El día de Acción de Gracias fue aún más doloroso de lo que esperaba. Celebrar la fiesta sin Ted ni Chad significaba un golpe durísimo. No había forma de adornar el dolor, de mitigarlo, de fingir que no existía. Al bendecir los alimentos ante el pequeño grupo que se sentaba a la mesa de la cocina para dar gracias por todo lo que compartían y rogar por su esposo y su hijo, Ophélie se desmoronó y rompió a llorar. Pip se unió a ella y, al observarlas, también Andrea prorrumpió en llanto. Consciente de la tristeza reinante a su alrededor, William no tardó en hacerse oír. Incluso Mousse parecía alterado. Era una situación tan espantosa que al poco Ophélie se echó a reír, y durante el resto del día alternaron entre carcajadas histéricas y lágrimas.
El pavo era de unas dimensiones considerables, pero a nadie le apetecía, además de que el relleno había quedado algo seco. Ninguna de ellas disfrutó de la comida. Habían decidido comer en la cocina, pues a sus casi siete meses, sabían que William lo ensuciaría todo desde la trona. Ophélie se alegraba de no estar en el comedor, donde solo habría podido imaginar a Ted trinchando el pavo, como había hecho cada año, y a Chad ataviado con traje y quejándose por tener que llevar corbata. Los recuerdos y la pérdida eran demasiado recientes.
A última hora de la tarde, Andrea se fue a casa con el pequeño, y Pip subió a dibujar a su habitación. No había sido un día fácil. En un momento dado, salió de su cuarto justo a tiempo para ver a su madre a punto de entrar en la habitación de Chad.
– No entres, mamá, por favor -suplicó-. Te pondrás todavía más triste.
Sabía bien lo que su madre hacía ahí dentro, tumbarse sobre la cama de Chad, aspirar los vestigios de su olor y percibir su aura. Permanecía allí tendida durante horas, llorando. Pip siempre la oía a través de la puerta cerrada con el corazón encogido. No podía sustituir a Chad a los ojos de su madre, y a Ophélie le resultaba imposible explicarle que no se trataba de que ella significara menos que su hermano, sino de que nadie podía mitigar aquella pérdida, una pérdida que nada podía sustituir, un vacío imposible de llenar. Ningún otro hijo podía reemplazar a Chad, pero eso no significaba que quisiera menos a Pip.
– Solo estaré un momento -prometió Ophélie con expresión implorante.
Pip dio media vuelta, regresó a su habitación y cerró la puerta con los ojos llenos de lágrimas. La mirada de la niña hizo sentir culpable a Ophélie, que se fue a su habitación y se plantó ante el armario de Ted para contemplar su ropa. Necesitaba algo, a alguien, a uno de ellos, cualquier cosa, un objeto, un contacto, una de sus chaquetas, una camisa, algo conocido que aún oliera a él o a su colonia. Era una necesidad imposible de comprender para alguien que no hubiera sufrido semejante pérdida. Lo único que quedaba eran sus pertenencias y su ropa, las cosas que había tocado, llevado o manejado. Desde hacía un año, Ophélie llevaba la alianza de Ted colgada de una cadenita alrededor del cuello. Nadie sabía que estaba allí, pero ella sí, y de vez en cuando se llevaba la mano al anillo para cerciorarse de que Ted había existido en realidad, de que habían estado casados, de que había sido amada por él, cosas que ahora le costaba recordar. En ocasiones se sentía embargada por el pánico, de repente consciente de que ya no estaba, de que nunca volvería. También en aquel momento la atenazó el terror mientras se llevaba una de sus americanas al rostro, y, como si con ello pudiera sentir los brazos de Ted en torno a su cuerpo, la descolgó y se la puso.
Permaneció inmóvil como una niña perdida y se abrazó a sí misma. De repente oyó un leve crujido en uno de los bolsillos y sin pensar deslizó la mano en él. Era una carta, y por un instante absurdo deseó que fuera una carta de Ted dirigida a ella, pero no era así. Era una sola hoja de papel escrita con ordenador y firmada con una inicial. Le resultaba embarazoso leerla puesto que no iba dirigida a ella, pero al menos era algo, una parte de él, algo que Ted había tocado y leído. Deslizó los ojos lentamente por la página. Por un momento se preguntó si quizá ella misma la habría escrito, pero sabía que no era así, y a medida que leía, el corazón le latía cada vez con más violencia.
«Querido Ted», comenzaba, y la cosa no mejoraba, sino que empeoraba.
Sé que esto ha sido una gran sorpresa para ambos, pero a veces los golpes más duros acaban siendo los mejores regalos de la vida. No era esta mi intención, pero creo que es el destino. Ya no soy tan joven y, para serte sincera, temo que no tendré otra oportunidad ni contigo ni con nadie más. Este bebé lo significa todo para mí, más que nada en el mundo, porque es tuyo.
Sé que no es lo que planeabas, ni yo tampoco. Lo nuestro empezó como una diversión inofensiva. Siempre hemos tenido muchas cosas en común, y sé lo mal que lo has pasado en casa los últimos años, lo sé mejor que nadie. Creo que Ophélie se ha equivocado mucho, contigo, con Chad y, sobre todo, con vosotros dos como pareja. Ni siquiera estoy convencida de que Chad hubiera intentado suicidarse, si es que lo intentó, de no ser porque ella lo alejó de ti. Sé muy bien lo difícil que ha sido para ti, y como tú, no estoy muy segura de que Chad tenga problemas en realidad. Nunca he dado crédito al diagnóstico y creo que los supuestos intentos de suicidio no eran más que tentativas de llamar tu atención, quizá de pedirte que lo salvaras de ella. Creo que Ophélie ha malentendido todo el asunto desde el principio. Tal vez la solución, si acabamos juntos como espero y como tú consideras posible, es que ella se quede con Pip y que nosotros vivamos con Chad. Puede que entonces sea mucho más feliz de lo que es ahora, con ella revoloteando a su alrededor como una avispa, siempre aterrada por él. No puede ser bueno para él. Además, Chad se parece mucho más a nosotros, a ti y a mí, que a ella. Los dos sabemos perfectamente que ella no le entiende, quizá porque es más inteligente que ella, tal vez incluso más inteligente que nosotros. En cualquier caso, si es lo que deseas, estaría dispuesta a intentar que viva con nosotros, si eso es lo que decides.
En cuanto a nosotros, tengo la firme convicción de que esto no es más que el comienzo. Tu vida con ella se acabó hace años. Ella no lo ve, no quiere o no puede verlo. Depende por completo de ti y de los niños. No tiene vida propia y no quiere tenerla. Se alimenta de ti y de ellos para conferir sentido a su vida, porque carece de él. Tarde o temprano tendrá que buscarse una vida propia. Tal vez a la larga sea lo que necesita para comprender lo absurda que es su existencia y lo poco que significa para ti. Ophélie exprime toda tu esencia desde hace años.
Este bebé es nuestro vínculo para el futuro. Sé que aún no has tomado una decisión definitiva, pero creo saber lo que quieres, y que tú también lo sabes. Lo único que tienes que hacer es alargar la mano y tomarlo, como me tomaste a mí, como te acercaste a mí hace ya casi un año. Este bebé no existiría si no fuera cosa del destino, si no lo desearas tanto como yo.
Tenemos seis meses para tomar una decisión, para dar los pasos apropiados antes de que nazca el niño. Seis meses para dejar atrás la vieja vida y empezar una nueva. No se me ocurre nada más importante, nada mejor, nada que desee más. Cuentas con mi fe en ti, con mi lealtad, con el amor que siento por ti, mi admiración y respeto por todo lo que eres y lo que significas para mí.
El futuro es nuestro. Nuestro bebé nacerá pronto. Nuestra vida no tardará en comenzar, al igual que la suya. Estoy segura de que será niño, como tú. Dios nos ofrece una nueva vida, un nuevo comienzo, la vida que siempre hemos deseado, una vida entre dos personas que se comprenden y se respetan, dos personas convertidas en una a través de este niño.
Te amo de todo corazón y te prometo que si vienes a mí, cuando vengas a mí, porque estoy convencida de que vendrás, serás más feliz de lo que has sido nunca. El futuro, amor mío, es nuestro, como yo soy tuya.
Con todo mi amor,
A.
La carta estaba fechada una semana antes de su muerte, y Ophélie tuvo la sensación de que estaba a punto de sufrir un infarto. Cayó de rodillas y leyó la carta una y otra vez. No daba crédito a lo que decía y no imaginaba quién podía haberla escrito. Era impensable. Aquello no podía haber sucedido. Era una mentira, una broma cruel que alguien les había gastado. Por un instante se preguntó si se trataría de un chantaje. Al poco, la chaqueta le resbaló de los hombros y cayó al suelo mientras ella sostenía la carta entre las manos temblorosas.
Se apoyó en la pared para incorporarse y miró al vacío sin soltar la carta. Y de repente lo supo y quiso morir. El bebé mencionado en la carta había nacido, si es que había llegado a nacer, seis meses después de la muerte de Ted. William Theodore. No se había atrevido a llamarlo Ted, pero casi. Y no lo había hecho en honor de su amigo muerto, como había afirmado, sino del padre de la criatura. El segundo nombre de Ted era William; lo único que ella había hecho era invertir los nombres. El hijo era suyo, no procedente de un banco de semen. Y la carta solo podía ser de Andrea. La letra «A» era su inicial, e incluso lo había manipulado en lo tocante a Chad, aprovechándose de su desesperada necesidad de negación, recurriendo a la crítica feroz. Aquella carta era de la mujer que durante dieciocho años había afirmado ser su mejor amiga. Era increíble, impensable, insoportable. Andrea la había traicionado, al igual que Ted. Estaba enamorado de ella y era el padre de su hijo. Con la carta aún en la mano, Ophélie entró en el baño y vomitó violentamente. Estaba inclinada sobre el lavabo, pálida como una muerta, cuando Pip la encontró y vio que su madre temblaba como una hoja.
– ¿Qué te pasa, mamá? -exclamó la niña, asustada-. ¿Qué ocurre?
Su madre parecía muy enferma, tan pálida que su tez había adquirido una tonalidad verdosa.
– Nada -farfulló Ophélie antes de enjuagarse la boca.
Solo había vomitado bilis y un poco de pavo, pues apenas había probado bocado en todo el día, pero tenía la impresión de haber sacado las entrañas, el corazón, el alma y su matrimonio.
– ¿Quieres tumbarte? -propuso Pip.
Había sido un día horrible para las dos, y ahora estaba profundamente preocupada por su madre. Parecía al borde de la muerte, y lo cierto es que no deseaba otra cosa en el mundo.
– Dentro de un momento. Enseguida estaré bien.
Pero sabía que no era cierto. Nunca volvería a estar bien. ¿Y si Ted la hubiera dejado? ¿Y si en lugar de morir la hubiera abandonado, llevándose a Chad consigo? Eso la habría matado, y quizá también a Chad, si tanto Ted como Andrea se negaban a rendirse a la evidencia de su enfermedad. Pero de todos modos estaba muerto. Los dos estaban muertos. Ya no importaba. Y ahora Ted también la había matado a ella, como si le hubiera pegado un tiro. La carta convertía su matrimonio en una farsa, por no mencionar su amistad con Andrea. No entendía cómo alguien era capaz de hacer algo así, cómo una persona podía ser tan insidiosa y traicionera, tan falsa y cruel.
– Mami, ve a tumbarte un rato, por favor… -suplicó Pip al borde de las lágrimas.
No la llamaba mami desde que era muy pequeña, pero lo cierto era que estaba aterrada.
– Tengo que salir un momento -anunció Ophélie.
Se volvió hacia su hija, y Pip advirtió que la autómata no había regresado, sino que ahora su madre parecía un vampiro de gélido rostro blanco y ojos inyectados en sangre. Apenas la reconocía y no quería reconocerla. Quería recuperar a su madre, que regresara de dondequiera que hubiera ido durante la última hora. Aquel ser ni siquiera se parecía a ella.
– ¿Puedes quedarte un rato sola?
– ¿Adónde vas? ¿Quieres que te acompañe? -preguntó Pip, también temblorosa.
– No. No tardaré mucho. Cierra las puertas y no te apartes de Mousse.
Hablaba como su madre, pero no se parecía a ella. De repente, Ophélie experimentaba una resolución y una fuerza que no creía poseer. Ahora comprendía a las personas que cometían crímenes pasionales. Pero no quería matar a Andrea, tan solo ver por última vez a la mujer que había destruido su matrimonio, que había reducido a cenizas el recuerdo de Ted y de cuanto habían compartido. Ni siquiera podía permitirse el lujo de odiar a su marido. Todo lo que sentía, todo el tormento y el horror del último año se concentraban ahora en Andrea como una bala. Pero aquella bala había atravesado a Ophélie. Nada de lo que ella pudiera hacerles se compararía con lo que ellos le habían hecho a ella.
Pip permaneció en lo alto de la escalera con expresión temerosa mientras su madre se marchaba. No sabía qué hacer, a quién llamar ni qué decir. Se sentó en el primer escalón y se abrazó a Mousse. El perro le lamió las lágrimas del rostro, y juntos se dispusieron a esperar a Ophélie.
Condujo las diez manzanas que la separaban de casa de Andrea sin detenerse en pasos de cebra, stops ni semáforos, y dejó el coche aparcado sobre la acera. No había llamado para avisar a Andrea, y al apearse del coche subió la escalera corriendo y llamó al timbre. No se había puesto el abrigo sobre la fina blusa, ni siquiera un jersey, pero no sentía nada. Andrea acudió a abrir enseguida. El bebé, ya en pijama, se acurrucaba en sus brazos. Ambos sonrieron al verla.
– Hola… -la saludó con calidez Andrea, pero de inmediato advirtió que su amiga temblaba; Ophélie se había guardado la carta en el bolsillo-. ¿Estás bien? ¿Ha pasado algo? ¿Dónde está Pip?
– Sí, ha pasado algo -replicó Ophélie al tiempo que sacaba la carta del bolsillo con las manos tan temblorosas que apenas si podía controlarlas-. He encontrado tu carta.
Al instante, Andrea se puso tan pálida como ella. No intentó siquiera negarlo. Parecían dos mujeres de tiza inmóviles en el umbral mientras el viento soplaba a su alrededor.
– ¿Quieres pasar? -musitó Andrea.
Tenía cosas que decir, pero Ophélie no quería oírlas ni moverse de donde estaba.
– ¿Cómo has podido? ¿Cómo pudiste hacerme eso durante un año y fingir ser mi amiga? ¿Cómo pudiste tener un hijo suyo y fingir que era del banco de semen? ¿Cómo te atreviste a decir lo que dijiste de Chad para manipular a su padre? Sabías lo que Ted sentía por él. Todo fue una manipulación, seguramente ni siquiera lo querías. No quieres a nadie, Andrea, ni a mí, ni a él, probablemente ni siquiera a este pobre bebé. Y me habrías quitado a Chad solo para impresionar a Ted, y Chad se habría suicidado mientras tú de dedicabas a jugar, a utilizarlo como cebo. Eres más que patética, eres malvada. Eres el peor ser humano que conozco y te odio… Has destruido lo único que me quedaba, la creencia de que Ted me amaba… pero no era así… y tú tampoco lo amabas. Yo sí, siempre lo amé, por muy mal que se portara conmigo, por poco caso que me hiciera a mí o a los niños… Tú no amas nada… Dios mío, ¿cómo has podido?
Tenía la sensación de que moriría allí mismo, pero ya le daba igual. Ellos la habían destruido. Les había llevado un año desde la muerte de Ted, pero incluso después de su muerte lo habían logrado, y Ophélie no alcanzaba a comprender por qué.
– Quiero que te alejes de mí… y de Pip… No nos llames nunca más, no intentes ponerte en contacto conmigo. Por lo que a mí respecta, estás muerta, tan muerta como él… ¿Me has oído?
La voz de Ophélie se quebró en un sollozo.
Andrea no discutió. También ella temblaba con el bebé en brazos. Ambas estaban heladas por el golpe, y Andrea sabía que se lo tenía merecido. Se había torturado una y otra vez acerca del paradero de la carta, pero al ver que no aparecía, supuso que la había destruido, o al menos eso esperaba. Pero quería decir una última cosa a la mujer que había sido su amiga y que jamás la había traicionado.
– Quiero que me escuches… Solo tengo una cosa que decir aparte de que lo siento muchísimo… Yo tampoco me lo perdonaré nunca, pero al menos el bebé merece la pena… No es culpa suya.
– Me importáis un comino tú y tu bebé.
Pero el problema era que sí le importaban, los dos. Por ello resultaba tan infinitamente dolorosa aquella situación, y más aún sabiendo que el bebé era de él. Ahora veía que incluso se parecía a él… más que Chad.
– Escúchame, Ophélie, escúchame bien. Ted aún no había tomado una decisión. Me dijo que no sabía cómo podía dejarte, porque habías sido tan buena para él al principio, siempre, de hecho, y él lo sabía. Era un hombre egoísta, solo hacía lo que le daba la gana, y me deseaba, aunque creo que solamente jugaba conmigo. Teníamos mucho en común, y yo también lo deseaba, siempre lo había deseado. Cuando se presentó la oportunidad cuando tú y los niños estabais en Francia, la aproveché. Él se dejó hacer, pero ni siquiera sé si me quería. Puede que no, puede que nunca te hubiera abandonado. No lo había decidido, tienes que creerme. No murió habiendo tomado la decisión de dejarte. No estaba seguro, y por eso le escribí esta carta, para convencerlo, como ves. Tal vez hubiera decidido quedarse contigo. Ni siquiera sé si nos quería a ninguna de las dos, para serte sincera. No creo que fuera capaz. Pero si quería a una de las dos, si quería a alguien, era a ti. Me lo dijo y creo que estaba convencido de ello. Siempre pensé que se portaba como un cerdo contigo y que merecías algo mejor. Pero creo que, en la medida en que era capaz, te quería. Y quiero que lo sepas.
– No vuelvas a dirigirme la palabra jamás -espetó Ophélie.
Acto seguido giró sobre sus talones y bajó la escalera con paso tembloroso. Había dejado el coche en marcha sobre la acera. No se volvió para mirar a Andrea; no quería volver a verla nunca más, y Andrea sabía que no volvería a verla. Rompió a llorar mientras seguía con la mirada el coche que se alejaba haciendo eses. Pero al menos había contado a Ophélie la verdad tal como la conocía.
Ted no sabía qué hacer y cabía la posibilidad de que no quisiera a ninguna de las dos, pero al menos Ophélie merecía saber que su marido creía deberle algo y que tal vez se habría quedado con ella. Ophélie podría haberse convertido en la vencedora en lugar de la perdedora. Pero, en definitiva, todos habían perdido, Ted, Chad, Ophélie, Andrea, incluso su hijo… todos ellos. Ted había muerto sin tomar una decisión, y en lugar de destruir la carta, la había dejado en un bolsillo para que Ophélie la encontrara. Quizá era eso lo que quería, lo que esperaba. Quizá era su modo de manipular la solución. Ninguna de las dos lo sabría jamás, pero lo único que Andrea podía ofrecerle era la verdad, que Ted no estaba seguro, que no sabía qué hacer en el momento de su muerte… y que tal vez… sólo tal vez… había amado a Ophélie en la medida de sus posibilidades.