Capítulo 18

El día del aniversario amaneció hermoso y soleado. El sol bañaba el dormitorio de Ophélie cuando ella y Pip despertaron en su cama. La niña había pasado allí casi todas las noches desde principios de septiembre. Su presencia proporcionaba gran consuelo a Ophélie y aún estaba agradecida a Matt por la sugerencia. Pero ese día, ambas se levantaron en silencio.

De inmediato, tanto Ophélie como Pip recordaron el día del funeral, igual de soleado que aquel y un tormento para todos. Asistieron todos los colegas y colaboradores de Ted, sus amigos comunes, todos los amigos de Chad y toda su clase. Por fortuna, Ophélie apenas recordaba nada, pues había estado demasiado aturdida. Lo único que recordaba era el mar de flores y la mano de Pip aferrada dolorosamente a la suya. De repente, como un coro bajado del cielo, el «Ave María», que nunca había sonado tan hermoso y fascinante como aquel día. Era un recuerdo que jamás lograría desterrar de su mente.

Fueron juntas a misa y se sentaron en silencio una junto a la otra. A petición de Ophélie, el sacerdote leyó los nombres de Ted y Chad en el apartado de intenciones especiales. Al escucharlos, los ojos de Ophélie se inundaron de lágrimas, y de nuevo se cogieron de la mano. Al término del oficio regresaron a casa tras dar las gracias al sacerdote. Cada una puso una vela, Ophélie para Ted y Pip para Chad. En la casa, el silencio era tan denso que se podía cortar, y a ambas les recordó el día del funeral. Ninguna de las dos comió ni habló, y por la tarde, cuando sonó el timbre de la puerta, dieron un respingo. Eran flores enviadas por Matt, un pequeño ramillete para cada una. El gesto las conmovió profundamente. «Os llevo a las dos en el corazón», rezaba la sencilla tarjeta.

– Lo quiero -constató Pip tras leerla.

Las cosas eran tan sencillas a su edad, tanto más que para los adultos.

– Es un buen hombre y un buen amigo -convino Ophélie.

Pip asintió en silencio y se llevó las flores a su habitación. Incluso Mousse estaba callado y parecía percibir que sus amas no tenían un buen día. Andrea también les había enviado unas flores que habían llegado la noche anterior. No era religiosa, razón por la que no las había acompañado a la iglesia, pero sabían que estaría pensando en ellas, como Matt.

Al caer la noche, ambas estaban ansiosas por acostarse. Pip encendió el televisor en la habitación de su madre. Ophélie le pidió que lo apagara o fuera a mirar la tele a otra parte. Pip no quería estar sola, de modo que permaneció en el dormitorio silencioso con ella, y fue un alivio dormirse abrazadas. Aunque Ophélie no se lo había dicho, Pip sabía que su madre había pasado varias horas de ese día llorando en el cuarto de Chad. Había sido un día espantoso para ambas en todos los sentidos. El aniversario no reportaba beneficio alguno, ninguna bendición, ninguna compensación por lo que habían sufrido. Era un día, como casi todos los del último año, cargado de pérdida.

A la mañana siguiente, cuando sonó el teléfono, las dos estaban sentadas a la mesa de la cocina. Ophélie leía el periódico mientras Pip jugaba con el perro. Era Matt.

– No me atrevo a preguntar cómo fue -empezó con cautela tras saludar a Ophélie.

– Más vale. Fue tan horrible como esperaba, pero al menos ya ha pasado. Muchísimas gracias por las flores.

Le resultaba difícil explicar, incluso a sí misma, por qué los aniversarios poseían tanto significado para ella. No existía razón alguna por la que tuvieran que ser peores que cualquier otro día, pero así era. Se trataba de la conmemoración del peor día de sus vidas, sin ningún beneficio en absoluto, el aniversario del peor día que jamás habían pasado, poblado de recuerdos de un momento espeluznante. Matt se mostró infinitamente compasivo, pero no tenía ningún consejo que darle, puesto que no había pasado por lo mismo. Sus desgracias habían sobrevenido a lo largo del tiempo hasta hacerse evidentes, no en un solo instante como las de ellas.

– Me pareció más prudente no llamaros ayer -comentó Matt.

– Mejor -repuso ella, sincera.

Ninguna de las dos había querido hablar con nadie, aunque tal vez a Pip sí le habría gustado hablar con su amigo, comprendió entonces Ophélie.

– Tus flores son preciosas. Nos pareció un gesto muy bonito.

– Quería preguntarte si os apetece venir hoy. Puede que os siente bien. ¿Qué te parece?

A decir verdad, Ophélie no quería ir, pero creía que Pip quizá sí querría si le brindaban la ocasión, y se habría sentido culpable al rechazar la invitación sin más.

– Hoy no soy buena compañía -advirtió.

Aún se sentía agotada por las emociones del día anterior, sobre todo por las horas que había pasado sollozando sobre la cama de Chad, ahogando el ruido de su llanto en la almohada, que todavía olía un poco a él. Nunca había lavado las sábanas ni la funda de la almohada, y sabía que nunca lo haría.

– Pero no puedo hablar en nombre de Pip. Quizá le haría ilusión verte. ¿Qué te parece si hablo con ella y después te llamo?

Pero Pip ya agitaba los brazos frenética cuando su madre colgó.

– ¡Quiero ir, quiero ir! -exclamó, reanimada al instante.

Ophélie no tuvo valor para desilusionarla pese a que no estaba de humor para ir a ninguna parte. En cualquier caso, era un viaje corto, de apenas media hora, y si las cosas se ponían feas sabía que podían regresar a casa al cabo de un par de horas y que Matt lo comprendería.

– ¿Podemos ir, mamá? ¡Por favor!

– De acuerdo -accedió Ophélie-. Pero no quiero quedarme mucho rato, estoy cansada.

Pip sabía que estaba más que cansada, pero esperaba que una vez en casa de Matt, su madre se rehiciera. Sabía que le gustaba hablar con Matt y tenía la sensación de que le sentaría bien caminar por la orilla del mar.

Ophélie anunció a Matt que llegarían hacia mediodía, y él reaccionó complacido. Ophélie se ofreció a llevar el almuerzo, pero Matt repuso que no se preocupara, que prepararía una tortilla, y que, si a Pip no le gustaba, el día anterior había comprado mantequilla de cacahuete y mermelada para ella. Sonaba estupendo.

Las estaba esperando cuando llegaron, sentado en una vieja butaca de jardín en la terraza, disfrutando del sol y encantado de verlas. Pip se arrojó a sus brazos, y Ophélie lo besó en ambas mejillas, como había tomado por costumbre. No obstante, Matt advirtió al instante lo afligida que estaba. Daba la impresión de cargar una enorme roca en el corazón, lo cual era cierto. La hizo sentar en la butaca y la cubrió con una vieja manta a cuadros, insistiendo en que descansara un rato mientras él y Pip preparaban tortillas de champiñones y picaban hierbas. Cuando Matt envió a la niña a buscar a su madre mientras él ponía la mesa, Ophélie se había relajado un tanto y sentía como si el bloque que aplastaba su corazón empezara a derretirse al sol. Durante el almuerzo estuvo muy callada, pero, para cuando Matt sirvió las fresas con nata, ya estaba sonriendo, y Pip experimentó un inmenso alivio. Al poco, Ophélie salió a buscar algo al coche, y mientras Matt preparaba té, Pip se acercó a él.

– Tiene mejor aspecto, ¿no crees? -susurró con expresión preocupada.

– Se pondrá bien, ya verás -aseguró Matt, conmovido por su inquietud-. Ayer fue un día difícil para ella y también para ti. Dentro de un rato iremos a dar un paseo por la playa; verás qué bien le sienta.

Pip le dio una palmadita en la mano sin decir nada. En aquel momento volvió su madre; había ido a buscar un artículo sobre el centro Wexler que quería mostrar a Matt y que explicaba con gran claridad todas las actividades del centro.

Matt lo leyó de cabo a rabo antes de mirar a Ophélie con renovado respeto.

– Parece un lugar extraordinario. ¿Qué haces allí exactamente?

Ophélie ya le había hablado del tema, pero siempre en términos intencionadamente vagos.

– Trabaja en la calle con el equipo de asistencia nocturna -intervino Pip al instante.

Matt se las quedó mirando, atónito. No era lo que Ophélie habría dicho, pero era demasiado tarde para dar marcha atrás.

– ¿En serio? -farfulló Matt, mirándola de hito en hito.

Ophélie asintió, procurando parecer indiferente, pero lanzó una mirada furiosa a Pip, que enseguida comprendió que había metido la pata y fingía jugar con el perro. Pip no solía meter la pata y se sentía avergonzada, además de preocupada por la reacción de su madre.

– El artículo dice que pasan las noches en las calles, atendiendo a las personas incapaces o demasiado desorientadas para acudir al centro, y que cubren los barrios más peligrosos de la ciudad. Es una locura, Ophélie. No puedes hacerlo.

Parecía horrorizado además de preocupado. A su modo de ver, era una noticia pésima.

– No es tan peligroso como parece -murmuró Ophélie, por una vez deseosa de estrangular a Pip.

Sin embargo, reconocía que no era culpa de la niña. La reacción de Matt le parecía natural; también ella era consciente de los riesgos que entrañaba aquel trabajo, y de hecho, aquella misma semana habían vivido una situación peligrosa cuando un drogadicto se les había acercado blandiendo un arma. Por fortuna, Bob había logrado tranquilizarlo y convencerlo de que guardara el arma. No tenían derecho a quitársela, de modo que no lo habían hecho, pero el incidente le recordó de nuevo los peligros a los que se enfrentaban cada vez que salían. No podía contar a Matt que no ocurría nada cuando ambos sabían que no era cierto.

– Los miembros del equipo son muy buenos y están entrenados. Dos de ellos son antiguos policías además de expertos en artes marciales, y el tercero perteneció a los cuerpos especiales de la Marina.

– Me da igual -insistió él sin ambages-. No pueden garantizar tu seguridad, Ophélie. Las cosas pueden torcerse en un abrir y cerrar de ojos en la calle y, si has estado allí, también tú lo sabes. No puedes permitirte correr ese riesgo -le recordó, mirando de soslayo a Pip.

Para cambiar de tercio, Ophélie propuso dar un paseo por la playa.

Matt aún parecía trastornado cuando salieron. Pip se adelantó corriendo con Mousse, mientras su madre y Matt los seguían más despacio. Él no tardó en sacar de nuevo el tema.

– No puedes hacerlo -persistió con firmeza-. No tengo derecho a decirte qué puedes o no puedes hacer, pero ojalá pudiera. Es como una especie de pulsión de muerte, un impulso suicida subliminal o algo así. No puedes correr semejante riesgo como única progenitora de Pip. Pero aun dejándola a ella de lado, ¿por qué correr un riesgo así? Aun cuando no te maten, te puede pasar de todo ahí fuera, Ophélie. Te suplico que lo reconsideres -imploró con expresión sombría.

– Te lo prometo, Matt. Sé que puede ser peligroso -aseguró con calma en un intento de tranquilizarlo-, pero muchas otras cosas también lo son, como navegar, por ejemplo, si te paras a pensarlo. Puedes tener un accidente cuando sales solo. De verdad que me siento muy cómoda haciendo esto. Las personas con las que trabajo son excelentes; ya ni siquiera percibo los riesgos.

Era casi cierto. Estaba tan ocupada entrando y saliendo de la furgoneta con Bob y los demás que apenas pensaba en los potenciales peligros que encerraban las largas noches. Sin embargo, se dio cuenta de que sus palabras no convencían a Matt. Estaba frenético.

– Estás loca -masculló con el ceño fruncido-. Si estuvieras emparentada conmigo, te ingresaría en algún sitio o te encerraría en tu habitación. Pero no lo estás, por desgracia. ¿Y de qué va esa gente? ¿Cómo pueden permitir que una mujer sin entrenamiento específico salga a la calle con ellos? ¿Acaso no tienen ningún sentido de la responsabilidad para con las personas cuyas vidas arriesgan? -casi gritó mientras caminaban.

Pip saltaba ante ellos, encantada de volver a estar en la playa, al igual que Mousse, que correteaba y perseguía pájaros y se lanzaba a la carrera con palos entre los dientes. Pero, por una vez, Matt no prestaba atención alguna a la niña ni al perro.

– Están tan locos como tú, por el amor de Dios -exclamó, furioso con la gente del centro.

– Matt, soy adulta y tengo derecho a tomar mis propias decisiones, incluso a correr riesgos. Si llego a la conclusión de que es demasiado peligroso, lo dejaré.

– Para entonces ya estarás muerta. ¿Cómo puedes ser tan irresponsable? Para cuando llegues a la conclusión de que es demasiado peligroso, será demasiado tarde. No puedo creer que seas tan ingenua.

Por lo que a él respectaba, Ophélie había perdido el juicio. Reconocía que su actitud era admirable, pero aun así le parecía una locura, sobre todo por Pip y en vista de sus responsabilidades hacia ella.

– Si me sucede algo -intentó bromear Ophélie para relajar el ambiente-, tendrás que casarte con Andrea y cuidar con ella de Pip. También sería genial para el bebé.

– No me parece gracioso -espetó Matt en tono casi tan severo como Ted.

Era impropio de Matt, siempre tan relajado y amable. Pero estaba muy preocupado por ella y se sentía impotente para hacerla cambiar de opinión.

– No pienso desistir -advirtió cuando regresaban a su casa-. Pienso perseguirte hasta que abandones esta locura. Puedes seguir trabajando en el centro y hacer lo que quieras durante el día, pero el programa de asistencia es para vaqueros y chalados, para personas que no tienen a nadie a su cargo.

– Mi compañero de furgoneta es un viudo con tres hijos -explicó Ophélie en voz baja, asida del brazo de Matt mientras caminaban.

– Pues también debe de tener ganas de morir. Puede que, si mi mujer hubiera muerto y tuviera tres hijos pequeños que criar, también a mí me entraran ganas de morirme. Lo único que sé es que no puedo permitir que sigas haciendo esto. Si buscas mi aprobación, ya puedes ir quitándotelo de la cabeza; no te la doy. Y si lo que pretendes es matarme de un disgusto, vas por buen camino. Me moriré de preocupación por ti y por Pip cada vez que sepa que estás en la calle.

Estuvo a punto de añadir que también se preocuparía por sí mismo, pero decidió callar.

– Pip no debería habértelo dicho -señaló Ophélie sin perder la calma.

Matt sacudió la cabeza, exasperado.

– Pues me alegro mucho de que me lo haya dicho, porque de lo contrario no me habría enterado nunca. Alguien tiene que hacerte recuperar la cordura, Ophélie. Prométeme que recapacitarás.

– Te lo prometo, pero también te juro que no es tan horrible como parece. Si me siento incómoda, lo dejaré, pero la verdad es que cada vez me siento más cómoda. Los del equipo son muy responsables.

Pero lo que no le contó fue que el grupo era reducido, que a menudo se separaban y que, si alguien disparaba contra uno de ellos o se abalanzaba sobre alguien con un cuchillo o una pistola, era muy improbable que los demás pudieran acudir con suficiente rapidez para salvarlo, sobre todo porque no iban armados. Sencillamente, había que ser inteligente, rápido y mantener los ojos bien abiertos, lo que todos ellos hacían. Pero, por encima de todo, lo más importante era confiar en su propio instinto, en la bondad de los indigentes a los que atendían y en la gracia de Dios. A ninguno de ellos le cabía la menor duda de que podía suceder algo malo en cualquier momento, y Matt era más que consciente de ello.

– Esta conversación no acaba aquí, Ophélie, te lo aseguro -la amenazó cuando se acercaban a la casa.

– No ha sido algo premeditado, Matt -aseguró Ophélie a modo de explicación-. Una noche me llevaron con ellos, y fue amor a primera vista. Quizá un día deberías acompañarnos y verlo por ti mismo -lo invitó.

– No soy tan valiente como tú -replicó él con expresión horrorizada-, ni estoy tan loco. Me moriría de miedo.

Ophélie se echó a reír. No sabía por qué, pero se sentía bien ahí fuera y ya no pasaba miedo, ni siquiera cuando el drogadicto había sacado el arma, aunque no se lo contó a Matt; sin duda la habría hecho encerrar, tal como había amenazado. Desde luego, ninguna de sus explicaciones lo habían tranquilizado en lo más mínimo.

– No da tanto miedo como crees. En la mayoría de los casos ves situaciones tan tristes que te dan ganas de echarte a llorar. Te parte el corazón, Matt.

– Pues a mí lo que me preocupa es que alguien te meta un balazo en la cabeza.

Lo dijo con brusquedad, pero sus palabras expresaban cuanto sentía. Hacía mucho tiempo que nada lo trastornaba de aquel modo, tal vez desde que Sally le comunicara un día que se iba a Auckland con los niños. De repente estaba convencido de que su nueva amiga moriría, y no quería que eso les sucediera a ella, a Pip ni a él mismo. Hacía tiempo que no se jugaba tanto; las apreciaba mucho a ambas y también él corría un riesgo, un riesgo emocional.

Al llegar a la casa añadió un tronco al fuego. Ophélie lo había ayudado a fregar los platos de la comida antes de salir, y Matt se quedó contemplando las llamas durante largo rato antes de volverse hacia ella.

– No sé qué tendré que hacer para que dejes esta locura, Ophélie, pero te aseguro que no desistiré hasta convencerte de que es una idea espantosa.

No quería asustar a Pip, de modo que dejó de hablar del asunto, pero se mostró preocupado el resto de la tarde. Quedaron para cenar la semana siguiente a fin de celebrar el cumpleaños de Pip.

– Siento haberle hablado de los indigentes, mamá -se disculpó Pip con evidentes remordimientos cuando se alejaron de la casa.

Ophélie la miró con una sonrisa compungida.

– No pasa nada, cariño. Supongo que no es bueno tener secretos.

– ¿Es tan peligroso como dice Matt? -preguntó la niña, inquieta.

– La verdad es que no -intentó tranquilizarla Ophélie.

En realidad, no era ninguna mentira, ya que se sentía a salvo con el equipo.

– Tenemos que andar con cuidado, pero si lo hacemos no pasa nada. A nadie le ha pasado nunca nada, y quieren que siga siendo así, y yo también.

Sus palabras apaciguaron a Pip.

– Deberías decírselo a Matt -señaló tras observar unos instantes a su madre-. Creo que está muy preocupado por ti.

– Nos aprecia mucho.

Pero lo cierto era que había muchas cosas peligrosas en la vida; nada estaba por completo exento de peligro.

– Quiero a Matt -declaró Pip.

Era la segunda vez que lo decía en dos días, y Ophélie guardó silencio durante el resto del trayecto. Hacía mucho tiempo que nadie se mostraba protector con ella, ni siquiera Ted. De hecho, su marido apenas le había prestado atención los últimos años; estaba demasiado absorto en sus asuntos para preocuparse por ella, además de que no había motivo. La persona por la que Ophélie siempre se había preocupado, sobre todo después de los intentos de suicidio, era Chad, y Ted tampoco se ocupaba de él. Por regla general, solo se ocupaba de sí mismo, pero aun así Ophélie lo amaba.

Aquella noche, Pip llamó a Matt para darle las gracias por el agradable día en la playa y, al cabo de unos minutos, él le pidió que le pasara a su madre. Ophélie casi temía coger el teléfono, pero lo hizo.

– He estado pensando en lo que hemos hablado y he decidido que estoy enfadado contigo -espetó Matt con fiereza-. Es lo más irresponsable que he visto en mi vida para una mujer en tu situación y creo que deberías ir al psicólogo o volver a la terapia de grupo.

– Fue el director del grupo quien me recomendó ir al centro -le recordó Ophélie.

Matt resopló.

– Estoy seguro de que no se imaginaba que acabarías con el equipo de asistencia, sino que te dedicarías a servir cafés, enrollar vendas o lo que sea que hagan allí.

Sabía muy bien lo que hacían; había leído el artículo, pero a todas luces estaba muy alterado.

– Te prometo que no me pasará nada.

– No puedes prometer una cosa así, ni siquiera a ti misma, ni por supuesto a Pip. No puedes prever ni controlar lo que sucede ahí fuera.

– No, pero mañana podría atropellarme un autobús o esta noche podría quedarme fulminada en la cama por un ataque al corazón. No se puede controlar todo en la vida, Matt, lo sabes tan bien como yo.

Ophélie había adoptado una actitud mucho más filosófica ante la vida y la muerte tras la pérdida de Ted y Chad. Morir ya no se le antojaba algo tan aterrador; sabía que la muerte era lo único que escapaba a todo control.

– Eso es mucho menos probable y lo sabes -insistió Matt, exasperado.

Tras unos minutos colgaron. Ophélie no tenía intención de dejar el equipo, y Matt lo sabía. Lo que no sabía era qué hacer al respecto, pero pasó la semana entera pensando en el asunto y volvió a sacar el tema a colación después de la cena de cumpleaños de Pip, en cuanto la niña se acostó.

Las había llevado a un pequeño restaurante italiano que a Pip le encantó. Los camareros le habían cantado «Cumpleaños feliz» con retumbantes voces de barítono, y Matt le había regalado los utensilios de pintura que tanta ilusión le hacían, así como una sudadera con las palabras «Eres mi mejor amiga» pintadas por él en la pechera. Estaba encantada; había sido una velada encantadora y, como siempre, Ophélie le estaba muy agradecida, pero también sabía lo que se avecinaba. Se lo veía en la cara, y él sabía que ella lo veía. Empezaban a conocerse bien.

– Ya sabes lo que voy a decir, ¿verdad? -empezó con aire serio.

Ophélie asintió, casi lamentando que Pip se hubiera acostado.

– Lo sospecho -repuso con una sonrisa.

La conmovía que Matt las apreciara tanto. También ella lo apreciaba, y cada vez que lo veía se daba cuenta de que el vínculo se estrechaba. Consideraba que formaba parte de su vida y la de Pip, fuera en el formato que fuese.

– ¿Has vuelto a pensar en el tema? De verdad creo que deberías dejar el equipo -dijo, mirándola a los ojos.

– Ya lo sé. Pip dice que te explique que nunca le ha pasado nada a nadie del equipo. Son cuidadosos e inteligentes, y saben muy bien lo que se hacen. No son unos locos, Matt, ni yo tampoco. ¿Te tranquiliza que te lo diga?

– No, lo único que significa es que hasta ahora han tenido suerte, pero que podría pasar en cualquier momento. Y lo sabes tan bien como yo.

– Quizá debamos tener un poco de fe. Puede que te suene absurdo, pero no creo que Dios permita que me suceda nada malo mientras me dedico a una labor tan noble.

– ¿Y si está ocupado en otra parte una noche que te metas en algún aprieto? El mundo está lleno de hambrunas e inundaciones, no solo existes tú.

Ophélie no pudo contener la risa al oír aquello y por fin consiguió arrancar una sonrisa a Matt.

– Me vas a volver loco. Nunca he conocido a una persona tan obstinada como tú… ni tan valiente -añadió en un murmullo-, ni tan buena… ni tan loca, por desgracia. No quiero que te pase nada malo -dijo casi con tristeza-. Tú y Pip significáis mucho para mí.

– Y tú para nosotras. Le has regalado a Pip un cumpleaños maravilloso -aseguró Ophélie con gratitud.

El año anterior, su cumpleaños había sido horripilante, tan solo una semana después de la muerte de su padre y su hermano, pero este había sido divertido y muy agradable gracias a él. El fin de semana que viene, Pip invitaría a dormir a sus amigas de la escuela, lo cual también le hacía mucha ilusión, pero la cena con Matt y sus regalos habían sido el punto álgido de la celebración para ella y para Ophélie. Tan solo lamentaba que el equipo de asistencia y su participación en él se hubieran convertido en un punto de conflicto entre ellos. Ophélie no tenía intención de dejarlo, y Matt lo sabía, aunque estaba resuelto a seguir razonando con ella y presionarla para que abandonara.

Por fin empezaron a hablar de otros temas por primera vez en una semana, y ambos se relajaron sentados ante el fuego con sendas copas de vino. Resultaba tan fácil y cómodo estar en compañía de Matt. También él se sentía a gusto con ella. Al marcharse parecía algo más contento. No había abandonado la lucha contra su trabajo con los indigentes ni pensaba hacerlo, pero también era consciente de que solo ejercía una influencia limitada sobre ella. En cualquier caso, hacía cuanto estaba en su mano dadas las limitaciones de su presencia en la vida de Ophélie.

Mientras subía la escalera a oscuras y llegaba a su habitación, donde encontró a Pip durmiendo en su cama, como de costumbre, Ophélie pensó en él. Era un buen hombre, un buen amigo, y tenía suerte de que alguien se preocupara tanto por ellas. Había sido una velada estupenda, más de lo que ella habría deseado en algunos aspectos. A veces la inquietaba la posibilidad de apegarse demasiado a él, pero desterró aquella idea de su mente. La situación parecía bajo control; Matt era su amigo, nada más.

Matt condujo de regreso a Safe Harbour con una sonrisa en los labios. Estaba un poco asombrado por lo que había hecho antes de irse de casa de Ophélie, pero era por una buena causa. La idea se le había ocurrido en un momento de la velada, al ver una fotografía sobre la mesa del salón. Esperó a que Ophélie subiera a ver a Pip para actuar. Mientras se dirigía a su casa, pensando en la cena y en la expresión de Pip cuando los camareros le dedicaban su canción, en el asiento del acompañante, Chad le sonrió desde una fotografía encuadrada en un marco de plata.

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