Prólogo

Colegio All Saints

Baton Rouge, Luisiana

Diciembre


¿Dónde estoy?

Una corriente de aire gélido acarició la piel desnuda de Rylee. Le puso la carne de gallina.

Temblorosa, parpadeó tratando de escudriñar en la cambiante oscuridad, un frío y oscuro vacío con silenciosos puntos de luz roja envueltos en una creciente niebla. Estaba helada, medio echada sobre alguna clase de sofá y…

¡Oh, Dios!, ¿estoy desnuda?

¿Era cierto?

¡No puede ser!

Aun así podía sentir la suave superficie de terciopelo contra sus corvas, sus nalgas y sus hombros, donde entraban en contacto con el brazo de aquel asiento.

Una aguda punzada de terror atravesó su cerebro.

Trató de moverse, pero sus brazos y piernas no respondían, ni siquiera podía girar la cabeza. Movió los ojos hacia arriba, tratando de vislumbrar el techo de aquella habitación tan oscura con esa extraña luz roja.

Pudo oír un débil carraspeo.

¿Qué?

¿No estaba sola?

Intentó girar su cabeza hacia el sonido.

Pero no fue capaz. Cayó pesadamente contra el respaldo el asiento. ¡Muévete, Rylee, levántate y corre, joder!

Un nuevo sonido. El roce de un zapato contra el cemento (o algo sólido) llegó hasta sus oídos.

Sal de aquí, sal de aquí ahora mismo. Esto es demasiado raro.

Aguzó los oídos. Le pareció que el más tenue de los susurros le llegaba desde las sombras. ¿Qué demonios era aquello?

Una nueva sensación de miedo estremeció su interior. ¿ Por qué no podía moverse? ¿Qué era lo que le estaba ocurriendo? Trató de hablar pero no fue capaz de pronunciar una palabra, como si sus cuerdas vocales estuvieran congeladas. Miró frenéticamente a su alrededor; los ojos podían moverse en sus cuencas, pero su cabeza era incapaz de girar.

Le palpitaba el corazón y, a pesar del frío en el ambiente, comenzó a sudar.

Era un sueño, ¿verdad? Una horrible pesadilla en la que no podía moverse y se encontraba sobre un sofá de terciopelo, tan desnuda como el día en que vino al mundo. Le pareció que el sofá estaba ligeramente elevado, como si se encontrase sobre alguna extraña clase de escenario o estrado, rodeado por un público invisible; gente que se ocultaba en las sombras.

El terror le cerraba la garganta.

El pánico se apoderaba de ella.

No es más que un sueño, recuérdalo. No puedes hablar, no puedes moverte, son los clásicos signos de una pesadilla. Cálmate, apártalo de tu cabeza. Te despertarás por la mañana…

Pero no prestó atención a los consejos que revoloteaban por su cabeza, porque allí había algo escondido y en silencio. Algo no iba nada, nada bien en toda aquella situación. Jamás antes había estado aterrorizada por una pesadilla en la que hubiera pensado para sí misma que pudiera estar soñando. Y allí había una realidad inherente, una esencia que le hacía replantearse su razonamiento.

¿Qué podía recordar…? Oh, Dios, ¿había sido la noche anterior… o tan solo unas horas antes? Había salido a tomar unas copas con sus nuevos amigos del colegio, una especie de pandilla que andaba metida en eso del «Vampirismo gótico»… no, no… ellos insistían en que se trataba de Vampyrismo. Se suponía que esa arcaica pronunciación lo convertía en algo más real, o algo por el estilo. Hubo susurros, desafíos y Martinis rojo sangre sobre los que los demás habían insistido en que estaban teñidos con auténtica sangre humana. Había sido una especie de «rito de iniciación».

Rylee no los creyó, pero había querido formar parte de su grupo, había aceptado sus desafíos, había consentido… y ahora… ahora estaba teniendo un viaje. Le habían adulterado la bebida, no con sangre, sino con alguna extraña droga psicodélica que le estaba provocando alucinaciones, ¡eso es! ¿Acaso no había percibido el matiz de vacilación en sus miradas cuando ella sostuvo aquel Martini rojo sangre y jugueteó con la copa entre sus dedos? ¿No había notado su fascinación, incluso temor, al no beber de la copa, sino devolverla con un ademán?

¡Oh, Dios…!

Aquella iniciación (sobre la que había pensado que no era más que una broma) había tomado un peligroso e inesperado giro. Recordaba vagamente haber accedido a formar parte del «espectáculo». Se había bebido la falsa sangre de la copa de Martini y sí, llegó a pensar que molaba todo eso de los vampiros, en lo que sus recientes amigos andaban metidos, pero no se había tomado en serio nada de lo que decían. Simplemente pensó que le estaban tomando el pelo, comprobando hasta dónde podría llegar…

Pero unos minutos después de tomarse la bebida, se sintió rara, más que borracha, y realmente fuera de sí. Más tarde comprendió que el Martini había sido adulterado con una potente droga y empezó a perder el sentido.

Hasta ahora.

¿Cuánto tiempo había transcurrido?

¿Minutos?

¿Horas?

No tenía ni idea. ¿Era una pesadilla? ¿Un mal viaje?

Rezó a Dios porque así fuera. Porque si aquello era real, entonces ella efectivamente se encontraba en un sofá, sobre un escenario, sin nada puesto, con su largo pelo enredado sobre su cabeza y las extremidades inmóviles. Era como si estuviera interpretando un papel en alguna espeluznante y retorcida obra; una que, estaba segura de ello, no tenía un final feliz.

Oyó un nuevo susurro de expectación.

La luz roja comenzó a parpadear suavemente, en armonía con los latidos de su aterrorizado corazón. Le pareció vislumbrar el blanco de docenas de ojos que la contemplaban desde la oscuridad.

Dios mío, ayúdame.

Apretando los dientes, se concentró en mover sus extremidades, pero no hubo respuesta. Nada.

Intentó gritar, chillar, decirle a alguien que detuviese aquella locura. Su voz tan solo emitió el más débil de los quejidos.

El miedo hervía en su interior.

¿Es que nadie podía poner fin a eso? ¿Nadie entre el público? ¿No podían ver su terror? ¿Darse cuenta de que la broma había ido demasiado lejos? Silenciosamente, les suplicó con la mirada. Poco a poco, el escenario fue iluminándose por unas cuantas bombillas a ras del suelo que creaban un fulgor suave y difuso, acentuado por la parpadeante luz roja.

Volutas de niebla se deslizaban a través del escenario.

Un murmullo de impaciencia parecía recorrer el invisible público. ¿Qué es lo que iba a ocurrirle? ¿Lo sabían ellos? ¿Se trataba de un rito que habían presenciado antes, tal vez sufriéndolo ellos mismos? ¿O era algo peor, algo demasiado horrible de imaginar?

Estaba condenada.

¡No! ¡Lucha, Rylee, lucha! No te rindas. ¡No te rindas!

Una vez más trató de moverse, y una vez más sus músculos no obedecieron. Intentó en vano levantar un brazo, la cabeza, una pierna, cualquier maldita cosa, sin resultado.

Entonces lo oyó.

El vello de su nuca se erizó por el miedo, tan helador como el mar del norte. Supo al instante que ya no estaba sola sobre el escenario. Por el rabillo de uno de sus aterrorizados ojos detectó movimiento. Era una oscura silueta, un hombre alto, de anchos hombros, que caminaba atravesando la espesa y rastrera niebla.

La garganta se le volvió como la arena.

El pánico le atenazó el corazón.

Ella lo miraba, obligada a contemplar cómo se acercaba lentamente, paralizada por el terror. Ese era él. El hombre sobre el que habían susurrado los amantes de los vampyros.

Casi esperaba que llevase puesta una capa negra con forro escarlata, que su rostro fuese pálido como la muerte, de ojos brillantes y colmillos relucientes, revelados al retraer sus labios.

Pero ese no era el caso. Aquel hombre iba parcialmente vestido de negro, sí. Pero allí no había capa alguna, ni fastuoso satén rojo u ojos brillantes. Era delgado, aunque de apariencia atlética. Y endiabladamente atractivo. Unas amplias gafas de sol de espejo ocultaban sus ojos. Su pelo era oscuro, o estaba húmedo, y lo bastante largo para acariciar el cuello de su chaqueta de cuero negro. Sus vaqueros estaban rotos y algo caídos. Llevaba una camiseta gastada que una vez había sido negra. Sus botas de piel de serpiente lucían ajadas, con los tacones gastados. Había algo en él que le resultaba familiar, pero no podía ubicar su rostro.

Una impaciente expectación ascendió desde la oscuridad, envolviendo el escenario.

Una vez más, ella pensó que se trataba de un insólito sueño, una extraña pesadilla o alucinación que era ahora tan atractiva como aterradora. Oh, por favor… que no sea real…

Él llegó hasta el sofá y se detuvo, el roce de sus botas ya no se repetía en un eco a través de su cerebro; tan solo el siseo de expectación se imponía sobre sus erráticos latidos.

Con el respaldo del sofá separando sus cuerpos, él deslizó una mano grande y callosa sobre su cuello desnudo, provocando una emoción que acaloró su sangre y deshizo una parte del miedo que la atenazaba. Las yemas de los dedos apretaron delicadamente su clavícula y su pulso se aceleró.

A una parte de ella, una parte muy pequeña, le parecía excitante.

Un siseo recorrió la invisible multitud.

– Esta -dijo él, con una voz imperativa aunque suave, como si se dirigiera hacia los ocultos espectadores-, es vuestra hermana. El público dejó escapar un «¡ah!» de expectación.

– Hermana Rylee.

Ese era su nombre, sí, pero… ¿De qué estaba hablando? Ella quería negarlo, sacudir su cabeza, contarle que lo que estaba ocurriendo estaba mal, que sus pezones solo se habían endurecido debido al frío, no por alguna sensación de deseo, que el impulso existente en lo más profundo de su ser no era lascivia.

Pero él sabía que lo era.

Él podía palpar su deseo. Oler su miedo. Y ella sabía que la deseaba por sus indómitas emociones.

No hagas eso, suplicó en silencio, pero ella sabía que podía leer las señales de aviso en la dilatación de sus pupilas, en su respiración entrecortada, en sus gemidos, más anhelantes que atemorizados.

Sus fuertes dedos apretaron un poco más fuerte, con firmeza, como unas cálidas zarpas sobre su piel.

– La hermana Rylee se une esta noche a nosotros voluntariamente -dijo con convicción-. Está preparada para realizar el último y definitivo sacrificio.

¿Qué sacrificio? Eso no sonaba bien. Una vez más, Rylee trató de protestar, de apartarse, pero estaba paralizada. La única parte de su cuerpo que no se encontraba totalmente desconectada era su cerebro, e incluso este parecía decidido a traicionarla.

Confía en él, le susurraba esa parte. Sabes que te ama… puedes sentirlo… ¿Y cuánto tiempo llevas esperando ser amada?

¡No! Aquello era una locura. Era la droga la que hablaba.

Pero ella deseaba sucumbir al tacto de sus dedos, que se deslizaban lentamente, descendiendo por un cálido sendero a lo largo de sus pechos, cada vez más cerca de sus doloridos pezones.

Sintió un cosquilleo en su interior. Dolía.

Pero aquello estaba mal. ¿Verdad…?

Él se inclinó acercándose más; la nariz contra su pelo, los labios rozando el pabellón de su oído mientras le susurraba tan silenciosamente de forma que solamente ella pudiera oírlo: «Te amo». Ella se derretía por dentro. Lo deseaba. Un tórrido impulso se elevó en su ser. Los dedos frotaron su piel por debajo de la clavícula, un poco más fuerte, presionando en su carne. Por un instante se olvidó de que se encontraba en un escenario. Estaba a solas con él, y él la estaba acariciando… amándola… Él la deseaba como ningún otro hombre la había deseado jamás… Y…

Apretó con fuerza.

Un dedo fuerte se hundió en su carne, clavándosele en las costillas. La atravesó una sacudida de dolor. Sus ojos se abrieron de golpe.

El miedo y la adrenalina estallaron en su circulación sanguínea. Su pulso se disparó, loca y salvajemente.

¿Qué había estado pensando? ¿Que podría seducirla? ¡No!

¿Amor? ¡Oh, por el amor de Jesús, él no la amaba! Rylee, no te dejes engañar. No caigas en su estúpida trampa.

El maldito alucinógeno la había convencido de que se preocupaba por ella, pero él, quien demonios quiera que fuera, tan solo pretendía utilizarla en su enfermizo espectáculo.

Ella lo miró, y él advirtió su ira.

El bastardo sonreía, con sus dientes blancos y relucientes.

Entonces supo que disfrutaba con su impotente furia. Él percibió los latidos de su corazón, su sangre fluyendo cálida y frenéticamente por sus venas.

– Su sangre es la sangre intacta de una virgen -dijo hacia la invisible muchedumbre.

¡No!

¡Os habéis equivocado de chica! ¡Yo no soy…!

Dedicó toda su concentración en hablar, pero su lengua se negó a funcionar, no hubo aire que presionara sus cuerdas vocales. Intentó luchar, pero sus miembros no teñían fuerza.

– No tengas miedo -susurró él.

Invadida por el terror, contempló cómo se inclinaba hacia delante, acercándose más, con su cálido aliento, sus labios encogiéndose para mostrar sus dientes desnudos.

Dos brillantes colmillos refulgieron, igual que en su fantasía.

Por favor, Dios. Por favor, ayúdame a despertar. ¡Por favor, por favor…!

Junto al siguiente latido, sintió un frío pinchazo, semejante al de una aguja, mientras los colmillos se clavaban en su piel y penetraban fácilmente en sus venas.

Su sangre comenzó a derramarse…

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