El día de su boda amaneció radiante. Era un perfecto día de junio, soleado y acariciado por una suave brisa. El horizonte aparecía puntuado de botes pesqueros, y la playa estaba impecable. Safe Harbour nunca había estado tan hermoso.
El sacerdote llegó a las once y media, y la ceremonia daría comienzo a las doce. Ophélie llevaba un sencillo vestido de encaje blanco hasta los tobillos, y en la mano un ramo de nardos. Vanessa y Pip lucían vestidos de lino blanco, y Matt y Robert, pantalones de vestir y americana. En brazos de la niñera, Willie llevaba un trajecito de marinero blanco y azul. Empezaba a caminar y ya le habían puesto su primer par de zapatos. Ophélie no pudo por menos de advertir que era idéntico a su madre, lo cual era un alivio. Habría resultado muy difícil explicar la semejanza con Ted, aunque a decir verdad, sí se parecía un poco a Pip. Cuando la gente lo comentó, Pip se mostró encantada. Tardaría mucho en saber, o al menos eso esperaba su madre, que Willie era en efecto pariente suyo, aunque no de Ophélie.
Todos estaban de excelente humor. Al día siguiente partirían para Francia. Pasarían una semana en París y a continuación dos en Cap d'Antibes, en el Edén Roe. Sería una extravagante luna de miel a la que Matt había insistido en invitarlos a todos tras explicar que llevaba años sin apenas gastar un centavo. Todos ardían en deseos de ir. En cuanto regresaran, Matt y Ophélie se pondrían a buscar una casa nueva, pues en la de Clay Street apenas cabían.
Robert era el padrino de su padre; Vanessa, la dama de honor, y Pip, la madrina. Habían contemplado la posibilidad de nombrar a Willie portador de arras, pero le estaban saliendo unos cuantos dientes, por lo que temían que se tragara los anillos.
El sacerdote pronunció unas conmovedoras palabras sobre la belleza de unir vidas y familias, sobre la resurrección del espíritu y la sanación del dolor pasado. Habló de esperanza, de gozo, de compartir, de la familia, del amor y la bendición que une a las familias y las mantiene unidas. Mientras lo escuchaba, Ophélie desvió la mirada hacia la playa, hacia el punto donde Matt trabajaba el día que Pip lo conoció hacía exactamente un año. Resultaba imposible no pensar en la buena fortuna que los había unido, y todo porque una niña había salido a pasear con su perro por la playa.
Matt observó que Ophélie desviaba la vista hacia la playa y pensó exactamente lo mismo que ella. Al poco, sus miradas se encontraron. Sin duda, había sido la suerte la que los había unido, pero había hecho falta más que suerte, casualidad e incluso amor para mantenerlos juntos. Habían necesitado sabiduría y valor para recomponer sus vidas, para hacer acopio de la valentía necesaria para alargar la mano y aferrarse al otro. Habría sido mucho más sencillo no intentarlo siquiera, salir huyendo y esconderse para proteger las viejas heridas. Pero en cambio ellos se habían lanzado, habían bailado, habían avanzado por la oscuridad y el frío, desafiado a los demonios, afrontado los terrores, siempre negándose a huir. Era más que un acto de amor lo que celebraban ese día; era un acto de coraje, de fe, de esperanza. Todos los fragmentos se habían unido, los finísimos hilos, tan sueltos al principio, se entretejían ahora en el telar de su nueva vida. Habían tomado la decisión de no sucumbir a la muerte, de abrazar la vida, una elección difícil sin duda. Habían caminado por la cuerda floja en precario equilibrio para llegar a la seguridad del otro lado. Habían encontrado lo que deseaban y luchado por ello hasta atracar en puerto seguro y escapar por fin de las tormentas.
Cuando el sacerdote preguntó a Ophélie si aceptaba a aquel hombre como esposo para pasar junto a él el resto de su vida, Pip elevó su voz para unirla a la de su madre:
– Sí, lo acepto.