Jay no iba a permitir que lo distrajera.
Naturalmente, descubrió a Kristi en cuanto entró en la sala. ¿Cómo no? Además, jugaba con ventaja, ya que había visto su nombre en la lista de clase.
Era más alta de lo que recordaba, probablemente porque sus largas piernas se veían acentuadas por unos finos vaqueros y unas botas con tacones de al menos cinco centímetros. Lucía un tipo atlético; sus hombros estaban definidos por años de natación, su vientre plano, sus pechos tirando a pequeños, aunque aún firmes, sus caderas estrechas.
Incluso vestida con unos viejos vaqueros y una sudadera, podía provocar el giro de algunas cabezas. No porque gozara de una belleza de modelo de pasarela, sino porque era guapa, bastante más que la media y mostraba un aire de confianza que resultaba natural, espontáneo y fascinante.
Al dirigirse hacia el fondo del aula, la miró, pero de algún modo se mantuvo impasible, sin ni siquiera saludarla mientras el resto de la presunta nueva generación de científicos forenses tomaba asiento. Jay estaba seguro de que aquellos estudiantes daban por hecho que su trabajo era igual que en C. S. I, glamuroso y sencillo, en ciudades tan atractivas como Las Vegas, Nueva York y Miami. con agentes de policía guapos e inteligentes, e ingeniosas y modernas técnicas criminalistas trabajando contra astutos maleantes. Probablemente imaginaban investigadores que siempre eran capaces de determinar quién es el responsable y de enviarle a la cárcel para siempre. Jay suponía que su trabajo allí no era desacreditar la imagen televisiva, sino empaparles con una fría dosis de realidad.
– Es probable que muchos de vosotros os estéis preguntando quién soy -comenzó, rodeando el escritorio y balanceando sus caderas sobre el borde mientras los últimos rezagados tomaban asiento. El aula había contemplado días mejores, y el ajado suelo, los maltratados pupitres y la fluctuante y fluorescente iluminación sugerían que la última reforma se llevó a cabo bajo la administración de Eisenhower-. Soy Jay McKnight y trabajo para el departamento de policía de Nueva Orleans. Poseo una doble titulación; una en Criminología y otra en Ciencias de Laboratorio Clínico, también un máster en Ciencias Forenses, el último de la Universidad de Alabama. Además, trabajo para el Laboratorio Criminalista de Nueva Orleans, el cual, como probablemente hayáis supuesto, ha sido un desafío desde el Katrina. Perdimos nuestro laboratorio y más de cinco millones de dólares en equipo durante la tormenta. Las pruebas fueron destruidas y no podrán recuperarse nunca. Hemos tenido que trabajar bajo el amparo de otras oficinas del sheriff o mediante agencias privadas, lo que ha ralentizado increíblemente las cosas. También hemos perdido técnicos, quienes se cansaron de vivir en remolques del fema, de trabajar en remolques del fema y de recopilar pruebas en remolques del fema.
Mantenía la atención general. Sus ojos, ahora serios, estaban fijos en él y ninguno hablaba o hacía más que mascar chicle.
– Pero las cosas están mejorando. Lentamente. No disponemos de las oficinas ni de los laboratorios que salen en series de televisión como C. S. I., pero ahora tenemos nuestras propias instalaciones en la Universidad de Nueva Orleans, en el campus junto al lago.
Miró hacia Kristi. Ella, al igual que los demás, le devolvía una sobria mirada. Si sentía alguna emoción aparte de la del estudio, había conseguido ocultarla por completo.
Bien.
– Sé que la mayoría de vosotros pensó que la clase sería impartida por la doctora Monroe, pero debido a un caso de enfermedad en su familia, ha tenido que tomarse un tiempo libre, así que estáis atrapados conmigo.
»De forma que, durante las próximas nueve semanas, discutiremos sobre Criminología en franjas de tres horas. Tocaremos los temas principales y, en lugar de impartiros una charla, digamos que guiaré la discusión acerca de la ciencia forense y de la evidencia. Durante la última hora y media, realizaremos cualquier examen que considere apropiado y luego habrá un periodo de preguntas y respuestas. Discutiremos escenas del crimen y cómo protegerlas, cómo recoger pruebas, y qué hacer con esas pruebas cuando se han recogido. Lo incluiremos todo, desde modelos de salpicaduras de sangre hasta armas de fuego, entomología y biología forense, tanto vegetal como animal. Hablaremos sobre la causa de la muerte y las autopsias.
Un muchacho con una diminuta perilla y varios pendientes levantó la mano.
– ¿Hay alguna forma de que podamos asistir a una autopsia?
Aquello provocó unos cuantos murmullos, algunos de emoción y otros de disgusto.
– No en este trimestre, me temo -respondió Jay.
– Pero molaría, ¿no? -El chico de la perilla no se daba por vencido.
– No lo sé, ¿molaría? -preguntó Jay a la clase, y algunos de los estudiantes abuchearon mientras otros protestaban-. Como os he dicho, no está programado y este es un grupo bastante grande. Hay normas sobre ese tipo de cosas, cuestiones de contaminación, de sincronización y, a pesar de todo lo que creéis que «molaría» verlo, el médico forense es una persona ocupada, al igual que todas las que trabajan para la oficina del forense.
»Sin embargo, para hacer las cosas interesantes, cada semana propondré un caso específico que el departamento resolvió, luego os mostraré las pruebas que se recogieron y veremos lo que podéis contarme sobre el crimen. Después, lo compararemos con lo que la policía descubrió en realidad.
Todavía mantenía la atención. Todos parecían estar escuchando. Al menos por ahora. Volvió a contactar visualmente con Kristi, al igual que con los demás estudiantes, mientras continuaba con su charla. Le resultó fácil porque le encantaba su trabajo. Examinar las pruebas y relacionarlas con un crimen y un sospechoso era estimulante, a la vez que frustrante. A medida que hablaba se iba animando, aunque le era difícil ignorar que Kristi aún conservaba la misma energía que tanto le había atraído años atrás, cuando ella aún iba al instituto y él acababa de empezar las clases en la universidad mientras seguía trabajando con su padre. Entonces, Jay había llegado a pensar que Kristi era inteligente, atrevida, cabezota y más dura que una roca, a veces incluso temeraria, pero Kristi Bentz nunca había sido aburrida. Atlética y valiente, casi hasta el punto de la estupidez, Kristi desprendía una energía pura que Jay había echado en falta en la mayoría de las mujeres con las que había salido en su vida, incluyendo a Gayle Hall.
Ahora, sentada al fondo de la clase, sin llevar ningún maquillaje, con sus grandes ojos verdes clavados en él, su oscuro cabello cobrizo apartado de la cara para revelar una tersa barbilla, una nariz recta y unos pómulos elevados, Kristi lo observaba con atención. Se inclinaba hacia atrás apoyando su espalda, con los brazos cruzados sobre su pecho de forma casi insolente, como si le desafiara a enseñarle algo que no supiera.
O puede que solo ocurriese en su imaginación.
Jay dejó claramente que su mirada contactara con la de ella antes de volverse hacia el otro lado de la sala y mirar a un chico alto con gafas de cristales gruesos y una descuidada barba negra que no ocultaba un problema de acné.
– Esta noche os enviaré a todos un programa por correo electrónico, y mis horas de tutorías son los viernes por la tarde, de cuatro a seis. Lo sé, es una faena para aquellos de vosotros que queréis marcharos de fin de semana, pero es lo mejor que ha podido conseguir el departamento, ya que debe ajustarse a mi horario. Podéis enviarme un correo siempre que queráis; mi dirección está en el programa.
»Bien, empecemos con un poco de anatomía básica. Esta noche, hablaremos de cómo una persona puede ser asesinada, y lo que el cadáver podría mostrar en la autopsia. Tras el intermedio discutiremos la escena del crimen y el conjunto de pruebas. Esto podría pareceres algo confuso, pero he pensado que para nuestro primer caso vamos a retroceder desde el cadáver hasta la escena.
La semana que viene, tomaremos otro caso y lo haremos justo al contrario, lo cual, por supuesto, normalmente es el procedimiento habitual, aunque no siempre. ¿Puede alguien decirme por qué?
Un brazo se levantó y se agitó frenéticamente como si apenas pudiera controlarse por sí solo. La chica parecía medir menos de metro y medio, y no podía pesar más de cuarenta y cinco kilos. Su pelo rubio claro se agitaba ligeramente al tratar de llamar su atención.
– ¿Sí? -Se dirigió hacia ella.
– En ocasiones las pruebas de la escena del crimen no tienen sentido porque el cadáver podría haber sido cambiado de sitio. En ese caso tendríamos el lugar de depósito, pero también encontraríamos pruebas en el sitio donde el ataque o asesinato realmente tuvo lugar.
– Es correcto -dijo Jay, asintiendo hacia la chica, quien sonrió con suficiencia y se ruborizó al estar en lo cierto-. Ahora, echemos un vistazo a estos… -Jay bajó del escritorio y caminó hacia los diagramas del cuerpo humano que había colgado sobre la pizarra. Uno era del esqueleto, otro era muscular, otro mostraba los órganos y el cuarto era una ampliación de un dibujo del cuerpo humano con marcas y anotaciones añadidas por un examinador del caso en cuestión. Le dijo a la clase que aquel crimen había ocurrido más de diez años atrás, cuando un asesino que se hacía llamar padre John acechaba por las calles de Nueva Orleans. Las marcas de ataduras alrededor del cuello de la víctima, como indicaban las notas del examinador, eran exclusivas del padre John, o el Asesino del Rosario, como lo llamaban, quien había estrangulado a todas sus víctimas con un rosario creado para ese propósito.
El padre John había sido un retorcido asesino en serie, alguien a quien los chavales encontrarían macabro y fascinante.
Jay no solo tenía una copia del dibujo de la autopsia, sino también fotografías de la víctima, las cuales mostraría más adelante, demostrando después cómo la ciencia forense ha sido de ayuda para llevar a la policía hasta el asesino. Pensaba que aquel caso interesaría a la clase, ya que el asesino había sido bien conocido por el campus del All Saints. Por supuesto, Kristi Bentz podría encontrarlo un poco más personal, ya que su padre había ayudado a descubrir la identidad del asesino. Notó que Kristi se enderezaba en su asiento.
– Ahora contemplaremos un asesinato y trabajaremos hacia atrás. Veréis que tenemos una fotografía de la víctima y las notas del médico forense. -Alcanzó un montón de papeles y empezó a repartirlos-. Observaremos el cadáver de la misma forma que el forense. Comienza en la página uno, es una versión resumida de las notas del forense…
Esta noche, pensó Vlad desde su refugio de la tercera planta. Esta noche sería la ocasión perfecta para su próximo secuestro. Elevó su mirada, a través de las ramas más altas de los árboles, hacia el suave contorno de la luna, apenas visible entre las pausadas nubes.
Pero, por supuesto, no era así como funcionaba el proceso. No podía simplemente capturar a una víctima de camino a su casa desde una clase nocturna, la biblioteca o el trabajo. No tenía permitido esconderse en el asiento trasero de sus coches en la oscuridad, ni acecharlas mientras se dedicaban inconscientemente a sus asuntos. No… tenía que esperar, jugar al juego, asegurarse de que todo marchaba según lo meticulosamente planeado. Podía tomar una vida esta noche, pero no sería una de la élite, una de las «elegidas». Aquellas que habían sido investigadas cuidadosamente, aquellas que consideraba superiores. Las privilegiadas y con buena educación. Tenía que ser cuidadoso con ellas. Estaban siendo vigiladas. Pero las otras… A las otras podía asaltarlas a voluntad; aunque, como siempre, debía ser cuidadoso. Siempre cuidadoso.
Oyó el tañido de las campanas de la capilla y su pulso se aceleró. Había llegado el momento. Dong, dong, dong…
Al sonar las horas, sintió un torrente de excitación. Los estudiantes comenzaban a salir de los edificios, apresurándose por aquí y por allá, charlando, riendo, avanzando en la noche, sin percatarse de que él vigilaba; de que allí, desde su escondite, era capaz, si se le antojaba, de acertarles uno por uno con un rifle, o con un arco y unas flechas, o incluso con un tirachinas, un arma que había usado de niño contra pájaros y ardillas e incluso contra murciélagos por la noche. Su visión y su oído eran tan agudos, así como su gran sentido del olfato, que podía matar fácilmente a la presa de su elección; no es que le hiciera falta un arma.
Pero no era esa la forma en que debía hacerse.
Aquello sería romper las reglas.
Esta noche, All Saints no podía ser su coto de caza.
Se le encogió el estómago al contemplar a varias alumnas, chicas que había visto en el campus, estudiantes cuyas fotografías había guardado. A algunas las conocía por su nombre, y sonrió al comprender que una de ellas sería la próxima de las elegidas. Se frotó las puntas de los dedos e imaginó sus inconscientes caminos hasta llegar a él, los cuales ellas mismas creaban, como si fueran las catalizadoras de su propia defunción… dueñas de su propio destino, profetas de su propia muerte.
Pronto, pensó, mientras una sombra pasaba sobre la luna y el aire cambiaba ligeramente. Primero olfateó su aroma; luego, al volverse, tomó contacto visual con ella, Kristi Bentz, caminando con ligereza, con sus largas piernas devorando el camino de cemento que la separaba del pabellón Knauss. Estaba siguiendo a alguien… no, tratando de alcanzarlo mientras él caminaba a grandes zancadas hacia el aparcamiento en el extremo del campus.
Incluso desde aquella distancia, reconoció al hombre.
El nuevo profesor.
Por supuesto. Sus labios se torcieron al ver a Jay McKnight, la nueva incorporación a la plantilla del All Saints.
La hija del policía agitó una mano y, con su cabello cayendo a su espalda, dio alcance a McKnight.
Oculto en las sombras de la torre, sintió que su sangre empezaba a encenderse. ¿De pasión? ¿Deseo? ¿O Rabia? La noche se filtraba por su piel, llegándole a los huesos mientras el pulso se elevaba. Ahora su corazón retumbaba, los músculos se le tensaban, los nervios se le afilaban como agujas. Imaginó cómo sería tocarla… sentir su respuesta hacia él, romperle lentamente cada costura de la ropa hasta que estuviera desnuda ante él. Con el ojo de su mente, vio sus largas extremidades, musculosas aunque femeninas… flexibles piernas que se enroscarían a su alrededor mientras él se inclinaba hacia delante, su cálido aliento contra sus senos, sus dientes y lengua deslizándose sobre sus pezones, y mordisquearlos…
Sus músculos se pusieron tensos y sus genitales respondieron con una erección más dura que una piedra.
¡No! No podía permitirse adentrarse tan profundamente en su fantasía. Aún no. Tenía que reservarse. Sin emitir sonido alguno, cerró la ventana.
Despacio, con unas silenciosas pisadas, se retiró de los paneles de cristal hacia las escaleras y, mientras descendía los ajados escalones, acalló su necesidad.
No podía precipitarse.
No podía ceder ante rápidos estímulos.
Tenía que seguir el plan.
Meticulosamente.
O todo estaría perdido.
– ¡Jay! ¡Profesor McKnight! ¡Oye, espérame! -Kristi caminó lo más rápido que pudo, tratando de alcanzarlo. Había salido justo al final de clase para marcharse a casa; luego decidió que necesitaban aclarar las cosas, de forma que volvió sobre sus pasos, solo para verlo dirigirse hacia una puerta trasera. Cuando estuvo lo bastante cerca como para llamarlo, él había llegado a un aparcamiento para el personal. Bajo el débil charco de luz proyectado por una bombilla de seguridad, Jay cargaba sus libros y su maletín en la cabina de una vieja y destartalada camioneta. Él miró sobre su hombro y su mandíbula se deslizó a un lado.
– Kristi Bentz.
– Hola. -Kristi casi se frenó en seco a tres metros de distancia-. Yo, eh, me ha sorprendido que estés sustituyendo a la doctora Monroe…
– Apuesto a que sí.
Ella inclinó la cabeza, sintiendo el rubor en el rostro.
– Esto me resulta incómodo. Mira, sé que no dejamos… que no dejé las cosas muy bien entre nosotros, y pensé…
– Eso es agua pasada, Kris.
Había olvidado que él la llamaba así. Había sido la única persona de su vida que había acortado su nombre.
– De acuerdo. -Kristi asintió-. ¿Pero quién iba a decir que estaríamos en la misma clase, o que tú serías mi profesor, o…? Espera un momento -dijo mientras la verdad surgía repentinamente en su interior-. Tú lo sabías. Tenías que haberlo sabido.
– Claro, hace unos pocos días. -Jay asintió y abrió un poco más la puerta del coche.
Un ronco «guau» se escapó de la oscurecida cabina y un enorme y musculoso perro saltó al exterior. Bajo la luz de la calle, los músculos del animal ondeaban bajo una piel que parecía cobre bruñido.
Kristi dio un paso atrás.
– Este es Bruno -la informó.
– ¡Es gigantesco!
– Ni hablar; no es más que un canijo. -Tras agacharse, acarició la enorme cabeza de Bruno-. Es tan amable como un cervatillo, a no ser que le hagas enfadar.
– No creo que lo haga.
Jay lució una sonrisa y rascó las grandes y colgantes orejas del enorme perro.
– Date prisa -le dijo a Bruno-. Haz lo que tengas que hacer. -Jay señaló hacia un extremo del aparcamiento donde los árboles de Júpiter limitaban los lechos de flores que separaban el campus de la zona de aparcamiento.
Bruno obedeció, olfateando la tierra húmeda, y luego alzó su pata sobre un arbusto mientras miraba a Jay con ojos tristes.
– Buen chico -espetó Jay mientras el perro terminaba de aliviarse y comenzaba a olfatear la tierra-. Eso luego. Vamos, arriba.
Bruno miró a Kristi, y después saltó al interior de la cabina, sobre el asiento del copiloto.
– En fin… ¿Por qué estás dando clase aquí? -inquirió.
– Es un cambio de aires. Las cosas aún están difíciles en la comisaría, no han ido bien desde el Katrina, pero apuesto a que eso ya lo sabes.
Ella asintió, pensando en su padre y en sus largas horas de frustración y desánimo. Incluso lo había oído en una conversación, hablando de retirarse, para lo que aún le quedaban años. Resultaba extraño, porque Rick Bentz había nacido para ser policía. Era en su trabajo donde se sentía más vivo. Esa dedicación y su ética de «el trabajo es lo primero» le había costado su puesto en Los Ángeles y el matrimonio a la madre de Kristi. En última instancia, ella temió que le costase la vida. Pero últimamente, desde las consecuencias de la madre de todos los huracanes y de la tormenta, había tenido un exceso de trabajo, estrés y pesadumbre.
– Así que la oportunidad llamó a mi puerta y yo he contestado.
– Y ahora estoy en tu clase.
– Eso parece -pronunció lentamente y, por primera vez ella vio, más allá de su propia frustración, que aquella situación era algo divertida. Oh, genial. Justo lo que necesitaba.
– Bueno, quería asegurarme de que no quedaban asperezas.
El se encogió de hombros.
– Estoy en una fase de indiferencia.
Aquello le molestó un poco, pero lo dejó pasar.
– Entonces podemos hacer esto como si yo fuera únicamente la estudiante y tú el profe.
– Así es.
– Bien. -Todavía se sentía incómoda con la conversación; parecía como si hubiera un millón de cosas sobre las que deberían estar hablando, aunque, ¿por qué sacar a relucir los viejos rencores? Si podía creer en lo que él decía, entonces no había ningún problema.
– Entonces, ¿puedo llevarte? -preguntó él.
– Oh… eh, no… Atajaré por el campus. -Señaló la dirección opuesta con el pulgar.
– Es tarde -adujo Jay.
– No importa. De verdad.
– Algunas chicas han desaparecido.
– Sí, lo sé, pero puedo cuidar de mí misma. Taekwondo, ¿recuerdas? La sonrisa de Jay se hizo más amplia.
– Oh, claro -respondió.
Un recuerdo indomable sacudió su cerebro. Ella estaba en el último año de instituto, en una noche no muy diferente a aquella. Habían estado a solas en el apartamento de su padre y ella había cometido el error de decirle que, gracias a sus habilidades de artes marciales, podría derribar a cualquier hombre que tratara de molestarla. Se lo aseguró, y después dijo: «Puedo cuidar de mí misma».
Una sonrisa del tipo «no me vengas con chorradas feministas» se había dibujado en la cara de Jay antes de decir:
«Sí, claro».
«Puedo hacerlo».
Ella había insistido en que, con su destreza, podría hacerse cargo de cualquiera que se acercase a ella. Él aceptó su bravuconada y la discusión pasó a ser un desafío. Entonces, antes de que el debate hubiese acabado, él le hizo un barrido de pies y la tiró al suelo, utilizando una técnica que había aprendido como miembro del equipo de lucha. En cuestión de segundos, la había sujetado y ella era incapaz de moverse debido al peso de su cuerpo.
Ella permaneció tumbada sobre la alfombra del salón, mirando su rostro triunfal, respirando con fuerza, tan furiosa que quería escupirle. Nariz contra nariz, latido contra latido, yacían agarrados entre el sillón reclinable de su padre y el televisor, ambos esperando un movimiento del otro. Con los músculos en tensión. Dispuestos. Él sabía que con el más mínimo cambio en su peso, ella sería capaz de escapar; Kristi estaba esperando justamente esa oportunidad.
«¿Te rindes?», le había preguntado.
«No».
«¿Estás segura?» «Estoy segura». «Te tengo sujeta». «Por ahora».
Él sonrió y bromeó con ella. «Tengo que ponerme pesado».
Ella le lanzó una mirada de odio y trató en vano de ignorar su acelerado corazón. La verdad era que la estaba aplastando, pero había algo más que eso. Tenía que luchar por dejar de mirar sus labios, tan cerca de los de ella. La sangre bombeaba con fuerza en sus venas y se preguntó cómo sería hacer el amor con él. Justo ahora. Justo allí. Mientras todavía estaban sudando y respirando con fuerza por la lucha. Kristi vio como sus ojos se oscurecían, sus pupilas se dilataban como si sus propios pensamientos fueran iguales que los suyos.
«Venga, Kris, yo gano», dijo con voz suave.
«Por ahora…»
Ella se relamió los labios y lo oyó suspirar; sintió la dureza entre sus piernas. Kristi dejó escapar un gemido como respuesta y él perdió el control y la besó. Con fuerza. Con una cálida lujuria que se extendía de su corriente sanguínea hasta la de ella. Era algo glorioso.
Y entonces ella lo mordió.
Fluyó sangre.
Él aspiró su aliento, dolorido, alterando su peso solo un poco. También maldijo, suave, aunque peligrosamente mientras ella comenzaba a agitarse con libertad, luchando por ganar el suficiente espacio para girar y patearle como había aprendido en su última clase.
Pero se detuvo en seco cuando oyó unas pisadas en los escalones exteriores del apartamento.
«¡Sal de aquí!», le ordenó.
«¿Qué?»
«¡Es mi padre! ¡Sal de aquí!»
Con un ágil movimiento, Jay salió rodando de encima y se puso en pie. Antes de que ella pudiera decirle qué hacer, él saltó sobre el sofá, aterrizó en el vestíbulo y se deslizó hacia el cuarto de baño mientras Kristi se ajustaba la ropa y se arrojaba en el sillón de su padre. Apretó el botón del mando del televisor justo cuando la puerta se abría, descubriendo a su padre.
«¿Kristi?», llamó Rick Bentz mientras la buscaba con la mirada. «Oye…» Dejó sus llaves, su cartera y su placa sobre la mesita del recibidor, miró hacia el televisor, que mostraba un canal de deportes. Como si alguna vez le hubiera interesado un campeonato de golf. ¡Por Dios!
«Hola», saludó ella efusivamente, con más entusiasmo del que jamás había mostrado al saludarlo. Kristi sabía que su cara estaba roja, su pelo sudoroso y la culpa escrita en toda su expresión, pero fingió que no pasaba nada y que su padre, un detective que se había pasado la vida siendo suspicaz y que era un experto en descubrir cuando alguien estaba mintiendo, no había notado nada fuera de lo normal.
«¿Qué ocurre?», preguntó sin desconfiar aún.
En ese momento, Jay tiró de la cadena del baño con fuerza, dejó caer un poco de agua en el lavabo y salió del cuarto de baño. Él también estaba colorado y su labio inferior estaba descolorido, con una oscura mancha de sangre visible donde ella le había mordido. Kristi deseó salir corriendo por la puerta y desaparecer.
«Hola, detective», saludó Jay y alcanzó su chaqueta, la cual había estado todo el tiempo colgada sobre el respaldo del sofá. «Tengo que irme. El trabajo».
«Buena idea», respondió Rick Bentz, mirándolo con desconfianza. «¿Sabes? Hay una regla en mi casa. Una que mi hija, al parecer, ha olvidado, así que te la contaré. Es arcaica, lo sé, pero corta y eficaz. No puede haber chicos en esta casa cuando yo no estoy». Miró a Jay y después a Kristi.
«Lo siento. Tan solo la he traído a casa».
«¿Para acabar con el labio partido?»
«Sí. Kristi puede explicárselo», respondió Jay mientras le lanzaba una mirada. «Buenas noches, Kristi. Buenas noches, detective Bentz». Y entonces la dejó discutiendo con su padre, en medio de «la charla» en la que su padre le preguntó si tenía que pedirle una cita con un médico; si necesitaba tomar la píldora, o si tenía que ser él quien le comprase los condones. Ella le explicó lo de la pelea, lo de morderlo para recuperar el control, y su padre explotó, diciéndole que ella lo estaba animando, que los chicos no poseen ningún control, que se estaba buscando problemas.
«Pues vamos a sincerarnos del todo, papá», declaró Kristi, furiosa. «Para tu información, y no es que sea de tu incumbencia, estoy bien. No necesito píldoras ni nada de eso aún, y cuando lo haga, créeme, yo me ocuparé de ello. Por mí misma».
Y lo hizo. Seis meses más tarde.
Así que ahora, allí estaba, en mitad de la noche, rechazando un paseo con Jay McKnight, el muchacho a quien había entregado su virginidad, y al que luego despreció. El muchacho que ahora era un hombre y su profesor de universidad.
– Te veré la próxima semana -le dijo, y se apartó de la camioneta.
– Me sentiría mejor si me dejaras acompañarte.
Le ofreció media sonrisa mientras sacudía la cabeza.
– Puedo cuidar de mí misma -contestó, repitiendo una vez más aquella frase de hace tanto tiempo, después se giró sobre el tacón de una bota y se dirigió hacia la zona de fraternidades y la casa Wagner.
– Llámame al móvil si necesitas algo -exclamó Jay a su espalda, y recitó su número. Kristi levantó un brazo, pero no se volvió mientras ponía rumbo a la biblioteca. Desde allí, atajó hasta la verja junto a su edificio de apartamentos, consciente de que estaba memorizando su número en contra de su voluntad. No necesitaba a Jay en su vida.
No miró detrás de ella, pero oyó el ruido del motor de una camioneta, luego la puesta en marcha. Bueno. Había aclarado las cosas con Jay y se sentía bien por ello.
Un segundo después, oyó la camioneta saliendo del aparcamiento; ella estaba de camino, apresurándose a través del oscuro campus, sintiendo como el viento tiraba de su pelo.
Había unos pocos estudiantes afuera, pero no muchos, y las sombras entre las farolas de seguridad eran densas y tenebrosas, y parecían cambiar con el movimiento de las ramas y los giros del viento. La lluvia había parado un poco durante las últimas tres horas, pero el olor a tierra mojada estaba muy presente en el aire; la hierba estaba cubierta de una humedad que brillaba bajo la luz de la luna.
Kristi giró hacia el otro lado del campus, hasta la verja junto a su edificio de apartamentos. Atajó por detrás de la casa Wagner y percibió un movimiento… algo fuera de lo normal. Unas luces rojas se encendieron en su mente y abrió el bolso por un lado, su mano se deslizó en el interior del bolsillo donde guardaba su espray de pimienta.
No seas estúpida, se dijo a sí misma, probablemente no sea más que un perro.
Pero notaba un sudor nervioso concentrándose en la base de su columna. No era mucho lo que podía ver, ni lo que no podía. Se movió con rapidez, en alerta, con el bote de espray agarrado con fuerza. Odiaba ser tan enclenque. Lo odiaba. Había trabajado duro para ser observadora, para prestar atención a su alrededor, para confiar en sus instintos, y había sido entrenada en defensa personal para no tener que depender de nadie, salvo de ella misma.
Pero no había motivos para ser temeraria.
Pensó en la extraña impresión que le había causado aquel coche oscuro que avanzaba por la calle antes de clase, y la sensación tan habitual de estar siendo observada, vigilada por ojos invisibles.
Era el resultado de toda su investigación sobre las chicas desaparecidas. Las inquietantes conversaciones que había mantenido con sus familias, gente a la que verdaderamente no les importaban, estaban mellando en su psique.
Examinó los oscurecidos matorrales al doblar una esquina y atravesar el complejo. Una persona con una oscura chaqueta de capucha caminaba hacia ella. Kristi se puso nerviosa, sus músculos se tensaron de repente, sus sentidos se aguzaron sobre la silueta que se acercaba.
Hasta que se dio cuenta de que la persona que se aproximaba a ella era una mujer. Una mujer pequeña.
Kristi dejó escapar un suspiro cuando se cruzaban. Pudo percibir un rostro en la oscura capucha y reconoció a Ariel, quien, al mirar a Kristi, se apartó un paso.
Kristi estuvo a punto de decir algo cuando Ariel la miró directamente y, en ese instante, todo el color desapareció del rostro de Ariel, su tez se volvió cenicienta, su expresión se disolvió en sombras grisáceas. ¿Era un efecto de la luz? ¿El brillo plateado de una luna cubierta de nubes? ¿El resplandor de las incandescentes farolas de seguridad, que parpadeaban en la niebla?
– ¿Ariel? -preguntó, dándose la vuelta, pero la chica se había dirigido a un camino de ladrillo junto a los comedores y desapareció en las tinieblas.
Pero aquella pérdida de color… tan parecida a la visión de su padre… El corazón de Kristi latía con fuerza.
Sintió con una fría certeza que Ariel estaba condenada.