Ophélie Mackenzie tomó la última curva cerrada de la carretera y atravesó el diminuto pueblo de Safe Harbour. La población consistía en dos restaurantes, una librería, una tienda de surf, un supermercado y una galería de arte. Ophélie había pasado una dura tarde en la ciudad. Detestaba acudir a las sesiones de grupo dos veces por semana, pero tenía que reconocer que la ayudaban. Iba desde mayo y le quedaban otros dos meses. Incluso había accedido a ir durante el verano, razón por la que había dejado a Pip al cuidado de la hija de los vecinos. Amy tenía dieciséis años, le gustaba trabajar de canguro, o al menos eso decía, y necesitaba el dinero para completar su asignación. Ophélie necesitaba ayuda, y a Pip parecía caerle bien Amy. Era un arreglo práctico para todas las partes interesadas. Pese a todo, Ophélie detestaba ir a la ciudad dos veces por semana, si bien solo tardaba media hora, cuarenta minutos a lo sumo. Aparte de los quince kilómetros de carretera sinuosa y curvas cerradísimas, era un trayecto fácil, y conducir por el acantilado, contemplando el mar, la relajaba. Sin embargo, aquella tarde estaba cansada. A veces resultaba agotador escuchar a otras personas, y sus problemas no habían mejorado gran cosa desde octubre, sino que más bien tenía la impresión contraria. Pero al menos contaba con el apoyo del grupo, con personas con quienes hablar. Y cuando lo necesitaba, podía desahogarse con ellos y reconocer lo mal que se sentía. No le gustaba cargar a Pip con sus cuitas; no le parecía justo para una niña de once años.
Ophélie atravesó el pueblo y al poco enfiló la calle sin salida que conducía a la zona privada de Safe Harbour. Casi todo el mundo se la pasaba, pero ella la encontraba por puro acto reflejo. Había tomado la decisión correcta; aquel era el lugar idóneo para pasar el verano. Necesitaba el silencio y la paz que ofrecía Safe Harbour, el silencio, la soledad, la playa larga, en apariencia interminable, de arena blanca, a veces casi invernal y a veces calurosa y soleada.
No le molestaban el frío y la niebla, pues en ocasiones casaban mejor con su estado de ánimo que el sol radiante y el cielo azul que los demás residentes de la playa tanto anhelaban. Algunos días ni siquiera salía de casa. Se quedaba en la cama o se acurrucaba en un rincón del salón, fingiendo leer, pero en realidad pensando, rememorando otros lugares, otros tiempos en que las cosas eran distintas. Antes de octubre. Habían transcurrido nueve meses, pero se le antojaba una vida entera.
Ophélie cruzó despacio la verja y correspondió con un asentimiento al saludo del guardia de seguridad. Lanzó un suspiro mientras salvaba a poca velocidad las bandas rugosas de la calle que conducía a su casa. Había niños montando en bicicleta, varios perros y unos cuantos paseantes. Era una de esas urbanizaciones donde la gente se conocía, pero pese a ello se ocupaba de sus propios asuntos. Llevaban un mes allí, y Ophélie no conocía a nadie ni sentía deseos de hacerlo. Al llegar al sendero de entrada de la casa apagó el motor y permaneció sentada en el coche unos instantes. Estaba demasiado cansada para moverse, ver a Pip o preparar la cena, pero sabía que no le quedaba otro remedio. Todo formaba parte de aquel interminable letargo que parecía hacer imposible acometer tareas más exigentes que la de peinarse o hacer algunas llamadas.
Por el momento tenía la sensación de que su vida había terminado. Le parecía tener cien años pese a que tan solo contaba cuarenta y dos y aparentaba treinta. Tenía el cabello largo, rubio, suave y rizado; los ojos, del mismo matiz brandy que su hija. Era menuda y delicada como Pip. En la escuela bailaba, y había intentado interesar a Pip por el ballet, pero su hija lo detestaba. Le parecía difícil y aburrido, odiaba los ejercicios, la barra, a las otras niñas tan empeñadas en alcanzar la perfección. Le importaban bien poco las piruetas, los saltos y los pliés. Ophélie había acabado por desistir y permitir que Pip hiciera lo que quisiera. La niña tomó clases de equitación durante un año, hizo un curso de cerámica en la escuela, y el resto del tiempo se dedicaba a dibujar. Era una niña solitaria y le gustaba que la dejaran en paz para así poder leer, dibujar, soñar o jugar con Mousse. En cierto modo se parecía a su madre, que también había sido solitaria de pequeña. Ophélie no sabía si era saludable permitir que Pip pasara tanto tiempo sola, pero la niña parecía feliz de ese modo y siempre sabía entretenerse sola, incluso en los últimos tiempos, cuando su madre le prestaba tan poca atención. Desde fuera, al menos, a Pip no parecía importarle, aunque su madre siempre se sentía culpable por la escasa relación que tenían. Lo había mencionado a menudo en las sesiones de grupo, pero se sentía incapaz de romper el letargo en que se veía sumida. Nada volvería a ser igual.
Ophélie se guardó las llaves del coche en el bolso, bajó y cerró la puerta sin poner el seguro; no había necesidad alguna. Al entrar en la casa, la única persona a la que vio fue a Amy cargando con mucha diligencia el lavavajillas. Siempre parecía muy ocupada cuando Ophélie llegaba a casa, lo que significaba que había pasado la tarde entera sin hacer nada y se veía obligada a recuperar el tiempo perdido en el último momento. De todos modos, había poco que hacer, pues la casa era luminosa, alegre y nueva, con mobiliario de apariencia limpia, suelos desnudos de madera clara y un ventanal que ocupaba toda la fachada y blindaba una panorámica espectacular del mar. Al otro lado se abría una terraza estrecha y alargada en la que se veían algunos muebles de exterior. Era la clase de casa que necesitaban. Tranquila, fácil de mantener y agradable.
– Hola, Amy. ¿Dónde está Pip? -preguntó Ophélie con ojos cansados.
Apenas se distinguía su procedencia francesa. Hablaba inglés con fluidez y acento casi perfectos. Solo cuando estaba agotada o trastornada en extremo se le escapaba alguna palabra delatora.
– No lo sé -repuso Amy con expresión repentinamente perpleja mientras Ophélie la observaba.
No era la primera vez que sostenían aquella conversación. Amy nunca sabía dónde paraba Pip. Como siempre, Ophélie sospechó al instante que la chica se había pasado la tarde hablando con su novio por el móvil. Era lo único de lo que se quejaba casi cada vez. Amy trabajaba de canguro para ella, y Ophélie esperaba que supiera dónde se metía Pip, máxime teniendo en cuenta que la casa estaba tan cerca del mar. Siempre la embargaba el pánico al pensar que podía ocurrirle algo.
– Creo que está leyendo en su habitación. Estaba allí la última vez que la he visto.
En realidad, Pip no había entrado en su habitación desde que se levantara por la mañana. Su madre fue a echar un vistazo, pero por supuesto la estancia estaba desierta. En aquel preciso instante, Pip corría por la playa en dirección a la casa, con Mousse haciendo cabriolas tras ella.
– ¿Ha bajado a la playa? -preguntó Ophélie con nerviosismo al volver a la cocina.
Tenía los nervios de punta desde octubre, algo impropio de ella hasta entonces. Pero todo había cambiado. Amy había puesto en marcha el lavavajillas y se disponía a irse, despreocupada por el paradero de la niña, segura y confiada como correspondía a su juventud. Pero Ophélie había aprendido la terrible lección de que la vida no era digna de confianza.
– No lo creo, o al menos no me ha dicho nada.
La chica parecía relajada y tranquila en contraste con el nerviosismo de Ophélie. Se suponía que la urbanización era segura, y en verdad tenía esa impresión, pero la enfurecía y asustaba que Amy permitiera a Pip campar a sus anchas sin vigilarla. Si resultaba herida, tropezaba con algún problema o la atropellaba un coche, nadie se enteraría. Había ordenado a Pip avisar a Amy antes de ir a ninguna parte, pero ni la niña ni la adolescente le hacían el más mínimo caso.
– ¡Hasta el jueves! -se despidió Amy antes de salir de la casa como una exhalación.
Ophélie se quitó las sandalias, salió a la terraza, paseó la mirada preocupada por la playa y por fin vio a su hija. Pip llegaba corriendo, sosteniendo en la mano algo que revoloteaba al viento; parecía una hoja de papel. Con profundo alivio, Ophélie caminó hasta la duna y luego bajó a la playa para salir a su encuentro. La habían asaltado las peores tragedias posibles en lugar de las explicaciones más sencillas. Eran casi las cinco y hacía cada vez más frío.
Ophélie saludó con la mano a su hija, que se detuvo ante ella sin resuello y con una sonrisa de oreja a oreja. Mousse corría a su alrededor en círculos sin dejar de ladrar. Pip advirtió que su madre estaba preocupada.
– ¿Dónde has estado? -preguntó Ophélie con el ceño fruncido, pues aún estaba molesta con Amy.
Aquella chica no tenía remedio, pero Ophélie no había encontrado a ninguna otra canguro, y necesitaba que alguien se quedara con Pip cuando ella iba a la ciudad.
– He salido a dar un paseo con Mousse. Hemos llegado hasta allí -explicó, señalando la playa pública-, y hemos tardado más en volver de lo que pensaba. Mousse se ha pasado el rato persiguiendo gaviotas.
Ophélie le sonrió y por fin se tranquilizó. Era una niña tan encantadora… Al mirarla, Ophélie recordaba su propia juventud en París y sus veranos en la Bretaña, donde el clima no era tan distinto de aquel. Adoraba aquellos veranos, y había llevado allí a Pip cuando era pequeña para que lo viera.
– ¿Qué es esto? -preguntó, refiriéndose al papel que su hija llevaba en la mano y que a todas luces era un dibujo.
– He dibujado a Mousse. Ya sé hacer las patas traseras.
Pero no le contó cómo había aprendido. Sabía que su madre habría desaprobado que durante su solitario paseo por la playa entablara conversación con un desconocido, aunque este le enseñara a dibujar mejor y fuera inofensivo. Su madre se mostraba muy estricta con la regla de que Pip no hablara con desconocidos. Sabía bien lo guapa que era, aun cuando Pip no fuera en absoluto consciente de ello por el momento.
– No me lo puedo imaginar posando quieto para el retrato -comentó Ophélie con una sonrisa y expresión divertida.
Cuando sonreía se apreciaba con facilidad lo hermosa que era cuando era feliz. Era bellísima, con facciones delicadamente cinceladas, dentadura perfecta, sonrisa encantadora y ojos que chispeaban cuando reía. Pero desde octubre apenas reía. Por las noches, cada una absorta en su universo particular, apenas se hablaban. Pese al amor que profesaba a su hija, Ophélie se había quedado sin temas de conversación. Representaba demasiado esfuerzo y no podía afrontarlo. Todo le resultaba excesivo últimamente, a veces incluso respirar, por no mencionar sostener una conversación. Se limitaba a retirarse a su habitación noche tras noche para tumbarse sobre la cama en la oscuridad. Pip se encerraba en su propia habitación y si quería compañía se llevaba al perro, su compañero inseparable.
– Te he traído unas conchas -anunció Pip al tiempo que sacaba dos piezas muy bonitas del bolsillo del jersey y se las entregaba a su madre-. También he encontrado un erizo, pero estaba roto.
– Casi siempre están rotos -comentó Ophélie con las conchas en la mano.
Juntas se dirigieron hacia la casa. Había olvidado besar a Pip, pero la niña estaba acostumbrada. Era como si cualquier contacto humano y físico fuera demasiado doloroso para ella. Ophélie se había parapetado tras una coraza de protección, y la madre a la que Pip conocía desde hacía once años se había esfumado. La mujer que ocupaba su lugar, aunque de aspecto idéntico, era en realidad frágil, quebradiza. Alguien había raptado a Ophélie en plena noche para sustituirla por una autómata. Hablaba igual, olía igual, tenía el mismo aspecto, nada en ella era visiblemente distinto, pero todo había cambiado. Los engranajes y mecanismos internos eran inexorablemente otros, y ambas lo sabían. A Pip no le quedaba más remedio que aceptarlo, y lo cierto era que lo aceptaba con dignidad.
Para una niña de su edad, Pip había madurado mucho en los últimos nueve meses y era más adulta que la mayoría de sus coetáneas. Asimismo, había desarrollado una notable intuición respecto a las personas, sobre todo su madre.
– ¿Tienes hambre?-preguntó Ophélie con aire preocupado.
Preparar la cena se había convertido en una ordalía odiosa, un ritual que detestaba, y comer constituía un suplicio aún mayor. Nunca tenía hambre, hacía meses que había perdido el apetito. Las dos habían adelgazado tras pasar nueve meses viéndose incapaces de ingerir los platos que preparaba Ophélie.
– Todavía no. ¿Quieres que prepare una pizza? -se ofreció Pip.
Era uno de los platos que ambas se dedicaban a no comer, aunque Ophélie no parecía ser consciente de que Pip ya apenas probaba bocado.
– Quizá -repuso en tono vago-. Si quieres preparo algo yo.
Llevaban cuatro noches cenando pizza. Tenían montones de ellas en el congelador, pero, a decir verdad, cualquier otro plato representaba demasiado esfuerzo para tan escasos resultados. Si de todos modos no comían, al menos la pizza era fácil de preparar.
– La verdad es que no tengo hambre -musitó Pip en tono igual de vago.
Sostenían la misma conversación cada noche. A veces, a pesar de ello, Ophélie asaba un pollo y preparaba una ensalada, pero tampoco entonces comían porque representaba demasiado esfuerzo. Pip sobrevivía a base de mantequilla de cacahuete y pizza. Por su parte, Ophélie apenas comía y se le notaba.
Ophélie fue a echarse a su habitación. Pip fue a su cuarto y apoyó el retrato de Mousse contra el pie de la lámpara de la mesilla de noche. El papel era lo bastante rígido para sostenerse erguido, y mientras contemplaba el dibujo, Pip pensó en Matthew. Tenía muchas ganas de volver a verlo el jueves. Le caía bien, y el dibujo había mejorado mucho con los cambios que había hecho en las patas traseras. Mousse parecía un perro de verdad, no un cruce entre perro y conejo, como los retratos que Pip había dibujado de él hasta entonces. A todas luces, Matthew tenía talento.
Había anochecido cuando Pip entró por fin en la habitación de su madre. Tenía intención de ofrecerse para preparar la cena, pero Ophélie se había dormido. Estaba tan quieta que por un instante Pip se inquietó, pero al acercarse comprobó que respiraba. La cubrió con la manta doblada al pie de la cama. Su madre siempre tenía frío, ya fuera por el peso que había perdido o por la tristeza. En los últimos tiempos dormía mucho.
Pip volvió a la cocina y abrió el frigorífico. Aquella noche no le apetecía pizza, y de todos modos casi nunca comía más de una porción. Así pues, se preparó un bocadillo de mantequilla de cacahuete y se lo comió mientras encendía el televisor. Miró la tele en silencio un rato con Mousse dormido a sus pies. El perro estaba exhausto por la carrera en la playa y roncaba suavemente. No despertó hasta que Pip apagó el televisor y las luces del salón. Fue a su habitación, se cepilló los dientes, se puso el pijama, se acostó y apagó la luz. Permaneció un rato tumbada en la oscuridad, pensando de nuevo en Matthew Bowles e intentando no pensar en cómo había cambiado su vida desde octubre. Al cabo de unos minutos se durmió. Ophélie nunca despertaba hasta la mañana siguiente.