Epílogo

– … sostener su propio…

Rick Bentz oía las palabras, pero no podía abrir los ojos, no podía mover ni un músculo para indicar a aquellos que le rodeaban que se estaba despertando. Los había oído, por supuesto; a los doctores y enfermeras con sus cuchicheos; y a su hija, Kristi, que debía haberse recuperado, gracias a Dios, porque había estado allí a menudo… hablándole, insistiendo en que iba a ponerse mejor, que tenía que acompañarla por el pasillo de la iglesia porque iba a casarse con Jay McKnight y a escribir algún maldito libro y…

Dios santo, ¿cuánto tiempo había estado allí? ¿Un día? ¿Dos? ¿Una semana?

Trató de abrir un ojo. Montoya y Abby habían pasado por allí, y Olivia, por supuesto, quien había estado siempre alerta. Había escuchado su suave voz, sabía que le había estado leyendo, advirtió que, de vez en cuando, sus palabras titubearon o que su voz, aquella dulce y melodiosa voz, había sonado algo temblorosa.

Jay McKnight también había estado allí, y él, al igual que Kristi, había hablado de matrimonio, pidiéndole su bendición o algo parecido. ¿O es que lo había soñado?

Era el momento de que su hija sentara la cabeza, de que se mantuviera alejada del peligro…

El doctor se marchó con chirriantes pisadas, y volvió a quedarse solo. Oyó un ruido continuo, un suave pitido, bip, bip, bip, como si estuviera conectado a un electrocardiograma, y deseó moverse, Dios, quería estirar sus músculos.

La boca le sabía muy mal y era vagamente consciente de un ruido de pasos en un pasillo externo, de un carrito rodando, gente que hablaba… se dejó llevar durante un minuto… ¿O una hora? ¿Un día? ¿Quién sabe? El tiempo se había detenido para él.

Kristi estaba otra vez allí, hablándole de la boda con suavidad… la maldita boda. Él quería sonreír, y decirle que se sentía feliz por ella, pero no le salían las palabras.

Sus palabras eran ahora más lentas, su voz se hizo más débil, y entonces, desapareció por completo. ¿Se había marchado? Si tan solo pudiera abrir los ojos.

Lo intentó y no pudo.

Notó un ligero movimiento. Solo era una ráfaga de aire fresco.

En ese instante supo que no estaba solo.

Había alguien más en la habitación, alguien distinto de Kristi.

Se le puso la piel de gallina. La temperatura descendió de golpe, como si un suave soplo de viento hubiera entrado por una ventana abierta. Entre el frío, advirtió una fragancia… algo familiar y sutil que estimulaba sus fosas nasales; era un perfume femenino con un disimulado aroma a gardenias.

¿Qué era aquello?

Sintió que alguien tomaba su mano, y luego entrelazaba unos suaves y finos dedos entre los suyos.

– Rick -susurró una mujer con una voz tersa que alentaba su psique. Era una voz familiar. Una voz lejana-. Cariño, ¿puedes oírme?

El corazón casi se le detuvo en el pecho. La habitación pareció estar repentinamente en silencio; todos los sonidos del hospital se habían apagado.

Los dedos se separaron de los suyos, y la ráfaga de aire volvió a levantarse, acariciando sus mejillas, como si alguien le hubiera dado un gélido beso sobre la piel.

El perfume flotaba a su lado… el mismo cautivador aroma que Jennifer se ponía cada vez que hacían el amor…

¡Jennifer!

Sus ojos se abrieron de golpe.

Su aliento se hacía vapor en el frío. Pestañeó varias veces, preguntándose cómo era aquello posible. No podía mover la cabeza, pero, por el rabillo del ojo, vio la entrada a la habitación y, a un lado, una silla. En ella, Kristi dormía con su cabeza inclinada hacia delante.

En el umbral, iluminada por la luz del exterior, había una mujer con un vestido negro.

Era alta.

Delgada.

El cabello color caoba le caía sobre la espalda.

¡Oh, Dios! No podía ser cierto…

Ella miró por encima del hombro y sonrió.

Aquella mirada, atractiva y seductora que él conocía tan bien se dibujó sobre sus labios rojos.

Se sentía como si hubiera vuelto atrás en el tiempo. Su corazón se sobresaltó.

– Jennifer -susurró, pronunciando por primera vez en muchos años el nombre de su difunta ex mujer-. Jennifer. Pestañeó.

Se había marchado.

– ¿Papá?

Movió sus ojos hacia la única silla de la habitación. Kristi lo miraba, con tensión en sus ojos, y una arruga de preocupación sobre su tersa frente. ¡Jesús, se parecía a su madre!

– ¡Estás despierto! -Kristi se levantó de la silla en un instante, con los ojos cargados de lágrimas-. ¡Oh, Dios, estás bien! -exclamó, de pie junto al borde de la cama, cogiendo su mano y apretándola-. Viejo chiflado, ¡me has dado un susto de muerte!

– Tu madre -dijo él ansiosamente, preguntándose si estaba perdiendo el juicio-. Estaba aquí.

– ¿Mamá? -Kristi sacudió su cabeza-. Vaya, ¿qué clase de drogas te están dando?

– Pero ella estaba aquí.

– Te digo que eso es por la morfina. -Kristi reía a través de sus lágrimas.

– ¿No la has visto?

Kristi volvió a sacudir la cabeza.

– Aquí no había nadie, he estado todo el rato. Sí, me he dormido, pero… ¡Jesús, qué frío hace aquí! -Estaba tiritando-. Pero me alegro de que hayas vuelto -confesó-. Estaba tan asustada… quiero decir, pensaba que no lo conseguirías… Pero eres más duro que la mayoría.

Bentz no estaba atemorizado.

– Pero estaba aquí… tu madre… yo la vi… saliendo por la puerta…

– No, papá, soy yo. Estás confuso. -Lo miró con un poco más de seriedad, entonces miró hacia la puerta. El umbral vacío-. Ya sabes -dijo volviéndose hacia él -, has estado en coma durante casi dos semanas y yo sé lo que es eso. Es de lo más extraño. A veces, cuando finalmente despiertas, tienes un enorme embrollo en la cabeza.

– ¿No la has visto? -Hizo un vano esfuerzo por sentarse. Sus brazos estaban débiles y sus piernas… Diablos, todavía no respondían. Ni siquiera podía sentirlas, no como sentía sus brazos y hombros.

– No estaba aquí -insistió Kristi nerviosa y rápidamente. Como si ella también supiera que había ocurrido algo extraño-. Mira, tengo que llamar a la enfermera y al doctor. Y a Olivia. Ya está de camino hacia aquí, pero me mataría si no la llamase. Y al personal. Tengo que hacerles saber a todos que estás despierto. -Ya se dirigía hacia la puerta, el umbral en el que Jennifer había estado hacía tan solo unos segundos.

– Ella estaba aquí, Kristi -afirmó Bentz, seguro de estar en lo cierto. No era una alucinación. Ni un efecto de las drogas. Ni confusión debido a su medicación. Tanto si le creían como si no, él sabía la verdad.

Jennifer Bentz había regresado.

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