero ya no creía en la vida. La vida los heriría a la primera oportunidad. Sucederían cosas terribles si bajaba la guardia y franqueaba la entrada a Matt en su mundo. Lo perdería, o él la traicionaría, la dejaría, moriría… Nada era ya cierto, de eso estaba convencida. No podía confiar en nada ni en nadie, ni siquiera en él, no estando tan cerca. Comprendió que había sido una locura creer que sí podría.
– Matt, no puedo… -farfulló con voz angustiada-. Tengo demasiado miedo.
No podía hacer el amor con él, no podía permitir que se acercara tanto. La asustaba demasiado amar tanto y, en cuanto le dejara entrar en su vida, en su alma, en su cuerpo y en su corazón, nada sería ya inofensivo. Matt sería dueño de todo, y los demonios que destrozaban la vida de las personas serían dueños de los dos.
– Te quiero -insistió él en voz baja-. Podemos esperar… no hay ninguna prisa. No pienso irme a ninguna parte, no voy a dejarte, no voy a dejarte ni herirte… No pasa nada. Te quiero.
Definía el significado del amor como ningún otro hombre, ni siquiera Ted. De hecho, Ted menos que nadie. Se sentía fatal por decepcionarlo, pero sabía que no estaba preparada e ignoraba si llegaría a estarlo algún día. Lo único que sabía era que ahora no. Resultaría demasiado aterrador dejarle entrar, y Matt estaba dispuesto a esperarla.
Matt la estrechó entre sus brazos durante largo rato aquella noche, sintiendo su cuerpo esbelto junto a su piel, deseándola, pero al mismo tiempo agradecido por lo que compartían. Era lo único que podía recibir de momento, y le bastaba. Despuntaba el alba cuando por fin Ophélie se levantó y volvió a vestirse. Se había adormecido entre sus brazos, sin soltarlo en ningún momento. Ni siquiera la incomodaba estar desnuda ante él. Lo deseaba, pero no lo suficiente.
Matt la besó por última vez. Ophélie regresó a su dormitorio, se sumió en un sueño inquieto durante dos horas, y al despertar experimentó el sempiterno peso en el pecho. Pero esta vez era distinto; no se debía a Ted ni a Chad, sino a lo que no había sido capaz de hacer con Matt la noche anterior. Se sentía como si lo hubiera engañado y se odió por defraudarlo. Se duchó y se vistió, nerviosa ante la perspectiva de verlo, pero en cuanto lo vio supo que todo iba bien. Matt le sonrió desde el otro extremo de la estancia y se acercó para abrazarla. Era un hombre increíble y, de un modo extraño, se sentía como si hubiera hecho el amor con él. Estaba incluso más a gusto con él que antes, y se sintió un poco tonta por haber cedido al pánico, además de agradecida a Matt por esperar.
El día de Año Nuevo esquiaron juntos sin mencionar la noche anterior. Se limitaron a esquiar, charlar y pasarlo bien, y la última noche cenaron con los chicos. Vanessa regresaría a Auckland al día siguiente, para tristeza de Matt, aunque iría a visitarla al cabo de un mes. Pip y Ophélie volverían a casa a la mañana siguiente, un día antes de que Pip reanudara la escuela. Robert tenía otras dos semanas de vacaciones, que pasaría en Heavenly esquiando con unos amigos. Matt regresaría a la playa. Las vacaciones habían tocado a su fin, pero había sido una semana encantadora. No había surgido nada concreto entre Ophélie y Matt, pero ambos sabían que no debían rendir cuentas al calendario de nadie salvo el suyo. Asimismo, Ophélie sabía sin lugar a dudas que si Matt la hubiera presionado aquella noche, si la hubiera forzado o se hubiera enfadado con ella, incluso la esperanza de una futura relación amorosa se habría desvanecido. Pero Matt era demasiado sabio para caer en aquella trampa y la quería demasiado. A la mañana siguiente se despidieron sin promesas, sin certidumbre alguna entre ellos, tan solo con amor y esperanza. Era mucho más de lo que ambos tenían al conocerse, y por el momento les bastaba.