– Es domingo por la mañana, ni siquiera mediodía, ¿y cómo sabía que ibas a estar aquí? -preguntó Del Vernon mientras sostenía un sobre color manila y apoyaba las caderas sobre el escritorio de Portia Laurent, en la comisaría.
– ¿Insinúas que no tengo vida?
El se encogió de hombros.
– No. Tan solo que eres una adicta al trabajo.
– Hace falta serlo para reconocer a otro. -Portia se reclinó en su silla y se quedó mirándolo. Por Dios, era un hombre muy guapo. Ojos oscuros como la noche, nariz larga y recta, una cabeza afeitada totalmente perfecta y una fila de dientes blancos y derechos.
– Posiblemente.
– Entonces, ¿qué te trae por aquí? Es domingo por la mañana.
– Pensé que querrías ver esto. -Le entregó el sobre-. Creo que podrías tener tu cadáver.
– ¿Mi cadáver?
– Bueno, al menos parte de uno.
Ella abrió el sobre y extrajo una fotografía de ocho por diez.
– ¡Madre de Dios! -susurró al contemplar la imagen de lo que parecía ser un brazo ligeramente descompuesto. Un brazo de mujer. El izquierdo. Con esmalte de uñas.
– ¿Dónde lo habéis encontrado?
– En el estómago de un caimán capturado ilegalmente. Tenemos suerte de que el cazador, un paleto llamado Boomer Moss, haya tenido el detalle de entregarse. Estamos registrando esa parte del pantano donde fue capturado el caimán, pero no albergamos muchas esperanzas. El animal pudo haberse movido de un sitio a otro, el cuerpo pudo flotar a la deriva… Por su aspecto, suponemos que el brazo estuvo en el agua menos de una semana, pero el forense no está seguro; al menos todavía.
Portia se estaba animando a gran velocidad. Había venido al departamento un domingo para poner al día el papeleo, el cual dejó a un lado de inmediato.
– ¿Entonces crees que se trata de una de las chicas del All Saints? ¿Que nuestro criminal las captura, las mantiene con vida, finalmente las mata y se deshace de los cadáveres? -expuso, sintiéndose justificada, emocionada y mareada al mismo tiempo. También ella había conservado esperanzas de que las chicas hubiesen huido, abandonado la ciudad esperando desaparecer, pero al contemplar la fotografía del brazo cortado, supo que no había sido así. Solo le quedaba rezar para que, si la situación que acababa de imaginar era la correcta, alguna de las estudiantes desaparecidas estuviese aún con vida.
Puede que torturada.
Con seguridad, traumatizada.
Pero viva.
Del Vernon frunció el ceño, con la mandíbula bien apretada.
– Aún no tenemos muchas respuestas. Existe la posibilidad de que esto no pertenezca a ninguna de las chicas de All Saints.
Portia resopló. Su intuición le decía que aquel brazo pertenecía a Tara, Monique o Rylee. La única estudiante excluida era Dionne, debido a su raza. El brazo de la foto pertenecía a una chica blanca. A una chica a quien le gustaba el esmalte de uñas color ciruela.
– Si no las mantiene con vida, ¿entonces por qué el brazo no muestra más señales de descomposición?
– No lo sé, pero no parece que le haya cortado las extremidades. Está desgarrado y mordido, encaja con la mordedura del caimán.
Portia sintió que se le encogía el estómago. Ninguna de las posibilidades que barajaba en su cabeza le parecía buena.
– El forense cree que fue obra del caimán. Pero no había más partes del cuerpo en su aparato digestivo. Lo hemos comprobado.
– ¿Entonces qué es lo que te ha convencido de que este brazo pertenece a una de las chicas del All Saints?
– El departamento de Personas Desaparecidas dice que no se ha informado de ninguna otra desaparición de una chica blanca; al menos no por aquí; Nueva Orleans tiene unas cuantas. Ya me he puesto en contacto con los hospitales locales y no se ha presentado nadie que haya perdido un brazo debido a un incidente con un caimán hambriento u otra cosa. Pero hay algo extraño; lo primero que advirtió el médico forense fue que no había sangre en el brazo.
– Puede que se desangrara cuando fue cortado.
– No. El examinador médico dice que la disección fue post mórtem.
– A lo mejor se vació en el estómago del caimán. O se disolvió en el agua con el tiempo, o en el ácido del estómago.
– El forense lo está revisando otra vez -contestó Del, aunque no parecía convencido.
– ¿Qué hay de marcas características? -inquirió Portia-. Monique tenía un dedo roto, el índice izquierdo, una vieja lesión de béisbol. Si los dedos están intactos, podría servir; y creo que Tara tenía un tatuaje en el brazo. -Portia acercó su silla al monitor del ordenador y sus dedos revolotearon sobre el teclado para extraer sus archivos sobre las chicas desaparecidas. Un segundo más tarde, se encontraba leyendo la información que había reunido acerca de Tara Atwater-. Sí, aquí está, un corazón partido; pero maldita sea, el tatuaje está en su brazo derecho.
– ¿Qué hay de las otras?
– Estoy mirando. -Portia ya había comenzado a mirar todas las notas y documentos que había recopilado-. Lo normal es que hubiera algo -añadió, impaciente por encontrar una pista, cualquiera, que ayudase a identificar a la chica-. Me imagino que le habéis tomado las huellas. -Señaló con su barbilla la imagen del brazo cortado.
– Lo intentamos. Pero incluso con una huella decente, existe la posibilidad de que las chicas no estuvieran fichadas.
– Algunas tenían antecedentes, fueron arrestadas por drogas… Sí, aquí está… Tanto Dionne como Monique fueron arrestadas y condenadas cuando dejaron de ser menores. Dionne tiene un tatuaje de un corazón en la espalda, con flores y un colibrí. Sabemos que una de las chicas tenía una señal característica en su mano izquierda… -Sin embargo, no había nada obvio en sus fichas.
– Creí haberte dicho que dejaras en paz este caso -dijo Del Vernon mientras Portia cerraba uno de sus archivos.
– El haberte ignorado ha resultado positivo para ambos.
Él dejó escapar una sonrisa. Del Vernon, el del semblante eternamente preocupado y pensativo, y prieto trasero, le ofreció una rauda aunque atractiva sonrisa.
– Ignorarme nunca es una buena idea. Esta vez tú tenías razón y yo no. Es posible que quieras señalar este día con letras rojas porque dudo seriamente que vuelva a ocurrir alguna vez.
Oh-oh, pensó Portia al verle alejarse despacio.
¿Ariel? ¿Realmente era el rostro de Ariel el que había visto tan aterrorizado? ¿Y qué estaba haciendo en el interior de la casa Wagner?
Tras apartar a un lado sus dudas, Kristi se apresuró en subir los escalones de la parte trasera de la casa Wagner e intentó abrir la puerta. Se abrió bajo su mano con un chasquido. No estaba cerrada con llave. Llena de asombro, se adentró en la oscura cocina y su corazón latió con fuerza. Vio la puerta que llevaba hasta el sótano y supo que aquella era su oportunidad. Nadie sabía que ella estaba dentro.
Aún.
Anduvo de puntillas hasta la puerta del sótano y llevó su mano hacia el pomo.
Demasiado tarde. La puerta se abrió de golpe delante de ella. Kristi retiró la mano cuando el padre Mathias entró en la cocina.
– ¡Oh! -masculló sorprendido. Después, dirigiéndose a Kristi, la reprendió con dureza-. Otra vez tú. ¿No te dije que el museo no estaba abierto?
– Sí, pero mis gafas…
– Ya las he buscado en objetos perdidos. No están allí. -Cerró la puerta a su espalda, visiblemente irritado-. Ahora en serio, tienes que marcharte.
– ¿Padre? -habló una voz femenina. La misma voz que había oído a través de la ventana-. ¿Qué es lo que ocurre? -Una mujer de aspecto regio, envuelta en un abrigo de oscuro pelaje, se adentró rápidamente en la cocina. Sus ojos hundidos coronaban una nariz aguileña-. ¿Quién eres tú? -exigió saber; entonces, antes de que Kristi pudiera responder, continuó hablando-: ¿Y qué estás haciendo aquí?
– Dice que perdió las gafas en su anterior visita.
Una de las cejas de aquella mujer se elevó con notable suspicacia.
– ¿Cuándo?
Kristi tenía preparado el embuste.
– El pasado fin de semana. Vine con unas amigas.
– ¿De verdad? -Su sonrisa revelaba escepticismo-. Bueno, el personal se encargará de buscarlas. Vuelve cuando la encargada esté de servicio.
– Es que realmente las necesito para trabajar. -Kristi se mantuvo en sus trece-. Hoy mismo.
– Sí, sí, ya me lo has dicho, pero como te dije, el museo está cerrado -insistió el padre Mathias.
– ¿Entonces no es usted la encargada? -aventuró Kristi, a quien no le gustaba aquella mujer, con su tez perfecta y su actitud entrometida, aunque deseaba saber algo más de ella.
– Por supuesto que no -respondió la mujer-. ¡Esa es Marilyn Katcher!
Kristi insistió.
– ¿Y por qué está usted aquí? Para ser un lugar cerrado a los visitantes, parece haber mucha gente por aquí.
– Soy Georgia Clovis -pronunció con claridad-. Georgia Wagner Clovis -añadió como si eso tuviera que significar algo para Kristi.
Mathias, como si fuera un títere bajo sus cuerdas, habló con rapidez.
– La señora Clovis es descendiente de Ludwig Wagner y…
– Descendiente directa -le corrigió con frialdad, torciendo hacia abajo las comisuras de sus rojos labios.
– Descendiente directa del hombre que tan galantemente donó esta casa y la propiedad a la archidiócesis para establecer la universidad.
Kristi le dedicó a Georgia una insulsa mirada de «¿y qué?».
– La señora Clovis, junto con su hermano y su hermana, todavía son miembros de la junta de la casa Wagner. Son muy importantes para el All Saints. Ahora, si regresas cuando la señora Katcher esté aquí…
– Hay alguien arriba -dijo Kristi, tan solo para medir su reacción. Si había llegado hasta allí, podría ir un poco más lejos. No creía que llegase a disponer de otra oportunidad y ninguna de aquellas dos personas la asustaban. El padre Mathias solía estar meditando y parecía un hombre débil. Georgia Clovis era alta, delgada, con su oscuro pelo enroscado sobre su cabeza, hacía lo que podía para intimidar, y no se le daba nada mal, pero Kristi no estaba dispuesta a acobardarse.
– No hay nadie más en la casa -espetó Georgia entre dientes-. Aunque eso no es asunto tuyo.
– He visto a alguien en la ventana. Esa es la razón por la que he entrado. Era una chica, digo, una mujer; y parecía estar muy asustada.
– Imposible. -Georgia sacudió la cabeza, pero su perfecta fachada se agrietó por un instante-. Lo debes haber imaginado.
– No lo he imaginado.
– Un efecto de la luz -adujo Mathias, mirando hacia Georgia.
– Hay una forma de averiguarlo. -Sin esperar ninguna clase de consentimiento, Kristi comenzó a atravesar el comedor, en dirección a las escaleras.
– Espera un momento. ¡No puedes subir allí! -exclamó Georgia a su espalda, repiqueteando con sus tacones sobre la madera del suelo-. ¡Espera! -se volvió hacia el sacerdote con su voz estridente-. ¿Qué cree que está haciendo?
Kristi no perdió ni un segundo. Corrió hasta la tercera planta y, una vez allí, se dirigió hacia la puerta de la habitación que daba al patio trasero, en la que estaba segura de haber visto a Ariel, u otra persona, permanecer frente a los deformes paneles de cristal.
Oyó el pesado avance del padre Mathias subiendo las escaleras.
– Señorita… por favor… no está permitido…
Kristi giró el picaporte y la puerta se abrió de golpe hacia una estancia vacía. Era la que contenía la casa de muñecas victoriana. No había nadie en el interior pero la casa de muñecas, que antes estaba cerrada, ahora estaba abierta, mostrando sus habitaciones perfectamente amuebladas.
– ¿Hola? -llamó Kristi, alterando las motas de polvo, pero nada más. Comprobó el armario, tan solo para asegurarse.
Estaba vacío.
Pero, junto a la ventana que estaba sobre el porche trasero, colgaba una túnica negra con una bolsa por encima, ambas de cara a la ventana… igual que la pasada noche, cuando había registrado la casa.
¿Se había confundido?
¿Creyó haber visto una cara cuando en realidad no era sino aquella túnica y la bolsa?
– ¿Satisfecha? -inquirió Georgia, entrando con sus tacones junto al padre Mathias; su pálida piel estaba encendida debido al esfuerzo del veloz ascenso-.
¿No hay nadie escondido en los rincones? ¿Ninguna chica muy asustada? -preguntó sacudiendo su cabeza-. Conozco las historias que se cuentan sobre esta casa; y sí, a principios de los años treinta una persona fue asesinada aquí; el crimen jamás se resolvió. También sé del grupo de chicos góticos que rondan por aquí, fascinados por la arquitectura y la historia de la mansión, pero en realidad no es más que un museo, lleno de objetos muy valiosos y personales. Por lo tanto no podemos permitir que nadie, ni siquiera tú, vaya por ahí correteando descontroladamente. Si en verdad has perdido tus gafas, lo cual sospecho que es una absoluta patraña, regresa cuando la señora Katcher esté de servicio y pueda ayudarte, por favor.
– Anoche una chica entró en la casa -insistió Kristi-. Yo la vi. La seguí. Entró aquí y… desapareció. ¿Quizá… en el sótano?
– ¿Otra chica? ¿O era la misma que estaba asustada?
– Era distinta.
Georgia resopló conteniéndose.
– ¿En el sótano? ¿Por qué?
– Creía que usted podría decírmelo.
– Tan solo se utiliza como almacén.
El padre Mathias permaneció en el umbral, casi como si temiese entrar.
– Acabo de estar en el sótano y no está desierto -le comentó a Georgia-. He encontrado indicios de ratas. Creo que deberíamos llamar a un exterminador, pero aparte de muebles viejos, arcones y cajas, no hay nada allí abajo. -Metió una mano en un profundo bolsillo de su sotana y sacó un pañuelo, con el que secó su frente.
– Sí, llama a alguien para que se encargue del problema. -Georgia se mostraba indiferente-. En cuanto a ti… -Miró hacia Kristi-. ¿Quién eres tú? Kristi se planteó mentir, pero era algo demasiado fácil de descubrir.
– Kristi Bentz. Estudio aquí.
– Bien, Kristi; si realmente entraste anoche en la mansión, cometiste allanamiento -expuso Georgia, apretando las comisuras de los labios-. Si descubrimos que falta algo, créeme, llamaremos a la policía y tu nombre aparecerá.
– ¿No tienen cámaras de seguridad? -preguntó Kristi-. Ya sabe, con todos esos objetos tan valiosos, supongo que tendrán algún sistema de seguridad instalado. Comprueben la cinta.
– Hasta ahora, no habíamos necesitado ninguno -aclaró el padre Mathias con frialdad.
Georgia inspiró con fuerza.
– Obviamente es algo que necesitamos discutir en la próxima reunión de la junta. Ahora, señorita Bentz, es hora de que se marche.
– Te acompañaré hasta la salida -se ofreció el sacerdote-. Se me ha hecho tarde. Ya tendría que estar preparando la misa.
No tenía ningún sentido discutir, y también Kristi tenía que marcharse.
En cuanto el padre Mathias la acompañó afuera, incluyendo el acto de abrirle la puerta, Georgia Clovis la siguió con su abrigo ondeando a su alrededor mientras se dirigía hacia un elegante Mercedes negro.
Kristi había pensado en mencionar el nombre de Marnie Gage, pero decidió guardarlo para sí por el momento. Puede que pudiera hablar con Marnie. No interrogarla, sino ganarse su confianza, hacerse su amiga, aunque hasta ahora su plan de penetrar en el círculo interno del culto vampírico no había dado resultado. No solo con Ariel, sino que ahora Lucretia la evitaba como a la peste.
Sonaron las campanas de la capilla interrumpiendo sus cavilaciones, mientras el sacerdote se apresuraba en bajar los escalones para abrir la verja y sostenerla para ella.
– Ten cuidado -le susurró tan suavemente que estuvo a punto de no oír las palabras-. Que el Señor esté contigo.
Kristi se dio la vuelta, pero él ya se encontraba corriendo hacia la iglesia y no tuvo tiempo de perseguirlo. Tras ponerse el casco, Kristi subió a la bicicleta, cogió velocidad y cambió de piñón, mientras la lluvia empezaba a caer de forma más continua, chocando contra el asfalto y deslizándose bajo el cuello de su chaqueta. El aviso del padre Mathias resonaba en su cabeza al poner rumbo a la cafetería. La goma de sus ruedas zumbaba sobre los caminos de cemento y ladrillo, y al pasar sobre los charcos que empezaban a formarse. Bordeó la biblioteca y luego aceleró a lo largo de un aparcamiento, antes de llegar a una calle principal y recorrer seis manzanas hasta la parte de atrás del restaurante.
¿Qué era lo que el sacerdote trataba de decirle? Obviamente que abandonase. Pero había algo más, estaba segura, secretos que no estaba dispuesto a compartir.
Su corazón latía alocadamente cuando se bajó de la bicicleta y la encadenó junto a un poste. Tras quitarse el casco y secarse las gotas de la cara, se dirigió hacia el interior, directamente al corazón del caos. El Bard's Board estaba lleno de la gente que esperaba para el brunch, gente de pie y que esperaba una mesa. Los cocineros trabajaban sin descanso, los camareros anotaban los pedidos y se apresuraban entre las mesas, y los ayudantes las limpiaban en cuanto quedaban libres.
Uno de los hornos se había estropeado la noche anterior, y uno de los encargados de la freidora, quien se consideraba un «manitas», trataba de arreglarlo. Se encontraba de rodillas, con su cabeza en el interior y sus enormes zapatos del número cuarenta y seis en mitad de la diminuta cocina, de forma que todo el mundo tenía que saltar por encima de él.
Kristi se ató el delantal, se lavó las manos y agarró su libreta. No tenía tiempo para pensar en lo que había pasado en la casa Wagner.
– ¡Gracias a Dios que estás aquí! -Ezma pasó como una exhalación con una bandeja llena de vasos de agua-. Los nuevos no pueden seguir el ritmo.
– Creía que yo era una de las nuevas.
– Me refiero a «Tonto» y «Boba» -masculló Ezma entre dientes-. No sirven para nada. -Desvió su mirada hacia dos camareros. Uno de ellos, «Tonto», era un chico alto y delgado que no parecía tener más de dieciséis años y su verdadero nombre era Finn. «Boba» era una chica de unos veinte años, con mejillas sonrosadas, inquietas trenzas marrones y unas curvas que no se molestaba en ocultar. Su verdadero nombre era Francesca, pero no parecía funcionar. Incluso durante aquel alocado bullicio, Tonto-Finn se tomaba su tiempo para ligar con ella, y Boba-Francesca se pasaba el tiempo ignorando sus mesas.
Kristi examinó los platos especiales.
– ¿Esto es todo? -preguntó al advertir que algunos de los productos más populares, las crepés de gamba, el pastel de cangrejo y el estofado de langosta habían sido eliminados de la pizarra; todavía eran tenuemente visibles sus nombres shakesperianos.
– Con el horno estropeado estamos limitados a lo que estaba preparado de antemano o a lo que puede freírse. Ofrece los buñuelos de pez gato y el jambalaya.
– De acuerdo.
– ¿No podéis limpiar una mesa? -inquirió la preocupada dueña al personal de la cocina. Se encontraba a unos pasos del mostrador principal y la puerta donde se acumulaban los clientes mientras esperaban-. ¿Qué hay de la trece? ¿O la quince? ¡Tengo a gente que lleva esperando media hora en primera fila!
– Estoy en ello. -Miguel, uno de los ayudantes, se apresuró en recoger platos, vasos y cubiertos sucios antes de que Kristi hubiera terminado de atarse el delantal.
Francesca buscó a Kristi con la mirada, la localizó, e inmediatamente se puso protestona.
– Ya era hora de que aparecieras -la reprendió, interrumpiendo su charla privada con Finn-. Deja que te diga que esta mañana ha sido una pesadilla -dijo mientras Finn, tras una rápida mirada por encima del hombro, regresaba a las mesas de su sección del restaurante.
Las mejillas de Francesca estaban encendidas cuando se desabrochó el delantal, mostrando aún más el área de su blusa donde se terminaba el tejido, ofreciendo una vista de su sujetador de encaje y su escote.
– Ha habido gente con niños, y me refiero a niños pequeños, bebés, y las propinas han sido miserables. Simplemente horrible. Tendría que haberme quedado en casa y haber llamado para decir que estaba enferma. -Metió el delantal sucio en la cesta de la ropa sucia y alcanzó su chaqueta.
Buaa, buaa, buaa, pensó Kristi, preguntándose si las horribles propinas tenían algo que ver con la evidente falta de interés de la chica en su trabajo.
Desgraciadamente, la definición que Ezma y Francesca le habían dado de la situación era exacta. Con uno de los hornos estropeado y uno de los cocineros fuera de servicio mientras trataba de arreglarlo, los platos solicitados tardaban mucho en llegar a la ventanilla donde debían ser recogidos por los camareros.
Todavía peor; en la sección de Kristi, había rostros conocidos. La doctora Croft, jefa del departamento de Lengua, acababa de sentarse con el doctor Emmerson, su profesor de Shakespeare 201 con aspecto de motero. Aunque hoy se había afeitado, había cambiado su habitual camiseta desgastada por un jersey gris, pero su pelo aún continuaba siendo un planificado desastre. El tercer miembro del grupo era la doctora Hollister, la superiora de Jay, jefa del recientemente creado departamento de Justicia Criminal.
Un trío peligroso, pensó Kristi al saludarlos, entregarles los menús y, de forma sonriente, recitarles los especiales que aún quedaban.
– … Y si les gusta el jambalaya, he oído que hoy está exquisito.
– ¿Es fuerte? -preguntó el doctor Emmerson elevando las cejas en lo que casi era un gesto de flirteo-. ¿Picante?
– No más de lo normal, pero sí, creo que lleva un pequeño toque extra.
– Justo como me gusta.
– Cálmate, chico -dijo Natalie Croft, torciendo ligeramente sus labios. Puaj, pensó Kristi. Pero al menos aquello alejó todo pensamiento que había tenido en su clase, y tenía varios trabajos que ni siquiera había leído aún.
– ¿Puedo ofrecerles algo para beber?
– Mmm. Yo tomaré un té helado -pidió la doctora Croft. Era una mujer alta con la piel de porcelana, pelo oscuro, con unas incipientes patas de gallo en las comisuras de sus ojos. Tenía una nariz distinguida y un comportamiento algo reservado.
– Café para mí -dijo la doctora Hollister, encajándose unas gafas sin montura sobre la nariz para examinar el menú mientras aprisionaba un mechón rebelde detrás de su oreja.
– Sí, yo también tomaré café. Solo. -El doctor Emmerson levantó su mirada hacia ella y en su semblante se encendió una chispa de familiaridad-. Tú eres una de mis estudiantes, ¿no es así?
Kristi asintió. Ese era el problema de aquel maldito trabajo, tal donde se ubicaba, tan cercano al campus.
Él chasqueó sus dedos.
– Shakespeare, ¿verdad? ¿201?
– Así es.
Kristi no deseaba mantener una conversación en mitad de la hora punta del restaurante, pero no tuvo que preocuparse, ya que la doctora Hollister llegó sin pretenderlo al rescate.
– Oh, yo quiero un poco de nata en mi café. No, que sea leche desnatada, ¿puede ser? -Le dedicó a Kristi una mirada interrogativa por encima de las gafas colocadas sobre su nariz.
– No hay problema. Enseguida lo traigo.
– ¡Señorita! -llamó la voz petulante de un hombre desde una mesa de la siguiente sección-. Llevamos aquí esperando diez minutos y nos gustaría pedir. ¿Puede ayudarnos?
Kristi asintió.
– Llamaré a su camarero.
– ¿Y no puede anotar nuestro pedido? -inquirió mirando su reloj. Estaba sentado con una corpulenta mujer de aspecto malhumorado y dos hijos pequeños que ya empezaban a pelearse entre ellos.
– ¡Basta ya! -exclamó tajantemente la mujer.
El chico mayor la ignoró y le sacó la lengua a su hermana. Ella chilló como si le hubiera abofeteado.
– ¡Oh, por el amor de Dios, Marge!, ¿quieres controlarlos? -insistió el hombre mientras Kristi volvía la hoja de su cuaderno.
– Claro, anotaré su pedido -aseguró Kristi para amainar aquella tormenta que estaba a punto de desatarse en mitad de aquella pequeña familia feliz-. ¿Qué desean tomar?
– ¡Gofres de fresa! -exclamó la niña-. Con nata montada.
– Tienen un nombre distinto. Se llaman… -aclaró la madre.
– No importa, lo he anotado. -Kristi lució una sonrisa al apresurarse a apuntar el pedido. En la cocina, Finn consumía un refresco de cola con aspecto de haber corrido una maratón-. No hay tiempo para descansar -le advirtió mientras arrancaba la hoja de su libreta con el pedido de su mesa-. Encárgate de esto. Mesa siete. Y será mejor que no pierdas el tiempo. Los nativos se impacientan.
– ¿Y qué se supone que significa eso?
– ¡Imagínatelo! -Colocó con fuerza la hoja del pedido sobre su mano intentando ignorar su expresión de «yo no he hecho nada malo» y recogió el plato de bebidas para su mesa; incluso se acordó de incluir el pequeño recipiente de leche desnatada. Tras dejar las bebidas en la mesa de la doctora Croft, anotó su pedido para comer antes de detenerse también en otras mesas, incluyendo una fiesta sorpresa de cumpleaños para una señora de edad avanzada con un andador, quien tenía problemas para entender los nombres shakesperianos que su igualmente anciano, aunque ágil, marido encontraba fascinantes. De alguna manera, el cocinero electricista volvió a poner en funcionamiento el horno y, con él de servicio, los pedidos llegaron con más rapidez y las mesas pudieron ser atendidas. Incluso Tonto-Finn, tras una reprimenda, se comportó como es debido.
Durante todo el tiempo que estuvo trabajando, Kristi se sintió como si los profesores en la cafetería la estuviesen vigilando. Al pasar varias veces junto a su mesa, escuchó retazos de su conversación.
– … Tendríamos que realizar algunos cambios… -dijo Natalie Croft, al morder su buñuelo, y se limpió la miel de la comisura de sus labios.
Unos minutos más tarde, aún continuaba hablando.
– … Bueno, lo sé, pero fue idea del padre Tony. Intentar hacer el colegio más interesante y Grotto tiene un talento innato. No sé por qué Anthony insiste tanto en que continuemos con los cursos, pero se dice… -Bajó la voz cuando Kristi se detuvo a rellenar las tazas de café.
La conversación captó el interés de Kristi, pero no podía espiar, ya que las mesas, aunque cercanas entre ellas, estaban ocupadas por ruidosos clientes que requerían su atención. Sin embargo, al llevar bandejas con platos de comida, rellenar los vasos y calcular las cuentas, advirtió que los tres profesores estaban inmersos en una discusión, serios y taciturnos. Rechazaron la carta de postres, le dieron una propina razonable y se marcharon mientras la multitud comenzaba a decrecer.
Se encontraba a punto de terminar con su sección cuando Jay entró en el restaurante, tan real como la vida misma. Habló con la dueña y tomó asiento en una de las mesas pequeñas para dos personas que había en su sección del restaurante.
Kristi apoyó su puño contra la cadera de Jay.
– Estás de broma, ¿verdad?
– No he encontrado mucho que comer en tu casa -respondió al tiempo que guiñaba un ojo.
– Ni yo tampoco. -Había estado tan ocupada que no se había dado cuenta del hambre que tenía, pero, ahora que las cosas se habían tranquilizado, su estómago rugía.
– ¿Entonces qué sugieres?
– Que me esperes fuera y me lleves a cualquier otro sitio para almorzar.
– Todavía mejor, pediremos algo del menú para llevar y volveremos a tu apartamento. Hay algo que quiero enseñarte.
– Dame quince minutos para terminar con la sección -le pidió mientras él arrastraba su silla, recibiendo una mirada maliciosa de la dueña, quien le había sentado específicamente donde él le había pedido.
Kristi terminó enseguida, desató su delantal, lo lanzó a la cesta de la ropa sucia y se despidió con la mano de Ezma, que aquel día tenía doble turno. Unos minutos después, empapándose bajo la lluvia, Kristi llevó su bicicleta hasta la camioneta de Jay, la arrojó en la parte trasera y apartó a Bruno del asiento al subir al interior. La cabina estaba invadida por el picante aroma de tomates, ajo y marisco.
– No me digas que la dueña te ha aconsejado el jambalaya.
– Sonaba bien. -Jay salió marcha atrás del aparcamiento al tiempo que Bruno se subía al regazo de Kristi y se dirigían a su apartamento.
Igual que una pareja casada, pensó lacónicamente mientras los limpiaparabrisas apartaban la lluvia. El marido llega y recoge a su mujer del trabajo.
– Hoy he llegado tarde a mi turno -comentó ella bajo el sonido de una canción country que sonaba en la radio-, porque hice una parada en la casa Wagner. -Kristi le hizo una rápida y resumida versión de lo que le había ocurrido y Jay la escuchó en silencio mientras cubrían la escasa distancia hasta el apartamento de Kristi. Cuando hubo terminado, finalizando con la advertencia del padre Mathias, su expresión era seria.
– Puede que sea el momento de ir a la policía.
– ¿Con qué? ¿Con una especie de advertencia sobre mi allanamiento? No creo que ni Georgia Clovis; oh, disculpa, Georgia Wagner Clovis, ni el padre Mathias Glanzer sean una gran amenaza.
– Ya me he cruzado con Georgia -dijo él-. Yo no la subestimaría.
– ¿Te has cruzado con ella?
– En uno de los encuentros entre la facultad y la administración. Ella estaba allí, junto a su hermano y su hermana. -Miró hacia Kristi-. Por lo que pude observar, no existe un gran cariño entre los herederos de Wagner. Se evitaron durante toda la noche. Georgia parece ser el perro dominante de la manada.
– ¿Es esa tu forma de decir que es una perra?
Jay torció sus labios por una de las comisuras.
– El resto del clan no era para tirar cohetes. Su hermano, Calvin, parecía estar incómodo a más no poder, como si estuviera obligado a asistir al encuentro; y la hermana menor, Napoli, conservaba las apariencias, pero me dio la sensación de que no los echaba demasiado en falta. Un grupo extravagante. Todos ellos cansados de ser Wagner, como si ese apellido tuviese el mismo peso que Rockefeller o Kennedy.
– Te cayeron bien, ¿no? -bromeó ella.
– Eran de lo más divertido.
Kristi sonrió y rascó a Bruno por detrás de las orejas.
– ¿Y cuáles son tus planes para el resto del día?
– Tengo tarea esta tarde. Calificar unos trabajos.
Ella gruñó, al saber que el suyo estaría entre ellos.
– Dame una matrícula de honor, ¿quieres? Me vendría bien.
– Ya te lo he dicho. Voy a ser más duro contigo.
– Hmmm. ¿Qué puedo hacer,… para que cambies de idea?
Jay curvó sus labios y fingió pensarlo bien durante un rato.
– Me quedo con el sexo.
– ¿Sexo a cambio de una matrícula de honor?
– No. Simplemente me quedo con el sexo.
Kristi emitió un sonido amortiguado.
– No soy tan fácil, profesor McKnight. A lo mejor quieres llamar a Mai Kwan. Esta mañana estaba muy pendiente de ti. Creo que tiene un flechazo.
– Un flechazo -repitió con aire pensativo-. ¿Qué hay de usted, señorita Bentz?
– Nada de eso.
– Eres una pésima mentirosa. Tienes un flechazo mayúsculo por mí.
– Eso es completamente de tu invención.
Jay sonrió como un bobo y ella tuvo que apartar la mirada; su corazón latía atropelladamente con una absurda felicidad. Sabía demasiado bien que se estaba enamorando de Jay, algo que se había jurado a sí misma que jamás ocurriría. Y, maldita sea, él lo sabía. Lo veía en aquella sonrisa de suficiencia, incrustada en su atractiva barbilla, necesitada de un urgente afeitado. Que se fuera al infierno.
Tras ajustar los limpiaparabrisas a una mayor velocidad, Jay continuó.
– Así que pensé que trabajaría desde tu casa.
Kristi dejó escapar una tenue sonrisa. La idea de estar encerrada con él durante el resto de la tarde, con la lluvia golpeando en los aleros del tejado, puede que un fuego tras la rejilla de la chimenea, sonaba como el paraíso. Necesitaba un descanso, necesitaba dejar de pensar en chicas desaparecidas, vampiros y viales de sangre.
– Suena bien.
– Sí, creo que pareceré muy concienzudo, muy profesional ante la cámara.
– ¿La cámara?
– Sí, una película -dijo de forma enigmática, obviamente disfrutando de la preocupación de Kristi, antes de tomar una curva y ver aparecer la casa de apartamentos.
– ¿Qué es lo que quieres que haga? ¿Grabar un vídeo de ti? Yo no tengo cámara de vídeo y, aunque la tuviera, no tengo tiempo de…
– Tú no.
– ¿De qué estás hablando?
La camioneta se zarandeó hasta llegar al aparcamiento y Jay la estacionó en un hueco junto al coche de Kristi antes de apagar el motor.
– Ya lo verás -añadió, y de repente apareció un indicio de risa en sus ojos-. Vamos a subir.
– Esto me está dando mala espina.
– Eso espero. Pero hagas lo que hagas, limítate a actuar de forma natural cuando estemos dentro, no hagas ninguna pregunta. -Agarró la bolsa de comida a la vez que ella abría la puerta de su lado y Bruno saltó al suelo-. Coge esto. Yo llevaré la bici.
– ¿Qué está pasando?
– Nada bueno.
Jay iba justo por detrás de ella cuando subieron las escaleras y ella abrió la puerta que daba a su estudio. En el interior, todo parecía justo como lo había dejado. Jay aparcó la bicicleta junto a la puerta mientras ella soltaba la bolsa y su mochila sobre la mesita de café.
– ¿Vas a contarme por qué demonios actúas de una forma tan extraña?
– Es que estaba impaciente por traerte a casa -respondió acercándola hacia él-. Sígueme el juego -le susurró al oído antes de continuar hablando con su voz normal-. ¿No te presté un libro de texto? Ya sabes, el de análisis de adn.
– ¿Qué libro? -preguntó ella, pero Jay ya se encontraba mirando hacia la librería que había junto a la chimenea.
– El que me prometiste que me devolverías, oh… creo que ya lo he visto. -Sonrió y le dio una juguetona palmada en el trasero; después se dirigió hacia el otro lado de la habitación.
Kristi, preguntándose a qué demonios jugaba, hizo lo que le había pedido; abrió las bolsas, sacó los envases de cartón y fue a por cucharas y servilletas. Vio a Jay caminar hacia la esquina de la sala por el rabillo del ojo, apoyarse sobre la mitad inferior de la estantería y empujar algunos de sus libros contra la chimenea.
– Allá vamos -dijo él mientras Kristi servía el jambalaya en los platos. Jay empujó varios libros más hacia la chimenea y después extrajo un ladrillo suelto de su lugar para revelar lo que parecía ser una caja negra, del tamaño de un teléfono móvil o un busca.
Kristi comenzó a decir algo, pero lo vio sacudir su cabeza. ¿Qué diantres había encontrado?
¿El teléfono móvil de Tara?
¿Entonces por qué todo aquel secretismo?
¿Un busca?
¿Una grabadora de bolsillo?
Se le heló la sangre en las venas. ¿Alguien había estado grabando sus conversaciones? Trató de recordar todas las conversaciones que había mantenido, con quien la había visitado o por teléfono o… ¡Oh, no! ¡La última noche con Jay!
– Supongo que no lo tienes -comentó; recolocó el ladrillo en su sitio y regresó al suelo-. Lo buscaré más tarde. Comamos… Oye, ¿y si ponemos algo de música? ¿Tienes una radio?
– Tengo un reproductor iPod.
– Bien. -Encontró el reproductor, lo encendió, y subió el volumen lo suficiente para tapar cualquier conversación. Con un nudo en el estómago, la sorpresa dio paso al enfado; Kristi se sentó en el borde del sofá cama y Jay arrastró el sillón grande hasta el otro extremo de la mesita del café, dando la espalda a la chimenea.
– Te han puesto un micro -dijo, inclinado sobre el marisco picante y el plato de arroz; su voz apenas era audible sobre la música-. Esa pequeña caja negra es una cámara.
Kristi estuvo a punto de soltar el tenedor. Alguien la había estado vigilando, ¿y trataba de verla incluso ahora? Mientras estudiaba, o veía la televisión, o dormía o… Jesús, María y José; levantó su mirada hacia Jay y quiso que se la tragase la tierra.
– Es tecnología punta -afirmó.
Kristi deseó morirse al pensar que toda la pasada noche, mientras ella y Jay hacían el amor, alguien podría haberles estado observando. Grabando cada una de sus caricias o besos. Disfrutando mientras ambos estaban en mitad de lo que ella creía que era una noche íntima y privada.
Creyó ponerse enferma.
Jay asintió como si pudiera leer sus pensamientos.
– Incluso aunque no tuviésemos ni idea, tú y yo acabamos de grabar nuestra primera película porno. ¿Qué te parece como juego perverso?