Capítulo 23

El martes siguiente a su cumpleaños, mientras trabajaba con el equipo, Bob le advirtió que estaba siendo descuidada mientras examinaban lo que denominaban las «cunas», es decir, las cajas y demás estructuras donde dormían los indigentes. Se acercaban a ellas, verificaban si sus ocupantes estaban despiertos y les preguntaban qué necesitaban, pero debían estar atentos para no toparse con sorpresas. Ophélie tenía la mirada perdida y en más de una ocasión había vuelto la espalda a grupos de hombres jóvenes que se les acercaban. Los habitantes de la calle sentían curiosidad por el equipo, por saber de dónde venían y qué hacían, pero andar con cuidado era crucial para los cuatro. Las reglas de la jungla regían en todo momento, por muy amable que se mostrara la gente. En general, los indigentes a los que veían eran amables y pacíficos, y agradecían cuanto les daban. No obstante, entre ellos anidaban los rebeldes, los problemáticos, los depredadores que se adueñaban de lo poco que tenían los demás. Resultaba doloroso saber que de todo lo que distribuía el equipo, una tercera parte o incluso la mitad iría a parar a manos de ladrones. Era un mundo en el que el código de honor era la supervivencia y poco más. Ophélie lo sabía tan bien como los demás. Lo único que podían hacer para ayudarlos era intentarlo y esperar que su aportación marcara cierta diferencia.

– ¡Eh, Opie! Ve con cuidado, chica. ¿Qué te pasa? -le preguntó Bob con preocupación cuando volvían a la furgoneta después de la segunda parada.

Quería advertirla para que nadie resultara herido. La seguridad del equipo dependía de cada uno de ellos, y si bien a veces se relajaban, bromeaban unos con otros, incluso con las personas a las que atendían, no podían bajar la guardia en ningún momento. Debían anticipar lo peor a fin de evitar que les sucediera. Circulaban las inevitables historias de policías, voluntarios y trabajadores sociales muertos en las calles, casi siempre por hacer cosas que no debían, como salir solos. Pese a saber que no debían hacerlo, siempre existía la tentación de creer que eran intocables. Pero la integridad de todos dependía de estar ojo avizor en todo momento.

– Lo siento, la próxima vez tendré más cuidado -prometió Ophélie en tono de disculpa y se concentró con más diligencia en el trabajo.

Había estado pensando en Matt.

– No te despistes. ¿Qué te pasa? Pareces enamorada.

Conocía los síntomas, porque él lo estaba. Su relación con la mejor amiga de su difunta esposa iba viento en popa. Ophélie lo miró con una sonrisa mientras subía a la furgoneta. Tenía razón; llevaba todo el día distraída, pensando en Matt. El beso la había encantado y alterado a un tiempo. Era lo que quería en muchos sentidos, pero, en otros, lo que menos deseaba en el mundo. Vulnerabilidad, franqueza, amor, dolor. Era todo lo que la había hundido al morir Ted y, más tarde, al encontrar la carta de Andrea. Por un momento estuvo convencida de que no se recuperaría jamás. Ahora se sentía sobre todo entumecida mientras intentaba comprender sus sentimientos sobre Ted, sobre Andrea, sobre sí misma y ahora también sobre Matt. Tenía mucho que asimilar, pero al mismo tiempo resultaba tentador dejarse caer en sus brazos y en su vida.

– No lo sé, puede… -repuso con sinceridad mientras se dirigían a Hunters Point.

Era muy tarde, la hora por lo general más segura en aquella zona, porque por entonces muchos de los indigentes problemáticos ya se habían acostado y el barrio estaba en calma.

– Menuda noticia -exclamó Bob, interesado.

Había llegado a respetarla y apreciarla mucho en los tres meses que llevaban trabajando juntos. Era inteligente, sincera, sólida y auténtica, carente de artificio y arrogancia. Poseía una seriedad y una sencillez que habían conquistado su corazón.

– Espero que sea un buen tipo. Te lo mereces -sentenció.

– Gracias, Bob -repuso ella con una sonrisa.

No parecía muy dispuesta a hablar de ello, de modo que Bob no insistió. Los unía una amistad relajada y comprendían bien el ritmo del otro. A veces hablaban de cosas serias, a veces no. Eran como dos compañeros policías, compatibles, que se respetaban y confiaban en el otro a ciegas porque les iba la vida en ello. Ophélie prestó más atención y tuvo más cuidado cuando hicieron la siguiente parada y también el resto de la noche.

Pero mientras conducía hacia casa se dio cuenta de que estaba preocupada por Matt, por ella, por la puerta que se había abierto entre ellos. Por encima de todo, no quería poner en peligro su amistad, y eso podía suceder en caso de una relación amorosa que fracasara. No quería arriesgarse por él, por ella ni, sobre todo, por Pip. Si Matt y ella iniciaban una relación amorosa y fracasaban, todo podía irse al garete, y era lo último que deseaba.

Incluso Pip reparó en que estaba muy callada y pensativa a la mañana siguiente, de camino a la escuela.

– ¿Pasa algo, mamá? -preguntó mientras encendía la radio.

Ophélie hizo una mueca al verse azotada por el volumen de la música; era una forma estruendosa de empezar el día. A decir verdad, en los últimos tiempos Pip se inquietaba menos por los estados de ánimo de su madre. Por lo visto, parecía recuperarse con mayor rapidez de los días malos. Aún no sabía qué había sucedido el día de Acción de Gracias, solo que guardaba relación con Andrea. Su madre le había anunciado que no volverían a verla. Pip quedó petrificada, pero Ophélie se negó a contestar a sus preguntas. Y cuando la niña le preguntó si no volverían a verla nunca, su madre se limitó a confirmarlo.

– No, no pasa nada -repuso sin gran convicción.

Tuvo que esforzarse mucho para trabajar concentrada en el centro. Incluso Miriam se lo comentó, y Matt también se dio cuenta cuando la llamó.

– ¿Estás bien? -le preguntó, preocupado.

– Creo que sí -repuso ella con sinceridad, lo cual no tranquilizó a Matt en absoluto; su incertidumbre resultaba inquietante.

– ¿Qué significa eso? ¿Tengo motivos para preocuparme en serio?

Ophélie esbozó una sonrisa.

– No. Creo que solo tengo un poco de miedo.

No sabía si se debía a su necesidad de tiempo, de adaptarse a la nueva situación o de algo más profundo.

– ¿De qué? -insistió Matt, deseoso de que se desahogara con él y convencido de que así se sentiría mejor.

Desde que la besara la noche de su cumpleaños, Matt estaba flotando. Era justo lo que deseaba, solo que hasta ese instante no lo había sabido. No obstante, sí era consciente desde hacía un tiempo de que sus sentimientos hacia ella se tornaban cada vez más profundos.

– ¿Cómo que de qué? Pues de ti, de mí, la vida, el destino, las cosas buenas, las cosas malas… las decepciones, las traiciones, que te mueras, que me muera yo… ¿Quieres que siga?

– No, no, ya vale, al menos de momento. El resto me lo cuentas cuando nos veamos. Podemos dedicar el día entero a completar la lista -propuso, lo que no le parecía tan descabellado.

Luego se puso serio. Lamentaba que tuviera miedo y quería transmitirle su sensación de seguridad.

– ¿Qué puedo hacer para tranquilizarte? -preguntó con dulzura, y ella suspiró.

– No sé si puedes hacer nada. Dame tiempo. Mis ilusiones respecto a mi matrimonio acaban de disiparse, y no sé si puedo asimilar nada más ahora mismo. Puede que no sea el momento adecuado.

El corazón de Matt dio un vuelco.

– ¿Estás dispuesta a dar a lo nuestro una oportunidad al menos? No tomes ninguna decisión todavía. Los dos tenemos derecho a ser felices. No descartemos esto antes de que empiece. ¿De acuerdo?

– Lo intentaré.

Era cuanto podía prometerle. En lo más hondo de su ser, creía que a Matt le convenía otra persona, alguien menos complicado, que hubiera sufrido menos que ella. A veces se sentía tan dañada… Sin embargo, con él siempre se sentía en paz, entera y segura, lo cual significaba mucho.

Aquel fin de semana, Matt fue a la ciudad para cenar con ella y Pip, y el domingo las dos fueron a visitarlo a la playa. Robert había ido a pasar el día, y Matt estaba ansioso por que se conocieran. Ophélie quedó muy impresionada. Era un muchacho magnífico y, pese a los años que habían pasado separados, se parecía mucho a Matt. Como tan a menudo ocurre, la genética se había impuesto, y en este caso para bien. En un momento dado habló con gran franqueza de la perfidia de su madre, y a todas luces estaba consternado por ella. Sin embargo, parecía aceptarla e incluso quererla como era. Tenía un alma bondadosa, proclive al perdón, aunque comentó que Vanessa estaba furiosa con Sally y no le dirigía la palabra desde que sabía lo ocurrido.

Para cuando volvió a la ciudad con Pip, Ophélie se sentía mejor. Matt le había rodeado los hombros con el brazo en varias ocasiones y la había cogido de la mano mientras paseaban por la playa. Sin embargo, no la atosigó ni dejó entrever a Pip que había algo entre ellos. Quería conceder a Ophélie tiempo para adaptarse. Su relación pasada, presente y futura revestía gran importancia para él, y quería tratarla con mimo, darle todo el tiempo y espacio que necesitara para hacerle un hueco en su corazón.

El lunes por la noche, cuando estaba a punto de descolgar el teléfono para llamarla, el aparato sonó. Esperaba que fuera ella. El día antes la había visto contenta y relajada, al igual que por la noche, cuando la llamó. Quería decirle que la quería, pero no lo había hecho, pues deseaba decírselo en persona la primera vez, no por teléfono. Sin embargo, no era Ophélie quien llamaba, ni tampoco Pip. Era Sally desde Auckland, y Matt se aterrorizó al escuchar su voz. Sally estaba llorando, y Matt pensó de inmediato en su hija, aterrado por la posibilidad de que le hubiera ocurrido algo.

– ¿Sally?

Apenas alcanzaba a entenderla, pero, aun después de tantos años, reconoció su voz al instante.

– ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que sucede?

Las únicas palabras que distinguió fueron «desplomado… pista de tenis…», y de repente, con una sensación de alivio casi pecaminosa, comprendió que Sally hablaba de su marido, no de su hija menor.

– ¿Qué? No te entiendo. ¿Qué le ha pasado a Hamish?

¿Y por qué lo llamaba a él?

Sally profirió un sollozo desgarrador y a continuación escupió las palabras.

– Está muerto. Tuvo un infarto hace una hora en la pista de tenis. Intentaron reanimarlo, pero… se fue.

De nuevo empezó a sollozar mientras Matt escuchaba con la mirada perdida en el vacío, rememorando los últimos diez años de su vida. El día que Sally le anunció que lo dejaba y se iba a Auckland. El hecho de que se hubiera liado con su amigo y terminado el matrimonio por él… y luego el traslado a Auckland con sus hijos…

– Hamish y yo íbamos a casarnos, Matt.

El disparo directo al corazón… los viajes durante cuatro años para ver a sus hijos para que ella acabara apartándolo de ellos durante los últimos seis… Y ahora lo llamaba para contarle que Hamish había muerto. Ni siquiera sabía qué sentía por su antiguo amigo traidor… por ella… por sí mismo… No era capaz de pensar.

– ¿Estás ahí, Matt?

Sally hablaba sin parar entre sollozos, algo relativo al funeral, sus hijos, y si Matt creía que Robert debía volver a casa para el entierro, porque Hamish había sido tan bueno con él… y los hijos que había tenido con Hamish eran tan pequeños… Matt se sentía abrumado.

– Sí, estoy aquí. -De repente pensó en su hijo-. ¿Quieres que llame a Robert para decírselo? Si crees que será demasiado doloroso para él, puedo ir a Stanford.

Resultaba curioso cómo intercedía en ocasiones el destino. Un padre reaparecía en la vida de Robert justo antes de que otro desapareciera de ella. Muy peculiar.

– Ya le he llamado -repuso ella con sequedad, como siempre sin considerar el efecto que la noticia podía causar en Robert; muy típico de Sally.

– ¿Y cómo se lo ha tomado? -inquirió él, preocupado.

– No lo sé. Adoraba a Hamish.

– Voy a llamarlo -anunció Matt, ansioso por colgar el teléfono.

– ¿Quieres venir al funeral? -preguntó Sally sin detenerse a pensar en la distancia, el tiempo ni sus sentimientos.

Hamish lo había traicionado, había estado a punto de destrozarle la vida, eso sí, con ayuda de Sally.

– No -replicó.

– Puede que Vanessa y yo llevemos a los niños a Estados Unidos por Navidad -musitó ella en tono afligido-. No creo que debas venir a verla esta semana, a menos que quieras acompañarnos al funeral.

Matt tenía intención de tomar el avión el jueves para visitar a su hija después de seis largos, interminables y vacíos años sin ver a sus hijos. Sin embargo, a todas luces no era el mejor momento.

– Esperaré. Iré en cuanto las cosas se calmen, a menos que me la envíes aquí.

Dijo «enviar», no «traer», pues no le había hecho ni pizca de gracia la insinuación de que Sally acompañaría a su hija. No tenía ningunas ganas de volver a ver a su ex mujer.

– Ahora mismo tienes otras cosas en que pensar.

Un funeral que planificar, un marido al que enterrar, decisiones que tomar, otras vidas que destruir… Desde luego, no albergaba ningún sentimiento amistoso hacia ella desde que el regreso de Robert desenmascarara su traición. Sabía que jamás podría perdonarla por lo que había hecho.

– No quiero ni imaginar qué significará esto para nuestra empresa -exclamó Sally en tono quejumbroso.

Como siempre, solo pensaba en el trabajo; en este sentido, nada había cambiado.

– Es duro, lo sé -espetó él con una amargura que Sally no detectó-. Véndela, Sal, no pasa nada. Seguro que encuentras otras cosas que hacer. No sirve de nada aferrarse al pasado.

Eran casi las mismas palabras que ella le había dicho diez años antes, pero ya no las recordaba. Por insensibles que fueran sus comentarios, nunca los recordaba ni se responsabilizaba de ellos. Los sentimientos y el bienestar de los demás jamás aparecían en la pantalla de su radar.

– ¿Realmente crees que debo venderla? -preguntó con seriedad e interés, mientras que lo único que quería Matt era colgar y llamar a su hijo.

– No tengo ni idea. Tengo que dejarte. Siento lo de Hamish, dales de mi parte el pésame a sus hijos. Ya te avisaré cuando vaya a ver a Ness, y por favor, dile que la llamaré más tarde.

Dicho aquello colgó.

Llamó a Robert y lo localizó en su habitación de la residencia de Stanford. No estaba llorando, pero parecía triste y algo perdido.

– Lo siento, hijo, sé que lo querías. A mí también me caía bien.

Antes de que destruyera mi vida, añadió mentalmente Matt.

– Sé que fastidió tu matrimonio con mamá, pero siempre se portó muy bien con nosotros. Lo siento por mamá; por teléfono parecía destrozada.

Pero no lo suficiente para no comentar con Matt el futuro de su empresa. El engranaje de su cerebro siempre giraba en su beneficio; Sally siempre había sido así y, en un momento dado, Hamish le había convenido más. Tenía más dinero, más juguetes, más casas y más sentido del humor, de modo que dejó tirado a su marido para irse con él. Todavía le costaba asimilarlo y sabía que siempre le costaría. Había pagado un precio demasiado alto, todo lo que amaba, su esposa, sus hijos, la empresa… De hecho, la empresa importaba menos, pero lo demás era irreemplazable. Diez espantosos años de su vida.

– ¿Irás al funeral? -le preguntó Matt.

– Debería ir por mamá -observó Robert tras una vacilación-, pero tengo exámenes finales. He hablado con Nessie y dice que mamá estará bien aunque no vaya. Tiene un montón de gente a su alrededor.

Y otros siete hijos. Los cuatro de Hamish, Vanessa y los dos comunes. Era un séquito considerable, aunque sabía que Robert también era importante para ella.

– ¿A ti qué te parece, papá?

– La decisión es tuya, no puedo tomarla por ti. ¿Quieres que vaya a verte? -le preguntó, profundamente preocupado.

– No, gracias, papá. Estaré bien, solo que ha sido un golpe… aunque no una completa sorpresa. Hamish había tenido ya dos infartos y llevaba dos bypass. Además, no se cuidaba mucho. Mamá siempre decía que acabaría así.

Bebía, fumaba y le sobraban bastantes kilos. Al morir contaba cincuenta y dos años.

– Puedo ir a verte en cualquier momento, no tienes más que llamarme. Podríamos hacer algo este fin de semana si no tienes que estudiar demasiado.

– Tengo grupos de estudio todo el fin de semana. Ya te llamaré. Gracias, papá.

Matt permaneció sentado unos instantes, pensando en todo el asunto, y por fin llamó a Ophélie. No sabía por qué, pero la muerte de Hamish lo entristecía, tal vez porque afectaba a sus hijos o quizá porque en tiempos había sido amigo suyo. De hecho, lo sentía menos por Sally que por él.

Contó a Ophélie lo sucedido y, al igual que él, se mostró preocupada por Robert. Por un instante fugaz, se preguntó lo que significaría la viudedad de Sally para Matt. En tiempos la había amado apasionadamente y llevaba diez años llorando su pérdida. Ahora era libre. No existían muchas probabilidades de que renaciera algo entre ellos, pero nunca se sabía. Cosas más raras se habían visto. Sally solo tenía cuarenta y cinco años, y sin duda buscaría a otro hombre. En un momento de su vida había querido a Matt lo suficiente para casarse y tener dos hijos con él.

– Dice que quiere traer a Vanessa por Navidad para ver a Robert -explicó Matt-. Espero que no venga; no quiero verla, solo quiero estar con los niños.

También lo decepcionaba no poder ir a Auckland para ver a Vanessa, pero a todas luces no era el momento más adecuado. Había demasiado barullo, y Vanessa estaría muy ocupada con la familia de Hamish, su madre y los otros niños. No tendría tiempo para estar con él, como era lógico. Matt lo comprendía. Después de seis años, podía esperar una o dos semanas más.

– ¿Por qué quiere venir ella también? -inquirió Ophélie, sorprendida y preocupada.

– Quién sabe, puede que solo para fastidiarme -replicó él con una carcajada.

Pero lo cierto era que hablar con Sally y oír su llanto le había resultado inquietante. La conversación no lo había acercado en modo alguno a su ex mujer, tan solo le recordaba cuan desgraciado lo había hecho durante todos aquellos años. No tenía ni idea de que Ophélie estaba preocupada por su reaparición y la consideraba una amenaza potencial para su incipiente relación.

El resto de la semana fue frenética para ambos. La proximidad de las fiestas endurecía la situación en las calles. La gente bebía y se drogaba más, perdían sus empleos, hacía mucho frío… Encontraron a cuatro personas muertas en una sola noche. Como siempre, el trabajo resultaba desgarrador.

Matt fue a ver a Robert y habló con Vanessa por teléfono. Por incomprensible que le resultara, Sally encontró huecos en su apretadísima agenda para llamarlo varias veces con la intención de charlar. Matt no quería convertirse en su mejor amigo, como señaló exasperado a Ophélie.

El único momento de tranquilidad de que disfrutaron fue el domingo por la tarde en la playa. Era un día soleado, y Ophélie y Pip fueron a visitar a Matt. Robert no pudo escaparse, porque estaba estudiando de firme para los exámenes. Quedaban menos de dos semanas para Navidad.

Los tres dieron un largo paseo por la playa, y Matt habló a Ophélie de la casa que había alquilado desde Navidad hasta Año Nuevo. Iría a esquiar a Tahoe con Robert y esperaba que Vanessa pudiera sumarse a las vacaciones.

– ¿Sally aún tiene intención de venir? -inquirió Ophélie con fingida indiferencia.

La sorprendía que la reaparición de la ex mujer de Matt la molestara tanto, pero así era, sobre todo ahora que también había enviudado. No obstante, Ophélie era consciente de que se trataba de una actitud paranoica por su parte. Matt no parecía en absoluto interesado por Sally, pero nunca se sabía. Cosas más raras se habían visto, mucho más raras, como el hecho de que su marido fuera el padre del hijo de su mejor amiga. Aquello había alterado profundamente su perspectiva.

– No lo sé ni me importa. Si viene haré que alguien lleve a Nessie a Tahoe. No tengo ninguna intención de ver a Sally -aseguró, lo que tranquilizó un tanto a Ophélie-. Me encantaría que tú y Pip nos acompañarais. ¿Qué haréis por Navidad?

Era un tema delicado ese año, más aún que el año anterior.

– Pues aún no lo sé. Nuestra familia ha quedado muy menguada. El año pasado la pasamos con Andrea.

Por entonces su amiga estaba embarazada de cinco meses. El conocimiento de que el bebé era de Ted y la farsa de la amistad con Andrea hizo estremecer a Ophélie.

– Creo que Pip y yo pasaremos unas Navidades tranquilas. Sería estupendo ir a Tahoe el día después, pero creo que deberíamos pasar el día de Navidad juntas y a solas.

Matt asintió sin querer entrometerse. Sabía lo peliagudo que era el tema y que la Navidad sería una época agridulce para ellas, plagada de recuerdos que necesitaban honrar, por dolorosos que fueran.

– Pero sería estupendo tener un plan agradable para el día siguiente.

Ophélie sonrió, y Pip estaba tan lejos que Matt se inclinó para besarla. Una corriente eléctrica le recorrió el cuerpo de la cabeza a los pies y se apresuró a reprimirla. Quería más de ella, pero habían sucedido demasiadas cosas en las últimas semanas, y no quería precipitarse ni ahuyentarla. Avanzaban con gran precaución, paso a paso. Matt sabía que a Ophélie la asustaba iniciar una relación con él, que no estaba segura de querer seguir adelante. Solo la había besado unas cuantas veces y estaba dispuesto a esperar cuanto fuera necesario. Era muy consciente de las desgracias que había sufrido, sobre todo en los últimos tiempos, aunque, pese a ello, también advertía que el deseo se acentuaba en ella. A despecho de su reticencia, cada vez se acercaba más a él.

Comentaron con Pip la idea de Tahoe mientras regresaban a la casa, y la niña reaccionó con entusiasmo. Aquella misma tarde, antes de marcharse, Ophélie se había comprometido a ir. Matt intentó arrancarle otra promesa.

– Solo quiero un regalo de Navidad de ti -empezó con seriedad cuando estaban sentados junto al fuego, antes de que ella y Pip partieran.

– ¿Qué es? -preguntó ella con una sonrisa.

Matt ya tenía un regalo para Pip, pero Ophélie aún no le había comprado nada a él.

– Quiero que dejes el equipo de asistencia.

Lo decía en serio, y Ophélie lo miró con un suspiro. Matt significaba mucho para ella, pero no sabía qué hacer. Sentía un gran afecto por él, pero sus sentimientos entraban en constante conflicto con sus temores. Pero Matt no le pedía respuestas ni promesas, nunca la presionaba, salvo en lo tocante a su trabajo, un tema que abordaba en cuanto tenía ocasión.

– Ya sabes que no puedo hacerlo, Matt, es demasiado importante para mí. Y también para ellos. Sé que es lo que debo hacer, y cuesta mucho encontrar personas dispuestas a formar parte del equipo.

– ¿Sabes por qué? -replicó Matt con tristeza-. Pues porque la mayoría de la gente es lo bastante inteligente para morirse de miedo.

En más de una ocasión se le había ocurrido que una de las razones de Ophélie para trabajar con el equipo era una pulsión suicida, pero, fuera cual fuese el motivo, estaba resuelto a salirse con la suya y conseguir que lo dejara. No le importaba que trabajara en el centro, pero no quería que saliera a las calles. No se trataba de que no la respetara, sino de que quería salvarla de sí misma y sus ideas altruistas.

– Ophélie, lo digo en serio. Quiero que lo dejes, puedes ayudar a los indigentes de otras formas. Te lo debes a ti misma.

– Nada es más efectivo que el trabajo del equipo. Atienden a los indigentes donde más lo necesitan, les dan lo que les hace falta. Los más desesperados no son capaces de acudir a nosotros; tenemos que llegar hasta ellos -explicó Ophélie en un intento de convencerlo, como siempre, como él hacía con ella.

Era una lucha pendiente entre ellos, pero Ophélie no cedía ni un milímetro. Sin embargo, Matt seguía intentándolo y no pensaba cejar en su empeño.

– Lo que no entiendes es que esas personas no son delincuentes. Son seres tristes, rotos, muy necesitados de ayuda. Algunos son unos críos, y también hay muchos ancianos. No puedo darles la espalda y decirme que ya se encargará otro de ellos. Si no lo hago yo, ¿quién los ayudará? Muchos de ellos son buenas personas, y tengo una responsabilidad para con ellos. ¿Qué otra cosa quieres para Navidad? -preguntó tanto para cambiar de tema como para obtener información acerca de sus gustos.

Pero Matt meneó la cabeza.

– Eso es lo único que quiero, y si no me lo das, Papá Noel te traerá carbón o caca de reno.

A veces se preguntaba si Ophélie tendría razón y él estaría exagerando. Ella era muy persuasiva, pero su actitud no convencía a Matt. En aquel momento se echó a reír por su comentario, sin saber que Matt tenía su regalo envuelto y preparado desde hacía días. Esperaba que le gustara. Y con el permiso de Ophélie, había comprado una preciosa bicicleta para Pip, que la niña podría usar en el parque de la ciudad y en la playa cuando fueran de visita. Estaba contento, porque era un regalo paternal, algo que a su madre no se le habría ocurrido comprarle. Ophélie llevaba semanas comprando ropa y juegos para su hija. Tenía una edad complicada, demasiado mayor para los juguetes y demasiado joven para los regalos de adolescente. A sus doce años, se hallaba en tierra de nadie. Matt había escondido la bicicleta en el garaje de la playa, bajo una sábana, y Ophélie le había asegurado que Pip se entusiasmaría.

El único regalo que Matt no quería era el que recibió la semana anterior a Navidad, una llamada de Sally anunciándole que llegaba al día siguiente con Vanessa y sus dos hijos pequeños. Los cuatro hijos de Hamish pasarían las Navidades con su madre, y Sally había decidido ir a San Francisco «para verle», según lo expresó. Lo único que Matt quería era ver a su hija, no a su ex mujer. Planeaban alojarse en el Ritz. En cuanto colgó, Matt llamó a Ophélie, que estaba a punto de salir con el equipo.

– ¿Qué se supone que debo hacer? -exclamó Matt, irritado-. No pienso verla, solo quiero ver a Nessie. La buena noticia es que irá conmigo a Tahoe… Nessie, no Sally -puntualizó.

No obstante, Ophélie se inquietó, aunque no quería dejárselo entrever a Matt. Estaba demasiado vinculada a Matt para que no la afectara el espectro de su ex mujer. ¿Y si volvía a enamorarse de ella? Si había sucedido una vez, podía suceder de nuevo pese a todo lo que le había hecho Sally. En los últimos días había conseguido tranquilizarse, pero la llegada inminente de Sally la alteró de nuevo. Intuía que Matt la vería y de ese modo reavivaría antiguos sentimientos. Los hombres eran muy ingenuos en aquellas lides, y la insistencia de Sally revelaba que tramaba algo. Con toda la delicadeza de que fue capaz, intentó advertírselo a Matt.

– ¿Sally? Qué tontería. Lo nuestro está muerto y enterrado. Lo que pasa es que se aburre y no sabe qué hacer con su vida, con la empresa… No tienes nada de que preocuparte, Ophélie. Lo tengo superado desde hace diez años.

Hablaba con gran convicción, pero todas las alarmas de Ophélie se habían disparado.

– Cosas más raras se han visto -señaló con sabiduría.

– No en mi caso. Hace años que lo tengo superado, y ella más. No olvides que me abandonó por un tipo con más dinero y más juguetes -masculló, aún afectado por el golpe.

– Pero ahora el dinero lo tiene ella, y él ya no está. Y Sally está asustada y se siente sola. Créeme, todavía no te has librado de ella.

Pero Matt discrepó con vehemencia… hasta que Sally llegó al Ritz y lo llamó una hora más tarde para preguntarle con voz acaramelada si quería ir a tomar el té. Añadió que estaba agotada del viaje y tenía un aspecto horrible, pero que se moría de ganas de verlo. Matt quedó tan atónito que apenas supo qué responder.

De inmediato le acudieron a la mente las advertencias de Ophélie, pero las desechó con igual rapidez. Sally se limitaba a mostrarse amable por los viejos tiempos, pero ni siquiera su amabilidad le importaba y menos aún desde que sabía que le había arrebatado a los niños. Su mente racional la odiaba, pero otras partes de él reaccionaban de forma instintiva a los recuerdos. Era un reflejo pavloviano que lo enfureció; era el método de Sally para atormentarlo y comprobar si aún podía tirar de los antiguos hilos.

– ¿Dónde está Nessie? -preguntó con sequedad, desesperado por ver a su hija, no a Sally, lo antes posible.

– Aquí -repuso Sally con voz mimosa-. También está muy cansada.

– Dile que ya dormirá más tarde. Estaré en el vestíbulo dentro de una hora; quiero que me espere allí.

Estaba tan emocionado que estuvo a punto de colgarle el teléfono a Sally, quien le prometió darle el recado a Vanessa. La joven también se moría de impaciencia por ver a su padre.

Matt se duchó, se afeitó y se cambió de ropa. Llevaba americana y pantalones grises, y ofrecía un aspecto muy apuesto al cruzar el umbral del Ritz-Carlton. Miró en derredor con nerviosismo. ¿Y si no la reconocía? ¿Y si había cambiado tanto que…? Y entonces la vio, de pie como una paloma, con el mismo rostro de niña en un cuerpo de mujer, el cabello largo, rubio y liso… Se abrazaron llorando. Vanessa sepultó el rostro en su cuello, lo besó y le acarició el rostro. La crueldad de su larga separación se ponía de manifiesto en el ansia con que se abrazaban. Matt no quería volver a soltarla jamás y tuvo que sobreponerse para retroceder un poco y así poder contemplarla. La miró con los ojos inundados de amor, y ambos se echaron a reír entre lágrimas.

– Oh, papá… estás igual… No has cambiado nada…

Vanessa no podía dejar de llorar y reír a un tiempo. Matt nunca había visto a nadie tan hermoso como su hija pequeña. El corazón le estallaba al mirarla, al comprender cuan angustiosa había sido tan larga ausencia. Todos los sentimientos que se había obligado a contener durante seis años se adueñaron de él en una oleada imparable.

– ¡Pues tú sí has cambiado! ¡Uau!

Tenía un cuerpo espectacular, como su madre de jovencita. Llevaba un corto vestido gris, zapatos de tacón, maquillaje suficiente para estar preciosa sin rayar en la vulgaridad y diminutos pendientes de diamantes, sin duda regalo de Hamish; siempre había sido generoso con los hijos de Matt.

– ¿Qué quieres hacer? ¿Te apetece un poco de té? ¿Ir a algún sitio?

Por su parte, él solo quería estar con ella.

Vanessa titubeó un instante, y entonces Matt los vio a lo lejos. No se había fijado en nadie más desde que viera a su hija. Pero Sally estaba en medio del vestíbulo, acompañada por una mujer con aspecto de niñera y dos niños pequeños. Los años apenas habían pasado por ella; seguía siendo una mujer bien parecida, aunque algo más corpulenta que antes. Y los niños, que contaban seis y ocho años, eran una monada. Pero en lugar de dejar a Vanessa a solas con él después de tantos años, Sally tenía que entrometerse, que era precisamente lo que no quería Matt, que la vio aproximarse con enojo mientras Vanessa la fulminaba con la mirada. Sally llevaba un vestido corto de color negro, zapatos caros y sexys, abrigo de visón y pendientes de diamantes bastante más grandes que los de Vanessa, a todas luces regalo de su difunto esposo.

– Lo siento, Matt, espero que no te importe… No he podido resistir la tentación… y quería que conocieras a los niños.

La última vez que los había visto, en Auckland, tenían dos años y pocos meses respectivamente. Eran muy guapos, pero lo que quería era estar con Vanessa, no con Sally y sus hijos. Ya le había hecho suficiente daño; lo único que quería era que volviera a desaparecer de su vida.

Matt saludó a los niños con una cálida sonrisa, les alborotó el cabello y dirigió una cortés inclinación de cabeza a la niñera. No era culpa de los pequeños que su madre se comportara tan mal, pero quería dejar las cosas claras con ella.

– A Vanessa y a mí nos gustaría pasar un rato a solas. Tenemos mucho tiempo perdido que recuperar.

– Claro, claro, lo entiendo -aseguró Sally, que no lo entendía.

Le importaban bien poco las necesidades de los demás, sobre todo las de Matt. Asimismo, hacía caso omiso de la evidente furia que Vanessa le demostraba. La joven aún no había perdonado a su madre por apartarlos de su padre durante seis años y juraba que jamás lo haría.

– He prometido a los niños que iríamos a Macy's a ver a Papá Noel y quizá también a Schwarz. Podríamos quedar para cenar todos juntos mañana por la noche, si estás libre -propuso con la sonrisa que lo había deslumbrado cuando se conocieron, pero ya no.

Sabía que tras aquella sonrisa vivía un tiburón, y las mordeduras habían sido demasiado profundas para volver a caer en la trampa. No obstante, había que reconocer que jugaba bien sus cartas. Cualquier otra persona la habría considerado encantadora y amable. En cualquier caso, quisiera lo que quisiese de él, a Matt le importaba un comino.

– Ya te diré algo -repuso vagamente.

Acto seguido condujo a Vanessa hacia el rincón del vestíbulo donde servían el té. Al cabo de unos instantes vio a Sally, la niñera y los niños cruzar las puertas giratorias y subir a la limusina que los aguardaba. Su ex mujer era una mujer rica ahora, más que antes incluso, pero desde el punto de vista de Matt ello no contribuía en absoluto a su encanto. Nada podía contribuir a su encanto; Sally tenía cuanto una persona podía desear, buena presencia, talento, cerebro, estilo… Todo, salvo corazón.

– Lo siento tanto, papá -musitó Vanessa en cuanto se sentaron.

Comprendía y admiraba a su padre por la elegancia con que había manejado la situación. Vanessa había hablado durante horas con su hermano acerca de lo sucedido y estaba mucho menos dispuesta a perdonar que Robert, que siempre justificaba a su madre y afirmaba que Sally ignoraba el efecto que provocaba en la gente. Sin embargo, Vanessa la odiaba con toda la intensidad de que es capaz una adolescente de dieciséis años, y en este caso con causa fundada.

– La odio, papá -sentenció sin ambages.

Matt no discrepó, pero tampoco quería avivar las llamas ni animarla a odiar a su propia madre, de modo que se mostró muy discreto por el bien de Vanessa. Sin embargo, no había forma de adornar ni explicar la actitud de Sally. Durante seis años los había alejado a unos de otros para sus propios fines. Casi media vida para los niños, más incluso para él, y lo único que querían era recuperar el tiempo perdido.

– No tienes que cenar con ella mañana. Solo quiero estar contigo.

Vanessa comprendía la situación y se mostraba muy madura para una chica de dieciséis años, aunque lo cierto era que también había pasado lo suyo.

– Yo también -convino él con sinceridad-. No quiero enzarzarme en una batalla con tu madre, pero tampoco convertirme en su mejor amigo, la verdad.

Ya era mucho que estuviera dispuesto a mostrarse civilizado con ella.

– No pasa nada, papá.

Hablaron durante tres horas en el vestíbulo del Ritz. Matt volvió a contarle lo que ya sabía, la historia de los seis años de separación. Luego le preguntó cosas sobre ella, sus amigos, el colegio, su vida, sus sueños. Le encantaba estar con ella, absorber todos los detalles. Vanessa y Robert pasarían las Navidades con él en Tahoe, sin su madre. Sally iría a Nueva York a ver a unos amigos en compañía de sus dos hijos. Por lo visto, no tenía adonde ir y buscaba algo. De no aborrecerla tanto, la habría compadecido.

Sally volvió a llamarle al día siguiente para comentar lo de la cena e intentó persuadirlo para que acudiera. Matt se mostró paciente pero firme, y enseguida cambió de tema para hablar de Vanessa y cantar sus alabanzas.

– Has hecho un buen trabajo con ella -elogió con generosidad.

– Es una buena chica -asintió Sally.

A continuación le dijo que estaría en la ciudad otros cuatro días. Matt ardía en deseos de que se marchara; no tenía ningunas ganas de verla.

– ¿Qué me dices de ti, Matt? ¿Cómo te va la vida?

Era un tema que decididamente no quería tratar con ella.

– Bien, gracias. Siento lo de Hamish. Será un gran cambio para ti. ¿Te quedarás en Auckland?

Quería ceñir la conversación a los asuntos más prosaicos, como la casa y sus hijos, pero ella no.

– No tengo ni idea. He decidido vender la empresa. Estoy cansada, Matt. Ya es hora de dejarlo y dedicarme a oler las rosas, como suele decirse.

Una buena idea, pero conociendo a Sally lo más probable es que se dedicara a aplastarlas y quemar los pétalos. Matt lo sabía muy bien.

– Parece lo más sensato.

Respondía a los comentarios de su ex mujer con frases cortas y desprovistas de emoción. No tenía intención de bajar el puente levadizo y esperaba que los cocodrilos del foso la devoraran si intentaba asaltar el castillo.

– Imagino que sigues pintando… Tienes tanto talento… -prosiguió ella, efusiva.

En aquel momento hizo una pausa y cuando siguió hablando lo hizo con voz infantil y triste. Era una táctica que Matt casi había olvidado, encaminada a salirse con la suya.

– Matt… -empezó con un titubeo que apenas duró un instante-. ¿Tan horrible te parece cenar conmigo esta noche? No quiero nada de ti, solo enterrar el hacha de guerra.

De hecho, como Matt bien sabía, ya la había enterrado años atrás, en su espalda, y allí se había quedado, oxidándose cada vez más. Arrancarla no haría sino empeorar las cosas y conseguir que se desangrara.

– Suena bien -suspiró con voz cansina, pues Sally lo agotaba con sus estratagemas-. Pero no creo que cenar juntos sea buena idea. No tiene sentido; dejemos las cosas como están. En realidad, no tenemos nada que decirnos.

– ¿Y qué me dices de una disculpa? Sabe Dios que te debo muchas -insistió ella en voz baja y tan vulnerable que casi le partió el corazón.

Experimentó el impulso de gritarle que dejara de hacer eso. Era demasiado fácil recordar cuánto había significado Sally para él, y al mismo tiempo resultaba tan difícil. No podía hacerlo; aquello acabaría con él.

– No tienes que decir nada, Sally -aseguró Matt.

Hablaba como el marido que había sido, el hombre al que ella había conocido y amado, al que había estado a punto de destruir. A pesar de todo lo ocurrido entre ellos, seguían siendo los mismos, y ambos recordaban los buenos tiempos además de los malos.

– Es agua pasada.

– Pero es que quiero verte. Tal vez podamos volver a ser amigos -exclamó Sally, esperanzada.

– ¿Por qué? Ya tenemos amigos; no nos necesitamos el uno al otro.

– Tenemos dos hijos comunes. Quizá para ellos sea importante que volvamos a establecer un vínculo entre nosotros.

Qué curioso que no se le hubiera ocurrido aquella idea ni una sola vez en los últimos seis años. En cambio, ahora sí, porque encajaba en sus propósitos, fueran cuales fuesen. Matt sabía que ese vínculo favorecería a Sally, pero a él no, desde luego. Su ex mujer era presa de su narcisismo intrínseco. Todo giraba en torno a sus necesidades, nunca las de los demás.

– No sé… -farfulló-. No le veo el sentido.

– Perdón. Humanidad. Compasión. Estuvimos casados quince años. ¿No podemos ser amigos?

– ¿Sería muy grosero recordarte que me dejaste por uno de mis mejores amigos, te fuiste a vivir a miles de kilómetros de distancia con mis hijos y no me permitiste mantener el contacto con ellos durante seis años? Todo eso es muy difícil de asimilar, incluso entre «amigos», como dices tú. Ya me dirás qué prueba de amistad es esa.

– Lo sé, lo sé… He cometido muchos errores -se apresuró a replicar Sally.

Acto seguido puso voz de confesional, precisamente lo que no quería de ella.

– Si te sirve de consuelo, Hamish y yo nunca fuimos felices. Teníamos muchos problemas.

– Lo siento -murmuró Matt con un estremecimiento-. Siempre me dio la impresión de que erais muy felices. Era muy generoso contigo y con tus hijos.

Y un tipo decente. Hasta que se largó con Sally, a Matt siempre le había caído bien.

– Generoso sí, pero no tenía… aquello. No como tú. Le gustaba pasarlo bien y bebía como un cosaco, lo que acabó matándolo -constató sin compasión alguna-. No teníamos vida sexual.

– Sally, por favor… por el amor de Dios, no me interesa -masculló Matt, horrorizado.

– Lo siento, había olvidado que eres muy pudoroso.

Quizá en público, pero en el dormitorio no, desde luego, y Sally lo sabía. Lo había echado mucho de menos. Hamish contaba los chistes más verdes del mundo y le encantaba mirar culos y tetas, pero le gustaba tanto acostarse con una película porno y una botella como con ella.

– ¿Por qué no lo dejamos? Esta conversación carece de sentido. No puedes rebobinar la historia. Se acabó.

– No se acabó, nunca se ha acabado, y lo sabes.

Sally acababa de tocarle una fibra tan sensible que Matt dio un respingo. De eso llevaba escondiéndose una década. A pesar de todo lo que había sucedido, siempre la había querido, y ella lo sabía, aún lo percibía. Era un tiburón dotado de radar e instintos infalibles.

– Me da igual. Se acabó -persistió Matt.

El tono casi ronco que empleó produjo a Sally el mismo estremecimiento de siempre. Tampoco ella había conseguido olvidarlo. Había cortado la relación y amputado su vida como una extremidad inútil, pero los nervios que rodeaban el muñón seguían tremendamente vivos.

– Pues no cenes conmigo. Ven a tomar una copa. Veámonos un rato, por el amor de Dios. ¿Qué más da? ¿Por qué no?

Porque no quería sufrir más, se recordó Matt. No obstante, se sentía atraído hacia ella de forma irresistible y se odió por ello.

– Ya te vi ayer en el vestíbulo del hotel.

– No es verdad. Viste a la viuda de Hamish, a sus dos hijos y a tu hija.

– Pero esa eres tú -musitó él sin querer escuchar otra respuesta.

– No, no para ti, Matt.

El silencio que se hizo entre ellos era ensordecedor, y Matt maldijo para sus adentros. Sally le hacía perder el juicio, siempre lo había hecho. Conocía al dedillo todos sus puntos sensibles, sus debilidades, y le encantaba jugar con ellos.

– Vale, vale, pero solo media hora. Nos veremos, enterraremos el hacha, nos declararemos oficialmente amigos y luego, por el amor de Dios, sal de mi vida antes de que me vuelva del todo loco.

De nuevo había logrado llegar hasta él. Era su sino, el purgatorio en el que llevaba viviendo tanto tiempo después de que Sally lo condenara a él.

– Gracias, Matt -murmuró su ex mujer con dulzura-. Mañana a las seis. Ven a mi suite. No habrá nadie y podremos hablar.

– Hasta entonces -espetó él en tono gélido.

Estaba furioso consigo mismo por haber cedido. Por su parte, Sally rezaba por que no cancelara la cita. Sabía que si lo veía, aunque solo fuera durante media hora, todo podía cambiar, y lo peor de todo era que, al colgar el teléfono, Matt también lo sabía.

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