Capítulo 21

¡Oh! ¡Dios mío!

Kristi no podía creer lo que oía. ¿De verdad alguien estaba usando un vídeo oculto para grabarla? Se le hizo un nudo en el estómago.

– ¡Esto es de locos! -explotó, manteniendo la voz baja, solo por si Jay no le estaba tomando el pelo.

– Te ríes como si hubiera dicho algo gracioso -observó, antes de meterse en la boca un tenedor cargado de jambalaya.

¿Se suponía que ella debía actuar como si estuviera sorprendida al descubrir que le habían «pinchado» la casa? Sin embargo pudo ver que Jay estaba serio. Consiguió emitir una débil y estúpida risa, pero sin que fuera sincera. Kristi había visto un montón de cosas en sus veintisiete años. Su padre era un detective de homicidios y se había pasado la vida expuesta a sus casos. A algunos más que a otros. Luego estaba el hecho de que su vida se había visto amenazada más de una vez y que casi había muerto recientemente, pero jamás se había sentido tan fríamente vulnerada, tan maliciosamente utilizada, como en aquel momento de su vida.

– ¿Alguien ha estado espiándome? -susurró con la ira ardiendo en su interior.

– Así es y, a no ser que esté equivocado, también le podrían haber hecho lo mismo a Tara Atwater.

Kristi quería asesinar al bastardo que había detrás de la cámara. Por el amor de Dios, ¿qué había visto? Las imágenes de días anteriores fueron pasando por su cabeza; se vio a sí misma, caminando desnuda desde el baño hasta el dormitorio, o haciendo ejercicio, bailando como una idiota cada vez que sonaba una buena canción en su iPod, mientras estudiaba en el escritorio. Luego, por supuesto, la noche anterior, cuando se arrojó en los brazos de la pasión, gimiendo, gritando, pidiendo más, y Jay y ella se retorcían y sudaban sobre la cama. ¡Y pensar que algún retorcido mirón les espiaba mientras hacían el amor! Se le puso la piel de gallina; luego se ruborizó de vergüenza.

– ¿Quién? -demandó ella.

– Eso es lo que intento averiguar -respondió, y ella tuvo que forzar el oído para escucharlo por encima de la música-. Se trata de una cámara remota. No sé cuánto alcance tiene, pero el receptor podría estar en cualquier parte. Me he asegurado de colocar un libro sobre la lente, así que apuesto a que quienquiera que sea intentará regresar aquí y mover las cosas, de forma que su visión no se vea comprometida. He comprobado la zona y creo que tan solo hay una cámara.

– ¿Qué? -Kristi se desesperaba-. ¿Pensaste que podía haber más?

– Por supuesto que sí, pero no son baratas. Debe ser alguien con una clara obsesión con el espionaje. Pensé que a lo mejor en el cuarto de baño, pero parece estar limpio.

– Esto es escandaloso. -Kristi quería marcharse, recoger todo lo que le pertenecía y salir corriendo de allí.

– No podía arriesgarme a quitarle las pilas sin mover la cámara, quienquiera que nos esté espiando sabría que vamos tras él.

– ¿Entonces qué vamos a hacer?

– Esperar -respondió él, y eso solo consiguió enfurecerla. Kristi quería acción. Ahora. Vengarse de aquel mirón bastardo, y deprisa-. A este juego podemos jugar los dos. -Jay consumía su jambalaya de una manera tan pausada que le entraban ganas de gritar. Su plato estaba ya casi vacío.

– No soy muy buena esperando ni fingiendo.

– Lo sé. Pero lo único que debes hacer es ser natural.

– ¡Oh, claro! -Como si eso fuera posible.

– O podemos ir a la policía. -Su voz aún sonaba amortiguada por la fuerte música y Jay había dejado de comer durante el tiempo suficiente para mirarla y evaluar su reacción-. No sería mala idea dejar que los profesionales se ocuparan ahora de esto y no… -espetó, atajando su respuesta antes de que comenzase-, sugieras que yo soy un profesional. Ambos sabemos que me estoy saltando las normas. Lo más inteligente sería llamar a la policía y dejar que buscasen huellas, así como entregarles el vial de sangre. Sí, podrían sellar este lugar y confiscar todas tus cosas, pero has hecho copias de tus archivos.

– Has dicho algo acerca de esperar. Y que a este juego pueden jugar dos. ¿Qué quieres decir?

Jay sonrió y Kristi se sintió un poco mejor. El fulgor en sus ojos le hizo saber que había tenido en cuenta sus opciones.

– Salgamos afuera -propuso en voz alta-. De acuerdo, Bruno, ya te entiendo, tienes que hacer tus cositas. Vamos. -Emitió un agudo silbido y se dirigió a la puerta seguido de Kristi y el perro. Tras salir al porche, elevó sus ojos hacia las vigas de la cornisa. Kristi acompañó su mirada, entornó los ojos y vio lo que Jay estaba buscando. Había una diminuta caja negra situada entre telas de araña y viejos avisperos, y montada encima de la puerta, justo sobre la luz del porche; era muy parecida a la que estaba instalada en la librería contigua a la chimenea.

– He pensado que, si vuelve, tendremos su «jeta» grabada en vídeo.

– ¿Esa es tu cámara? ¿Dónde la ves?

– En mi casa; en realidad es la de la tía Colleen. Iremos allí esta noche y esperaremos. Así que puede que quieras llevar tu ordenador y tu saco de dormir. No es precisamente un alojamiento de primera.

– Mientras atrapemos a ese bastardo…

– Y en el caso de que no obtengamos una imagen clara, he montado otra cámara sobre la ventana de la cocina, enfocada directamente hacia la chimenea. Cuando se vuelva para marcharse, lo veremos.

– Has estado ocupado -comentó con admiración.

– Gracias.

– Debe ser alguien con acceso… ¿Puede que Hiram? -Kristi pensó en el nieto mayor de Irene Calloway. En realidad no parecía tener la inteligencia suficiente para llevar a cabo algo como aquello. ¿E Irene? ¿Espiaría ella a sus inquilinos?

– Está en el primer lugar de mi lista, pero voy a hacer algunas indagaciones. Tengo el nombre y el número de modelo de la cámara. Como te dije, es tecnología punta, así que voy a descubrir quién ha comprado una en los últimos dieciocho meses, o así.

– ¿Usando tus conexiones con la policía?

– ¿Ves como eres una chica lista? -bromeó, obviamente despreocupado por el hecho de que su pequeña sesión amatoria pudiera aparecer en YouTube, MySpace o Dios sabe qué página de intercambio de vídeos en Internet. Alguien que la reconociese podría incluso enviarlo al correo electrónico de su padre.

Dibujó una mueca de disgusto ante la idea.

– Relájate -le dijo Jay, como si leyera sus pensamientos-. Anoche, las luces estaban apagadas. No creo que sea una cámara de infrarrojos.

– Oh, Dios. -No se le había ocurrido. Y tampoco deseaba considerar que, quienquiera que fuese aquel cerebrito de la tecnología, podría ser lo bastante sofisticado para mejorar la calidad de las imágenes.

Las cosas iban de mal en peor. Jay estiró su mano hacia la puerta.

– Entonces, vayamos adentro y hagámosle saber que esta noche no estarás por aquí, que va a disponer de la mejor oportunidad.

Luego volvieron a entrar y Kristi miró hacia la cámara, todavía tapada por sus libros. Ambos armaron mucho ruido hablando del perro y regresaron a sus respectivos lugares. Jay apagó la música y charlaron sobre menudencias; luego hicieron planes para ir a casa de Jay sin especificar motivo alguno. Kristi recogió sus cosas, incluyendo el ordenador, el saco de dormir, el collar con el vial que habían encontrado, la bicicleta y una muda limpia.

Debido a que ella pretendía asistir a la obra de teatro moralista del padre Mathias y Jay tenía una cena con la jefa de su departamento, cogieron coches separados bajo la lluvia, hacia la dirección que Jay había escrito en una tarjeta de visita y que le había entregado, evitando, por tanto, que nadie oyera dónde iban a estar. También era importante que ella utilizase su coche, para que su mirón personal se diese cuenta de que el Honda no estaba aparcado donde de costumbre, se sintiera más seguro y aprovechase la oportunidad de entrar en el apartamento para recolocar su equipo visual.

La idea de que aquel tipo fuera a rondar por el apartamento, puede que rebuscando por los cajones y tocando su ropa interior, le provocaba escalofríos. ¿Quién era ese tipo?

Pensó en el perturbado que se dedicaba a espiarla, mientras seguía a la camioneta de Jay por las calles, mojadas debido a la lluvia. ¿Habría espiado a Tara ese pervertido? ¿Habría estudiado su rutina y planeado su secuestro con la ayuda de su pequeña cámara? ¿Tendría cintas de las otras chicas desaparecidas? ¿Conservaría esas cintas para su uso personal, su retorcida diversión, o aún peor, las habría hecho públicas colgándolas en Internet?

Si estaba relacionado con aquellas depravadas grabaciones, ¿podría ser incluso peor? ¿Podría tener cintas de los secuestros de las chicas? ¿Del abuso que sufrieron? ¿Incluso de sus asesinatos?

Esperaba que no, por Dios. Los dedos de Kristi se aferraron al volante al tratar de echar el freno a su imaginación.

– No inventes problemas -se advirtió a sí misma.

Además, no tenía una base sólida para esos evasivos pensamientos. Si las chicas desaparecidas hubieran aparecido en Internet, ¿no las habría visto ya alguien del colegio? ¿No las habrían reconocido? Con toda seguridad, la policía y el cuerpo de seguridad del campus habían registrado la red.

Unas luces de freno se iluminaron delante de ella.

La camioneta de Jay se detuvo ante las luces.

Perdida en sus pensamientos, Kristi tuvo que pisar el freno de golpe. El Honda patinó con un chirrido de los neumáticos. El sistema antibloqueo de los frenos se activó, se liberó y volvió a activarse de nuevo. Kristi se protegió la cabeza con sus brazos, preparada para el impacto y el chillido del metal retorciéndose.

El morro de su utilitario se detuvo a menos de un centímetro del parachoques del Toyota.

– ¡Oh, Dios! -Dejó escapar un suspiro; y después ahogó un grito ante el chirrido de unos neumáticos detrás de ella. Miró aterrada el espejo retrovisor y contempló con impotencia como una gran furgoneta patinaba al desviarse y evitaba chocar contra ella por muy poco.

Kristi exhaló profundamente con el corazón desbocado. Vio la distinguible silueta de Jay volviéndose hacia ella. Kristi levantó sus manos con las palmas hacia arriba, como diciendo que había sido una idiota. Esperaba que el tipo de la furgoneta que había estado a punto de chocar contra ella también hubiese visto su silenciosa disculpa.

– Concéntrate -se dijo mientras la lluvia martilleaba sobre el parabrisas y las escobillas luchaban por hacer su trabajo. Tenía que prestar más atención. Las calles estaban resbaladizas debido a la lluvia; las nubes se veían oscuras y cerradas, era un día triste y con una oscuridad propia del invierno.

El semáforo cambió a verde. Jay se adentró en la intersección y Kristi lo siguió con cuidado. Intentaba con todas sus fuerzas mantener su atención en el tráfico a su alrededor y en la carretera, pero la realidad era que sus pensamientos estaban en otro lugar. Alguien había entrado y había puesto micrófonos en su apartamento. La había vigilado. Grabado. Se le erizó el vello al imaginarlo disfrutar cuando la veía desnudarse, dormir, ducharse o hacerle el amor a Jay.

– Cabrón -musitó, conduciendo a través de la ciudad, con las escobillas despejando la lluvia-. Recibirás tu merecido -añadió, mientras seguía a Jay bajo la lluvia y realizaba, a su vez, el mismo giro.

Era la misma furgoneta oscura que casi la había embestido.

¿O no?

Un nuevo giro.

El vehículo continuaba detrás de ella.

Pero de repente, sus faros la iluminaron por detrás.

Como si la estuviera siguiendo.

Lo cual era ridículo. Su imaginación le estaba jugando una mala pasada.

No obstante, a Kristi le dio un vuelco el corazón. Se le tensaron todos los nervios de su cuerpo. Se dijo a sí misma que lo ignorase, pero no pudo apartar su mirada del espejo retrovisor.

¿Sería el tipo de la furgoneta (Kristi no estaba segura de que estuviera en movimiento) la misma persona que había llevado a cabo la operación de vigilancia en su apartamento?

Jay giró hacia una última calle, un callejón sin salida; la señal indicaba claramente la dirección que había escrito al dorso de su tarjeta de visita, la cual yacía sobre el asiento de al lado.

Kristi pasó de largo. Apenas pisó el freno.

El vehículo a su espalda la siguió, no se desvió para seguir a Jay. ¿Quién demonios eres?, pensó, y se aseguró de que todas las puertas estaban cerradas con seguro. Zigzagueó por las calles laterales del barrio hasta reconocer una avenida principal. Al torcer a la izquierda hacia la calle de dos direcciones, miró el espejo retrovisor.

Estaba claro que la furgoneta la seguía.

Pero ahora iba con más cuidado, confundiéndose entre el incipiente tráfico. Su teléfono comenzó a sonar, aunque ella lo ignoró. Tenía que concentrarse.

Medio kilómetro después, tras asegurarse de que la furgoneta oscura estaba metida entre un Taurus y un Jeep, Kristi vio la luz del semáforo volverse ámbar. Perfecto.

Con el corazón desbocado y sus dedos aferrados al volante con fuerza, pisó de golpe el acelerador y alcanzó la intersección justo al cambiar la luz del semáforo. Se volvió de un ardiente rojo mientras ella aceleraba.

El resto del tráfico se detuvo.

– ¡Vamos hijo de puta! ¡Ven si te atreves! -exclamó efusivamente. Su teléfono móvil volvió a sonar otra vez, pero no podía contestar. Tenía que estar concentrada, mantenerse en movimiento.

Pasó volando por la primera calle lateral y giró rápidamente en la segunda, al tiempo que vio como el semáforo donde estaba retenida la furgoneta volvía a cambiar.

¡Maldición!

Podría tratar de cortarle el paso. Volvió a girar a la derecha, vio un aparcamiento junto a una iglesia y entró, antes de apagar los faros del coche y hacer un giro de trescientos sesenta grados en el hueco libre, de forma que miraba hacia fuera con el pie sobre el freno, el motor al ralentí y parcialmente tapada por un descuidado arbusto de laurel.

Como era de esperar, la furgoneta pasó de largo a gran velocidad; el conductor no era más que una oscura silueta.

Tras encender los faros, avanzó hasta la calle. Vio a la furgoneta doblar la esquina que ella misma había tomado unos tres minutos antes.

– Cabrón. -Si pudiera acercarse lo bastante como para ver los números de la matrícula, entonces podría hacer que su padre o Jay la comprobaran en el departamento de Vehículos Motorizados y encontrar a ese cretino.

Kristi sentía, por primera vez desde que había empezado la investigación, que podría estar llegando a algún sitio. Llegó a la esquina y giró el volante de golpe, levantó una cortina de agua al pasar sobre un charco. La furgoneta estaba a dos manzanas de distancia y avanzaba lentamente, sus luces de freno se volvían rojas de forma intermitente mientras la buscaba.

Kristi pisó el acelerador con el corazón a punto de estallar. ¿Y si él se detenía? Reconocería su coche.

– Qué mal. -Marcó el número de Jay al tiempo que reducía la distancia.

– ¿Qué te ha pasado? -inquirió él.

– Alguien nos estaba siguiendo… o a mí.

– Jesús, Kris, ¿dónde demonios estás? ¿Estás bien? -Kristi detectó un matiz de pánico en su voz-. Voy para allá.

– No, lo he despistado y ahora soy yo quien lo sigue.

– Voy a llamar al nueve uno uno.

– Limítate a seguirme.

– Estoy de camino. ¿Dónde coño estás?

– No lo sé… en algún lugar de la diez… no muy lejos de la Universidad Lake.

– ¿Tan al sur? ¡Joder! -Oyó el tintineo de unas llaves y a Jay jadeando como si estuviera corriendo. Luego una puerta cerrándose de golpe-. Dime la próxima intersección.

– ¡Espera! Oh, no… Se dirige hacia la autopista.

– Deja que se vaya.

– No puedo hacer eso. -Kristi dejó caer el móvil en el asiento y pisó el acelerador cuando un coche deportivo se le cruzó tras salir rugiendo de una curva-. ¡Idiota! -espetó, pisando los frenos y notando la vibración del coche bajo sus pies-. ¡Hijo de puta!

El conductor, sin reparar en nada, adelantó a otro coche y Kristi adentró su Honda en el carril de aceleración, aunque sabía, antes de llegar, que la persecución había terminado.

El cabrón había desaparecido.

Kristi recogió el teléfono.

– ¿Todavía estás ahí? -le preguntó, atenta a la siguiente salida.

– ¿Qué diablos ha pasado?

– Nada, me ha despistado. Estoy de vuelta.

– Por el amor de Dios, Kris. No…

– Te digo que estoy de vuelta. Estaré en casa de tu tía en veinte minutos.

– Has hecho que me cague de miedo -admitió, y ella notó en aquella voz lo preocupado que estaba. Lo cual le hizo sentir una calidez interior. Sabía que se estaba enamorando de él. Oh, demonios, puede que una diminuta parte de ella nunca hubiese dejado de amarlo, pero no había estado segura de que el sentimiento fuese mutuo. Hasta ahora-. ¿Sabes Kris? Esto empieza a ponerse peligroso. Puede que debamos replantearnos lo de acudir a la policía.

Ella imaginó la reacción de su padre, la disputa que acarrearía. Se dirigió a la vía de salida.

– ¿Y si esperamos hasta saber quién cree ser el próximo Spielberg? -dijo ella-. Una vez que lo tengamos grabado en cinta, tendremos algo más concreto.

– ¿Y después?

– Después lo discutiremos. Venga Jay -le engatusó mientras ponía rumbo al norte por la calle River, pasando junto al viejo edificio del Capitolio de estado, una construcción gótica y con forma de castillo, construido en un promontorio situado sobre la pausada corriente del río Misisipi-. Me prometiste una semana.

– Error mío.

– El primero de muchos -bromeó, sintiéndose mejor-. Te veo en un par de minutos. -Colgó el teléfono antes de que pudiera discutir, o antes de que se le escapara que ella iba a preparar su pequeña trampa. Aquella misma noche.

En la obra de teatro moralista del padre Mathias. Tan solo esperaba que su plan diese resultado.


* * *

– ¡Hasta ahora, no tenemos absolutamente nada! -Ray Crawley resopló con disgusto y le dedicó a Portia Laurent una mirada de «ya te lo dije».

Ray Crawley era un detective del departamento de policía de Baton Rouge; era un hombre grande y fuerte que medía un metro noventa y cinco y luchaba contra la barriga cervecera. Tenía unas manos gigantescas y un genio terrible cuando se enfadaba, y ahora, bajo la lluvia, estaba más que enfadado y de camino a estar furioso. Se fumaba un cigarrillo con los hombros levantados y contemplaba el pantano donde los botes con buceadores y luces potentes registraban el agua bajo un incansable aguacero.

Estaba oscureciendo; la oscuridad se filtraba sobre la piel de Portia; las sombras se alargaban en los pantanosos humedales mientras permanecía junto a Del Vernon y Crawley, quien se llamaba a sí mismo Sonny, y un cazador llamado Boomer Moss.

Portia se encontraba bajo la protección de un paraguas, vestida con un impermeable y las botas que siempre llevaba en el coche. Sus botas se hundían en el barro, y pensó que mataría por un cigarrillo, pero decidió no quitarle uno a Crawley, quien no dejaba de buscar una ocasión para meterse con alguien.

– ¿Estás seguro de que fue aquí donde atrapaste al caimán? -inquirió Sonny con un claro escepticismo; la lluvia empapaba la visera de su gorra del departamento de policía. Habían registrado la zona en bote, a pie y, cuando era posible, con buceadores. Pero sin suerte.

Aunque Moss, el furtivo, estaba convencido de que aquella era la zona en la que había atrapado al enorme caimán. Aquel excelente animal que los polis habían confiscado para llevárselo a su laboratorio criminalista.

– Justo entre esos árboles de allí -insistió Boomer Moss, señalando hacia un grupo de cipreses de un blanco fantasmal, con las raíces retorcidas y visibles por encima de la tierra y el agua negra.

– Ya hemos mirado allí. -Crawley dio una fuerte calada a su cigarrillo.

– Le digo que allí fue donde lo capturé. -La voz de Moss subió una octava debido a la agitación. Vestido de pies a cabeza con ropa de camuflaje, señalaba con un dedo el ciprés más cercano. Incluso en la creciente oscuridad, con el aire frío del invierno asentado pesadamente sobre el pantano, Portia vio que Boomer estaba sudando; las gotas le caían por debajo de su gorra de caza y por la mejilla, cerrada sobre una bola de tabaco. Era obvio que no le gustaba tratar con la policía.

Pero claro, a nadie le gusta.

Portia contempló un bote deslizándose en silencio sobre las aguas, mientras que un buceador emergía sacudiendo la cabeza. Llevaban horas así.

– Espero que no me estés tomando el pelo -le advirtió Crawley, lanzando la colilla de su cigarrillo, que siseó al contacto de la hierba húmeda.

– ¿Entonces para qué me iba a molestar en venir? -inquirió Moss.

– Sabías que tendrías problemas. Así que puede que simplemente estuvieras actuando. Tan orgulloso del brazo… puede que estés implicado.

– Bueno, de haberlo estado, tendría que ser un verdadero gilipollas, ¿verdad? Acudí a vosotros porque pensé que estaba haciendo lo correcto. Mi deber cívico, o como queráis llamarlo. El brazo estaba en las tripas de ese caimán, y me imaginé que lo querríais. Pero yo no sé de dónde vino antes de terminar en el estómago del caimán.

Ahora estaba enfadado y escupió un rastro de tabaco al suelo.

– He hecho lo que debía. ¿Puedo irme ya?

– Todavía no -respondió Crawley, quien obviamente disfrutaba del desconcierto del furtivo. Ese era el problema de Sonny Crawley, pensó Portia, que tenía un mal día. Pero parecía que la caza les resultaría infructuosa, al menos por el momento.

Los secretos que yacían en las profundidades del pantano permanecerían sumergidos, sellados bajo el agua fangosa durante al menos otra noche.

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