– ¡Idiota! -murmuró Jay en voz baja, mortificándose mientras conducía a través de las calles vacías que rodeaban el campus. Bruno emitió un suave ladrido, con el hocico en la rendija de la ventanilla, disfrutando de los olores de la noche.
Jay encendió la radio, esperando que el sonido de las Dixie Chicks alejara cualquier pensamiento sobre Kristi. En cambio, la canción acerca de hacer las paces con un ex novio tan solo le hizo agarrar el volante con más fuerza. Había mantenido la frialdad durante la clase, y también después, cuando ella le había alcanzado para enderezar las cosas y aclararlo todo entre ellos, pero algo había salido mal. Al menos para él. Tan testaruda e imprudente como era, y aún seguía pareciéndole jodidamente fascinante.
Era una enfermedad.
Como un suicidio de su alma.
– Estúpido, estúpido, estúpido -refunfuñó, y cambió de emisora hasta llegar a una local donde el doctor Sam, un psicólogo radiofónico, se encontraba dando consejo a los despechados o confundidos en un programa especial de extendido. Se imaginó que debía de haber un montón de chiflados en lo más crudo del invierno. Volvió a apagar la radio mientras conectaba los limpiaparabrisas para despejar la niebla que se había acumulado. No llovía, pero la niebla era espesa y se preguntó si debería haber insistido en acompañar a casa a Kristi.
¿Cómo? ¿Obligándola por la fuerza? Tú te ofreciste. Ella lo rechazó. No quería ir contigo. Fin de la historia.
– A no ser que acabe desapareciendo -se dijo, escudriñando a través del parabrisas y se detuvo ante una luz ámbar a punto de tornarse roja. Un par de adolescentes cruzaron la oscura calle en monopatines; las ruedas chirriaban sobre el asfalto. Entre risas, y mientras uno de ellos pulsaba los botones de su móvil al avanzar, giraron hacia un comercio abierto que anunciaba su presencia con parpadeantes luces de neón, aunque tenía barrotes en las ventanas. Algunos coches cruzaron la intersección antes de que el semáforo volviera a cambiar a un brillante verde bajo la niebla.
Jay aceleró, solo para pisar el freno cuando un gato correteó para cruzar la calle.
– ¡Joder!
Bruno, al fijarse en el veloz minino, comenzó a aullar y a arañar alocadamente en el salpicadero.
– ¡Quieto! -le ordenó al perro mientras cruzaba la intersección.
Bruno se volvió apoyando sus patas delanteras sobre el respaldo del asiento, mirando a su adversario a través de la ventanilla. Todavía seguía gruñendo y aullando-. Olvídalo -le advirtió Jay, aumentando la velocidad hasta cincuenta-. Se ha ido.
El sabueso no estaba dispuesto a rendirse, pero, tras un último «¡Déjalo!» de Jay, profirió un solitario ladrido y se enroscó de nuevo sobre el asiento.
– Buen chico -dijo Jay, y luego vio algo ante la luz de sus faros y volvió a pisar el freno-. ¡Jesús!
La camioneta patinó, provocando un tambaleo de la carrocería y un chirrido de los neumáticos. Bruno casi se estrelló contra el salpicadero cuando el guardabarros del vehículo esquivó por poco al hombre de negro que saltó hacia un lado y lanzó una rápida mirada a la camioneta, dejando al descubierto el blanco alzacuello y las brillantes gafas que reflejaban la luz de los faros. Su rostro descompuesto estaba retorcido de pura ansiedad, como si se hubiera llevado el susto de su vida. Siguió corriendo, con la sotana ondeando tras él.
– ¡Estás loco! -gritó Jay, con la adrenalina disparada en su circulación.
El corazón de Jay palpitaba como un tambor. ¡Casi había atropellado a ese tipo! Pero el sacerdote no hizo más que bajar su ritmo. Correteando, desapareció en un parque que lindaba con uno de los lados del campus.
– Ese tipo no está en sus cabales -murmuró Jay, furioso, contando mentalmente hasta diez mientras soltaba el freno y aceleraba una vez más a través de la noche-. ¿Qué cojones hace cruzando la maldita calle a oscuras? ¡Imbécil! ¿Qué tiene de malo el paso de peatones?
¿Qué demonios estaba ocurriendo? Parecía como si aquel hombre de Dios hubiese visto un fantasma, y quisiera evitar a toda costa que alguien lo viera a él.
Jay exhaló una bocanada de aire, pero aún estaba tenso, los músculos tirantes, los nervios a flor de piel y los dedos aferrados sobre el volante. En tres minutos había estado a punto de atropellar a un gato y a un hombre.
El sacerdote le había resultado familiar. Estaba oscuro, sí, pero había algo en él que hizo que Jay pensara que se habían encontrado antes. Allí. En Baton Rouge. Y no era porque Jay fuera corriendo a misa los domingos por la mañana. No… tenía que haber sido en el campus o en algún acontecimiento del All Saints.
Dejó escapar un tembloroso suspiro y sacudió su cabeza. Cautelosamente, volvió a pisar el acelerador, con los ojos clavados en la silenciosa carretera.
– A la tercera va la vencida -se dijo, preguntándose si se estaría maldiciendo a sí mismo. Le adelantaron pocos coches, y no había ninguno detrás de él cuando giró hacia la sinuosa calle que llevaba al bungaló de sus primas.
Miró el espejo retrovisor, aunque no sabía por qué. Nadie lo seguía.
– Será mejor que mantengas tus ojos en la carretera, McKnight.
Aún trataba de recordar al sacerdote. No era el padre Anthony Mediera, el cura que, para bien o para mal, estaba al mando del colegio, sino otra persona que se había encontrado en el campus. ¿Quién? ¿Cuándo?
Giró hacia la entrada de la pequeña casa de la tía Colleen, preguntándose de qué demonios estaba huyendo el sacerdote.
¡Mathias Glanzer!
Ese era el nombre. El padre Mathias; Jay estaba seguro de ello, y sí, estaba relacionado con el colegio en cierta forma. Eh, pensó Jay. ¿Pero en qué forma?
Jay aparcó, guardó las llaves en el bolsillo y llevó su maletín y su ordenador al interior de la cabaña. Con Bruno pegado a sus talones, caminó hasta la cocina, donde se esforzó por ignorar el yeso visible y la falta de poyetes. Mientras Bruno bebía agua de su platillo, Jay sacó una cerveza del frigorífico y atravesó un corto pasillo hasta su despacho rosado. Bruno lo siguió, con el hocico goteante debido al trago.
– Tengo que pintar aquí de una vez -informó Jay al perro, mientras este se enroscaba sobre su cama en una esquina de la habitación, donde una vez había estado la cama de Janice (¿o había sido la de Leah?) bajo un sinfín de pósteres y portadas de álbumes de las estrellas de rock favoritas de las hermanas. David Bowie, Bruce Springsteen, Rick Springfield y Michael Jackson le vinieron a la mente.
Se sentó junto al improvisado escritorio, luego instaló su ordenador portátil y esperó a obtener una conexión de Internet. Tras registrarse en la página web del colegio All Saints, buscó entre la lista de profesores hasta encontrar una fotografía del padre Mathias Glanzer, jefe del departamento de Teatro.
Abrió la botella de Lone Star y le dio un largo trago. En la foto, el padre Mathias parecía casi un beato, lucía una cálida expresión, amistosa, pacífica. Se encontraba sentado, ataviado con una casulla blanca y una estola con bordados dorados. Tenía las manos entrelazadas y sus ojos azules, tras unas gafas sin montura, miraban directamente a la cámara. Mentón afilado, el labio inferior más grande que el superior y una nariz delgada. Toda la fotografía le otorgaba al espectador la sensación de estar contemplando a un sereno y calmado hombre de firmes convicciones.
Eso estaba muy lejos de la visión que Jay había experimentado con anterioridad, cuando el sacerdote había parecido perturbado (o furtivo), como si tuviera a un demonio recién salido del infierno pegado a sus talones.
¿Por qué?
Jay sacudió su cabeza. Había sido un día muy largo y tenía que levantarse al romper el alba para conducir hasta Nueva Orleans. Tras despejar todos los pensamientos sobre aquel hombre de Dios de su cabeza, localizó las direcciones de correo electrónico de los estudiantes de su clase y les adjuntó el programa. Vio de nuevo el nombre de Kristi Bentz y frunció el ceño.
Aquello era mala suerte.
Hizo una mueca. Puede que Gayle estuviera en lo cierto cuando le acusó de no haber superado su noviazgo de juventud. En el momento le había parecido ridículo, el desvarío de una mujer celosa.
Pero…
Después de volver a ver a Kristi, se dio cuenta de que aún la llevaba bajo su piel. No se trataba de que quisiera volver a estar con ella. Ni hablar. Sin embargo, no podía negar que había algo en ella que le provocaba estúpidos pensamientos y le hacía recordar momentos olvidados con una súbita y aguda claridad; recuerdos que consideraba olvidados hace mucho tiempo.
Suspiró con fuerza.
Lo más inteligente (lo único) que podía hacer era dejarla en paz todo lo posible.
¿No tenía suficiente con pensar que podía predecir la muerte de su padre? ¿Es que también tenía que soportar la responsabilidad de ver la de otras personas?
Kristi abrió la cerradura de su apartamento y entró en las habitaciones que habían sido ocupadas por Tara Atwater, una de las estudiantes desaparecidas. Supéralo. Este apartamento no tiene nada que ver con la desaparición de Tara. Desapareció del campus y eso no te ha impedido matricularte en asignaturas. ¿Acaso no habrías alquilado igualmente este apartamento, incluso sabiéndolo?
– Pero no suplicando -murmuró, incapaz de evitar que se le pusiera la carne de gallina. Cerró con dos vueltas de pestillo mientras Houdini, que debía estar esperando en el tejado, saltó a través de la ventana parcialmente abierta, trepó por los armarios de la cocina y desapareció.
»A mi madrastra le daría un infarto si te viera metido en los armarios -dijo Kristi. El gato se asomó, buscándola con la mirada. Houdini aún no quería que se acercase, aunque estaba empezando a mostrarse más sociable.
Kristi rellenó el cuenco del gato, se preparó una bolsa de palomitas y se pasó la siguiente hora y media organizando su escritorio, no solo para su trabajo de clase, sino también para ordenar sus apuntes sobre el libro que esperaba escribir, el libro sobre las chicas desaparecidas, si resultaba que todas ellas habían sufrido un amargo final.
Miró alrededor del pequeño espacio en el que había vivido Tara Atwater. ¿Tara había dormido, al igual que Kristi, en una cama plegable? ¿Se dio cuenta de que el pequeño armario olía a bolas de naftalina? ¿Había protestado por la falta de presión en el agua? ¿Había preparado palomitas allí, usando el mismo microondas? ¿Había experimentado la inexplicable sensación de que alguien la estaba vigilando?
Kristi conectó su ordenador a la impresora, accedió a Internet y comenzó a descargar e imprimir cualquier artículo que pudo encontrar acerca de las chicas desaparecidas. Localizó sus páginas de MySpace y buscó cualquier prueba de que pertenecieran a algún culto o de que estuvieran interesadas en los vampiros. Pensó que encontraría alguna referencia oculta en los apartados de gustos y manías, y decidió comprobarlo más tarde. Esta noche recopilaría información; más adelante la clasificaría y analizaría. Sin apenas comer palomitas, buscó cultos, vampiros y los relacionó con el colegio All Saints. Descubrió que había un sorprendente número de grupos en todo el asunto de vampiros, hombres lobo y todo ese rollo paranormal. Algunas de las páginas y de los foros, obviamente, eran solamente para aquellos con un interés pasajero, pero había otras más intensas, como si quienquiera que hubiese creado esos espacios realmente creyera que hay demonios que caminan entre los vivos.
– Qué siniestro -le dijo al gato, que avanzaba hacia su comida. Salió huyendo al oír su voz-. Definitivamente macabro. -Y Lucretia sabía más del asunto de lo que contaba-. Supongo que será mejor que hagamos acopio de ajo, crucifijos y balas de plata -prosiguió-… o espera, ¿las balas no eran para los hombres lobo? -Houdini se quedó quieto, agitando la cola. Entonces atravesó la estancia hasta subir de un salto al poyete de la cocina y salió por la ventana-. ¿Es por algo que he dicho? -murmuró Kristi mientras el animal se estiraba.
Echó una mirada a la noche, sobre el muro que rodeaba el campus hasta los edificios más allá. Unas cuantas estrellas eran visibles a través de las cambiantes nubes y el rastro de luz de la ciudad. Una vez más tenía la molesta sensación de ser vigilada atentamente, de que ojos invisibles la observaban. La examinaban. Bajó las persianas, dejando el mínimo espacio para que volviera el gato, si se dignaba a hacerlo.
Al regresar junto al ordenador, se preguntó si Tara Atwater había experimentado la extraña sensación de que alguien la contemplaba bajo la protección de la oscuridad.
Ya era la hora.
Tenía que deshacerse de los cadáveres.
Mientras Kristi Bentz cerraba las persianas, Vlad miró su reloj. Eran ya más de la una de la madrugada. Sincronización perfecta. La había estado mirando durante más de dos horas, deseando que fuese la próxima. Había conseguido verle los pechos mientras se quitaba la sudadera y se desabrochaba el sujetador. El espejo sobre la chimenea estaba colocado de forma que, si la puerta del baño estaba abierta, él disfrutaba de una vista de la ducha, el lavabo e incluso un trocito del retrete. Había observado a Tara desde aquel mismo lugar mientras ella se pasaba el tiempo aplicándose minuciosamente su maquillaje o agachando la cabeza para ponerse unos pendientes, luchando con los cierres. Había contenido la respiración mientras la veía levantar los brazos. Ella no había sido consciente de que también movía los pechos, proporcionándole una mejor vista de aquellos maravillosos y atractivos globos, y el vial de su sangre, colgando en una cadena alrededor de su cuello, anidando en su escote. ¿Dónde demonios lo había escondido?
«Nunca lo encontrarás», la imaginaba diciéndole desde el otro lado. Su tintineante carcajada le atravesaba el cerebro, y apretaba los puños con tanta fuerza que la piel sobre sus dedos se le tensaba.
– Lo encontraré -murmuró; después se dio cuenta de que no hablaba con nadie, era un fantasma, un producto de su imaginación.
Justo igual que su madre.
Apretando la mandíbula, Vlad volvió a la realidad. No podía permanecer allí indefinidamente, recordando a Tara. Tampoco tenía tiempo para fantasear sobre cómo sería observar a Kristi mientras se duchaba y se secaba con una toalla, con su pelo húmedo pegándose a su blanca piel. Apretó los dientes y apartó el deseo que siempre había habitado en su sangre. Sabía que su lujuria tan solo era una parte de su vida, y que las chicas que sacrificaba no eran más que un medio para lograr un fin.
Sin perder un segundo, bajó corriendo las escaleras y salió por una puerta trasera. Con silenciosas pisadas, marchó a través de calles y callejones, tomando siempre un camino diferente, sin permitirse nunca el lujo o la trampa de usar la misma ruta, una en la que pudiera ser visto una y otra vez.
Sin hacer un solo ruido, abrió la puerta de su espacio privado y entró. Estaba inquieto y sabía que la fría y vigorizante agua de la piscina lo calmaría, pero no había tiempo. Había pasado demasiado rato junto a la ventana, contemplando a Kristi Bentz, intentando descifrar qué estaba haciendo en su escritorio durante tanto tiempo. Se había pasado horas en Internet y dudaba que estuviera estudiando para alguna de sus asignaturas.
Ya vestido de negro, empleó unos minutos en aplicarse pintura negra en la cara, se puso una peluca de color marrón claro, y luego cubrió sus rasgos faciales con una media de nailon… solo por si acaso. También llevaba alzas en sus zapatos, de forma que parecía más alto de lo que era en realidad… nadie lo reconocería y había sido cuidadoso en sus tratos con las mujeres, para que no hubiera forma de relacionarlo con ellas.
Caminó deprisa, pasando junto a la resplandeciente piscina y más allá, al espacio bajo la cocina del viejo hotel. Abrió con llave una pesada puerta y la empujó cuidadosamente hasta abrirla, sintiendo al instante el frío soplo del invierno contra su piel, el beso del muñeco de nieve. Encendió una luz. La solitaria bombilla iluminó el interior del congelador con una luz brillante que se reflejaba en las espesas franjas de cristales de hielo que cruzaban la gélida estancia y centelleaba, casi dándoles vida a los abiertos ojos muertos de las cuatro mujeres que colgaban de ganchos para carne, con la piel congelada y tan pálida como la nieve; sus músculos faciales se habían solidificado en expresiones de puro terror.
Odiaba dejarlas marchar.
Disfrutaba al ir a visitarlas después de un largo baño.
Caminó entre los fríos cuerpos sintiendo el aire glacial sobre su propia piel desnuda. Se frotó contra ellos, sintiendo una catarsis erótica; su ardiente sangre casi hervía en sus venas, el aire ártico contra su piel y los duros y suaves músculos de ellas, las primeras de las que serían muchas.
Mientras se relamía sus agrietados labios, se inclinó hacia delante y pasó su lengua sobre el pecho de Dionne, más oscuro que los otros; el pezón estaba duro en su gélida muerte.
– Te echaré de menos -jadeó, antes de mamar un poco y sentir su erección más fuerte al frotarse contra aquellas piernas colgantes. Llevó una mano hasta sus nalgas y recordó el cálido placer de penetrarla…
– En la próxima vida, cariño -juró, desviando su atención hacia Rylee… la preciosa y petulante Rylee. No había pasado el suficiente tiempo con ella. Su perfecta y helada belleza lo llamaba, y pensó en quedársela para jugar con su desangrado cuerpo, pero sabía que era mejor llevársela también.
Besó sus helados y retorcidos labios y miró en sus ojos abiertos. Después sonrió ante la vista de su cuello, tan perfecto; arqueados hacia atrás, los gélidos mechones de pelo se apartaban para mostrar los dos simétricos orificios en la base de su garganta, e imaginó el sabor de su sangre. Salada. Cálida. Satisfactoria.
Sí, sería difícil dejarla marchar.
Pero habría otras… muchas más.
Sonrió en la oscuridad mientras sus rostros acudían a él.
Kristi no podía dormir. El reloj de su mesita de noche le decía que casi era la una de la madrugada y los acontecimientos de los últimos días habían estado dando vueltas en su cabeza. Una y otra vez, las imágenes de las chicas desaparecidas giraban, y ella recordaba las llamadas de teléfono que había realizado entre las clases y el trabajo, y unos pocos encuentros cara a cara con estudiantes que las habían conocido.
«Siempre supe que no llegaría a nada bueno… mala sangre, justo como su padre.» Eran las palabras de la madre de Tara las que más la mantenían despierta. «Está en la cárcel, ya sabes. Robo a mano armada, no es que sea asunto tuyo. ¿Mi opinión? Creo que se ha fugado con algún chico y de alguna manera acabaré teniendo que pagar los préstamos que pidió para ir a la universidad. Espera y verás. Y yo con otros dos niños que mantener…»
Pero la madre de Monique no había resultado mejor, aparentemente enfadada porque su hija se hubiese marchado a la universidad y la dejase con un marido que padecía la enfermedad de Alzheimer. «Ella no podía soportarlo… no es que pudiera soportar nada. ¡Qué niña!», se había quejado la madre de Monique desde algún lugar de Dakota del Sur.
El hermano de Dionne había afirmado que era una «putilla barata», mientras que su último novio, Tyshawn Jones aún seguía sin aparecer, o eso parecía. Los compañeros de pizzería de Dionne insistieron en que no habían llegado a conocerla y que se lo guardaba todo para sí misma.
La madre de Rylee era una pesadilla, aduciendo que su hija solo conseguiría «meterse en líos», como si eso fuera lo peor que pudiera ocurrirle.
Kristi apartó las colchas, molestando a Houdini, que se había aventurado hacia la cama mientras ella dormía.
– Lo siento -se disculpó mientras el gato se revolvía hacia su escondite. Kristi anduvo descalza hasta la cocina, abrió el grifo y apartándose el pelo de la cara, dio un largo trago de agua del grifo.
¿Cuántas veces habrá hecho esto Tara?
Kristi cerró el grifo y se secó los labios girando la cabeza y usando el hombro de la camiseta demasiado grande que hacía las veces de pijama. Apoyó las caderas contra el poyete y se quedó mirando fijamente la habitación donde residía junto al fantasma de Tara Atwater. La silla del escritorio ya estaba allí; probablemente Tara la usara para estudiar las mismas asignaturas que tenía Kristi.
Escuchó al reloj marcar los segundos, la vibración del frigorífico y los continuos latidos de su corazón. Era casi como si estuviera siguiendo el rastro de la vida de Tara; caminando sobre sus pasos, convirtiéndose en la chica que un día faltó a clase y nunca volvió a aparecer.
No tenía ningún sentido.
Tara no tenía coche, pero sí una tarjeta de crédito, un ordenador para conectarse a Internet, una página en MySpace y un teléfono móvil; nada de eso había sido usado desde entonces. La última persona que Tara había visto era la jefa del departamento de Lengua, la doctora Natalie Sin Comentarios Croft. Hasta el momento, Kristi había sido incapaz de hablar con ella.
La mente de Kristi saltó hasta Rylee. La última persona con la que se encontró fue Lucretia Stevens, algo que la ex compañera de habitación de Kristi olvidó mencionar.
– Curioso, muy curioso -le dijo a Houdini, que se escabulló hasta el extremo más alejado de la habitación, con sus luminosos ojos enfocados sobre Kristi. Mientras cerraba los ojos y giraba el cuello, Kristi inspiró profundamente cinco veces seguidas; luego, sabiendo que aquel sería un sueño demasiado esquivo, se fue hasta la silla de su escritorio, tomó asiento, encendió su ordenador e, ignorando las gráficas que estaba haciendo, se conectó a Internet. Había encontrado varias páginas acerca de los vampiros y algunos de los chicos charlaban con ella de forma anónima.
Puede que aquella noche tuviera suerte al chatear con personas que tenían nombres como «Kierosangre», «Colmillos077», «Vampiressa» y otros parecidos. No había tenido mucha suerte obteniendo información sobre un culto o algo así, ni nadie había admitido aún que conociera a alguna de las chicas desaparecidas. O bien sabían algo, lo mantenían en secreto y no reconocían los verdaderos nombres de las alumnas, al contrario que sus apodos, o bien no tenían ni idea de lo que pasaba. Kristi apostaba por la segunda opción, pero todavía mantenía alguna que otra conversación mientras comprobaba las páginas MySpace de las chicas, revisando sus «grupos» y fotografías, tratando de encontrar alguna pista que antes se le pudiera haber escapado.
Seguramente encontraría algo.
Las personas no desaparecían, simplemente, de la faz de la tierra.
Incluso si creían en los vampiros.
¿Verdad?
El Misisipi corría ancho y oscuro sobre el lecho descendiente de Nueva Orleans. De forma fantasmal, el musgo español caía de las ramas de los robles plantados junto a las orillas del río.
Vlad tomó aire profundamente, oliendo la tierra mojada mezclándose con el penetrante olor del agua que se movía con lentitud.
Se encontraba solo, sobre la lejana margen de la orilla; aun así, todavía se sentía demasiado expuesto. Si los cuerpos flotasen hasta la superficie, para ser descubiertos, la cosa podría ponerse peligrosa, y él todavía tenía mucho trabajo que hacer.
Por ella.
Siempre por ella.
Cerró los ojos y pensó en ella.
Tan perfecta.
Tan hermosa.
Una mujer que, por encima de las demás, hacía hervir su sangre. Apenas podía esperar a verla de nuevo… contemplarla desde la distancia, sintiendo como se le endurece con solo pensar en su cálido cuerpo y en la sangre… siempre la sangre.
Se pasó la lengua por los dientes con expectación. Un torrente de excitación corría por sus venas y la necesidad guiaba su alma.
Tras descartar aquel sitio como lugar de depósito, caminó con ligereza desde la elevación, a través de la larga hierba y hacia los árboles donde estaba aparcada su camioneta. Se situó tras el volante y dio la vuelta; después condujo hasta salir del largo sendero y tomó un camino secundario que se adentraba en el pantano.
Allí, el canto de los grillos y las ranas se imponía sobre la quietud. De vez en cuando, aparecía el suave y casi inaudible chapoteo de un caimán deslizándose hacia el interior del agua.
Aparcó junto a la destartalada cabaña, fue hasta la parte de atrás de su camioneta y se calzó unas botas de agua. Se puso un casco de minero sobre la cabeza y luego conectó la bombilla. Bajo la brillante luz trabajó con rapidez; se ajustó unos guantes y comenzó a sacar los cadáveres de la parte de atrás de la camioneta. Envueltos en lonas y con ladrillos atados a sus torsos, habían empezado a descomponerse y representaban una molesta carga mientras los llevaba al estilo bombero, sobre el hombro. Desde un sendero hasta el borde del agua. Desenvolvió el primero y contempló su rostro, su desnudo y frío cuerpo, durante un segundo. Bajo la potente luz del casco, Dionne lo miraba sin verlo, con su oscura piel adquiriendo un matiz azulado, cristales de hielo sobre su cabello que empezaban a derretirse.
No había querido dejarlas a todas a la vez. Eso ponía las cosas demasiado fáciles si alguien descubría uno de los cuerpos, pero se estaba quedando sin tiempo. Había esperado demasiado tiempo, sin contar aquella parte de la misión. Habría preferido permanecer a su lado para siempre, pero, por supuesto, no podía.
– Descanso eterno -dijo al empujar el suave cuerpo de Dionne en el agua. Una vez sumergida, los ladrillos se encargaron de hundirla hasta el fondo, y él regresó a la camioneta.
El siguiente cuerpo envuelto en lona era el de Tara. La tercera. La había vigilado desde su escondite mientras paseaba desnuda por su apartamento, el mismo estudio que ahora ocupaba Kristi Bentz. Muy apropiado, pensó mientras arrastraba el helado cuerpo de Tara a otro lugar, un poco más abajo de la corriente; abrió la lona y la contempló de nuevo. Su piel estaba pálida, aunque había unas señales de bronceado que no habían desaparecido desde el verano y aún eran visibles. Sus grandes pechos con increíbles pezones estaban tiesos, rogando que los besara, que los lamiera una última vez. Aun así, se resistió. Ella también fue sumergida en las tranquilas aguas para ser descubierta por las criaturas de la noche.
Hizo dos nuevos viajes, el primero con Monique. Alta y majestuosa en vida, una atleta, y ahora pesada y rígida, inflexible. Desató la lona con sus manos enguantadas y notó que, incluso en la muerte, sus músculos estaban definidos.
Su largo pelo rojo le caía rígido tras los hombros y era burdamente imitado por los gélidos rizos en la unión de aquellas piernas largas e increíbles. Se le encogió el estómago al mirarla antes de sumergir su cuerpo en el agua.
Finalmente, llevó la última y más pequeña de las lonas desde el lugar de aparcamiento donde desató las cuerdas, dejó caer el plástico y luego le echó un largo e intenso vistazo a Rylee, con su aspecto de animadora y sus ojos azules, ahora ciegos. Incluso bajo la fuerte luz de su casco era hermosa. Sus curvas eran perfectas, su diminuta cintura doblada bajo las esferas de sus redondos pechos con pezones rosa claro. Un tatuaje de una mariposa estaba congelado en la cara interior de uno de sus muslos y él recordaba lamer el frío adorno con su lengua mientras la exploraba.
Sí, la echaría de menos, y le irritaba no tener más tiempo para contemplarla, tocarla, sentir su gélida y suave piel contra la suya propia.
Habrá otras… déjala. Deja sitio para la próxima.
Se le aceleró el pulso. No tenía más que esperar una semana y entonces… oh, y entonces…
Con renovada energía, empujó el cadáver hacia las oscuras y pantanosas aguas. Gracias al rayo de su luz, que atravesaba las negras profundidades, la vio mirando hacia él, a través de la ondulante corriente mientras el agua pasaba sobre sus pálidos rasgos.
Su sangre, pensó, había sido deliciosa.
Perfecta.
Lentamente, fue desapareciendo de su vista.