Capítulo 24

Al día siguiente, Matt llegó a la ciudad a las cinco, y a las seis menos cuarto entraba en el hotel. Paseó por el vestíbulo como un espía, y a las seis en punto llamaba al timbre de la suite de Sally. No quería estar allí, pero sabía que debía afrontar la situación de una vez por todas, ya que, de lo contrario, aquella historia lo atormentaría hasta el fin de sus días.

Sally abrió la puerta. Ofrecía un aspecto serio y elegante con su traje chaqueta negro, medias del mismo color, zapatos de tacón y el largo cabello rubio tan hermoso como el de su hija. Seguía siendo bellísima.

– Hola, Matt -lo saludó con naturalidad antes de ofrecerle una silla y un martini.

Recordaba que siempre le había encantado el martini. De hecho, ya no bebía, pero ese día aceptó. Sally se preparó otro y se sentó en el sofá frente a él. Como era de esperar, los primeros minutos resultaron incómodos, pero al poco los martinis surtieron efecto, y también como era de esperar la química existente entre ellos no tardó en aflorar. Al menos en lo que a ella respectaba, pues los sentimientos de Matt eran sutilmente distintos. Aún no identificaba las diferencias, pero sabía que, de algún modo, sus sentimientos por ella habían cambiado, y eso le produjo un profundo alivio.

– ¿Por qué no te has vuelto a casar? -le preguntó Sally, jugueteando con las aceitunas.

– Tú me curaste del matrimonio -repuso él con una sonrisa mientras admiraba sus piernas.

Las tenía tan bonitas como siempre, y la falda corta brindaba una panorámica impresionante.

– Llevo diez años viviendo como un ermitaño… Soy un recluso… un artista -explicó con ligereza.

No quería hacerla sentir culpable; aquella era su vida y se sentía a gusto con ella. De hecho, la prefería a la que habían llevado durante su matrimonio.

– ¿Por qué te haces eso a ti mismo? -inquirió ella con expresión preocupada.

– La verdad es que me gusta. He hecho lo que quería. He demostrado todo lo que quería demostrar, y ahora vivo en la playa y pinto… y hablo con niñas y perros perdidos -añadió, pensando en Pip.

Pensar en la niña lo hizo pensar en Ophélie, quien a su manera era mucho más hermosa que la mujer que tenía delante. Eran lo más distintas que podían ser dos personas.

– Necesitas una vida de verdad, Matt -insistió Sally en voz baja-. ¿Nunca te planteas volver a Nueva York?

Ella sí se lo había planteado. Nunca le había gustado mucho Auckland ni Nueva Zelanda, y ahora era libre para ir a donde le viniera en gana.

– Nunca -repuso él con sinceridad-. Ya me conozco el percal.

Pensar en Ophélie, aunque solo hubiera sido por un instante, lo ayudó a recobrar la cordura y guardar las distancias.

– ¿Qué me dices de París o Londres?

– Puede, cuando me canse de hacer el vago en la playa, pero todavía no es el caso. Cuando llegue el momento, es posible que me traslade a Europa. Pero ahora que Robert va a pasar los próximos cuatro años aquí, tengo muchos motivos para quedarme.

Y Vanessa le había dicho que tenía intención de ingresar en la UCLA al cabo de dos años, o tal vez incluso en Berkeley, de modo que Matt no iría a ninguna parte. Le habían robado a sus hijos durante demasiado tiempo, y ahora quería aprovechar cada minuto posible con ellos.

– Me sorprende que no te aburras viviendo como un recluso, Matt. Antes eras muy inquieto.

Y el director artístico de la agencia publicitaria más importante de Nueva York, con muchos clientes importantes y poderosos. Él y Sally habían fletado aviones, yates y mansiones para entretenerlos. Sin embargo, Matt llevaba diez años sin echar de menos aquella vida.

– Supongo que en un momento dado maduré. A algunos nos pasa.

– Pues no has envejecido nada -observó ella, cambiando de táctica, puesto que las otras no funcionaban.

No se veía viviendo con él en una cabaña de la playa; semejante existencia acabaría con ella.

– Me siento más viejo, pero gracias de todas formas, tú tampoco has envejecido.

De hecho, estaba más guapa que antes, y los kilos ganados le conferían una silueta más voluptuosa. Durante su matrimonio siempre había estado demasiado delgada, aunque a él le gustaba.

– Bueno, ¿qué vas a hacer ahora? -le preguntó con interés.

– No lo sé. De momento tengo que resituarme; todo es tan reciente…

Desde luego, no tenía aspecto de viuda afligida y no lo era. Más bien parecía una delincuente puesta en libertad, a diferencia de Ophélie, que a punto había estado de sucumbir a la muerte de su esposo. El contraste entre ambas era inmenso.

– He estado pensando en Nueva York -prosiguió al tiempo que le lanzaba una mirada tímida-. Sé que es una locura, pero me pregunto si…

Lo miró de hito en hito sin terminar la frase. No hacía falta, Matt la conocía, y ese era precisamente el problema, que la conocía.

– Si me gustaría acompañarte e intentarlo de nuevo, a ver cómo van las cosas… a ver si podemos recomponer nuestra relación, dar marcha atrás y volvernos a enamorar… Menuda idea, ¿eh? -acabó Matt por ella con aire pensativo mientras ella asentía.

La había entendido, como siempre, mejor de lo que ella misma creía.

– El problema es que… eso es lo único que he querido durante los últimos diez años. No abiertamente, no me atormentaba a diario, porque estabas casada con Hamish y no existía esperanza para nosotros… Pero ahora ya no estás casada, Hamish se ha ido, y lo curioso, Sally… es que me doy cuenta de que no podría. Eres preciosa, como siempre, y con un par de martinis más, seguro que me acostaría contigo y vería el paraíso… pero ¿luego qué? Tú sigues siendo tú, y yo sigo siendo yo… y todas las razones por las que nuestro matrimonio se fue al garete siguen existiendo y siempre existirán… Lo más probable es que yo te aburra. Y la verdad es que, a pesar de que te quiero y tal vez siempre te querré, ya no quiero estar contigo. El precio es demasiado alto. Quiero estar con una mujer que me quiera, y no estoy seguro de que haya sido así alguna vez. El amor no es un objeto, una compra o una venta, sino un intercambio, un trueque, un regalo que das y recibes… La próxima vez quiero el regalo, quiero recibirlo y darlo…

Pronunció aquellas palabras sintiéndose en paz. Se le presentaba la oportunidad que había anhelado durante diez años, pero acababa de descubrir que no la quería aprovechar. Aquella certeza le proporcionó una increíble sensación de liberación y al mismo tiempo de pérdida… de decepción, victoria y libertad.

– Siempre has sido un romántico -bufó ella, irritada, pues las cosas no iban como esperaba.

– Y tú no -replicó él con una sonrisa-. Puede que ese sea el problema. Yo creo en todas las tonterías románticas, y tú vas a lo práctico. Entierras a un hombre y pretendes exhumar a otro, por no mencionar lo que les has hecho a nuestros hijos. El problema es que por poco acabas conmigo, y mi espíritu está flotando por ahí, libre por fin… y creo que le gusta…

– Siempre has estado un poco loco -rió Sally, pero lo cierto era que Matt nunca se había sentido tan cuerdo y lo sabía-. ¿Y qué me dices de tener una aventura conmigo? -intentó negociar, y Matt la compadeció.

– Sería estúpido y desconcertante, ¿no te parece? ¿Y luego qué? Nada me gustaría más que acostarme contigo, pero ahí es donde empiezan los problemas. Yo me implico, tú no. Cuando aparezca otra persona, me arrojarás por la ventana, y la verdad, ese no es mi medio de transporte favorito. Hacer el amor contigo es un deporte de riesgo, al menos para mí. Y te aseguro que respeto mucho mi propio umbral del dolor. No creo que pudiera hacerlo; de hecho, sé que no podría.

– Bueno, ¿y ahora qué? -espetó Sally, frustrada y enfadada mientras se servía otro martini.

Era el tercero, mientras que Matt aún no se había terminado el primero. Por lo visto, también los tenía superados; ya no le sabían tan bien como antes.

– Pues hacemos lo que tú misma propusiste. Declaramos oficialmente nuestra amistad, nos deseamos suerte, nos despedimos y cada uno por su lado. Tú te vas a Nueva York, lo pasas bien, encuentras un nuevo marido, te mudas a París, Londres o Palm Beach, crías a tus hijos, y nos vemos en las bodas de Robert y Vanessa.

Era lo único que quería para ella y de ella.

– ¿Y tú qué, Matt? -insistió Sally-. ¿Te pudrirás en la playa?

– Puede, o quizá crezca como un árbol robusto, eche raíces y disfrute de la vida con las personas sentadas a su sombra sin sentir ganas de zarandearlo cada diez minutos. A veces no está mal llevar una vida tranquila.

El concepto sonaba marciano a los oídos de Sally. Le encantaba el movimiento, a despecho de lo que tuviera que hacer para conseguirlo.

– No eres lo bastante viejo para pensar así. Solo tienes cuarenta y siete años, por el amor de Dios. Hamish tenía cincuenta y dos y se comportaba como un chaval en comparación.

– Y ahora está muerto, así que tal vez no fuera tan buena idea a fin de cuentas. Puede que lo mejor sea un término medio, pero en cualquier caso, nuestros caminos se han separado para siempre. Yo te volvería loca, y tú acabarías conmigo. Menudo cuadro.

– ¿Hay otra persona?

– Es posible, pero no se trata de eso. Si estuviera enamorado de ti, lo dejaría todo y te seguiría hasta los confines de la tierra, ya me conoces. Soy un idiota romántico, creo en todas esas cosas que te parecen sandeces. Pero lo haría. El problema es que no estoy enamorado de ti. Creía que sí, pero supongo que en algún momento me apeé del tren sin darme cuenta. Amo a nuestros hijos, nuestros recuerdos… y una parte loca e inmadura de mí siempre te amará a ti, pero no lo suficiente para intentarlo de nuevo, Sally, ni para seguirte durante el resto de mi vida.

Dicho aquello se levantó, se inclinó sobre ella y la besó en la cabeza. Sally permaneció inmóvil mientras lo seguía con la mirada hasta la puerta. No intentó detenerlo; sabía que carecía de sentido. Matt había hablado en serio, como siempre había hecho y siempre haría. De pie en el umbral, Matt la miró por última vez antes de salir de su vida para siempre.

– Adiós, Sally -se despidió, sintiéndose mejor de lo que se había sentido en muchos años-. Buena suerte.

– Te odio -replicó ella, sintiéndose borracha, mientras la puerta se cerraba tras él.

Por fin se había roto el hechizo que aprisionaba a Matt. Era libre.

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