Capítulo 4

¡Bang!

La aguda detonación de un disparo explosiona a través de la oscura y densa noche; el olor a cordita se impone al terroso aroma de la hierba mojada, el horrible crujido reverbera en el cráneo de Kristi.

Envuelta en el horror, contempló como Rick Bentz se desplomaba, cayendo, cayendo, cayendo… cerca del grueso muro de piedra que rodea el colegio All Saints.

La sangre fluía. Su sangre. Sobre la calle. Manchando el pavimento. Salpicando la hierba. Colándose por las cunetas. Saliendo de él.

«¡Papá!», gritó ella, con la voz apagada, las piernas inmóviles, mientras trataba de correr hacia él. «¡Papá!, oh, Dios; ¡oh, Dios…!»

Un relámpago ruge en el cielo y golpea un árbol. Un horrendo y desgarrador ruido gimió a través de la noche, cuando la madera se astilló y una pesada rama cayó con un sonoro impacto. La tierra tembló y ella casi se cae.

¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!

¡Más disparos! La gente gritaba, chillaba entre el clamor de los disparos. Alguien aullaba miserablemente como si él, o ella, también hubiese sido alcanzado.

Pero su padre yace inmóvil; su color se convierte en blanco y negro. «¡Papá!», gritó una vez más. ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!

Kristi se enderezó en su asiento como un resorte.

Oh, Dios, había estado soñando, la vívida y terrorífica pesadilla. Su corazón martilleaba en su pecho; el miedo y la adrenalina chillaban a través de su sangre; el sudor manaba de su piel.

Se sobresaltó, entonces miró el reloj y se dio cuenta de que estaba oyendo el sonido de los petardos. La gente estaba celebrando el Año Nuevo. Risas y gritos apagados alcanzaron sus oídos. Tañeron campanas de iglesia sobre el campus y, por encima del estruendo, oyó el sonido del horrible lamento, el ruido que había identificado con alguien herido en el ataque.

– Dios mío -susurró, con el corazón todavía percutiendo.

Aún algo atontada, se puso en pie desde su asiento. Había estado leyendo acerca de un asesino en serie y las imágenes soñadas todavía danzaban en el interior de su cabeza mientras se apartaba el pelo de los ojos y caminaba hasta la puerta de su estudio. Tan solo la luz de su escritorio permanecía encendida y, aparte del luminoso estanque proveniente de la pequeña bombilla, la habitación estaba a oscuras. Al espiar por la mirilla de la puerta, no vio nada. Solo el vacío rellano donde la tenue bombilla del techo ofrecía un vago destello azulado. Aún continuaba el llanto. Sin retirar la cadena, descorrió el pestillo y abrió una rendija de la puerta.

Al instante, un escuálido gato negro se coló en el interior.

– ¡Vaya! -Kristi observó como la criatura medio consumida se escabullía por debajo de la cama; la falda de la colcha se agitaba tras el paso del gato-. Oh, vamos, gatito… gatito… no… -Kristi siguió al esmirriado animal, luego se puso de rodillas y miró debajo del faldón. Dos ojos amarillos, abiertos de miedo, le devolvieron la mirada. De algún modo el maldito bicho se había metido entre el colchón y la estructura de la cama, en un espacio apenas lo bastante ancho para la mano de Kristi-. Vamos, gatito, no puedes quedarte ahí. -Intentó llegar hasta el ajustado hueco, pero el gato siseó y se encogió aún más en su escondite, con el cuerpo aplastado contra la pared-. Lo digo en serio, sal de ahí. -Una vez más le mostró su retorcida lengua rosada y los colmillos, afilados como agujas-. Genial. De acuerdo.

Kristi tiró de la cama de abajo y el gato cayó en el espacio entre el colchón y la pared. Cuando volvió a empujar la cama, pensó que el gato saldría disparado hacia un extremo, pero al parecer la pequeña alimaña encontró un nuevo escondite. Por mucho que moviera la cama, no podría desalojar al animal y Kristi no estaba dispuesta a sacar la cama y deslizarse en el estrecho hueco con un felino aterrorizado y sus afiladas garras.

– Por favor, gatito… -suspiró Kristi. No necesitaba aquello. No esa noche. Además, existía una maldita norma en la cláusula quinientos setenta y seis o así acerca de no tener mascotas en la propiedad. Estaba convencida de que Hiram podría recitar el capítulo y párrafo-. Vamos… -insistió, tratando de calmar con su voz al asustado felino.

No hubo suerte.

El gatito no se movía.

– De acuerdo… ¿qué me dices de esto? -Rebuscó en su alacena, encontró una lata de atún y la abrió. Al mirar por encima de su hombro, esperó ver una naricita o unos ojos curiosos o al menos una pata negra inspeccionando desde debajo de la cama.

Estaba equivocada.

Puso un par de cucharadas de atún en un pequeño plato y llenó por la mitad otro con agua, luego los colocó lo bastante cerca de la cama para atraer al gato, aunque lo suficientemente lejos para que Kristi pudiera cogerlo por la nuca y llevarlo afuera. Pero tendría que ser paciente. No era su especialidad.

Dispuso los platos sobre el suelo y retrocedió. Entonces esperó, observando el reloj digital del microondas mientras pasaban los minutos como si fuesen horas y la juerga seguía sonando en el exterior: gritos, bocinas, fuegos artificiales, pisadas en los porches inferiores, carcajadas, conversaciones.

En el interior, el gato seguía en sus trece. Probablemente petrificado por todo aquel ruido.

Perfecto, pensó Kristi, combatiendo un dolor de cabeza. Estaba hecha polvo. Los minutos pasaban y finalmente se rindió. No podría esperar toda la noche.

– Vale. Hazlo a tu manera. -Con el pijama ya puesto, cerró la puerta con llave, comprobó dos veces los pestillos de las ventanas y se metió en la cama. Crujía bajo su peso y pensó que seguramente oiría al gato escabullirse bajo el colchón, pero no podría ser. Había ruidos ahí fuera. Música y risas se filtraban desde el suelo. La pandilla de Mai Kwan que había vuelto del Watering Hole, sin duda, aunque su nuevo inquilino no llegó ni a asomar la nariz bajo la cama.

Aparentemente, el gato negro al que ya había decidido llamar Houdini, se había instalado para el resto de la noche.


* * *

– Es medianoche. ¡Vamos a celebrarlo! -insistió Olivia, y le ofreció a Bentz una copa de champán sin alcohol-. Este va a ser un año aún mejor.

– ¿Acaso podría ser peor? -Se retiró del escritorio en su casita de Cambrai. Desde que habían reparado las carreteras debido a las consecuencias del huracán Katrina, Olivia y él habían vivido allí, junto a su escuálido perro y a su escandaloso pájaro. También Kristi, de forma intermitente, se había quedado en el dormitorio de invitados del piso superior, en aquella casita que Olivia había heredado de su abuela. Sin embargo, Kristi siempre había estado inquieta en la pequeña cabaña sobre las aguas estancadas. De hecho, ella nunca se había sentido cómoda con él y su nueva esposa. Durante años habían estado solamente ellos dos, y aunque había fingido que Olivia le gustaba y que le encantaba la idea de que su padre ya no estuviera solo, de que finalmente se hubiera sobrepuesto a lo de la madre de Kristi, de que estuviera viviendo su propia vida, quedaba una parte de ella que aún no lo había aceptado por completo. Nada de ello había escapado a su ultraperspicaz esposa, pero Livvie prefería no hablar del tema. Una mujer lista. E increíblemente hermosa.

Desde que vivían allí, ambos habían tenido que desplazarse a diario hasta la ciudad, pero decidió que valía la pena, una vez que se acostumbró a ser vecino de caimanes, garzas y zarigüeyas. La distancia hasta la ciudad les daba, tanto a él como a Olivia, algo de paz mental, una prudente separación del caos que había sido Nueva Orleans.

Olivia aún tenía su tienda, El Tercer Ojo, justo en la plaza Jackson, donde vendía baratijas, artefactos y material New Age a los turistas. El almacén no había sufrido ningún daño grave, pero la plaza en sí había cambiado y el negocio del turismo tardó en volver. Los lectores del tarot y las estatuas humanas, incluso muchos de los músicos, lo dejaron tras las secuelas de la tormenta, cuando sus hogares fueron destruidos, e incluso ahora, las cosas iban despacio.

– No seas tan pesimista, Bentz -bromeó, y él cogió la bebida de mala gana y tocó el borde de la copa con la suya-. ¡Feliz Año Nuevo! -Los ojos de ella, del color del güisqui añejo, brillaban y sus rizos rubios colgaban sobre su rostro. Había envejecido un poco a lo largo de esos años, desde que se habían casado, pero las arrugas junto a las esquinas de sus ojos no la hacían perder su belleza; de hecho, ella insistía en que le aportaban carácter. Pero también había algo de tristeza en ella. Nunca habían sido capaces de procrear, y ahora Bentz no estaba realmente motivado. Kristi estaba casi en los treinta y un nuevo comienzo parecía innecesario, puede que incluso temerario. Jesús, él tendría sesenta cuando el niño terminase el instituto. Eso no parecía estar bien.

Excepto que Olivia deseaba un hijo.

Y sería una madre estupenda.

– No soy pesimista -corrigió mientras Peludo entraba correteando en la sala y subía de un salto al sillón reclinable de Bentz para observarlos a través del matorral de sus cejas-. Soy realista.

– Y el tipo de persona que ve el vaso medio vacío.

Él bebió un sorbo del insípido y espumoso zumo de fruta y lo sostuvo frente a la luz.

– Bueno, tengo razón. Está medio vacío.

– Y estás muerto de preocupación por Kristi.

– No creí que se me notase.

– Estás hecho una ruina desde que se marchó. -Olivia se sentó sobre su regazo, pasando un brazo alrededor de sus hombros y acercó su frente hacia la de él hasta que chocaron-. Va a estar perfectamente. Ya es adulta.

– Quien casi fue asesinada… tuvieron que darle dos descargas en el corazón. Casi estuvo legalmente muerta.

– Casi -enfatizó Olivia-. Sobrevivió. Es fuerte.

Bentz giró su cuello para calmar los nervios y respiró su perfume mientras Peludo gimoteaba desde el sillón cercano como si quisiera unirse a ellos en el enorme asiento.

– Tan solo me preocupa que no sea lo bastante fuerte.

– Tú eres su padre. Es lo bastante fuerte. -Bebió un largo trago de su copa y luego jugueteó con el tallo-. ¿Quieres que juguemos un poco?

– ¿Ahora?

– Claro. Tú serás el detective grande y duro, y yo seré…

– ¿La chiflada que puede leer la mente del asesino?

– Iba a decir una débil mujercita.

Bentz estaba dando un trago y casi se ahoga.

– Eso no me lo creo. -Sin embargo la besó, sintiendo el calor de los labios de ella moldeándose contra los suyos afectuosamente. Familiarmente. Eran viejos amantes que aún sentían esa chispa.

Su teléfono móvil vibró con fuerza, desplazándose sobre el escritorio.

– Maldita sea -susurró Olivia.

Él recogió el teléfono y miró la pantalla.

– Es Montoya -dijo-. No hay paz para los impíos.

– Lo comprobarás cuando vuelvas a casa -respondió ella mientras Bentz sonreía y se acercaba el aparato al oído.

– Soy Bentz.

– ¡Feliz Año Nuevo! -dijo Montoya.

– Lo mismo digo. -Sonaba como si Montoya ya estuviera conduciendo entre las calles de la ciudad.

– Tenemos un cuerpo junto a los muelles. Parece que alguna fiesta se desmadró. No está lejos del casino. Estaré allí en quince minutos.

– Estoy en camino -contestó Bentz, y sintió una punzada de remordimiento cuando contempló la decepción en los ojos de Olivia. Colgó y comenzó a dar explicaciones, pero ella le puso un dedo sobre los labios.

– Te estaré esperando -le aseguró-. Despiértame.

– Dalo por hecho.

Localizó su chaqueta, llaves, cartera y placa; luego, tras asegurarse de que Peludo permanecía en el interior, caminó hacia su camioneta, una vieja Jeep que siempre amenazaba con vender. Hasta el momento no había tenido el valor, ni tampoco el tiempo. Al ponerse tras el volante, oyó el familiar crujido de los asientos de cuero viejo mientras conducía el vehículo marcha atrás, pasando junto al turismo de Olivia. Después de poner el Jeep en primera, consiguió encontrar un paquete de chicles y abrir uno con sabor a frutas mientras llevaba el vehículo hasta el final de una larga calle y atravesaba un pequeño puente. Introdujo el chicle en su boca y aminoró al girar hacia la carretera de doble sentido que llevaba a la ciudad, entonces pisó el acelerador. Suponía que Olivia tenía razón; había estado fuera de sí. Preocupado. Tenía sus motivos, y todos ellos giraban en torno a su hija. Los troncos de los cipreses, palmeras y robles eran salpicados con la luz de sus faros mientras pensaba en Kristi.

Tan determinada y hermosa como Jennifer, su madre, Kristi había sido descrita como «indómita», «cabezota», «independiente hasta la saciedad» y «bomba de relojería», tanto por sus profesores de Los Ángeles, donde Jennifer y él habían vivido, como aquí, en Nueva Orleans. En verdad, ella le había aportado algo más que una buena parte de sus canas, pero se imaginaba que aquello era parte del proceso de paternidad, y que llegaría a su fin una vez que hubiese madurado y sentado la cabeza con su propia familia. Lo único era que, hasta ahora, eso no había ocurrido.

Dobló una esquina algo pasado de velocidad y sus neumáticos patinaron un poco. Un mapache, sobresaltado por el coche, se apresuró a esconderse bajo la maleza que bordeaba la autopista.

Kristi parecía tan lejos del matrimonio como siempre y, si estaba saliendo con alguien, guardaba celosamente la información para sí misma. En el instituto había salido con Jay McKnight, e incluso recibió un «anillo de precompromiso», o lo que diablos signifique eso; probablemente alguna especie de prenda previa al noviazgo.

Bentz resopló mientras escuchaba el crepitar de la emisora policial; el coordinador enviaba unidades a distintas áreas de la ciudad. Kristi alegó que había madurado más que Jay y rompió con él cuando asistió por primera vez al All Saints. Había encontrado a un tipo mayor en el colegio, un monitor llamado Brian Thomas, quien había resultado ser un inútil, un auténtico perdedor, según la hastiada opinión de Bentz. En fin, aquello también terminó mal.

Pisó el acelerador y se lanzó sobre la autovía, perdiéndose entre el escaso tráfico; la mayoría de vehículos circulaban veinte kilómetros por hora sobre el límite permitido hacia Crescent City.

Ahora, Jay McKnight había terminado sus estudios y un máster. Estuvo trabajando para el departamento de policía de Nueva Orleans en el laboratorio criminalista, y Bentz desafiaría a su hija a que siguiera pensando en Jay como un tipo aburrido o pueblerino. El hecho de que Jay iba a impartir una clase nocturna en el All Saints era una pequeña vuelta de tuerca. A lo mejor Kristi se encontraba con él.

Y a lo mejor alguien podía convencerlo para que vigilase a su hija…

Gimió para sus adentros. No le gustaba hacer cosas a espaldas de Kristi, pero no lo descartaba; no si eso significaba su seguridad. Ya casi la había perdido dos veces en sus veintisiete años; no era capaz de pasar otra vez por ello. Hasta que la policía de Baton Rouge no descubriese lo que estaba ocurriendo con las estudiantes desaparecidas, Bentz iba a tener que actuar.

Al salir de la autovía, se dirigió hacia los muelles. A la luz de la luna, las zonas diezmadas de la ciudad tenían un aspecto espeluznante y fatídico; coches abandonados, casas destruidas, calles que aún eran intransitables… Aquella parte de Nueva Orleans fue la peor parada cuando los diques cedieron, y Bentz se preguntaba si podría ser reconstruida. Incluso Montoya y su reciente esposa, Abby, habían tenido que abandonar su proyecto de reformar su hogar en la ciudad, dos casas adosadas que habían estado convirtiendo en una más grande. La casa, que había aguantado durante más de doscientos años, estaba en su fase final de reconstrucción cuando el viento y las inundaciones del Katrina barrieron la zona, destruyendo la, una vez venerable, propiedad. Montoya, más cabreado que nunca, viajaba desde la cabaña de Abby, en las afueras de la ciudad.

Todos estaban cansados. Necesitaban una tregua.

Se apresuró hacia la escena del crimen, donde dos unidades ya se encontraban en posición, con luces enfocando por los alrededores de una zona acordonada, en la que algunos agentes mantenían alejados a los mirones. El Mustang de Montoya estaba medio aparcado sobre la acera, y él, ataviado con su chaqueta de cuero preferida, se encontraba hablando con el oficial que había sido el primero en llegar a la escena.

El cuerpo yacía boca arriba sobre la acera. Las tripas de Bentz se contrajeron y el sabor a bilis le subió por la garganta. La mujer era caucásica y tenía poco más de cuarenta años. Dos heridas de bala adornaban un vestido rojo y corto. Había indicios de lucha: un par de uñas rotas en la mano derecha y varios arañazos sobre la cara. Bentz la examinó larga y detenidamente. No era una de las mujeres desaparecidas del colegio All Saints. Había memorizado las caras de Dionne Harmon, Tara Atwater, Monique DesCartes, y ahora la de Rylee Ames. Esas imágenes invadían sus noches. Aquella mujer sin identificar no era ninguna de ellas.

Sintió un alivio momentáneo y luego una punzada de culpa. La víctima tendría a alguien y, quienquiera que fuese, madre, padre, hermano, hermana o novio, estaría destrozado y roto por el dolor.

– … así que creo que probablemente fue un robo que pasó a mayores. No llevaba cartera ni identificación -decía el oficial.

Doña Desconocida.

– La encontraron esos tipos de allí. -Levantó su barbilla hacia un discreto grupo de cuatro, dos hombres y dos mujeres, que habían sido separados de los curiosos que pasaban por allí-. No son más que juerguistas de camino a casa desde el Hootin'Owl; un bar en Decatur -agregó el oficial.

Bentz asintió. Conocía el sitio.

– Dicen que no vieron ni oyeron nada, sino que simplemente tropezaron con el cadáver. Pero claro, están muy borrachos -continuó el agente.

Bentz echó un vistazo a las dos parejas, vestidas con ropas elegantes y con un repentino aspecto de estar tan sobrios como jueces.

– Yo hablaré con ellos -dijo Montoya, dirigiéndose hacia las parejas, ambas afroamericanas. Las chicas se frotaron los brazos como si estuvieran caladas hasta los huesos; tenían los ojos abiertos de miedo. Sus parejas eran ambas calladas y de aspecto duro. La chica más delgada contemplaba el cadáver; la otra desviaba la mirada, y el más alto del grupo encendió un cigarrillo que compartió con su pareja, la delgada.

El móvil de Bentz sonó mientras llegaba la furgoneta del laboratorio forense, con Bonita Washington al volante. Aparcó detrás de un coche patrulla. Inez Santiago se apeó de uno de los lados cargando con un estuche de herramientas, mientras Washington apagaba el motor del enorme vehículo.

Bentz bajó la vista hacia el mensaje de su teléfono. Era del coordinador policial. Sin duda otro homicidio. Mierda.

– Soy Bentz -respondió, contemplando como Bonita, con toda su orgullosa furia, apartaba a los agentes y a los entrometidos de lo que consideraba «su» escena del crimen. Era una mujer de piel muy negra con aires de «no juegues conmigo» y con un cociente intelectual que, según los rumores, estaba en la estratosfera. Adoraba su trabajo, era buena en ello, y no aguantaba chorradas de nadie. Santiago ya se encontraba tomando fotografías de la mujer muerta. Una vez más, a Bentz se le revolvieron las tripas.

Al teléfono, el coordinador le dio la localización y un rápido resumen de lo que parecía un atropello con fuga más cerca del distrito comercial.

– Estaré allí lo antes posible, en cuanto termine con esto -dijo antes de colgar.

– Quita de en medio -chilló Washington a uno de los agentes junto a la cinta amarilla, a la vez que lo apartaba con un gesto-. ¿Quién coño ha estado pisoteando por aquí? Me cago en todo. Bentz, ¿quieres apartar a esta gente? Y tú -añadió hacia un policía uniformado-, no dejes que nadie, y quiero decir ni el mismísimo Jesucristo, cruce esa línea, ¿entiendes?

– Sí, señora.

– Bien. Mientras nos entendamos no habrá problemas. -Le obsequió con una sonrisa sin calidez alguna y se agachó para realizar la tarea de recoger muestras, restos de disparos y huellas de pies y dedos mientras llegaba la furgoneta del forense.

– No me jodas -espetó Montoya al sonar su móvil con una melodía de salsa-. Maldita sea. -Comprobó su reloj-. Cincuenta y tres jodidos minutos de nuevo año y ya tenemos dos cadáveres.

– Habrá más -predijo Bentz mientras miraba una vez más hacia la víctima. Dos horas antes, la mujer estaba lista para celebrar el Año Nuevo.

Ahora jamás vería un nuevo día.

Su teléfono volvió a sonar.

Apretó la mandíbula.

La noche prometía ser infernal.


* * *

Medianoche. La hora bruja.

Una hora en la que el día ya ha acabado y uno nuevo comienza y, en este caso, un nuevo año. Se sonrió mientras caminaba a través de las calles mojadas por la lluvia, oyendo los sonidos de los petardos y, suponía él, de los corchos del champán, todo ello igual que un tiroteo de pistolas.

No es que a él le gustase ese tipo de armamento.

Demasiado impersonal.

El estar tan lejos de una víctima, a cientos de metros en algunos casos, le quitaba la emoción, la sensación de intimidad que llegaba cuando la fuerza vital se escapaba del cuerpo, el brillo de los ojos de la víctima se apagaba lentamente, y el frenético y temeroso latido de su pulso en el cuello aminoraba hasta quedar en nada. Eso sí era personal. Eso era perfecto.

Vestido de negro, confundiéndose entre las sombras, atravesó el campus, aspiró el dulce aroma de la marihuana quemándose, y contempló a una pareja que se aferraba torpemente el uno a las ropas del otro mientras se besaban y se encaminaban hacia un dormitorio, y presumiblemente a una cama doble, donde lo harían toda la noche.

Sintió la picadura de los celos.

Los placeres de la carne…

Pero él tenía que esperar.

Lo sabía.

A pesar de su impaciencia. De su necesidad.

En lo más profundo de su ser ansiaba el consuelo, y sabía que tan solo llegaría mediante la lenta extinción de una vida… y no de cualquier vida. No. Aquellos que eran sacrificados, también eran elegidos.

El dolor que habitaba en él se agitó, se negaba a ser rechazado, y sus nervios estaban tan tensos como una cuerda de violín. Electrificados. Ansiosos.

Podía olfatear su lujuria. Su anhelo propio y especial. La sangre cantarina en sus venas.

Apretó los puños y limpió su mente de lujuria, de deseo, del calor que palpitaba a través de su cráneo. Ahora no. Ellos no.

Lanzando una última y furiosa mirada a la entrelazada pareja, se entregó con fuerza al más básico de los impulsos a seguir. Cazar. Matar.

Ellos no merecen la pena, se recordó a sí mismo. Y hay un plan. No debes distraerte de tu misión.

Con silenciosas pisadas, se abrió camino rápidamente a través de las verjas del campus y a lo largo de varias calles, zigzagueando entre pasadizos hasta el viejo edificio que había sido declarado en ruinas hacía ya tiempo; un hotel, antaño lujoso, que estaba cerrado y tapado con tablas, en el que los únicos huéspedes eran arañas, ratas y otros bichos. Se adentró hasta la parte trasera del edificio, donde una vez hubo una entrada de servicio para los repartos. Se dio prisa en bajar las ruinosas escaleras y, usando su llave, abrió una puerta trasera. Dentro, hizo caso omiso de las goteras, tuberías oxidadas, cristales rotos y tablas podridas que habían formado parte de un anterior intento de renovación. En cambio, caminó a lo largo de un familiar corredor que llevaba hasta otra puerta cerrada y unos escalones en espiral que descendían. En la base de los escalones, abrió la última puerta y pasó al interior de un área que olía a cloro. Tras cerrar la puerta con llave, esperó unos segundos, recorrió un corto pasillo hasta una amplia zona abierta y luego conectó un interruptor; las tenues bombillas iluminaron una piscina de tamaño olímpico, con sus baldosas aguamarinas destellando en silencio bajo la luz fantasmal.

Tras desnudarse sin hacer ningún ruido, lanzó su ropa a un rincón y, una vez completamente desnudo, anduvo hasta el borde de la piscina y se zambulló en el agua, refrescante y sin climatizar. La impresión frunció su piel, pero él tensó su cuerpo y comenzó a desplazarse por el agua, respirando con naturalidad; dio la vuelta atléticamente al llegar a un extremo y después volvió a nadar toda su longitud. Su cuerpo, curtido por horas de ejercicio, penetraba en el agua tan fácilmente como un cuchillo de monte en la carne. Braceó más y más rápido, aumentando su velocidad, notando los latidos de su corazón y la tensión en sus pulmones. Cinco largos. Diez. Veinte.

Tan solo salía del agua cuando empezaba a sentir los primeros síntomas de agotamiento reteniéndole, calmándole, extrayendo la sed de sangre de su corazón. Más tarde habría tiempo para eso. El aire frío recorrió su piel mojada. Se le endurecieron los pezones. Su pene se encogió, pero él abrazó el frío al atravesar un oscuro pasillo, ajustando sus ojos a la falta de luz mientras doblaba dos esquinas y llegaba hasta otra sala donde estaban escondidos sus trofeos.

Había un escritorio vacío en la habitación, una mesa baja y negra y unas cuantas almohadas gruesas sobre el gastado suelo de cemento. La pantalla de un ordenador portátil añadía un apagado brillo azulado y pensó en conectarse. Se comunicaba con ellas mediante Internet; en las pirateadas conexiones inalámbricas por toda la ciudad le conocían por diversos apodos, pero él se llamaba a sí mismo Vlad. No era particularmente ingenioso, pero decidió que resultaba apropiado para sus propósitos. ¿Cuál era la frase de Shakespeare? «¿Qué hay en un nombre? Lo que llamamos rosa exhalaría el mismo grato perfume con cualquier otra denominación». Bueno, Vlad exhalaba un grato perfume y sabía incluso mejor, pensó. De modo que, para los propósitos de su misión, sería conocido como Vlad el Empalador. ¿Acaso no lo era? ¿Acaso no había empalado a cada una de sus elegidas?

¡Oh, qué ironía!

Tras encender una vela, Vlad se sentó cruzando las piernas junto a la reducida mesa japonesa, abrió uno de sus cajones y extrajo la fotografías; instantáneas tomadas para las tarjetas de identificación de estudiantes. Colocó las primeras cuatro sobre la brillante superficie de la mesa.

Hermanas, pensó, aunque no relacionadas genéticamente.

Tocó cada una de las fotos con la punta de su dedo índice, en el orden en el que las había tomado.

Dionne, dulce y flexible; su rica y oscura piel tan suave como la seda. ¡Oh!, había sido tan madura y cálida… ¡tan jodidamente cálida y húmeda…! Manifestaba a gritos su indocilidad, pero su cuerpo respondía a él mientras la preparaba, hacía que aquel cuerpo perfecto le deseara. Se le secó la garganta ante el recuerdo de tomarla, desde atrás, sus manos masajeando su abdomen, haciendo que se corriera justo antes que él.

Tragó con fuerza.

Y Tara, la delgada con sus maravillosos senos. Redondos y blancos, con pezones de aureola rosa pálido, del tamaño de monedas de medio dólar. Sintió una sacudida en su polla ante el recuerdo de esas gloriosas tetas. Recordaba chuparlas, acariciarlas, morderlas, arañarlas con los dientes mientras ella gemía en su caluroso tormento… de nuevo su sangre empezaba a cantar. Tocó la foto de Tara antes de mirar a la siguiente chica.

Monique. Alta y esbelta, con un cuerpo de atleta. Músculos que se apretaban contra él mientras la esculpía con las palmas de las manos, con sus dedos explorando cada uno de sus íntimos y dulces escondrijos. Se relamió los labios mientras su polla permanecía atenta.

Miró la siguiente foto. Rylee. Pequeña. Asustada. Pero, oh, tan deliciosa. Su pelo rubio claro había llamado su atención, y cuando estuvo totalmente desnuda, su blanca piel era luminosa, sus venas visibles bajo la superficie, su palpitante corazón, evidente en sus latidos, su aterrorizado pulso agitándose de forma tan perfecta en el centro del círculo de huesos de su garganta.

Oh, Dios, qué suculenta había sido… su sabor… Le dio la vuelta a la foto, hacia el lado en el que la mancha de sangre aún era visible sobre el dorso de su fotografía. Sonriendo de pura y autocompasiva crueldad, llevó la fotografía hasta su boca y, suavemente, pasó la punta de su lengua sobre la mancha de color rojo oscuro. Su sabor llenó su boca y él aspiró en su aliento la euforia de ello.

Su polla estaba ahora dura como una piedra. Dispuesta.

Para empalar.

Relamiéndose, dejó la fotografía sobre la mesa con el resto de sus elegidas, y luego buscó las otras… cientos de ellas dentro de su escondite.

Ya había sacado aquellas que consideraba como las candidatas más probables, las chicas que llamaban su atención. Aunque le faltaban unas pocas. Las nuevas. Las alumnas que se habían matriculado para el actual trimestre, el segundo, como nuevas estudiantes. Todavía no tenía sus fotografías.

Pero las tendría.

Y pronto.

Entonces se unirían a aquellas que ya había identificado, aquellas que pronto se unirían a sus hermanas.

Sonrió, pasándose la lengua por los dientes, saboreando el regusto de la pobre y aterrorizada Rylee Ames.

Para la siguiente hornada, aunque todavía tenía que conseguir sus fotografías, Vlad pensaba en otra víctima, la hija del policía que había alquilado el apartamento de Tara. Como si estuviera destinada a ello, pensó, reteniendo su imagen en la cabeza.

Ya la había visto. La había vigilado. La había reclamado mentalmente. Era una mujer maravillosa con la cantidad justa de espíritu y el cuerpo perfecto para sus necesidades, para su sacrificio. Cuando llegara su hora. No estaba destinada a ser la próxima, pero su hora llegaría lo bastante pronto. Podía esperar. No tenía elección. Todo ello debía ser así, ya había sido decidido.

Su sangre fluyó cálida ante el pensamiento de tomarla, y miró hacia las fotografías que había sobre la mesa, delante de él.

Aunque ella aún no lo sabía, Kristi Bentz se uniría pronto a sus hermanas…

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