Era un trabajo a la medida de Vlad. No había ninguna duda.
Y Elizabeth estaba tan nerviosa como un gato, mirando sobre su hombro, convencida de que serían descubiertos en cualquier momento. No es que no tuviera motivos para preocuparse, pensó Vlad al deslizarse entre las sombras del campus, pero él se estaba ocupando de todo. ¿Acaso no lo hacía siempre? Le irritaba de una forma inconmensurable que ella, aquella a quien adoraba, no pudiera, o no quisiera, confiar en él.
Había estado preparando los detalles durante mucho tiempo. Era el momento de que ella tuviera algo de fe en él.
Maniática del control, pensó al sentir el cambio en la atmósfera, la calma de la noche se alejaba con una ráfaga de viento. Unas finas nubes pasaban frente a la luna, tornándose más espesas y moviéndose más deprisa a medida que pasaban los minutos. La promesa de tormenta pesaba en el aire, y le enviaba su canto sangriento a través de sus venas.
Se acercó reptando hasta el pabellón de Adán, escondido entre la maleza al abrirse camino hasta la capilla. Al deslizarse silenciosamente entre las sombras empapadas de noche, pensó en Kristi Bentz… hermosa, asustada, la ágil Kristi… saboreó con la imaginación lo que estaba por llegar. Se relamió los labios ante la idea de su sangre, lo dulce que sería su sabor, y no pudo evitar imaginar lo que le haría. Las imágenes en su cabeza provocaron una respuesta inmediata entre sus piernas, y tuvo que acallar la lujuria que hervía a través de sus venas.
Pero antes, había trabajo que hacer.
No podía distraerse.
Más tarde la saborearía, por completo…, viva y muerta.
La tormenta arreciaba; ráfagas de viento cruzaban el campus, inclinando la hierba y los arbustos, había amenaza de lluvia y algo más… puede que truenos. Las campanas comenzaron a sonar y las nubes se arremolinaban sobre la luna cuando se deslizó en la capilla. En el interior, el sonido del viento se apagó, y una fila tras otra de velas, con sus diminutas llamas parpadeando junto a la entrada, le dio la bienvenida. Olfateó el ardiente aroma; la cera se tornaba líquida.
Sí, pensó, ascendiendo en silencio las escaleras que se desviaban de la entrada, él se ocuparía de todo. Como lo había hecho desde que era un niño. Elizabeth debería calmarse y confiar en él. ¿Es que no la había cuidado y protegido siempre? Aunque a menudo hubiera estado en las sombras, ¿acaso no había podido delegar en él?
Sí, pensó al llegar al balcón. Sí, sabía que cuatro cuerpos habían sido encontrados, y le dolía pensar que la policía incluso estaba examinando y cortando los cuerpos de aquellas a quienes había escogido tan cuidadosamente. Sí, se daba cuenta de que pronto las autoridades, con sus sofisticados equipos, sus preparados detectives, sus perros y su determinación acabarían por llegar hasta allí. No podían retrasarse mucho.
Tenían que marcharse.
Pero no hasta que hubiera atado unos pequeños cabos sueltos. No le llevaría mucho tiempo, pero aquellos que conocían la verdad, o la sospechaban, tendrían que perecer.
Sacrificarse a sí mismos, por poco que pudiera ser lo que conocieran.
Entonces, se deslizó entre los pliegues de la pesada cortina de terciopelo y esperó. La representación final de la obra moralista había acabado y el sacerdote regresaría pronto para rezar ante el altar antes de usar la puerta trasera para volver a su residencia privada, donde rezaría por el perdón, la absolución y la piedad.
Vlad sonrió en la oscuridad.
Piedad.
Mantuvo su mirada sobre la puerta. Tan pronto como Vlad estuvo seguro de que el padre Mathias no cambiaba su rutina, lo seguiría y se aseguraría de que la atormentada alma del sacerdote era liberada.
El padre Mathias no sufriría durante más tiempo.
Jay le silbó al perro, abrió la puerta de su camioneta y, una vez que Bruno hubo entrado, se colocó al volante. Se hubiera dado de cabezazos por ser tan estúpido y trató de no dejarse llevar por el pánico.
Al registrar la guantera encontró su Glock, y la introdujo en uno de los bolsillos de su chaqueta, todo ello pensando en Kristi; la hermosa, atlética, insolente y cabezota Kristi. ¿Cómo había dejado que le convenciera para dejarla sola en Baton Rouge?
Encendió el motor y puso el coche en marcha; puso el viejo Toyota marcha atrás, chirriando hasta llegar a la calle. Luego situó la camioneta en la dirección correcta, pisó el acelerador, salió del callejón sin salida hasta la calle principal y se dirigió a la autopista.
Se había retrasado en el laboratorio con el descubrimiento de los cuatro cuerpos, las chicas desaparecidas del All Saints. Las pruebas halladas en los cadáveres habían tardado en recogerse y procesarse. Y mientras trabajaba, había intentado llamar a Kristi una y otra vez, pero sin resultado.
¿Dónde demonios estaba?
Una vez más, marcó su número.
Una vez más, su llamada fue enviada al buzón de voz.
– ¡Joder! -Casi lanzó el teléfono al otro lado del asiento cuando, al poner un ojo en la carretera, esquivó a un camión con remolque. ¿Por qué no contestaba al maldito teléfono? ¿Se lo habría olvidado? ¿Se habría quedado sin batería? ¿O es que le habría ocurrido algo?
Contempló en su mente los cuerpos desangrados de las chicas en la morgue y rezó para que Kristi no se hubiera convertido en una víctima de aquel psicópata que estaba detrás de los asesinatos. ¿Por qué no había insistido en que acudiera a la policía cuando encontraron el maldito vial de sangre? ¿Qué clase de idiota era para permitirle quedarse sola en Baton Rouge, cuando ambos sospechaban que había un asesino en serie acechando a las estudiantes? ¡Y que alguien estaba grabando lo que ocurría en su apartamento!
¡Como si hubieras podido detenerla! Ni hablar. No a esa mujer terca como un mulo.
Pero no podía apartar la sensación de culpa. Debería haberse quedado con ella. Y ahora… oh, Dios, ahora…
– Hijo de puta -espetó, conduciendo como un loco, ignorando el límite de velocidad y pisando a fondo en cuanto veía un semáforo en ámbar. Bruno, imperturbable, miraba fijamente por la ventana mientras los faros de Jay iluminaban la noche.
Además, le había dejado tres mensajes a Rick Bentz, ninguno de los cuales tuvo respuesta, pero claro, el propio Bentz estaba con los ojos puestos en el caso, en la prensa y en el caos resultante. Por lo que Jay sabía, el departamento de policía de Nueva Orleans, así como el de Baton Rouge, habían realizado declaraciones oficiales ante la prensa y la opinión pública en las que citaban la existencia de un asesino en serie en las calles. La Universidad había sido alertada, así que con suerte, ya habría sido emitido un aviso a los estudiantes para que permanecieran en interiores o en grupos, y se había impuesto un toque de queda.
Jay había conseguido finalmente ponerse de nuevo en contacto con Portia Laurent, quien le había dado toda la información disponible por teléfono. El resultado era que Dominic Grotto tenía acceso a una furgoneta azul marino, una que le cogía prestada a su cuñado en ocasiones. Jay estaba convencido de que el profesor aficionado a los vampiros era su hombre; Portia Laurent se reservaba su opinión. Todavía estaba realizando comprobaciones de antecedentes y Grotto, hasta el momento, estaba limpio. También tenía otro par de pistas que se encontraba siguiendo, algo que la estaba inquietando, pero antes de que pudiera explicárselo, otra llamada la interrumpió y tuvo que colgar, diciéndole que lo llamaría más tarde. Hasta ahora, no lo había hecho.
Jay estaba llegando a Baton Rouge cuando sonó su teléfono móvil. Contestó antes del segundo aviso, agarrando el maldito cacharro como si fuera un salvavidas. Le rezó a Dios para que fuera Kristi la que estaba al otro lado de la línea, por que estuviera a salvo, porque sus peores miedos fueran infundados.
– McKnight -respondió.
– Soy Bentz. Tú me has llamado. -Era la voz de Rick Bentz. Seria. Dura. Rezumando furia; puede que fuera miedo.
– Sí. Estoy de camino a Baton Rouge, pero no he podido contactar con Kristi. Esperaba que usted lo hubiera hecho.
– No. -Aquella sola y condenada palabra retumbó en la cabeza de Jay y, hasta ese momento, no se había dado cuenta de lo mucho que había deseado que Kristi se hubiera puesto en contacto con su padre-. Pensaba que podría estar contigo -prosiguió Bentz-. No contesta a su jodido teléfono y ahora mismo voy de camino hacia allí.
– Yo también. Debería llegar en unos cuarenta minutos.
– Bien. Sé que el departamento de policía de Baton Rouge está trabajando al límite, y han acudido al fbi. Están advirtiendo a la gente, la policía colabora con la prensa para extender el aviso. Me sorprende que hayas salido del laboratorio.
– Lo he arreglado. Oficialmente estoy en operaciones de campo. -Jay había pasado cuarenta horas en el laboratorio criminalista aquella semana, e Inez Santiago le había sustituido. Inez había insistido en que se marchara en cuanto llegó, y le había asegurado que Bonita Washington y los demás criminólogos de la plantilla podrían arreglárselas con cualquier cosa que se les presentara.
Jay no había necesitado que le insistieran más. No después de haber encontrado cadáveres desangrados, que mostraban marcas de mordiscos en el cuello cuyas medidas coincidían con las de la dentadura de un varón adulto; las heridas de pinchazos coincidían con unos incisivos muy afilados. Las marcas en los cuellos de las cuatro chicas eran idénticas y la esperanza consistía en que la policía pudiera relacionar las marcas en la piel de las víctimas con los dientes del asesino.
Era el trabajo de alguien que trataba desesperadamente de hacerles creer que existían criaturas de la noche chupadoras de sangre atacando a las chicas del All Saints.
La mano de Jay apretó el volante y frenó para evitar chocar contra una motocicleta que se había metido en su carril.
– Usted sabe que Kristi cursaba una asignatura de los vampiros en la sociedad o alguna mierda por el estilo. -Tras mirar hacia un lado y cambiar de carril, pisó el acelerador y adelantó a una berlina conducida por un anciano con sombrero.
– ¿Sí?
– Creo que alguien ha llevado todo este cuento de los vampiros a otro nivel. -Rápidamente, le explicó a Bentz que Lucretia le había hablado a Kristi sobre un culto en el campus, y como él y Kristi encontraron un vial de sangre en su apartamento, el antiguo hogar de Tara Atwater. Mientras Bentz escuchaba en silencio, Jay le contó su descubrimiento de la cámara de vídeo y la trampa que prepararon. Añadió que Kristi estaba convencida de que el padre Mathias, el sacerdote que representaba obras moralistas, estaba implicado de alguna forma en las desapariciones de las alumnas-. Kristi cree que la casa Wagner es el corazón del culto -concluyó Jay.
– Alguien podría habérmelo contado -sentenció Bentz amargamente.
Jay no respondió. Dejó que el padre de Kristi lo interpretase a su manera.
– ¿Y la dejaste allí? -atacó Bentz con calma.
– Fue un error.
– Desde luego que lo fue.
Jay lo dejó pasar. La señal de salida hacia Baton Rouge se interpuso en la luz de sus faros justo cuando las primeras gotas de lluvia caían sobre su parabrisas. Aceleró hacia el carril y decidió que ya había sido el centro de la ira de Bentz durante el tiempo suficiente.
– ¿Y dónde se encuentra usted?
– A media hora de Baton Rouge. Con Montoya.
– Bien. Yo acabo de llegar. Voy directamente hacia el apartamento de Kristi. Le llamaré en cuanto llegue.
Sobrepasando el límite de velocidad, Jay atravesó la ciudad, pasando por barrios que le resultaban familiares desde el principio del año. Pero todo el tiempo que iba conduciendo de memoria, veía las imágenes de los cadáveres desangrados, rescatados del Misisipi.
Su esperanza consistía en que el asesino las hubiera mantenido vivas durante un largo periodo de tiempo antes de quitarles sus vidas. El retraso en su descomposición sugería esa posibilidad.
A no ser que las hayan congelado.
No podía olvidar la afirmación de Bonita Washington sobre las quemaduras por congelación en el brazo cortado, el cual resultaba pertenecer a Rylee Ames, la última víctima.
A no ser que Ariel fuese la última víctima.
A no ser que fuese Kristi…
Tomó un atajo hacia el campus. La lluvia caía ahora con fuerza, en trombas intermitentes. Había furgonetas de noticias y coches de policía aparcados alrededor de las puertas de los terrenos del All Saints, donde, al parecer, se encontraban todos los agentes de las fuerzas de seguridad del campus. Había muy pocos estudiantes, pero los equipos de noticias y los reporteros ataviados con impermeables estaban preparados con sus micrófonos. Todo era un maldito circo.
El campus del All Saints no era oficialmente la escena del crimen, al menos por ahora, pero la presencia policial y de los equipos de noticias anunciaban al mundo que había un asesino suelto, uno que consideraba la Universidad privada como coto de caza personal.
– No por mucho tiempo, gilipollas -murmuró Jay mientras conducía hacia la vieja casa donde vivía Kristi, y sintió un momento de alivio al ver su Honda aparcado en su lugar habitual. Tal vez estuviera en casa. Tal vez había perdido su teléfono móvil. Tal vez… ¡Oh, Dios, por favor! Abrió la puerta de su camioneta incluso antes de que se detuviera-. Quieto -le ordenó a Bruno, y luego subió corriendo las escaleras, saltando escalones de dos en dos, con la llave preparada en su mano. En un instante se encontraba en la tercera planta, abriendo la puerta y empujándola de golpe.
– ¡Kris! -chilló, adentrándose en el interior.
Estaba oscuro y en silencio; había un olor a cera vieja en el aire, la ventana sobre el fregadero estaba abierta de par en par, una leve brisa agitaba las cortinas.
Se le encogió el estómago y alcanzó su arma.
– ¡Suéltala! ¡Al suelo! -ordenó una voz femenina. Mai Kwan salió de entre las sombras, directamente en su camino; la pistola en sus manos le apuntaba directamente al corazón.
– ¿Vampiros? -Montoya, sentado en el asiento del copiloto, se quedó mirando a Bentz como si el veterano detective hubiera perdido la cabeza. El Crown Victoria, con las luces y la sirena encendidas, volaba por la autopista hacia Baton Rouge-. ¿Lo dices en serio? ¿Vampiros? ¿Como esas criaturas chupadoras de sangre que se transforman en murciélagos y duermen en ataúdes y tienes que matarlos con balas de plata o con una estaca en el corazón y toda esa mierda?
– Eso es lo que ha dicho. -Bentz escudriñaba en la noche y conducía como si le persiguieran mil demonios. La lluvia era espesa; los limpiaparabrisas la apartaban a los lados y la emisora de la policía emitía un sonido de chisporroteo. Los relámpagos partían en dos la noche en la lejanía.
– ¿Tú te lo crees?
Bentz sintió la mirada de Montoya atravesándolo.
– Lo que yo creo es que mi hija ha desaparecido y que algún loco hijo de puta la tiene en su poder.
– ¿Pero, vampiros? Bentz masculló con tirantez.
– Esos cadáveres que sacaron del río no tenían más que trazas de sangre. Trazas. Y las heridas de pinchazos. Nadie ha informado de que haya encontrado una escena del crimen sangrienta sin que haya un cuerpo.
– Excepto nuestra bailarina, Karen Lee Williams, alias Cuerpodulce. Allí había sangre. Y ella había desaparecido. -Montoya se rascó la perilla-. ¿Crees que están relacionados?
Bentz frunció el ceño.
– No lo sé. Allí había sangre, sí, pero no seis litros. No lo que cabe en un cuerpo.
– De modo que este jodido adorador de los vampiros probablemente se bebió el resto. Y después se convirtió en murciélago y voló con sus alas hasta alguna cripta y se durmió en un ataúd para hacer la digestión. -Rebuscó en un bolsillo interior de su chaqueta de cuero y encontró un paquete de cigarrillos, aquellos que había reservado, y Bentz lo sabía, para noches como aquella. Su sarcasmo no pudo encubrir el aroma de la inseguridad que sentía. Ninguno de ellos sabía a qué se estaban enfrentando.
Bentz vio la salida hacia Baton Rouge y giró el Crown Vic hacia el carril.
– Todo lo que sé es que mi hija ha desaparecido y que están pasando un montón de cosas raras. -Pensó en Kristi. En su sonrisa. En sus ojos verdes, iguales que los de su madre. En cómo disfrutaba tomándole el pelo, o en cómo bromeaba con él y lo llamaba «papi» cuando intentaba conseguir algo de él. Se sintió vacío en su interior. ¿Cuántas veces tendría que pasar por esto? Ella era la luz de su vida, y de repente sintió una punzada de culpabilidad por la felicidad encontrada con Olivia. ¿Habría ignorado a Kristi, su única hija? Mierda, incluso había culpado a Jay McKnight por abandonarla cuando en realidad estaba enfadado consigo mismo.
– No te castigues por ello -lo tranquilizó Montoya, encendiendo su cigarrillo, que impregnó el coche con olor a humo-. Y no me digas que no lo haces. Lo veo en tu cara. Ya he pasado por esto contigo antes. La encontraremos.
Viva o muerta.
La frase atravesó la mente de Bentz, pero no la repitió. No podía pensar que jamás volvería a ver a su hija con vida.
– ¿Qué coño estás haciendo aquí? -inquirió Mai, apuntando con su pistola a Jay, quien se echó al suelo inmediatamente.
– Soy su novio, ¿recuerdas? Creo que yo debería hacerte esa pregunta a ti. Soy del laboratorio criminalista, por el amor de Dios.
– fbi.
– ¿Qué?
– Me has oído. Soy una agente de campo del fbi. He estado trabajando de incógnito en el caso de las chicas desaparecidas desde que se esfumó la segunda víctima.
Jay levantó la vista hacia ella y vio la dureza en su pequeño rostro. Estaba muy seria cuando sacó su placa.
– Levántate. -Le indicó el movimiento con la pistola, y luego fue hacia la puerta y la cerró de golpe.
En cuanto guardó el arma en su funda, Jay se puso en pie y examinó la placa. Había visto las suficientes durante su vida para reconocer su autenticidad.
– ¿Qué está pasando?
– No tengo autorización para…
– Kristi ha desaparecido -espetó él-. No sé dónde demonios está, así que no me vengas con esa mierda federal. ¿Qué diablos sabes?
– No puedo decírtelo. Jay sacó su móvil del bolsillo.
– Entonces podrás explicárselo tú misma a Rick Bentz.
– ¡Basta ya! No puedes intimidarme.
– No nos queda tiempo.
Aquello pareció convencerla. Se apartó un mechón de pelo negro de los ojos, lo miró y murmuró algo acerca de la falta de protocolo, pero se sentó en el borde del sofá antes de hablar.
– Una cosa por otra, McKnight. Tú me cuentas todo lo que sabes y lo resolvemos juntos. -Levantó su dedo índice-. Solo por ahora. Necesito aclararme.
– Hecho. -No dudó ni un instante.
– Llevo trabajando en este caso durante meses, encubierta, y luego llega tu novia y empieza a joderlo todo, ¡amenaza y pone en peligro todo lo que he estado haciendo durante medio año!
– ¿Tú pusiste aquí la cámara?
– Ya estaba allí. Hiram, el presunto encargado, espiaba por diversión. Era su propio espectáculo privado de muchachitas. -No pudo ocultar el desprecio en su voz-. Debería haberlo detenido, pero claro, estaba averiguando cosas. Descubrimos la cámara después de que desapareciera esa chica, Atwater, y decidimos dejarla, solo por si el asesino regresaba.
– ¿Usasteis a Kristi de cebo?
– No la estábamos poniendo en peligro -insistió Mai.
– Pero tampoco la avisasteis. -Jay estaba furioso, con ganas de estrangular a la pequeña mujer.
– No podía revelar mi identidad. Obviamente descubriste la cámara, así que regresé para recolocar los libros que pusiste sobre la lente.
– Entraste por la ventana -aventuró, y ella asintió, con un matiz de frialdad en su sonrisa-. ¿Entonces, dónde está Kristi?
– No lo sé. Creía que podría estar contigo.
– ¿No hiciste que nadie la siguiera?
Mai lo miró a los ojos.
– ¿No sabes a dónde fue? Jay sacudió su cabeza.
– Mencionó algo sobre volver a ver Everyman, la obra del padre Mathias…
– Trabajo en la compañía -le interrumpió-. Sabemos que hay algo detrás de Mathias, pero nada que podamos probar; y no, Kristi no ha asistido a la representación de esta noche. Las grabamos.
– ¿Las grabáis?
– Con el permiso de la administración. -Su semblante era frío como la piedra. -No lo sabemos todo sobre este tipo, pero estamos bastante seguros de que es un cabrón de primer orden.
– ¿Pero no sabéis quién es?
– Estamos en ello.
– ¿Y no habéis arrestado a Dominic Grotto?
– No es nuestro hombre.
– ¡Él es quien está metido en toda esa mierda de los vampiros! -El gato llegó a la ventana de un salto, echó un vistazo a los extraños y salió disparado bajo el sofá. Jay cerró de golpe la ventana y la lluvia se deslizó por los cristales.
– Te digo que no tenemos nada contra él.
– Querrás decir que no lo teníais -apuntó Jay-. Eso ha cambiado. Ahora tenemos los cuerpos -afirmó-. Cuerpos desangrados con evidencia de homicidio. Marcas de dientes en los cuellos de las víctimas. Apostaría mi brazo derecho a que esas marcas coinciden con los dientes de Grotto.
Mai se quedó mirándolo. Sopesaba sus opciones, como si pudiera anular su anterior acuerdo. Finalmente, miró su reloj.
– Muy bien, hagamos esto. Iremos a hablar con Grotto y veremos lo que tiene que decir el rey de los vampiros. Por el camino, me cuentas todo lo que sabes sin omitir una sola palabra.
– Perdóname padre, porque he pecado -susurró el padre Mathias, arrodillado junto a su cama. ¿Cómo había sido tan fácilmente tentado y llevado por el mal camino? Él había creído que era por un bien mayor. O así había tratado de convencerse a sí mismo.
Pero Dios lo sabía. El padre Todopoderoso podía ver tan fácilmente la oscuridad que era el alma de Mathias, y reconocer la decepción, la maldad, que permanecían en su interior.
¿Cuántas veces había tratado de confesar sus pecados al padre Anthony? ¿Cuántas veces había buscado el consejo de alguien más sabio y devoto que él mismo? Aun así, no lo había hecho.
Cobarde, se burló, conociendo su debilidad.
Cerró los ojos y agachó su cabeza, con sus manos entrelazadas en una sentida súplica.
– Por favor, padre, escucha mi oración -susurró, oyendo el sonido del creciente viento, la proximidad de una gran tormenta. La lluvia ya golpeaba los cristales de las ventanas y corría por los canalones, borboteando ruidosamente en los bajantes.
En algún lugar de arriba, una rama se agitaba, golpeando contra una de las ventanas del ático.
Era una prueba de la furia de Dios.
Su rabia todopoderosa.
Un recordatorio de lo pequeño e insignificante que era el padre Mathias.
Se evadió en su oración y no oyó el ruido de unos pasos a lo largo del pasillo. No era consciente de que ya no estaba solo. Absorto en la absolución por sus malas obras, y ofreciendo su arrepentimiento, no se dio cuenta de que había entrado un intruso hasta que ya era demasiado tarde.
Y entonces, el crujido de una de las losetas del suelo le heló la sangre, perdió su entonación…
Los pelos de la nuca se le pusieron de punta cuando se dio la vuelta y se encontró mirando el rostro del mal. Unos ojos oscuros y desalmados lo miraban directamente. Sus labios color rojo oscuro se encogieron en una mueca espantosa. Unos blancos colmillos, que parecían gotear sangre, reflejaron la tenue luz de la lámpara.
Mathias ahogó un grito, pero era demasiado tarde.
La encarnación de Lucifer había descendido sobre él. Aquel diablo, a quien había vendido su alma de forma tan deseosa, había regresado para cobrar su deuda.
Mathias comenzó a levantarse, pero la criatura se abalanzó con sus colmillos al descubierto.
Mathias gritó a los cielos, estirando sus brazos para protegerse del mal. Pero no era rival para el diablo, aquel maníaco sediento de sangre.
Vlad mordió. Sus dientes penetraron en la débil carne de la garganta de Mathias, quien ahogó un nuevo grito. La sangre salía a chorros.
Un dolor inmenso invadió el cuerpo de Mathias. Arañaba y golpeaba, pero Vlad, habiendo satisfecho su apetito con la impía sangre del sacerdote, desenfundó su cuchillo.
Lo levantó en un arco mortal.
La luz de la lámpara brilló reflejada en la hoja.
Mathias se retorcía de miedo. Estaba sudando, casi orinándose encima. Aquello no debía de estar pasando. No… él deseaba el perdón de Dios, esperaba vivir mucho tiempo y arrepentirse por sus pecados y…
¡Slash!
La hoja cortó, descendiendo en un arco plateado. El padre Mathias murió en el acto.
Los federales, pensó Jay, por supuesto. El fbi había estado allí todo el tiempo. Y aun así, no habían arrestado a Grotto.
Jay conducía con Mai Kwan en el asiento de al lado, relegando a Bruno al asiento trasero. Ella conocía la dirección de Grotto, y mientras Jay le contaba todo lo que él y Kristi habían descubierto, Mai le mostró dónde aparcar, a un bloque de distancia de la casa victoriana cubierta de hiedra donde Grotto residía. La casa era muy apropiada para él, con aquellos ángulos afilados, tejado inclinado y gárgolas decorando los bajantes.
– Simplemente, no creo que quienquiera que haya llevado esto a cabo señalara con una gran flecha roja a su propia cabeza impartiendo clases de vampirismo -adujo Mai-. Nuestro asesino parece demasiado listo para eso.
– Ego -dijo Jay, sacando su pistola-. Complejo de Dios. Cree que es brillante, más listo que nadie. Ahora quiere restregárnoslo por las narices.
– O está siendo implicado por alguien.
– En ambos casos, sabe algo.
Mai introdujo un cargador en su arma.
– De acuerdo. Vamos allá.
No esperaron refuerzos. Mai ya había telefoneado a un superior, le había pedido una orden judicial, y cuando le había respondido que esperase, ella le contestó que lo haría. Lo cual era una mentira descarada. Jay se imaginó que el tipo al otro lado de la línea lo había sabido.
– Parece que no está solo -susurró Mai, y frunció el ceño al ver un coche aparcado en la entrada-. Tendremos que esperar.
– Ni hablar. Kristi podría estar dentro.
– No podemos arriesgarnos.
– Quieres decir que no puedes arriesgarte. Yo voy a entrar.
Kristi se despertó lentamente. Le dolía todo el cuerpo.
Aturdida y desorientada, abrió un ojo a la oscuridad.
El dolor le aporreaba su cabeza y se preguntó vagamente dónde estaba.
Temblorosa, se dio cuenta de que estaba desnuda, sobre un frío suelo de piedra, con las manos y tobillos atados; el húmedo olor a tierra penetraba en sus fosas nasales.
La realidad giraba un poco y tuvo que esforzarse por pensar con claridad, como mínimo.
Como si estuviera atravesando un largo túnel, oyó agua que goteaba y unas voces amortiguadas que se elevaban con ira. ¿Una discusión?
Comenzó a gimotear, y luego contuvo su lengua a medida que las imágenes, intensos fragmentos caleidoscópicos, atravesaban su cerebro de una forma tan dolorosa que se le deformaba el rostro. Recordaba estar tras la pista de un vampiro.
¡Espera! ¿Qué?¿Un vampiro? No, eso no era correcto, ¿o sí lo era? Su piel se le erizó ante la idea.
Piensa, Kristi, recomponte.
Recordaba una bebida roja y brillante, un perturbador cóctel que alguien llamó Martini rojo sangre… y… y… había otras con ella. Ahora sus recuerdos regresaban, más y más deprisa. Había sido drogada por dos chicas, Grace y Marnie… no, tres, esa maldita camarera, Bethany; había estado bebiendo y después venía la imagen surrealista… el doctor Grotto acercándose a ella sobre el escenario, inclinándose sobre ella en la neblina, mostrándole a un público invisible lo que podía hacerle antes de clavarle los colmillos en el cuello.
Se encogió ante el recuerdo.
Trató de soltar algún sonido, pero su garganta aún no funcionaba. Todo era tan surrealista. ¿Puede que no fuera nada más que un mal viaje? Lo que Bethany le había puesto en la bebida le provocó alucinaciones… por supuesto que era eso.
¿Entonces por qué estás tumbada desnuda sobre un suelo de piedra? Sus pestañas, somnolientas, se abrieron de golpe y trató de ver, de obtener cierta visión en aquella oscuridad casi total… ¿Dónde diablos estaba? ¿Por qué había formado parte de aquel horrible ritual? ¿Por qué sigues con vida?
Aterrorizada, intentó ponerse en pie, pero no tenía bastante fuerza.
No conseguía que sus estúpidas extremidades hicieran lo que ella quería.
Volvió a ver la imagen de Grotto.
Le había llamado por su nombre, se lo dijo al público de, ¿una persona? ¿Cinco? ¿Cien? Les dijo que estaba lista para el sacrificio definitivo.
Y después se había disculpado. Le susurró que lo sentía. ¿Por qué? ¿Por clavarle sus malditos dientes? ¿Por secuestrarla? Dios santo, ¿en qué demonios se había metido?
Estaba tan mareada que creyó que iba a vomitar; se apoyó sobre sus manos y rodillas. Si no podía andar, al menos podría gatear. Comenzó a moverse, con la cabeza martilleándole, cerrando un ojo a causa del increíble dolor. Puede que aquello no fuese más que un sueño. Un sueño realmente malo. Se detuvo por un instante, tambaleándose sobre sus rodillas y estiró sus manos hacia arriba para tocarse el cuello.
Ahogó un grito cuando las yemas de sus dedos entraron en contacto con la herida: dos agujeros en su cuello, sin vendaje, tan solo endurecidos con su propia sangre.
Se le revolvió el estómago y tuvo que tragarse la bilis que le quemaba la garganta.
No había sido un mal sueño ni una pesadilla. El doctor Grotto realmente le había mordido en el cuello y chupado la sangre. Se palpó los rastros de sangre que habían goteado por sus hombros y sobre sus pechos. ¡Qué locura!
Mientras combatía el sordo dolor de cabeza, se dijo que debía encontrar una salida de aquel oscuro agujero de piedra.
Una tumba, Kristi, estás en otra tumba.
Se le puso la piel de gallina ante la idea, el recuerdo de la última vez que había sido encerrada, convencida de su muerte. No te rindas.
No le había ocurrido antes y no estaba dispuesta a que le ocurriera ahora. Al menos, no sin una maldita buena pelea.
Se movió sobre las frías rocas, despacio, palpando con sus manos atadas. Aguzó su oído en busca de un sonido aparte del goteo de agua, pero tan solo oía unas diminutas uñas arañando, como si ratas o ratones huyeran de su camino.
Centímetro a centímetro, dio finalmente con una pared. También estaba hecha de piedra. Tenía que haber alguna salida, razonó, aclarando su mente poco a poco. La habían depositado allí de alguna forma y, a no ser que estuviera en algún enorme depósito con solo una salida en el techo, tenía que haber una puerta. Solo tenía que encontrarla.
No te rindas. Aún no estás muerta.
Justo cuando estaba combatiendo sus miedos, oyó las pisadas que se acercaban.
Retrocedió y volvió a tumbarse. No tenía la fuerza suficiente para luchar; todavía no. Tendría que fingir que aún estaba inconsciente. Allí estaba. Su oportunidad. Una llave tintineó en la puerta.
Kristi cerró los ojos. Dame fuerzas, rezó en silencio, y ayúdame a matar a este hijo de puta.