– … Ni música alta, ni mascotas, ni fumar, todo está aquí, en el contrato -dijo Irene Calloway, a pesar de que ella misma olía sospechosamente a humo de tabaco. Con sus setenta y pocos años, unos escasos mechones cortos de pelo gris que asomaban por debajo de una boina roja, Irene lucía delgada como un palillo en el interior de sus anchos vaqueros gastados y su camiseta demasiado grande para ella. A modo de chaqueta llevaba una varonil camisa de franela, y observaba a Kristi a través de unas gafas de gruesos cristales. Kristi y ella estaban sentadas a una pequeña mesa rayada, en el estudio amueblado que había en la tercera planta. El lugar tenía una suerte de encanto, con sus techos abuhardillados, la vieja chimenea, los suelos de madera y las ventanas de cristales empañados. Era acogedor y tranquilo, y Kristi no podía creer en su suerte al haber encontrado aquel lugar. Irene golpeó con su dedo largo y nudoso sobre la letra pequeña del contrato.
– Lo he leído -le aseguró Kristi, aunque la copia que ella había recibido por fax estaba borrosa. Sin más dilación, firmó ambas copias del contrato por seis meses y le devolvió uno de ellos a su nueva patrona.
– ¿No estás casada?
– No.
– ¿No tienes hijos?
Kristi sacudió la cabeza, algo molesta. Las preguntas de Irene se pasaban una pizca de personales.
– ¿No tienes novio? El contrato estipula que solamente puede haber una persona ahí arriba. -Hizo un ademán hacia el pequeño desván que una vez había sido un ático, posiblemente las habitaciones de los sirvientes del enorme y viejo caserón, ahora dividido en apartamentos.
– ¿Y si decido que necesito una compañera de habitación? -inquirió Kristi, aunque quienquiera que fuese, se vería relegada al sofá de aspecto gastado o a una cama hinchable.
Irene encogió sus labios.
– El contrato tendría que ser reescrito. Yo querría realizar una comprobación de seguridad sobre cualquier posible inquilino y, por supuesto, el alquiler subiría junto con un nuevo depósito de seguridad. Y no se permite realquilar. ¿Lo entiendes?
– Por el momento, solo estoy yo -respondió Kristi, tratando de morderse la lengua de algún modo. Necesitaba aquel apartamento. El alojamiento era algo difícil de encontrar en mitad del año escolar, especialmente cualquier apartamento cercano al campus. Un golpe de suerte la ayudó a descubrir aquel desván en Internet. Había sido una de las pocas opciones que podía permitirse a una distancia que pudiera caminarse hasta la escuela. Y en cuanto a una compañera, Kristi prefería volar en solitario, pero las finanzas podrían obligarla a tratar de buscar a alguien para compartir el alquiler y las facturas.
– Mejor. No estoy para tonterías.
Kristi lo dejó correr. Por ahora. Sin embargo, aquella anciana estaba empezando a irritarla.
– ¿No tienes ninguna otra pregunta? -inquirió Irene mientras doblaba su copia enérgicamente con las uñas, y la introducía en el bolsillo lateral de una bolsa hecha de ganchillo.
– Aún no. Puede que una vez que me haya mudado.
Los oscuros ojos de Irene se entrecerraron tras sus gafas, como si en verdad estuviera analizando a Kristi.
– Si hubiera algún problema, también puedes llamar a mi nieto, Hiram. Está en el primero A. -Agitaba sus dedos mientras se lo explicaba-. Es una especie de casero de guardia. Obtiene un descuento en su alquiler arreglando cosas y encargándose de problemas de poca importancia. -Las arrugas encima de sus cejas se hicieron más profundas-. Sus condenados padres se separaron y olvidaron que tenían un par de hijos. Qué estupidez. -Rebuscó en el bolsillo de sus vaqueros para extraer una tarjeta con su nombre y número de teléfono, además de los de Hiram, y la deslizó sobre la mesa-. Le dije a mi hijo que cometía un error liándose con aquella mujer, pero ¿acaso me escuchó? Oh, no… Maldito idiota.
Como si se diese cuenta de que estaba hablando demasiado, cambió de tema rápidamente.
– Hiram es un buen chico. Trabaja duro. Te ayudará a instalarte, si quieres; sabe arreglarlo todo. Lo aprendió de mi marido, que en paz descanse. -Mientras se ponía en camino, siguió hablando-. Oh, voy a hacer que Hiram instale cerrojos nuevos en todas las puertas. Y si tienes alguna ventana que no cierra bien, él también puede encargarse de ello. Supongo que has oído las últimas noticias. -Sus cejas grises se asomaron por el borde superior de sus gafas sin montura y se rascó nerviosamente la barbilla, como si estuviera considerando lo que estaba a punto de revelar-. Varias estudiantes han desaparecido aquí este curso. No han encontrado ningún cuerpo, ya sabes, aunque la policía parece sospechar que les ha pasado algo malo. Si te interesa mi opinión, todas se han escapado. -Desvió la mirada y murmuró-. Siempre pasa, pero nunca se toman suficientes precauciones. -Asintió como si estuviera de acuerdo consigo misma, metiéndose el bolso bajo el brazo.
– He visto las noticias.
– Todo era diferente cuando yo crecí aquí -le aseguró Irene-. La mayoría de las clases eran impartidas por sacerdotes y monjas, y el colegio tenía su reputación; pero ahora… ¡bah! -Agitó una mano en el aire, como si estuviera apartando un molesto mosquito-. Ahora parece que contratan a toda clase de… tipos raros; en mi opinión, ninguno que tenga un puñetero título. Imparten clases sobre vampiros y demonios y todo tipo de cosas satánicas… religiones del mundo, no solamente cristianismo, te lo advierto, y… ¡luego están esas ridículas obras moralistas! Como si aún estuviéramos viviendo en la Edad Media. Oh, y no me hagas hablar del departamento de Lengua. Está en manos de una chiflada, en mi opinión. Natalie Croft no tiene ni idea de dar una clase, y mucho menos de llevar un departamento. -Resopló mientras abría la puerta-. Desde que el padre Anthony, oh, perdón, es padre Tony porque está tan a la última que supongo que es un colega más; desde que sustituyó al padre Stephen, se han desatado todos los infiernos. Literalmente.
Con los labios apretados, Irene sacudió la cabeza mientras traspasaba el umbral de la puerta hacia el porche, débilmente iluminado.
– ¿Cómo va a ser eso de ayuda? ¿Obras moralistas? ¡Por el amor de Dios! ¿Vampiros? ¡Es como si All Saints hubiera regresado a la Alta Edad Media! -Se agarró a la barandilla y comenzó a bajar los escalones.
Una mujer de mente abierta, eso es lo que Irene Calloway no era. Kristi no quiso mencionar que algunas de las clases desdeñadas por la anciana se encontraban ya en su programa.
Después de que su nueva patrona se hubiese marchado, Kristi cerró la puerta con llave y comprobó todas las ventanas, incluida la grande del dormitorio, que llevaba hasta una antigua y oxidada salida de incendios.
Todos los pestillos de las ventanas de aquel pequeño apartamento estaban rotos. Kristi pensó que sería mejor no mencionarle la falta de seguridad a su padre. De inmediato, mientras bajaba la escalera exterior a por sus cosas, llamó al teléfono móvil de Hiram. El nieto de Irene no contestaba, pero Kristi dejó un mensaje y su número de teléfono; después comenzó a arrastrar sus escasas pertenencias a su nuevo hogar, un nido de cuervos que dominaba el muro de piedra alrededor del colegio All Saints.
Sentada en su escritorio del departamento de policía de Baton Rouge, la detective Portia Laurent examinaba las fotografías de las cuatro alumnas desaparecidas del colegio All Saints. Ninguna de las chicas había vuelto a asomar la cabeza. Simplemente habían desaparecido, no solo de Luisiana sino, al parecer, de la faz de la tierra.
El ruido de las teclas acompañaba al zumbido de las impresoras y al de un viejo reloj que marcaba los últimos días del año, mientras Portia observaba las fotografías por la que parecía ser la millonésima vez. Todas eran tan jóvenes. Chicas sonrientes con caras luminosas, con inteligencia y esperanza refulgiendo en sus ojos.
¿O sus expresiones no eran más que máscaras?
¿Había algo más oscuro oculto tras esas sonrisas forzadas?
Las chicas habían tenido problemas, eso se podía asegurar. De forma que habían desaparecido. Nadie, ni los demás miembros del departamento de policía, ni la administración del colegio, ni siquiera los familiares de las chicas desaparecidas parecían creer que hubiera un crimen de por medio. En absoluto. Aquellas sonrientes chicas de cuento de hadas simplemente habían huido; chicas valientes y testarudas que, por uno u otro motivo, habían decidido largarse y no regresar.
¿Estaban metidas en asuntos de drogas?
¿De prostitución?
¿O solamente estaban hartas del colegio?
¿Se habían puesto en contacto con un novio que se las había llevado?
¿Habían decidido recorrer el país en autoestop?
¿Querían unas vacaciones rápidas y habían decidido no regresar?
Las respuestas y opiniones variaban, pero Portia parecía ser la única persona en el planeta a quien le importaba. Ella había hecho copias de las fotos de sus identificaciones del campus y las había pegado sobre el tablero de anuncios de su cubículo. Las originales estaban en el archivo general de todas las personas recientemente desaparecidas, pero estas eran diferentes; estas fotos conectaban a cada una de las chicas que había asistido al colegio All Saints, que había desaparecido, y que no había dejado ni rastro. No habían usado tarjetas de crédito, ni canjeado cheques, ni accedido a ningún cajero automático. El uso de su teléfono móvil se había detenido las noches en que se produjeron sus desapariciones, pero ninguna de ellas había aparecido en un hospital. Ninguna de ellas había comprado un billete de autobús, o de avión, ni se había producido actividad alguna en sus páginas de MySpace.
Portia miraba sus fotografías y se preguntaba qué demonios les había ocurrido. En el fondo, las creía muertas a todas, pero guardaba la mínima esperanza de que su fatigado instinto policial estuviera equivocado.
Ninguna de las chicas tenía vehículo, y ninguna había vivido en el estado de Luisiana hasta que se matricularon en el pequeño colegio privado. Las únicas personas que se sabe que las vieron no notaron nada extraño, ni pudieron darle a la policía el menor indicio de lo que tenían planeado, dónde podrían haber ido, o a quién podían haber visto.
Resultaba de lo más frustrante.
Portia rebuscó en el bolso su paquete de cigarrillos, luego recordó que lo había dejado. De eso hacía tres meses, cuatro días y cinco horas; pero no es que lo llevara contado. Cogió un chicle de nicotina y lo mascó, sintiéndose poco gratificada, mientras paseaba la vista de una fotografía hasta la siguiente.
La primera víctima, desaparecida hace casi un año, desde el pasado enero, era una estudiante afroamericana, Dionne Harmon, de piel oscura, pómulos elevados, una preciosa sonrisa de brillantes dientes y un tatuaje que decía: «Love» enroscado en colibríes y flores sobre la base de su espalda. Venía de Nueva York. Sus padres jamás se habían casado y ambos estaban muertos; la madre de cáncer y el padre en un accidente laboral. Su único vínculo, un hermano con el nombre de Desmond, quien ya tenía tres hijos, había dejado de pagar la manutención de estos, y cuando Portia trató de hablar con él, este le había contestado que no le interesaba «lo que le pase a esa zorra».
– Muy bonito -recordó en voz alta, reviviendo la conversación telefónica. Ninguno de los amigos de Dionne podría explicar lo que le ocurrió, pero la última persona que admitió haberla visto, uno de sus profesores, el doctor Grotto, al menos parecía preocupado. La especialidad de Grotto era impartir clases acerca del vampirismo, utilizando a veces la «y» al deletrearlo; como «vampyrismo»; lo cual era un poco extraño, aunque a veces la gente podía intrigarse y mostrarse inspirada por las cosas más extrañas. A sus treinta y pocos, Grotto era más atractivo de lo que ningún profesor de colegio tenía derecho a ser. La antigua descripción de Hollywood de «alto, moreno y guapo» le sentaba como un guante, y en realidad era mucho más interesante que cualquiera de los viejos y mohosos profesores que habían enseñado durante los dos años que ella había estado en el All Saints, más de diez años atrás.
Las demás chicas desaparecidas eran caucásicas aunque también ellas tenían familias desunidas y despreocupadas que las habían descrito como irresponsables fugitivas, «siempre metidas en líos».
Qué raro que todas hubiesen acabado en el All Saints, y posteriormente desaparecieran en el transcurso de dieciocho meses.
¿Una coincidencia? Portia creía que no.
Los medios de comunicación finalmente se habían dado cuenta y ejercían algo de presión. Ahora el público estaba nervioso y el departamento de policía recibía más llamadas.
Desde que Dionne había desaparecido hacía más de un año, Tara Atwater y Monique DesCartes también se habían esfumado. Monique en mayo, y Tara en octubre; y ahora Rylee Ames. Todas ellas coincidían en algunas clases, principalmente en las del departamento de Lengua, incluyendo la clase de vampyrismo impartida por el doctor Dominic Grotto.
¡Plof!
Una carpeta aterrizó sobre sus fotos.
– ¡Vaya! -dijo el detective Del Vernon, apoyando la cadera sobre su escritorio-. ¿Todavía estás con lo de las chicas desaparecidas?
Ya empezamos, pensó Portia con un suspiro interior, esperando un sermón por parte del ex militar, convertido en detective. Vernon tenía las tres cualidades que terminan en «o»: calvo, negro y guapo. Aunque ya andaba sobre los cuarenta, jamás había perdido su perfecto físico de marine. Sus hombros eran anchos y fuertes, su cintura delgada y, según Stephanie, una de las secretarias del departamento, su trasero era «lo bastante prieto como para hacer soportable su mal humor». Y estaba en lo cierto. Vernon tenía un cuerpo estupendo. Portia trató de no mirar.
– ¿Qué es esto? -preguntó ella recogiendo la carpeta, y la abrió para descubrir el informe de una escena del crimen y la foto de una mujer muerta.
– Doña Desconocida… garganta cortada; es de la comisaría de Memphis. Parece que podría tratarse del mismo tipo que mató a la mujer que encontramos la semana pasada, cerca de la calle River.
– Beth Staples.
– Quiero que lo compruebes.
– Dalo por hecho -respondió, y esperó a que le recordase que las chicas desaparecidas del All Saints no eran víctimas de homicidio y, por lo tanto, no era asunto suyo.
Por el momento.
Pero no lo hizo. En cambio, sonó el móvil de Vernon, que golpeó el escritorio con sus dedos antes de perderse de nuevo entre el laberinto de cubículos.
– Soy Vernon -dijo con voz firme al cruzar el umbral hasta su oficina privada, mientras cerraba la puerta de cristal de una patada.
Portia recogió la carpeta de Doña Desconocida, apartando su atención de las fotografías de las alumnas. Existía una posibilidad de que estuviese equivocada, una posibilidad de que las alumnas desaparecidas estuvieran, de hecho, aún vivas, simplemente en una típica huida adolescente tras meterse en algún lío.
Pero no apostaba por ello.
Dos días después de mudarse, Kristi encontró un trabajo de camarera en una cafetería a tres manzanas del campus. No se iba a hacer rica con el salario mínimo y a base de propinas, pero dispondría de cierta flexibilidad con sus turnos, lo cual era exactamente lo que buscaba. Atender mesas no era un trabajo glamuroso, pero era infinitamente mejor que trabajar para Gulf Auto o la compañía Life Insurance, donde había desperdiciado demasiadas horas en los últimos años como para contarlas. Además, no había cejado en su sueño de escribir sobre auténticos crímenes. Pensaba que, con la historia adecuada, podría convertirse en la próxima Ann Rule. O una versión parecida, al menos.
El crepúsculo caía al cruzar el campus, con la mochila colgada de uno de sus hombros, mientras las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer sobre el suelo, en aquel día antes de la víspera de Año Nuevo. Una ráfaga de viento pasó entre los edificios sacudiendo las ramas de los robles y pinos antes de acariciar su nuca con un gélido beso. Se estremeció, sorprendida ante la caída de la temperatura. Estaba cansada debido a la mudanza, y sintió que le pesaban las piernas al doblar la esquina en el pabellón Cramer, donde había vivido su primer año de colegio hacía casi diez años. No había cambiado mucho; desde luego, no tanto como ella, pensó con nostalgia.
Su aliento se transformaba en vaho delante de ella, y por el rabillo del ojo le pareció detectar un movimiento, algo oscuro y ensombrecido, en el ancho seto que había junto a la biblioteca. Las farolas emitieron un brillo azulado, desprendiendo una luz acuosa y, a pesar de forzar la vista, no vio a nadie. Tan solo era su inquieta imaginación.
¿Pero era culpa suya? Entre su propia experiencia a manos de depredadores, las advertencias de su padre y los comentarios de su patrona, estaba condenada a sobresaltarse.
– Tranquilízate -se reprendió, acortando por la casa Wagner, un enorme edificio con ventanas de oscuros contraluces y filigranas de hierro negro. Esta noche, la vieja gran mansión presentaba un aspecto amenazador, incluso siniestro. ¿Y tú crees ser capaz de escribir sobre auténticos crímenes? ¿Por qué no ficción? ¿Tal vez terror? ¡O algo igualmente espeluznante con esa imaginación que tienes! ¡Por Dios, Kristi, tienes que dominarte!
Apresurándose mientras la lluvia empezaba a caer, pudo oír unas pisadas tras sus propios pasos. Lanzó una breve mirada sobre su hombro y no vio a nadie. Nada. Y las pisadas parecían haberse detenido. Como si quienquiera que la estuviese siguiendo no deseara ser descubierto. O estuviese imitando su propia vacilación.
Se le encogió el estómago y se acordó del espray de pimienta que llevaba en la mochila. Entre el espray y su propia destreza en defensa personal… ¡Por Dios bendito, no pierdas la calma!
Tras levantar un poco más su mochila, retomó la marcha, aguzando el oído mientras esperaba percibir el roce del cuero contra el cemento, el susurro de una respiración pesada al ser perseguida, pero todo lo que pudo oír fue el sonido del tráfico en las calles, el zumbido de los neumáticos sobre el asfalto, el rugido de los motores, el repentino chirrido de unos frenos o del cambio de marchas. Nada siniestro. Nada malvado. Aun así, su corazón palpitaba con fuerza y, pese a su anterior reprimenda mental, abrió uno de los bolsillos de la mochila y buscó a tientas el espray. En pocos segundos estaba en sus manos.
Nuevamente miró por encima de su hombro.
Siguió sin ver nada.
Apretó el paso y acortó por el césped y a través de la verja más cercana a su apartamento. Nada más alcanzar la calle, su móvil empezó a sonar. Con un violento sobresalto, maldijo levemente en un suspiro mientras llevaba una mano al bolsillo de su abrigo. El nombre de su padre aparecía iluminado en la pantalla. Tras apretar el botón de descolgar y, por una vez, agradecida de que hubiese llamado, lo saludó.
– Oye, ¿es que nunca trabajas?
– Incluso los polis nos tomamos un rato libre de vez en cuando.
– ¿Entonces has decidido tomarte uno y ver si estaba bien?
– Me llamaste tú.
– Oh, es cierto. -Se le había olvidado… un nuevo pequeño recordatorio de que no se encontraba al cien por cien; su maldita y penosa memoria. Cada cierto tiempo, se le olvidaba por completo algo importante-. Mira, quería darte mi nueva dirección y contarte que he conseguido un trabajo en el Bard's Board. Es una cafetería y cada plato tiene el nombre de un personaje de Shakespeare. Ya sabes, por ejemplo, el capuchino helado Yago, o el Reuben [2] de Romeo, o el sándwich de palitos de pollo Lady Macbeth y cosas así. Creo que los dueños son dos ex profesores de Lengua. En fin, tengo que aprendérmelos todos para el lunes por la mañana, cuando empiece. Supongo que me ayudará a acostumbrarme a memorizar de nuevo.
– El Reuben de Romeo suena a algo sexual.
– Tan solo a ti, papá. Es un sándwich. Yo no se lo mencionaría a tu compañero.
– A Montoya le va a encantar.
Ella sonrió y, al llegar al edificio de apartamentos, le pregunto:
– ¿Cómo te encuentras?
– Bien, ¿por qué?
Pensó en la imagen de él tornándose gris mientras ella estaba al volante el otro día.
– Solo por preguntar.
– Haces que me sienta viejo.
– Es que eres viejo, papá.
– Niñata engreída -le dijo, aunque con humor en su voz.
Kristi estuvo a punto de responder: «Me viene de familia», pero detuvo la respuesta automática. Rick Bentz aún se mostraba algo sensible cuando le recordaban que él no era su padre biológico.
– Escucha, tengo prisa. Luego hablamos -le dijo en cambio-. ¡Te quiero!
– Yo a ti también.
Kristi comenzó a ascender la escalinata exterior para encontrarse con una chica de corta estatura en el rellano de la segunda planta, quien parecía tener problemas con una bolsa de basura goteante.
La chica asiática de pelo negro elevó la mirada y sonrió.
– Tú debes ser la nueva vecina.
– Sí. Estoy en la tercera planta. Me llamo Kristi Bentz.
– Yo soy Mai Kwan. Apartamento 202. -Con un amplio gesto, señaló hacia la puerta abierta de la vivienda más cercana que había en la segunda planta-. ¿Eres estudiante? Oye, espera un segundo mientras llevo esto al contenedor.
Rodeó a Kristi moviéndose con gracilidad y se apresuró en bajar los restantes escalones; sus sandalias resonaban con fuerza en la lluvia.
Kristi se preguntó si estaría algo majareta, con esas sandalias y la bolsa goteante. Y, de cualquier forma, Kristi no estaba dispuesta a esperar bajo el frío y la lluvia. Al alcanzar la tercera planta, oyó el golpeteo de las sandalias de Mai, correteando en las escaleras, por debajo de ella. Nada más abrir la puerta y poner dentro el primer pie, Mai la llamó desde la oscuridad.
– ¡Espera, Kristi!
¿Para qué?, pensó Kristi, pero permaneció tras el umbral de la puerta mientras el aroma de la lluvia impregnaba su apartamento. Mai apareció justo entonces y no esperó a que la invitasen; se limitó a avanzar tranquilamente hacia el interior, con sus sandalias haciendo charcos sobre aquel viejo suelo de madera.
– ¡Oh, vaya! -exclamó Mai, al contemplar el nuevo hogar de Kristi. Su pelo, cortado en frondosas capas que le llegaban a la barbilla, brillaba bajo la luz de la lámpara-. ¡Esto es genial! -Sonrió, mostrando sus dientes blancos y rectos, encerrados bajo unos labios de brillo coralino. Sus ojos oscuros, con pestañas cuidadosamente sombreadas, inspeccionaron el lugar.
Había una pequeña cocina encajada tras una doble puerta plegable en un extremo de la extensa habitación, la cual estaba salpicada de ventanas que permitían la vista sobre los muros del campus. Kristi había situado un pequeño escritorio en uno de los huecos de las ventanas abuhardilladas, y un sillón de lectura con escabel en el otro. Había limpiado los muebles lo mejor que había podido y repartido unas cuantas alfombrillas baratas por todo el suelo. Una de las lámparas, una falsa Tiffany, era suya. La otra, una moderna lámpara de pie cuya pantalla estaba quemada de tener demasiado cerca la bombilla, ya venía incluida con la vivienda. Las paredes estaban cubiertas con pósteres de escritores famosos y fotografías de la familia de Kristi, y también había comprado velas y las había colocado sobre los alféizares y los extremos rayados de las mesas. Con un espejo que compró en una tienda de segunda mano y unas cuantas macetas con sus respectivas plantas bien situadas, el lugar tenía todo el aspecto estudiantil que pudo conseguir.
– ¡Es genial! Dios, si hasta tienes una chimenea. Bueno, supongo que todas las viviendas del ala norte la tienen. -Mai anduvo hasta el hogar profundamente labrado y pasó sus dedos por la vieja madera-. Adoro las chimeneas. ¿Tú también estudias aquí? -añadió.
– Sí. Tercero. Licenciatura en periodismo -aclaró Kristi.
– Me llevé una sorpresa al oír que habían alquilado este sitio. -Mai aún seguía paseando por el apartamento, mirando las fotografías que Kristi había colgado sobre la pared. Entornó los ojos y se inclinó para acercarse a una ampliación enmarcada-. Oye, esta eres tú y ese famoso poli de Nueva Orleans… espera un momento. Kristi Bentz, ¿cómo la hija de…?
– Del detective Rick Bentz, así es -admitió Kristi, un tanto incómoda debido a que Mai hubiese reconocido a su padre.
Mai se acercó un paso más hacia la foto, y examinó la instantánea enmarcada como si quisiera memorizar cada detalle de la fotografía de Kristi y su padre en un bote. La imagen tenía ya cinco años, pero era una de sus favoritas.
– Resolvió un par de casos de asesinos en serie por aquí, ¿no es cierto? ¿No fue uno en ese viejo manicomio? ¿Cuál era su nombre? -Chasqueó los dedos antes de que Kristi pudiera responder-. Nuestra Señora de las Virtudes, ese era el nombre. ¡Oh, vaya! Rick Bentz… Esto… Es algo así como una leyenda viviente.
Bueno, aquello sí que era estirar la verdad.
– No es más que mi padre.
– Espera un minuto… -Mai inclinó su cabeza-. Y tú… tú… -Se dio la vuelta para mirar otra vez a Kristi a la cara y un gesto de admiración se iluminó en su rostro-. Tú también te viste metida, ¿verdad? Casi como una víctima. ¡Jesús! Me encanta todo eso de los asesinos en serie… No significa que los admire ni nada de eso; son malvados; pero los encuentro fascinantes, ¿tú no?
– No. -Kristi fue tajante al respecto. Sin embargo, estaba aquel libro sobre crímenes reales en el que estaba pensando. En ese sentido, también ella sufría algo más que un interés pasajero por los perturbados, cuyo número parecía aumentar cada día. Pero no se sentía con ganas de discutirlo con una vecina a la que había conocido hacía menos de cinco minutos-. Antes dijiste algo sobre que te sorprendió que yo alquilase el apartamento.
– Que cualquiera lo haya alquilado. -Mai volvió a dirigir su atención a la foto de Kristi y su padre.
– ¿De verdad? ¿Por qué?
– Por su historia.
– ¿Qué historia?
– Oh… ya sabes. -Cuando Kristi no dijo nada, Mai continuó hablando-. Lo de la anterior inquilina.
– Vas a tener que ponerme al día.
– Era Tara Atwater, ¿recuerdas la Tara Atwater que desapareció en primavera?
– ¿Qué? -El corazón de Kristi casi se detuvo en seco.
– Tara es la tercera chica desaparecida. La segunda, Monique, es la razón de que la prensa empezase a meter las narices con un poco más de intención. Fue el pasado mayo. Pero era el final del trimestre de primavera y la gente dio por hecho que se había marchado. La historia perdió fuelle hasta el otoño, cuando Monique dejó el colegio antes de que acabase el trimestre de otoño. ¿Dónde has estado?
– En Nueva Orleans -respondió Kristi, fingiendo ignorancia. No quería que Mai viera lo afectada que estaba en realidad.
– Tienes que haber oído lo de las chicas desaparecidas. -Sin esperar una invitación, Mai se desplomó sobre el enorme sillón, sentándose de lado, de forma que sus pies colgaban por encima de uno de los brazos-. Lo han dicho en todas las noticias… bueno, al menos durante los últimos días. Antes de eso, la administración actuó como si simplemente se hubieran marchado o escapado o lo que sea. Nadie pudo probar que ninguna de ellas había desaparecido realmente. Pero lo más extraño es que a sus familias ni siquiera parece importarles. Todo el mundo asume que se marcharon y adiós. -Volvió a chasquear los dedos-. Desvanecidas en la nada.
No todo el mundo, pensó Kristi, recordando las preocupaciones de su padre.
– Desaparecen de repente y es una gran noticia. Luego la historia se cae de la primera página y todos parecen olvidarlo, hasta que la próxima chica desaparece. -Frunció el ceño, arrugando la suavidad de su frente de pura frustración.
– Así que una de ellas vivió aquí. -Kristi realizó un ademán hacia el interior de su apartamento, la «ganga» que había encontrado en Internet. No era extraño que hubiera estado al alcance de su bolsillo.
– Sí. Tara. De Georgia. Del sur de Georgia, creo; sí, de algún pueblucho en el culo del mundo. Un «melocotón de Georgia», lo que eso signifique. No sé mucho acerca de ella. Nadie sabía mucho. Me refiero a que la vi un par de veces, pero nada más. Luego acabó desapareciendo; durante un tiempo, nadie se dio cuenta de que ya no estaba.
– ¿Así que ese fue el motivo de que nadie alquilase este sitio?
– La señora Calloway lo anunció en Internet y clavó la señal de «se alquila», entonces desaparece Rylee Ames. Ahora las chicas desaparecidas vuelven a ser noticia; ¡no me puedo creer que no lo supieras! Pero para entonces, ya habías alquilado el apartamento. -Extrajo una pluma del excesivamente embutido brazo del sillón y la dejó flotar hasta el suelo.
El vello de la nuca de Kristi se erizó al pensar en Tara Atwater. ¿Realmente había alquilado una morada recientemente ocupada por una chica que había desaparecido y que podría terminar siendo la víctima de un crimen? Maldita sea, ¿cuántas posibilidades existían? Kristi observó su estudio con otros ojos.
– ¿Y la policía está segura de que ha desaparecido? ¿De que las demás también desaparecieron? ¿De que no ha sido una simple fuga?
– Una simple fuga -repitió Mai-. Como si no fuera nada. -Se encogió de hombros-. No sé lo que cree la policía. En realidad no creo que hayan pensado en ello hasta hace poco. -Dejó escapar un suspiro de disgusto-. ¿Qué dice eso de nuestra cultura, eh? Una simple fuga.
Kristi pensó en los pestillos y cerraduras que no funcionaban en su apartamento.
– Háblame de Hiram.
– ¿El nieto de Irene? Es un pringado. Le van todas esas cosas técnicas.
– Se supone que tiene que arreglar los pestillos de mis ventanas e instalarme un nuevo cerrojo.
– ¿En qué siglo? Es como un fantasma, nunca se le ve.
– ¿Un fantasma tecnopringado?
– Exacto. Oye, si no tienes planes para Nochevieja, algunos amigos y yo vamos a ir de marcha al Watering Hole. Podrías venir con nosotros y, ya sabes, celebrar el Año Nuevo. El Auld Lang Syne, [3] gorritos graciosos, confeti, champán y todo eso. Sale bastante barato. Tan solo hay que poner lo bastante para pagar al grupo de música.
– Puede que vaya -contestó Kristi, comportándose como si su agenda social no estuviese completamente vacía-. Ya veremos.
Sonaron las primeras notas de una pieza clásica que Kristi no pudo identificar, y Mai se llevó una mano al bolsillo en busca de su móvil. Tras echarle un vistazo a la pantalla, sonrió.
– Tengo que irme -dijo rápidamente mientras se ponía en pie-. Ha sido un placer.
– Lo mismo digo.
– Lo digo en serio. Llámame si te apetece ir de fiesta en Año Nuevo. -Apretó un botón de su teléfono mientras alcanzaba la puerta y la abría con su mano libre-. ¡Oye! Me preguntaba cuándo iba a saber algo de ti. ¿Un mensaje? No, no lo recibí… -Salió por la puerta envuelta en su conversación con la persona al otro lado de la línea.
Kristi cerró la puerta en cuanto salió y, una vez sola en el apartamento, le asaltó una sensación angustiosa.
– No dejes que esto te supere -se dijo a sí misma. El edificio tenía varios siglos, mucha gente pudo haber muerto allí, puede que asesinados. Allí podían haber ocurrido todo tipo de atrocidades a lo largo de los años. La desaparición de Tara Atwater no tenía por qué ser necesariamente un crimen. Contempló la acogedora habitación, pero no pudo evitar un súbito escalofrío. ¿Qué le había ocurrido a la chica? ¿Realmente estaba su desaparición relacionada con las otras? ¿Qué les había ocurrido a todas ellas? ¿Habían sufrido un espantoso destino como su padre parecía creer?
Averígualo, Kristi. Esta es la historia que has estado buscando. Aquí te encuentras en todo el meollo, en el maldito apartamento del que una de ellas desapareció. ¡Aquí lo tienes!
Recogió su bolso y marcó el número de Hiram. Al igual que las tres anteriores llamadas, fue enviada directamente al buzón de voz.
– Estupendo -murmuró Kristi, agarrando su bolso. No pensaba esperar al cerebrito. ¿Sería muy difícil instalar un maldito cerrojo? Acudiría a una ferretería, compraría el material necesario y lo montaría por su cuenta. Pensó que descontaría los gastos del alquiler del próximo mes y que Hiram se lo explicase a su abuelita él mismo.
Tras cerrar con llave la puerta, se dirigió a su coche. Nadie la seguía. No había ninguna oscura silueta al acecho en las sombras. Ni tampoco siniestros ojos que espiasen todos sus movimientos. Al menos, nadie que ella pudiera distinguir en la espesa, brillante y húmeda masa de arbustos que rodeaba el agrietado aparcamiento. Subió al Honda sin incidentes y, tras encender los faros y los limpiaparabrisas, permaneció mirando a través del cristal, de nuevo sin ver nada fuera de lo normal. Puede que Mai tan solo estuviera bromeando, tomándole el pelo.
¿Por qué? Tarde o temprano lo descubriría. No, Mai Kwan le estaba contando la verdad, tal como ella la sabía.
– Maravilloso -protestó Kristi para sí misma mientras daba marcha atrás, entonces puso el coche en dirección al camino de entrada. No había nadie salvo un hombre que paseaba a su perro cerca de una farola, y un ciclista pedaleando lo bastante rápido como para mantener continua la luz de su faro. Allí no había criminales esperándola. Ni tampoco perturbados psicópatas escondiéndose entre los coches aparcados en la calle. Todo estaba tranquilo. Todo era normal.
Pero, mientras conducía hasta la calle, no pudo apartar de su cabeza la sensación de que algo estaba a punto de torcerse.
De modo que había regresado.
Igual que un salmón que nada desde el mar hasta un arroyo para procrear. Kristi Bentz era de nuevo estudiante en All Saints.
En cierto sentido, era perfecto, pensó él desde la azotea. A través de la espesura de ramas cercanas al grueso muro de piedra del campus, enfocó sus prismáticos hacia el ático que ella había alquilado.
Donde una de las otras había vivido una vez.
¿Era una señal del Todopoderoso?
¿O acaso del Príncipe de las Tinieblas?
Sonrió mientras la observaba comprobar los pestillos de las ventanas y charlaba con la chica asiática; luego descendió los escalones exteriores hasta aquel patético cochecito que había aparcado bajo una lámpara de seguridad en el hueco más cercano. Por supuesto, la perdió de vista, en cuanto bajó las escaleras y se metió detrás del muro, pero sabía lo que ella estaba haciendo.
El sonido del motor del Honda al ponerse en marcha era apenas audible por encima de la lluvia y del zumbido del tráfico en las calles laterales, pero podía oírlo. Estaba sintonizado a él. Porque era ella, la hija pródiga. Qué perfección.
Se le secó la garganta nada más pensar en ella: pelo largo y oscuro con mechas rojizas, nariz coqueta, inteligentes ojos verdes y amplia boca… ¡Oh, lo que podría hacer con esos labios! Los imaginó bajando por su cuerpo mientras dejaba que su lengua cruzara a través de su plano abdomen, su aliento, cálido y ansioso mientras ella le desabrochaba los vaqueros.
Su entrepierna se endureció y su verga se puso dura, y tuvo un instante de arrepentimiento. Se vio obligado a detenerse, al menos por el momento. Había otra…
Se deslizó a través de la oscuridad, hacia el interior de la estructura fortificada en el interior de los muros del campus. Sin encender ninguna de las luces, se abrió camino hasta el hueco de la escalera y descendió los escalones, tan silencioso como un gato. Su don era su visión, una mirada que podía penetrar en la oscuridad cuando otras no podían. Había nacido con esa habilidad, e incluso en las espesas noches de Luisiana, cuando la niebla baja se aferraba a los cipreses y reptaba sobre el agua del arroyo, él podía ver. Gracias a ello, podía ver la presa sin necesidad de usar gafas de visión nocturna o bengalas.
Su habilidad le había servido de mucho, pensó mientras se desplazaba silenciosamente al exterior, y tomó una profunda bocanada del fresco aroma de la lluvia… y algo más. Se imaginó que olía el salado perfume de la piel de Kristi Bentz, pero sabía que el aroma no era más que una ilusión.
La primera de muchas, pensó, al correr silenciosa y cómodamente en la noche. Su cuerpo estaba en perfecta forma. Óptimo. Preparado.
Para el último sacrificio.
No se dejaría atrapar tan fácilmente.
Pero sería atrapada.
Y, al principio, voluntariamente.
Tan solo tenía que plantar las semillas que picasen su curiosidad. Y entonces no sería capaz de detenerse.