Capítulo 13

Ophélie tenía cita en el centro Wexler a las nueve y cuarto. Dejó a Pip en la escuela y condujo derecha hacia la zona sur de Market. Llevaba vaqueros y una gastada cazadora de cuero negro. De camino al colegio, Pip comentó que estaba muy guapa.

– ¿Vas a alguna parte, mamá?

Pip llevaba la camisa blanca y la falda plisada azul marino que constituían el uniforme escolar. Lo detestaba, pero Ophélie consideraba que eliminaba toda cuestión relacionada con la moda, punto muy importante a aquellas horas de la mañana. Además, Pip ofrecía un aspecto dulce y joven con aquel atuendo. Para las ocasiones importantes, el uniforme se complementaba con una corbata azul marino, y los rizos cobrizos de Pip marcaban el acento perfecto sobre aquel fondo.

– Sí -asintió Ophélie con una sonrisa.

Le encantaba compartir las noches con Pip. Dormir junto a ella mitigaba el dolor de la soledad y la agonía de las mañanas. No comprendía por qué no se le había ocurrido antes la idea, quizá porque no quería apoyarse en Pip, pero lo cierto era que constituía una bendición para las dos. Sentía una profunda gratitud hacia Matt por haberlo sugerido. Junto a Pip había dormido bien por primera vez en muchos meses, y despertar con Pip abrazada a ella, mirándola a los ojos y con la naricita pegada a la suya, era lo mejor que le había sucedido desde la muerte de Ted. Su marido nunca había sido tan cariñoso por las mañanas, y quedarse abrazado a ella en la cama o decirle que la quería nada más despertar no le iba mucho.

Ophélie habló a Pip del centro Wexler, de sus actividades y de que esperaba poder trabajar allí de voluntaria.

– Si es que me quieren -puntualizó.

No tenía idea de las tareas que le encomendarían ni de si podía resultar útil en el centro. Quizá podría servir para contestar al teléfono.

– Te lo contaré todo cuando nos veamos esta tarde -prometió a su hija al dejarla en la esquina de la escuela.

La siguió con la mirada mientras la niña se dirigía hacia la entrada del colegio con sus amigos; estaba tan enfrascada en la conversación con ellos que ni tan siquiera se volvió para saludarla.

Ophélie aparcó en Folsom Street y enfiló el callejón donde se encontraba el centro Wexler. Pasó junto a un grupo de borrachos sentados con la espalda apoyada contra la pared. Estaban muy cerca del centro, pero incluso moverse parecía significar un esfuerzo demasiado grande para ellos. Ophélie los observó, pero ninguno pareció reparar en ella; estaban absortos en su universo particular, más bien en su infierno particular. Pasó ante ellos con la cabeza gacha, compadeciéndolos en silencio.

Al cabo de un instante, entró en el mismo vestíbulo que el día anterior. Era una espaciosa sala abierta con las paredes tapizadas de posters y la pintura desconchada. Tras el mostrador había una recepcionista distinta de la que había visto la otra vez, una mujer afroamericana de mediana edad que atendía el mostrador y las llamadas. Con sus apretadas trenzas entrecanas, ofrecía un aspecto competente y amable. Al advertir la presencia de Ophélie alzó la mirada con expresión interrogante. Pese a su sencillo atuendo, parecía bien conservada y muy arreglada, fuera de lugar en aquella estancia tan destartalada. Los muebles eran dispares y estaban muy gastados; sin duda procedían de tiendas de segunda mano. En un rincón se veía una cafetera con vasos de poliestireno.

– ¿En qué puedo servirla? -inquirió la mujer en tono amable.

– Tengo cita con Louise Anderson -repuso Ophélie en voz baja-. Creo que es la jefa de voluntarios.

– La jefa de voluntarios, de marketing, de donaciones, de pedidos de víveres, de suministros, de relaciones públicas y de contratación de nuevos talentos -explicó la mujer con una sonrisa-. Todos hacemos de todo aquí.

A Ophélie se le antojó una estructura interesante. Mientras esperaba se dedicó a recorrer la estancia para contemplar los posters y el material informativo distribuido por todas partes. La espera fue corta; al cabo de apenas dos minutos, una joven irrumpió en el vestíbulo. Tenía el cabello pelirrojo y reluciente como Pip, peinado en dos largas trenzas, una de ellas colgada sobre la otra. A todas luces poseía una abundantísima melena. Llevaba botas militares, vaqueros y camisa de leñador, pero pese a ello saltaba a la vista que era muy guapa y femenina. Se movía con gracilidad, como una bailarina, y era menuda como Ophélie y Pip. No obstante, emanaba energía, entusiasmo, poder y también bondad, un estilo arrollador que le confería aspecto de mujer segura y a gusto consigo misma.

– ¿Señora Mackenzie? -preguntó con una sonrisa cálida cuando Ophélie se levantó para saludarla-. ¿Quiere seguirme, por favor?

Se dirigió a paso rápido y decidido hacia una oficina en la parte posterior del edificio, una de cuyas paredes aparecía completamente cubierta por un tablón de anuncios. Se veían pedazos de papel, boletines, anuncios, mensajes de organismos gubernamentales, fotografías y una interminable lista de proyectos y nombres. Resultaba abrumador presenciar la carga de trabajo que sin duda acarreaba aquella mujer. De la pared opuesta colgaban fotografías de personas del centro. El pequeño escritorio, la silla de oficina y otras dos sillas para visitas llenaban casi por completo el resto del espacio en aquel despacho reducido y soleado. Al igual que ella, la estancia era diminuta, alegre, rebosante de información y eficiente en extremo.

– ¿Qué la trae por aquí? -preguntó Louise Anderson con una sonrisa afable y la mirada clavada en Ophélie.

A todas luces, Ophélie no encajaba en el perfil habitual de los voluntarios, por regla general estudiantes universitarios o de posgrado que buscaban acumular horas de prácticas para obtener el título de trabajo social, o bien personas relacionadas de algún modo con aquel campo.

– Me gustaría trabajar de voluntaria -anunció Ophélie con cierta timidez.

– Desde luego, nos hace falta toda la ayuda del mundo. ¿Qué sabe hacer?

Aquella pregunta desconcertó a Ophélie. No tenía ni idea de lo que sabía hacer y menos aún de lo que necesitaban de ella. Se sentía como pez fuera del agua.

– Quizá debería preguntarle qué le gustaría hacer.

– No estoy segura. Tengo dos hijos…

Al pronunciar aquellas palabras se interrumpió en seco e hizo una mueca, pero corregir el error habría sonado patético en su opinión, de modo que lo dejó correr.

– Llevo casada dieciocho años… bueno, lo estaba… -Al menos logró hacer acopio de valor suficiente para dar ese detalle-. Sé conducir, hacer la compra, limpiar, ocuparme de la colada, se me dan bien los niños y los perros.

Todo aquello le sonaba ridículo incluso a ella, pero llevaba años sin pensar en qué consistían sus auténticos talentos, y ahora le parecían penosamente limitados.

– Estudié biología y sé bastante de tecnología energética, el campo de mi marido -otro detalle inútil que no les serviría de nada-, y tengo cierta experiencia en el trato de familiares de enfermos mentales.

Pensó en Chad. Solo podía pensar en Chad mientras miraba de hito en hito a Louise Anderson.

– ¿Se está divorciando? -inquirió la joven al haber advertido la referencia en tiempo pasado a su matrimonio.

Ophélie negó con la cabeza, intentando parecer normal, no asustada, pero lo cierto era que estaba aterrada. La intimidaba estar allí y sentirse tan inútil, tan poco cualificada. Pero la mujer sentada frente a ella la miraba con franqueza y respeto; tan solo necesitaba más información.

– Mi marido murió hace un año -musitó con voz apenas audible-, junto con mi hijo. Tengo una hija de once años y mucho tiempo disponible.

– Siento lo de su marido y su hijo -dijo Louise con sinceridad antes de proseguir-. Su experiencia con enfermedades mentales podría sernos muy útil aquí. Muchas de las personas que pasan por el centro sufren algún trastorno mental; en muchos casos es una circunstancia inherente a los sin techo. Si están demasiado enfermos, intentamos derivarlos a los centros y clínicas apropiados, pero si son relativamente funcionales, los admitimos aquí. Casi todos los albergues tienen criterios que excluyen a las personas de conducta alterada, lo cual hace que muchos indigentes no tengan acceso a ellos. Es una norma bastante absurda, pero facilita la vida a los centros. Nosotros somos un poco menos estrictos, pero como consecuencia de ello, tenemos a gente bastante enferma.

– ¿Qué les ocurre? -inquirió Ophélie con aire preocupado.

Le caía bien aquella mujer y esperaba llegar a conocerla mejor. Irradiaba una energía serena pero poderosa que llenaba la estancia, y la pasión que mostraba por su trabajo resultaba contagiosa. Ophélie hallaba apasionante la idea de trabajar allí, aunque solo fuera de voluntaria.

– Casi todos nuestros clientes vuelven a la calle al cabo de una o dos noches. Las unidades familiares se quedan, pero casi todas acaban en casas de acogida permanentes, lo cual no es nuestro caso. Los dejamos quedarse tanto tiempo como podemos e intentamos derivarlos a otros centros, a albergues de más largo plazo o a hogares de acogida en el caso de los niños. Intentamos cubrir sus necesidades en la medida de lo posible. Les proporcionamos ropa, alojamiento y atención médica cuando la necesitan, y solicitamos subsidios al gobierno cuando se tercia. Somos una especie de unidad de urgencias. Les damos mucho cariño, información, una cama, comida y una mano amiga. Nos gusta porque de este modo podemos atender a más personas, pero también hay muchos problemas que no logramos resolver. A veces se te parte el corazón, pero tenemos nuestras limitaciones. Hacemos cuanto podemos, y luego se van.

– Pues parece que hacen mucho -exclamó Ophélie, admirada.

– No lo suficiente. Este trabajo te parte el corazón, como le digo. Es como intentar drenar un mar con un vaso y, cada vez que crees haber marcado la diferencia, el mar vuelve a llenarse a una velocidad de vértigo. Lo peor son los niños; están en el mismo barco con todos los demás, pero tienen muchas más probabilidades de ahogarse, y no es culpa suya. Son víctimas de la situación, aunque muchos adultos también lo son.

– ¿Pueden quedarse los niños con sus padres? -inquirió Ophélie, apenada ante las tribulaciones de aquellos pequeños.

Ni siquiera alcanzaba a imaginarse a Pip vagando por las calles a su edad, y muchos de aquellos niños eran más pequeños que ella o incluso habían nacido en aquellas circunstancias. Era una de las grandes tragedias de nuestro tiempo, pero mientras escuchaba Ophélie se alegró de haber ido al centro. Era la decisión correcta, y agradecía a Blake que se lo hubiera sugerido. La emocionaba la perspectiva de trabajar en el centro Wexler.

– Los niños solo pueden quedarse con sus progenitores o progenitor, según sea el caso, si aceptan a la familia en una casa de acogida permanente o en alguna clase de casa segura, como los albergues para madres e hijos maltratados. No pueden quedarse en la calle, porque en cuanto la policía los ve los llevan a los centros de menores y los asignan a hogares de acogida. La vida en la calle no es vida para un niño. Una cuarta parte de nuestra población muere cada año en las calles por exposición a la intemperie, distintas enfermedades, accidentes, traumatismos y actos violentos. Los niños no sobreviven ni la mitad de tiempo que un adulto; están mejor en un hogar de acogida. -Ophélie no podía estar más de acuerdo-. ¿Qué horario tiene disponible? ¿Días? ¿Noches? Probablemente le gustaría trabajar de día si es una madre sola con una niña en edad escolar.

El término «madre sola» la golpeó como un puñetazo en el plexo solar. Nunca había pensado en sí misma de aquella forma, pero ahora no le quedaba otro remedio, por mucho que lo detestara.

– Estoy disponible de nueve a tres todos los días. Bueno, no sé… ¿Qué le parecería dos o tres días por semana?

Le parecía mucho, incluso a ella, pero no tenía nada mejor que hacer y disponía de demasiado tiempo. No podía pasarse el día en el parque con Mousse. Aquella actividad conferiría sentido a sus días y quizá haría bien a otras personas, una idea que la seducía.

– Lo que normalmente hago con los voluntarios -explicó Louise con sinceridad mientras se echaba una de las trenzas a la espalda- es permitirles que echen un buen vistazo al centro antes de decidirse. A la cruda realidad, sin ambages. Si quiere puede pasar unos días con nosotros y ver qué le parece. Si considera que es lo que buscaba y lo que quiere hacer, y si yo también considero que encaja, la formaremos durante una semana, dos a lo sumo, depende del ámbito que más la atraiga, y luego la pondremos a trabajar. Es un trabajo muy duro -advirtió muy seria-. Aquí nadie se anda con chiquitas. El personal a tiempo completo trabaja casi siempre doce horas diarias, a veces incluso más si tenemos alguna crisis, lo cual pasa a menudo. Y los voluntarios también trabajan a tope -añadió con una sonrisa-. ¿Qué le parece?

– A decir verdad, fantástico -aseguró Ophélie, devolviéndole la sonrisa con expresión esperanzada-. Justo lo que necesito… Solo espero ser lo que ustedes necesitan.

– Ya lo veremos -comentó Louise al tiempo que se levantaba-. No pretendo espantarla, Ophélie, tan solo ser sincera. No quiero que se haga la idea de que es más fácil de lo que es. Aquí disfrutamos mucho, pero parte de nuestro trabajo es horrible, sucio, deprimente, agotador e incluso peligroso. Algunos días se irá a casa sintiéndose genial, mientras que otros se dormirá llorando. Y no sé si le interesaría, pero también tenemos un programa de ayuda.

– ¿En qué consiste? -preguntó Ophélie, intrigada.

– Son equipos que salen en dos furgonetas donadas para buscar a personas en las calles, personas demasiado enfermas, sea física o mentalmente, de cuerpo o espíritu, para acudir a nosotros. Por eso vamos a buscarlos. Les llevamos comida, ropa, medicamentos, y si están muy enfermos intentamos llevarlos al hospital, a un centro o a un albergue. En la calle hay mucha gente demasiado desorientada para venir hasta aquí. Por muy accesibles que seamos, algunas personas están demasiado asustadas, rotas o solas para buscar ayuda. Cada noche tenemos al menos una furgoneta en la calle para echarles una mano, y dos si conseguimos personal suficiente. Ayudan a los clientes que más nos necesitan. Los que pueden acudir a nosotros al menos piensan con cierta claridad y pueden valerse por sí mismos un mínimo. De hecho, a algunas personas que viven en la calle les van bien las cosas, pero a veces necesitan ayuda y tienen demasiado miedo para pedirla. No confían en nosotros aun cuando hayan oído hablar del centro. A veces lo único que hacemos en las calles por la noche es sentarnos a hablar con ellos. Personalmente, siempre intento sacar a los niños fugados de las calles, pero en muchos casos, la situación de la que huyen es peor que lo que se encuentran en la calle. En este mundo pasan cosas muy feas. Aquí lo vemos casi todo, o al menos las consecuencias de casi todo, sobre todo de noche. Los días son un poco más tranquilos, por eso salimos de noche, porque es cuando más nos necesitan.

– Parece bastante peligroso -observó Ophélie con sensatez.

No creía que fuera adecuado correr el riesgo, sobre todo por Pip. Además, quería pasar las noches en casa con ella.

– Lo es. Salimos entre las siete y las ocho, y nos dan las tantas. Alguna que otra vez las cosas se han puesto feas, pero de momento ninguno de los nuestros ha resultado herido. Saben bien lo que pasa en las calles.

– ¿Van armados? -preguntó Ophélie, impresionada por la valentía de aquellas personas y el trabajo milagroso que realizaban.

Louise se echó a reír y sacudió la cabeza.

– Solo con las manos y el corazón. Es un trabajo que te tiene que apetecer mucho. No me pregunte por qué ni cómo, pero en tu fuero interno, el riesgo tiene que merecer la pena para ti. Pero en cualquier caso, no tiene que preocuparse por eso. Hay mucho que hacer en la casa.

Ophélie asintió. El trabajo de campo se le antojaba peligroso, demasiado para una madre sola y única responsable de su hija, como lo había expresado Louise.

– ¿Cuándo quiere empezar?

Ophélie meditó unos instantes. No tenía que rendir cuentas a nadie, y Pip no salía de la escuela hasta pasadas las tres.

– Cuando quiera, estoy libre.

– ¿Qué tal ahora mismo? Podría echar una mano a Miriam en el mostrador. Ella le presentará a la gente a medida que entren y salgan, además de explicarle lo que hacemos. ¿Qué le parece?

– Estupendo.

Emocionada, Ophélie siguió a Louise hasta la recepción, donde la directora explicó sus intenciones a Miriam. La mujer de melena cana se alegró.

– Qué bien, hoy necesito mucha ayuda -exclamó, complacida-. Tengo un montón de papeles que archivar; anoche los trabajadores sociales me dejaron todos los informes sobre la mesa. ¡Siempre lo hacen cuando me voy a casa!

Había expedientes, informes de casos, folletos sobre programas y otros albergues que el centro guardaba en archivadores. Una auténtica montaña de papeleo, más que suficiente para mantener a Ophélie ocupada hasta las tres durante varios días.

No paró en todo el día, y parecía que cada cinco minutos entraba o salía alguien que siempre pasaba por el mostrador. Necesitaban material de referencia, información sobre casos, teléfonos de derivación, documentos, formularios de entrada para nuevos clientes o a veces solo se detenían a saludar. Miriam presentó a Ophélie a los trabajadores del centro en cuanto tuvo ocasión. Formaban un grupo de aspecto interesante, casi todos ellos jóvenes, aunque algunos eran de la edad de Ophélie o incluso mayores. Justo antes de que se fuera, entraron dos jóvenes de apariencia distinta de los demás, y entre ellos una esbelta joven hispana. Miriam esbozó una sonrisa en cuanto los vio. Uno de los hombres era afroamericano y el otro asiático. Ambos eran jóvenes, altos y apuestos.

– Ahí vienen nuestros chicos Top Gun, o al menos así los llamo yo -anunció Miriam antes de volverse hacia ellos con una sonrisa de oreja a oreja.

Era evidente que los apreciaba mucho. Ophélie quedó atónita al comprobar que la joven era muy hermosa, con aspecto de modelo. Pero cuando giró la cabeza, observó que tenía una fea cicatriz que le surcaba el rostro de arriba abajo.

– ¿Qué hacéis aquí tan temprano?

– Venimos a comprobar una de las furgonetas, porque anoche nos dio problemas, y también a cargar algunas cosas para esta noche.

Miriam presentó a Ophélie como una nueva voluntaria en período de prueba.

– Que se venga con nosotros -exclamó el asiático con una sonrisa-. Nos falta un hombre desde que Aggie se fue.

A decir verdad, Aggie no sonaba a nombre masculino, pero en cualquier caso, los tres se mostraron abiertos y amables con Ophélie. El joven asiático se llamaba Bob; el afroamericano, Jefferson, y la mujer hispana, Milagra, aunque los otros dos la llamaban Millie. Al cabo de unos minutos, los tres fueron al garaje tras el edificio donde se aparcaban las furgonetas.

– ¿Qué hacen ellos? -inquirió Ophélie con interés mientras volvía a concentrarse en los archivadores situados detrás del escritorio de Miriam.

– Son el equipo de asistencia nocturna, los héroes del centro. Están un poco locos y son muy salvajes. Salen cinco noches por semana, y para los fines de semana tenemos un equipo de repuesto. Pero estos chicos son increíbles, los tres. Una vez salí con ellos y por poco se me parte el corazón… aparte de que me morí de miedo -admitió con una mirada de afecto y admiración.

– ¿Y no es un trabajo peligroso para una mujer? -comentó Ophélie, impresionada, porque también a ella le parecían unos héroes.

– Millie sabe lo que se hace. Antes era policía, pero tiene la invalidez permanente porque le dispararon y perdió un pulmón, aunque te aseguro que es tan dura como los otros dos. Es experta en artes marciales y es capaz de cuidar de sí misma y de los chicos.

– ¿Esa cicatriz se la hizo trabajando como policía? -preguntó Ophélie, sintiendo un respeto cada vez más profundo por todos ellos.

Eran las personas más valientes y bondadosas que había conocido en su vida. Y la joven hispana era bellísima a pesar de la cicatriz. Lo cierto es que su historia le inspiraba curiosidad.

– No, se la hizo su padre cuando era pequeña. Le rajó la cara cuando intentó que no la violara. Creo que tenía once años.

Muchos de ellos tenían historias semejantes, pero Ophélie quedó sobrecogida al pensar que Milagra tenía la misma edad que Pip cuando su padre le hizo aquello.

– Puede que por ello ingresara en la policía.

Fue un día increíble para Ophélie. Cada dos por tres llegaban indigentes de distintos tamaños, edades y sexos para ducharse, comer, dormir o simplemente alejarse un rato de las calles para deambular por el vestíbulo. Algunos de ellos parecían muy coherentes y responsables, limpios incluso, mientras que otros tenían la mirada vidriosa y perdida. Unos cuantos estaban a todas luces borrachos, y un par parecían drogados. El centro Wexler se mostraba generoso en extremo con su política de admisión. Estaba prohibido consumir alcohol y drogas en las instalaciones, pero aunque se encontraran en un estado lamentable al llegar siempre les franqueaban la entrada.

La mente de Ophélie era un remolino de pensamientos cuando se fue tras haber prometido que volvería al día siguiente. Se moría de impaciencia por regresar, y se lo contó todo a Pip durante el trayecto a casa. Como es natural, Pip quedó impresionada, no solamente por el centro, sino también por el hecho de que su madre hubiera ido a ofrecer sus servicios como voluntaria.

Cuando Matt llamó aquella tarde, se lo contó todo mientras Ophélie se duchaba arriba. Se sentía mugrienta después de trabajar todo el día en el centro, y también muerta de hambre cuando bajó con el cabello envuelto en una toalla. Ni siquiera había parado para almorzar. Pip seguía hablando con Matt.

– Matt te manda saludos -dijo la niña antes de seguir hablando con su amigo.

Ophélie se estaba preparando un bocadillo; su apetito había aumentado de forma considerable en las últimas semanas.

– Igualmente -dijo antes de dar un bocado.

– Dice que eres genial por hacer lo que haces -transmitió Pip.

Acto seguido pasó a hablar a Matt del proyecto de escultura que habían empezado en clase de arte y de que se había ofrecido voluntaria para colaborar en el anuario del colegio. Le encantaba hablar con él, aunque no era lo mismo que estar sentada a su lado en la playa. Pero sobre todo no quería perder el contacto, ni él tampoco. Por fin pasó el teléfono a su madre.

– Por lo visto andas ocupada en cosas muy interesantes -alabó Matt-. ¿Qué tal te va?

– Pues es aterrador, emocionante, maravilloso, maloliente, conmovedor y triste. Me encanta. La gente que trabaja allí es estupenda, y los que vienen a pedir ayuda son muy amables.

– Eres una mujer increíble; estoy impresionado -declaró Matt con sinceridad, pues lo pensaba desde el día en que la conoció.

– Pues no tienes por qué. Lo único que he hecho es archivar documentos y poner cara de tonta. No tengo ni idea de nada ni de si querrán que me quede.

Les había prometido acudir tres días de prueba, de modo que le quedaban dos. Pero de momento estaba encantada.

– Seguro que querrán que te quedes. No hagas nada peligroso ni arriesgado, ¿vale? No puedes permitírtelo, por Pip.

– Lo sé, te lo aseguro.

El hecho de que Louise Anderson se hubiera referido a ella como madre sola se lo había hecho comprender de forma dolorosa, aunque muy clara.

– ¿Qué tal la playa?

– Muerta sin vosotras -repuso Matt en tono afligido.

En los dos días posteriores a su marcha había hecho un tiempo magnífico, caluroso, soleado y con radiante cielo azul. Septiembre era uno de los meses más cálidos en la costa, y Ophélie lamentaba no estar allí, al igual que Pip.

– Estaba pensando en ir a veros el fin de semana si os va bien, a menos que prefiráis venir vosotras.

– Me parece que Pip tiene entrenamiento de fútbol el sábado por la mañana… Quizá podríamos ir el domingo…

– ¿Y si voy yo? Si te parece bien, claro. No quisiera hacerme pesado.

– No te haces pesado. Pip estará encantada, y a mí también me gustaría verte -aseguró Ophélie con entusiasmo.

Estaba de un humor excelente pese al día agotador que había pasado. Trabajar en el centro la había llenado de energía.

– Os llevaré a cenar. Pregunta a Pip adónde quiere ir. Me muero de ganas de que me cuentes todo lo de tu nuevo trabajo.

– No creo que vaya a ser nada del otro jueves. Tienen que formarme durante una semana, y a partir de entonces supongo que seré una especie de comodín para quien me necesite, sobre todo para pasar visitas y llamadas. Pero menos da una piedra.

Era mejor que quedarse sentada en la habitación de Chad, llorando a moco tendido, y Matt también lo sabía.

– Llegaré el sábado sobre las cinco. Hasta entonces.

– Gracias otra vez, Matt -dijo Ophélie antes de pasarle el teléfono a Pip para que pudiera despedirse.

Acto seguido fue arriba para leer la documentación que le habían dado en el centro. Artículos, estudios, datos sobre indigencia y el centro… Era fascinante y sobrecogedor a un tiempo. Tumbada sobre la cama en su bata de cachemira rosa, con las sábanas limpias bajo el cuerpo, no pudo por menos de decirse que eran muy afortunadas. Poseían una casa espaciosa, cómoda y bella, llena de las antigüedades que Ted había insistido en comprar. Las habitaciones eran soleadas y de colores vivos. El dormitorio principal estaba decorado con chintz amarillo y estampado de flores, mientras que las paredes y tapizados del cuarto de Pip eran de seda rosa pálido, un sueño para cualquier niña. El de Chad era el típico de un adolescente, a cuadros en diversos tonos azules. El cuero marrón predominaba en el estudio de Ted, en el que ya nunca entraba, y la salita adyacente al dormitorio aparecía empapelada en azul celeste y seda amarilla con aguas. En la planta baja se abría un amplio y acogedor salón lleno de antigüedades inglesas, con una chimenea enorme y un despachito contiguo. La cocina disponía de los últimos avances, al menos así era cuando reformaron la casa cinco años antes. En el sótano había una enorme sala de juegos con una mesa de billar y otra de ping-pong, videojuegos y una habitación de servicio que nunca habían utilizado. La parte posterior de la casa daba a un pequeño y hermoso jardín, mientras que la fachada principal era de piedra noble, la puerta principal flanqueada por sendos árboles bien podados en sus macetones, y la finca estaba rematada por un seto muy cuidado. Era la casa de los sueños de Ted, no de los de ella, pero sin lugar a dudas era preciosa y se encontraba a años luz de la penuria de las personas que acudían al centro Wexler o incluso de quienes trabajaban allí. Mientras Ophélie estaba absorta en sus pensamientos, con la mirada perdida en el vacío, Pip apareció en el umbral y se la quedó mirando.

– ¿Estás bien, mamá?

En los ojos de su madre se pintaba la misma expresión vidriosa que había mostrado durante todo el año anterior, y Pip se inquietó.

– Sí, sí. Estaba pensando en la suerte que tenemos. Muchas personas viven en la calle y nunca duermen en una cama, no tienen baño, no se pueden duchar, pasan hambre, nadie los quiere y no tienen dónde ir. Cuesta imaginarlo, Pip. Están a pocos kilómetros de aquí, pero es como si vivieran en el Tercer Mundo.

– Es realmente triste, mamá -musitó Pip con los ojos muy abiertos.

Sin embargo, experimentó un gran alivio al saber que su madre estaba bien. Vivía con el miedo constante de que volviera a sumirse en las tenebrosas profundidades de la desesperación.

– Sí lo es, cariño.

Aquella noche, Ophélie preparó la cena para las dos. Hizo chuletas de cordero, que le quedaron un poco quemadas, y cada una comió una. Nunca comían mucho, pero Ophélie se dijo que tenía que hacer un esfuerzo para mejorar su dieta. Preparó también una ensalada y calentó una lata de zanahorias, que a Pip le parecieron repugnantes; prefería el maíz.

– Lo tendré en cuenta -prometió su madre con una sonrisa.

Más tarde, sin preguntar siquiera, Pip se acostó en la cama de Ophélie. A la mañana siguiente, en cuanto sonó el despertador, las dos se levantaron a toda prisa, se ducharon, se vistieron y desayunaron. Emocionada y nerviosa, Ophélie dejó a Pip en la escuela y se dirigió hacia el centro Wexler. Era exactamente lo que quería y necesitaba. Por primera vez en muchos años, tenía una meta en la vida.

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