Capítulo 12

– Adiós, casa -se despidió Pip con solemnidad cuando se fueron.

Ophélie cerró la puerta y dejó las llaves en el buzón del agente inmobiliario. El verano había tocado a su fin. Cuando pasaron por la estrecha y sinuosa calle donde vivía Matt, Pip permaneció muy callada. De hecho, no habló hasta que alcanzaron el puente.

– ¿Por qué no te gusta? -espetó de repente, volviéndose hacia su madre con expresión acusadora.

– ¿Quién? -replicó Ophélie, perpleja.

– Matt. Creo que a él le gustas -insistió Pip con furia, desconcertando aún más a su madre.

– Y él a mí. ¿De qué estás hablando?

– Quiero decir como hombre… ya sabes… como hombre.

Se acercaban al peaje, y Ophélie buscó las monedas correspondientes antes de mirar a su hija.

– No quiero ningún novio, soy una mujer casada -sentenció con firmeza con las monedas en la mano.

– No es verdad, eres viuda.

– Es lo mismo, o casi. ¿A qué viene todo esto? Y por cierto, no… no creo que le guste «como novia». Y aunque así fuera daría igual. Es nuestro amigo; no lo estropeemos.

– ¿Por qué iba a estropearlo? -insistió Pip con obstinación.

Llevaba toda la mañana pensando en el asunto y además ya echaba de menos a Matt.

– Lo estropearía, te lo aseguro. Soy una persona mayor y lo sé. Si empezáramos una relación, alguien saldría malparado y todo se acabaría.

– ¿Siempre sale alguien malparado? -musitó Pip, decepcionada, pues no le parecía un dato alentador precisamente.

– Casi siempre, y entonces las dos personas ya ni se caen bien y no pueden seguir siendo amigas. Y en ese caso, no podrías ver a Matt. Piensa en lo triste que sería eso. -Ophélie fue muy concluyente con su punto de vista.

– ¿Y si os casáis? Entonces no pasaría nada de eso.

– No quiero volver a casarme, ni él tampoco. Quedó destrozado cuando su mujer lo dejó.

– ¿Te ha dicho él que no quiere volver a casarse? -preguntó Pip, escéptica; no le parecía demasiado creíble.

– Más o menos. Un día hablamos de su matrimonio y su divorcio. Por lo visto fue muy traumático.

– ¿Te ha pedido que te cases con él? -inquirió la niña con expresión súbitamente esperanzada.

– Claro que no, qué tontería.

Desde la perspectiva de Ophélie, aquella conversación era absurda.

– Entonces, ¿cómo sabes lo que piensa sobre el tema?

– Lo sé, y ya está. Además, yo no quiero volver a casarme; todavía me siento casada con tu padre.

A Ophélie le parecía una actitud muy noble, pero Pip se enfureció, lo cual sorprendió a su madre.

– Bueno, pues está muerto y no volverá. Creo que deberías casarte con Matt y así podríamos conservarlo.

– Puede que no quiera que «lo conservemos», sea cual sea mi opinión. ¿Por qué no te casas tú con él? Haríais muy buena pareja.

Lo decía en broma, para disipar la tensión del momento. No le gustaba que le recordaran que Ted estaba muerto y jamás regresaría. Era el único pensamiento que ocupaba su mente desde hacía once meses. Costaba creer que había transcurrido casi un año. En ciertos sentidos parecía una eternidad, pero en otros daba la sensación de que apenas habían pasado unos minutos.

– Estoy de acuerdo -declaró Pip con sensatez-; por eso creo que deberías casarte con él.

– A lo mejor le gustaría Andrea -comentó Ophélie para desviar la cuestión.

Lo cierto era que cosas más raras se habían visto. De repente se preguntó si debería presentarlos, pero Pip se apresuró a expresar una opinión negativa al respecto. No quería perder a Matt, lo quería para ellas.

– No le gustaría nada -declaró convencida-. Le parecería horrible. Andrea es demasiado fuerte para él. Le gusta decirle a todo el mundo lo que tiene que hacer, incluyendo a los hombres. Por eso siempre acaban dejándola.

Era una evaluación interesante, y Ophélie sabía que su hija no andaba del todo desencaminada. Pip había escuchado muchas veces a sus padres hablar de Andrea y además se había formado su propia opinión. Andrea tendía a castrar a los hombres y era demasiado independiente, razón por la cual había acudido a un banco de semen para tener un hijo. Hasta la fecha, ningún hombre había querido comprometerse con ella. Pero en cualquier caso, Pip hacía gala de una gran perspicacia para una niña de su edad, y Ophélie no estaba en desacuerdo con ella, sino más bien impresionada por su sabiduría, aunque no se lo dijo.

– Sería mucho más feliz con nosotras -sentenció Pip con una risita-. Deberíamos proponérselo la próxima vez que lo veamos.

– Seguro que estaría encantado. Mira, se lo decimos y ya está, o también podríamos ordenarle que se case con nosotras. Mucho mejor todavía -bromeó Ophélie con una sonrisa.

– Eso, genial -exclamó Pip con los ojos entornados para protegerse del sol y una expresión complacida en el rostro.

– Eres un monstruito -la regañó cariñosamente su madre.

Al cabo de unos minutos llegaron a casa, y Ophélie abrió la puerta. Llevaba tres meses sin pisarla; en sus visitas a la ciudad había evitado ir, y toda la correspondencia estaba desviada a Safe Harbour. Era la primera vez que entraba en ella desde que se fueran a la playa, y la realidad de su situación la azotó como un vendaval en cuanto cruzó el umbral. De algún modo se había permitido creer que cuando volvieran Ted y Chad estarían allí, esperándolas, como si tan solo hubieran salido de viaje, como si la agonía del último año no hubiera sido más que un chiste macabro. Chad bajaría la escalera con una sonrisa de oreja a oreja, y Ted la aguardaría en el umbral de su dormitorio, mirándola con aquella expresión que aún le producía palpitaciones y hacía que le flaquearan las rodillas. La química había resistido durante todo el matrimonio. Pero la casa estaba vacía; resultaba imposible evadirse de la verdad. Ella y Pip siempre estarían solas.

Ambas se detuvieron junto a la puerta principal, pensando en lo mismo al mismo tiempo, con los ojos inundados de lágrimas mientras se abrazaban.

– Odio esta casa -musitó Pip sin soltar a su madre.

– Yo también -convino su madre en un susurro.

Ninguna de las dos quería subir a su dormitorio; la realidad era demasiado cruel. Por el momento, Matt quedó relegado al olvido; él tenía su propia vida, su propio mundo, y ellas también. Esa era la realidad.

Ophélie salió para descargar el coche, y Pip la ayudó a subir las maletas por la escalera. Incluso esa tarea les costó; ambas eran menudas, el equipaje pesaba mucho y no tenían quien las ayudara. Sin resuello, Ophélie dejó las dos bolsas de Pip en la habitación de la niña.

– Enseguida las deshago -jadeó Ophélie, intentando aferrarse a los progresos que había hecho durante el verano.

Sin embargo, en cuanto entró en la casa que compartiera con su marido y su hijo, se sintió de nuevo sumida en un agujero negro. Era como si los beneficiosos meses en Safe Harbour no hubieran existido.

– Puedo hacerlo yo, mamá -murmuró Pip con tristeza.

También ella lo percibía, hasta cierto punto incluso con mayor intensidad. Ophélie había vuelto a la vida y tenía sentimientos. El año del robot había sido más fácil.

Ophélie acarreó sus maletas escaleras arriba, y el corazón le dio un vuelco al abrir el armario. Todo seguía allí, cada chaqueta, cada traje, cada camisa, cada corbata, todos los zapatos de Ted, incluso los viejos y gastados mocasines que llevaba los fines de semana y que tenía desde la época de Harvard. Era como revivir una pesadilla. Ni siquiera se atrevía a entrar en la habitación de Chad, pues sabía que acabaría con ella. Estaba al límite de sus fuerzas, y mientras deshacía el equipaje, se sintió retroceder a pasos agigantados. Era una sensación aterradora.

A la hora de la cena, ambas estaban calladas, pálidas y agotadas. Las dos dieron un respingo cuando sonó el teléfono. Acababan de decidir dejar la cena para más tarde, aunque Ophélie sabía que Pip tendría que comer en un momento dado, tuviera apetito o no. Por lo que a ella respectaba, nunca vacilaba en saltarse una comida.

Ophélie no se movió, porque no quería hablar con nadie, de modo que Pip se levantó para contestar. Al escuchar su voz, el rostro se le iluminó.

– Hola, Matt. Sí, muy bien-dijo en respuesta a su pregunta.

Sin embargo, Matt advirtió por su tono de voz que no era cierto, y al poco Pip rompió a llorar mientras su madre la observaba.

– No, en realidad, fatal. Es horrible. No nos gusta nada estar aquí.

Sus palabras incluían a su madre, y Ophélie contempló la posibilidad de detenerla, pero no lo hizo. Si Matt iba a ser su amigo, más valía que estuviera al corriente de la verdadera situación.

Pip escuchó durante largo rato sin dejar de asentir. Por lo menos había conseguido dejar de llorar. Al cabo de unos minutos se sentó en una silla de la cocina.

– Vale, lo intentaré. Se lo diré a mi madre… No puedo… Mañana empiezo la escuela.

En su rostro se dibujó una expresión complacida al escuchar las siguientes palabras de Matt.

– Vale… se lo preguntaré… -dijo antes de volverse hacia su madre y cubrir el micrófono con la mano-. ¿Quieres hablar con él?

– Dile que ahora no puedo -susurró Ophélie, meneando la cabeza.

No quería hablar con nadie; se sentía demasiado desgraciada y sabía que no podía fingir buen humor. Una cosa era que Pip llorara en el hombro de Matt, pero ella no podía hacerlo. No le parecía apropiado y no quería.

– Vale -repitió Pip a Matt-, se lo diré. Te llamaré mañana.

Ophélie empezaba a dudar de la conveniencia de estar en contacto constante con Matt, pero quizá no había nada de malo en ello, si proporcionaba consuelo a Pip. En cuanto colgó, la niña le contó la conversación.

– Dice que es normal que nos sintamos así porque vivíamos aquí con Chad y papá, y que no tardaremos en estar mejor. Dice que hagamos algo divertido esta noche, como encargar comida china o pizzas, o que salgamos. Ah, y que pongamos música alegre y muy fuerte, y que si estamos demasiado tristes, que durmamos juntas. Dice que mañana deberíamos salir a comprar algo bien estrafalario, pero le he dicho que no puedo, que tengo que ir a la escuela. Pero las otras ideas suenan bien. ¿Quieres que pidamos comida china, mamá?

No habían comido comida china en todo el verano, y a ambas les gustaba.

– La verdad es que no me apetece mucho, pero ha sido muy amable al sugerirlo.

A Pip le gustaba especialmente la idea de la música, y de repente Ophélie se dijo que a fin de cuentas no costaba nada intentarlo.

– ¿A ti te apetece comida china, Pip? -preguntó, aunque le parecía un poco absurdo, porque ninguna de las dos tenía hambre.

– Claro, ¿por qué no pedimos rollos de primavera y wonton frito?

– Yo prefiero dim sum -añadió Ophélie con aire pensativo antes de buscar el folleto del restaurante sobre el mostrador de la cocina.

– También quiero arroz frito con gambas -pidió Pip mientras su madre hacía el pedido por teléfono.

Al cabo de media hora sonó el timbre, y pocos minutos más tarde se sentaron a comer a la mesa de la cocina. Por entonces, Pip había puesto una música espantosa al máximo volumen tolerable. Ambas tuvieron que reconocer que se sentían mejor que una hora antes.

– Ha sido una idea un poco tonta -comentó Ophélie con una sonrisa tímida-, pero Matt ha sido muy amable al dárnosla.

Y lo cierto era que había funcionado mejor de lo que quería admitir. Le daba cierta vergüenza que un poco de comida china y uno de los compacts de Pip pudieran paliar parte del sobrecogedor dolor que reinaba en sus vidas, pero lo cierto es que así era.

– ¿Puedo dormir contigo esta noche? -preguntó Pip titubeante mientras subían la escalera tras limpiar la cocina y guardar los restos en el frigorífico.

Alice, la mujer de la limpieza, había dejado provisiones suficientes para el desayuno del día siguiente, y Ophélie tenía intención de salir a hacer la compra por la mañana. La petición de Pip la sobresaltó, porque la niña no le había preguntado ni una sola vez en todo el año si podía dormir con ella. Le daba miedo entrometerse en la intimidad de su madre y, paralizada por el dolor, Ophélie nunca se lo había ofrecido.

– Supongo que sí… ¿Seguro que quieres?

Había sido idea de Matt, pero a Pip le parecía estupenda.

– Me gustaría mucho.

Cada una se bañó en su propio cuarto de baño, y más tarde Pip apareció en el dormitorio de su madre ya en pijama. De repente le parecía encontrarse en una especie de fiesta, y lanzó una risita cuando se encaramó a la cama de su madre. De algún modo, por control remoto, Matt había transformado la textura de la velada. Con expresión extasiada, Pip se acurrucó junto a su madre en la enorme cama y se quedó dormida en cuestión de pocos minutos. Ophélie se sobresaltó al comprobar cuan reconfortante le resultaba abrazar aquel pequeño cuerpo pegado al suyo y se preguntó cómo era posible que no se le hubiera ocurrido antes esa idea. Por supuesto, no podían hacerlo cada noche, pero desde luego resultaba una perspectiva atractiva para noches como aquella. Al poco, también ella dormía a pierna suelta.

Las dos despertaron con un respingo cuando sonó el despertador. En el primer momento, no sabían dónde se encontraban ni por qué estaban durmiendo juntas, pero no tardaron en recordarlo todo. Sin embargo, no les dio tiempo a deprimirse de nuevo, porque tenían que darse prisa. Pip fue a cepillarse los dientes mientras Ophélie corría abajo para preparar el desayuno. Al ver los restos de comida china en el frigorífico, sonrió, abrió una galleta de la suerte y se la comió.

«Tendrá felicidad y buena suerte todo el año», prometía el papelito encerrado en su interior.

– Gracias, las necesito -musitó Ophélie con una sonrisa.

Vertió leche en los cereales de Pip, sirvió zumo de naranja para las dos, deslizó una rebanada de pan en la tostadora y se preparó un café. Al cabo de cinco minutos, Pip bajó ataviada con el uniforme escolar mientras Ophélie abría la puerta principal para recoger el periódico. Apenas lo había leído durante todo el verano y de hecho no lo echaba de menos. No sucedía nada emocionante, pero pese a ello lo hojeó unos instantes antes de subir a vestirse para poder llevar a Pip a la escuela. Las mañanas siempre eran un poco frenéticas, pero le gustaba, pues la actividad le impedía pensar.

Veinte minutos más tarde estaban en el coche con Mousse y se dirigían hacia la escuela de Pip. La niña miraba por la ventanilla con una sonrisa en los labios.

– ¿Sabes una cosa? -dijo por fin, volviéndose hacia su madre-. Las sugerencias de Matt funcionaron. Me ha gustado mucho dormir contigo.

– A mí también -reconoció Ophélie.

Más de lo que había esperado; resultaba mucho menos solitario que dormir sola en su enorme cama, llorando a su marido muerto.

– ¿Podremos repetirlo alguna vez? -preguntó Pip con expresión esperanzada.

– Me encantaría -repuso Ophélie con una sonrisa al tiempo que llegaban a la escuela.

– Tendré que llamarle para darle las gracias -observó Pip.

Ophélie detuvo el coche, la besó a toda prisa y le deseó buena suerte. Saludando a su madre con la mano, Pip corrió hacia sus amigos, su nuevo día, sus profesores. Ophélie aún sonreía durante el trayecto de vuelta a la casa demasiado grande de Clay Street. Había sido tan feliz el día que se mudaron a ella, y en cambio ahora era tan desgraciada. No obstante, tenía que reconocer que la primera noche había sido mucho mejor de lo que había esperado, y se sentía agradecida por las creativas ideas de Matt.

Subió despacio la escalinata de entrada con Mousse y abrió la puerta principal con un suspiro. Todavía le quedaban algunas cosas que desempaquetar y provisiones que encargar, y aquella tarde quería pasar por el albergue de indigentes. Todo ello bastaría para mantenerla ocupada hasta las tres y media, hora en que tenía que ir a buscar a Pip. Pero al pasar ante la habitación de Chad, no pudo resistir la tentación. Abrió la puerta y se asomó. Las cortinas estaban corridas y la habitación estaba a oscuras, tan vacía y triste que casi le rompió el corazón. Sus posters seguían allí, al igual que todos sus tesoros. Las fotografías de él con sus amigos, los trofeos deportivos de cuando era más pequeño. Sin embargo, la habitación ofrecía un aspecto distinto de la última vez que entrara. Ahora poseía una cualidad seca, como una hoja caída del árbol y a punto de morir, y desprendía un olor polvoriento. Como siempre hacía, se acercó a su cama y apoyó la cabeza sobre la almohada. Aún percibía su olor, aunque ahora con menor intensidad. Y también como siempre, los sollozos se apoderaron de ella. Toda la comida china y toda la música estridente del mundo no podrían cambiar eso, tan solo aplazar la agonía inevitable de saber una vez más que Chad jamás volvería.

Por fin se obligó a marcharse y entró en su propio dormitorio, vacía y exhausta. Pero se negaba a ceder a aquella sensación. Vio la ropa de Ted colgada en el armario y estuvo a punto de desmoronarse. Se llevó una manga al rostro, y el tweed áspero le resultó enloquecedoramente familiar. Aún olía su colonia y casi le parecía oír su voz. Era insoportable, pero se obligó a sobreponerse. No podía hacerlo, ahora lo sabía. No podía permitirse el lujo de volver a convertirse en una autómata, dejar de sentir o permitir que los sentimientos acabaran con ella. Tenía que aprender a vivir con el dolor, seguir adelante a pesar de él. Cuando menos, debía continuar por Pip. Se alegraba de que aquella tarde hubiera sesión, porque ello le permitiría hablar con los demás. La terapia acabaría al cabo de poco tiempo, y no sabía qué haría sin ella, sin su apoyo.

Durante la sesión les contó a los demás todo lo relativo a la noche anterior, la comida china, la música y el hecho de que Pip había dormido en su cama. A nadie le pareció mal. A nadie le parecía mal nada, ni siquiera la idea de salir con otras personas, si bien Ophélie insistió en que no estaba preparada para ello y no quería. Cada uno de los integrantes del grupo se hallaba en un estadio de dolor distinto, pero al menos constituía un consuelo compartirlo con ellos.

– Bueno, señor Feigenbaum, ¿ya tiene novia? -preguntó Ophélie al anciano cuando salían juntos del edificio.

Aquel hombre le caía bien. Era sincero, franco, amable, dispuesto a hacer un esfuerzo sobrehumano, más que la mayoría de la gente, para sobreponerse a la tragedia.

– Todavía no, pero estoy en ello. ¿Qué me dice de usted?

Era un anciano corpulento, de aspecto cálido, mejillas rubicundas y espesa melena blanca; tenía aspecto de asistente de Papá Noel.

– No quiero tener novio. Habla usted como mi hija.

– Pues es una chica inteligente. Si yo tuviera cuarenta años menos, señorita, intentaría ligar con usted. ¿Qué hay de su madre? ¿Está soltera?

Ophélie se echó a reír y a continuación se despidió de él saludándolo con la mano. De ahí fue al albergue para indigentes. Se hallaba en una estrecha callejuela al sur de Market, en un barrio bastante cochambroso, aunque no podía esperar que lo hubieran instalado en Pacific Heights. Todas las personas que trabajaban tras el mostrador y deambulaban por los pasillos eran muy amables. Anunció que quería apuntarse como voluntaria, y le dijeron que regresara al día siguiente. Podría haber llamado para pedir hora, pero quería ver el lugar. Al salir vio a dos ancianos delante de la puerta con carros de la compra repletos hasta los bordes de todas sus pertenencias. En aquel momento, un voluntario les alargaba sendos vasos de café humeante. Ophélie se imaginaba haciendo aquello; no parecía complicado, y quizá le vendría bien sentirse útil. En cualquier caso, mejor que quedarse en casa llorando, oliendo la ropa de Ted y la almohada de Chad. No podía dejarse llevar otra vez y lo sabía. No podía vivir así otro año entero. El año de duelo transcurrido había sido una pesadilla que casi había acabado con ella, pero el segundo año debía ser mejor. Se acercaba el primer aniversario de sus muertes, y si bien ya lo temía, sabía que debía esforzarse para que el segundo año de dolor fuera mejor, y no solo para ella, sino también para Pip. Se lo debía, y quizá trabajar en el albergue contribuiría a ello. Al menos así lo esperaba.

De camino a la escuela de Pip, parada en un semáforo, vio por casualidad el escaparate de una zapatería. En un principio no prestó atención alguna, pero al verlas sonrió. Eran zapatillas peludas gigantes para adultos confeccionadas a base de personajes de Barrio Sésamo. Había unas azules de Grover y otras rojas de Elmo. Eran perfectas, y sin pensárselo dos veces, paró en doble fila y entró corriendo en la tienda. Compró las de Grover para ella y las de Elmo para Pip. Luego corrió de nuevo al coche y llegó a la escuela justo a tiempo para ver a Pip salir del edificio y dirigirse a la esquina donde siempre esperaba a su madre. Parecía cansada y algo desaliñada, pero también muy contenta.

La niña subió al coche con una sonrisa de oreja a oreja, encantada de ver a su madre.

– Tengo profesores geniales, mamá. Me gustan todos menos una, la señorita Giulani, que es un plomo y la odio, pero los demás son geniales.

Hablaba como una niña de once años, y Ophélie le sonrió divertida.

– Me alegro de que sean geniales, mademoiselle Pip -respondió en francés antes de señalar la bolsa de la zapatería que llevaba en el asiento trasero-. He comprado un regalo para las dos.

– ¿Qué es? -exclamó Pip.

Tiró de la bolsa hacia el asiento delantero y al ver lo que contenía lanzó un gritito de alegría y miró a su madre con expresión radiante.

– ¡Lo has hecho! ¡Lo has hecho!

– ¿El qué? -preguntó Ophélie, desconcertada.

– Has comprado algo estrafalario. ¿Te acuerdas? Es lo que Matt dijo anoche, que fuéramos a comprar algo bien estrafalario. Y yo le dije que tenía escuela y que no podía ir, ¡pero lo has hecho tú! ¡Te quiero, mamá!

Ni corta ni perezosa, se calzó las zapatillas de Elmo sobre los zapatos escolares y contempló el efecto extasiada, mientras Ophélie la miraba con los ojos abiertos como platos. No sabía si había actuado movida por un mensaje subliminal, pero lo cierto era que no había pensando en la sugerencia de Matt ni en él al comprar las zapatillas; sencillamente le habían gustado. Pero desde luego, podían tildarse de estrafalarias, y a Pip le encantaban.

– Tendrás que ponerte las tuyas en cuanto lleguemos a casa. ¿Me lo prometes?

– Te lo prometo -aseguró Ophélie con solemnidad.

Condujo hasta casa sin dejar de sonreír. A decir verdad, había sido un buen día, y la emocionaba la perspectiva de la entrevista en el albergue para indigentes. Se lo contó a Pip durante el trayecto, y la niña quedó impresionada y contenta al ver que su madre estaba mejor. El regreso a casa había sido espantoso, pero las cosas parecían arreglarse poco a poco. Los agujeros negros no parecían tan oscuros y profundos, y Ophélie se sentía capaz de salir de ellos con mayor rapidez. En el grupo le habían asegurado que eso sucedería a la larga, pero ella no lo había creído. Sin embargo, parecía que empezaba a ser cierto.

Pip hizo que se pusiera las zapatillas de Grover en cuanto llegaron a casa y, después de tomarse un vaso de leche, una manzana y una galleta, llamó a Matt antes de ponerse a hacer los deberes. Matt acababa de volver de la playa, y Ophélie estaba arriba, probablemente en su habitación, pensó Pip mientras se sentaba en un taburete de la cocina y esperaba a que Matt contestara. Cuando descolgó parecía estar sin resuello, como si hubiera corrido para coger el teléfono.

– Solo llamaba para decirte que eres muy inteligente -anunció Pip.

Matt sonrió al escuchar su voz.

– ¿Eres tú, señorita Pip?

– Sí, señor, y eres un genio. Pedimos comida china, puse mi mejor disco, y nos lo pasamos bien… Y hoy mi madre nos ha comprado a las dos zapatillas de Barrio Sésamo, de Grover para ella y de Elmo para mí. Y me encantan mis profesores, menos una, que es repugnante.

Matt percibió en su voz que las cosas iban mucho mejor que la noche anterior y se sintió como si acabara de ganar un importante galardón. Experimentaba una felicidad casi embarazosa.

– Quiero ver las zapatillas. Estoy celoso y quiero unas.

– Tienes los pies demasiado grandes; de lo contrario le pediría a mamá que te comprara unas.

– Qué pena. Siempre me ha gustado Elmo. Y también Gustavo.

– Y a mí, aunque Elmo me gusta más.

Luego se puso a hablar de la escuela, de sus amigos, de sus profesores, y al cabo de un rato le dijo que tenía que ir a hacer los deberes.

– Muy bien. Dale saludos a tu madre. Mañana os llamaré -prometió.

Se sentía como cuando llamaba a sus hijos, feliz y triste a la vez, emocionado y esperanzado, como si tuviera una razón para vivir. Se obligó a recordarse que Pip no era hija suya. Ambos sonreían al colgar el teléfono, y Pip asomó la cabeza al dormitorio de su madre de camino a su propia habitación.

– He llamado a Matt y le he contado lo de las zapatillas. Te manda recuerdos -anunció Pip con aire satisfecho, y Ophélie le sonrió desde el otro extremo de la estancia.

– Qué amable -repuso sin parecer emocionada, tan solo contenta y tranquila.

– ¿Puedo volver a dormir contigo esta noche? -pidió Pip casi con timidez.

Llevaba las zapatillas de Elmo, aunque se había quitado los zapatos, y Ophélie llevaba las de Grover, tal como había prometido.

– ¿Ha sido idea de Matt? -inquirió Ophélie con curiosidad.

– No, mía.

Era cierto, pues Matt no le había dado ninguna sugerencia esta vez. No hacía falta; les había echado un cable la noche anterior, pero ahora, al menos de momento, sus amigas estaban bien.

– Me parece bien -accedió Ophélie.

Pip fue a su habitación dando brincos para hacer los deberes.

Fue otra velada agradable para ambas. Ophélie no sabía cuánto tiempo seguirían durmiendo juntas, pero a las dos les gustaba. No entendía cómo no se le había ocurrido antes. Resolvía un montón de problemas y les resultaba reconfortante para ambas. No pudo por menos de pensar en los cambios positivos que Matt había introducido en su vida.

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